Puede
ocurrir que se demuestre que el bien moral
es un caso especial de una especie más general de bien. […] La norma moral
suprema sería justificada con el auxilio de una norma extra-moral; el principio
moral podría ser referido a un principio vital más alto.
Moritz
Schlick, Fragen der Ethik
¿Qué queremos significar cuando decimos que algo es “bueno”?
Manuel García Morente se hizo esa misma pregunta, pero no encontró respuesta:
Los conceptos de
bueno y malo, que al parecer expresan con suficiente claridad lo que quieren
decir, son en realidad confusos, equívocos y de múltiples significaciones.
Decimos, por ejemplo, este hombre es bueno, esta manzana es buena, este arado
es bueno, este libro es bueno, esta institución jurídica es buena. En cada uno
de estos ejemplos la palabra bueno tiene un sentido diferente. La bondad del
hombre es algo completamente distinto de la bondad del arado, y esta, a su vez,
es distinta de la bondad de una institución. La bondad del hombre puede
consistir en lealtad, en magnanimidad, en generosidad. La bondad del arado
consiste en su solidez y eficacia. La bondad de la institución jurídica
consiste en su justicia. Vemos, pues, que la palabra bueno alude a algo que es
común a todos los actos o cosas generosos, magnánimos, sólidos, eficaces,
justos. La palabra bueno señala, pues, a un género del que son especies la
generosidad, la solidez, la eficacia, la valentía, la justicia. Ahora bien:
¿qué es ese algo común a todas estas cualidades? (Ensayos sobre el progreso, pp. 49-50).
Según John Rawls, “decir de algo que es bueno significa que tiene
las propiedades que es racional desear en las cosas de su género” (Teoría de la justicia, VII, 62 [p.
448]). Las propiedades que es racional desear. Lo bueno sería
entonces para Rawls lo racional, y ¿qué es lo racional? ¡Pues lo bueno, qué
otra cosa! Estamos en un círculo vicioso y no hemos definido nada. Ante este
intento fallido, podríamos darle la derecha –como se la he dado anteriormente--
a George Edward Moore y, presas de un resignado pesimismo epistemológico,
afirmar que lo bueno es indefinible
en un sentido comprehensivo[1]
y que quizá lo único que podemos hacer para interpretar su significado es
observar el comportamiento de la gente que consideramos buena y sacar a partir
de esos datos algunas conclusiones que nos acerquen a nuestro objetivo por una
vía extralingüística. ¿Nos resignaremos? ¡No! Porque yo no busco la definición
o el significado de lo que es un hombre
bueno, sino de lo bueno en general, del adjetivo “bueno” aplicado a todo tipo
de objetos, animados o inanimados, y las definiciones “extensivas” que
podríamos extraer de la observación de la buena conducta no nos hablarán de
coches buenos, de argumentos buenos o de buenos futbolistas (de lo bueno
extramoral). Necesito una definición que abarque la totalidad de lo bueno y que
sea comprehensiva, que pueda uno encontrarla majestuosa sobre las hojas del
mejor diccionario. Y creo que, gracias al doctor Maliandi –pero muy a pesar
suyo, me imagino--, acabo de descubrirla: Bueno
es todo aquello que desconflictúa, que tiene la virtud de resolver (no de
disolver) conflictos por su intermediación; bueno es todo aquello que, al
intervenir en una situación dada, tiende a armonizarla. La única sustancial
diferencia que alcanzo a vislumbrar entre lo bueno inanimado y lo bueno animado
radicaría en que los objetos buenos tienden a resolver conflictos más o menos
superficiales, circunscritos e inmediatos, mientras que cuando la bondad recae
en un organismo vivo y sobre todo en la gente, esta bondad tiende a resolver
conflictos más profundos y abarcativos, y cuya resolución tal vez comience a
esbozarse mucho tiempo después de acaecida esa respuesta al valor propiamente
denominada “buena acción”. Así, cuanto más bondadoso sea el accionar, más
cantidad de conflictos –y de mayor envergadura sociológica-- resolverá, pero en
el largo plazo. El “efecto santidad” va muchas veces soterrado, y muchas veces
queda el santo con la duda respecto de si lo que hizo o dejó de hacer
contribuyó en algo al mejoramiento de los hombres. “Yo no vine a traer paz sino
espada”, dijo Jesús: espada temporal, conflicto (espiritual) temporal, pero paz
atemporal, paz que disfrutaremos algún día merced al espadeo que los cristianos
(no los que figuran como tales sino los auténticos) vienen ensayando desde hace
dos milenios por consejo de aquel gran espadachín de la
armonía[2].
[1] Mucho antes que Moore, el escepticismo ético comenzó
con Platón y se hizo fuerte en Plotino: “Confiándonos en la impresión del alma,
¿definiremos al Bien por lo deseable? ¿No investigaremos acaso por qué el alma
desea? Al par que aportamos demostraciones sobre la quididad de cada ser,
¿abandonaremos al deseo la determinación del Bien? Así resultarían muchos
absurdos. Por lo pronto, el Bien no sería más que un atributo. Por otra parte,
hay muchos seres que desean y que desean cosas diferentes. ¿Cómo decidir sólo
por medio del deseo si una es mejor que otra? Tal vez ni siquiera conoceremos
lo mejor, puesto que desconocemos el Bien” (Enéadas,
VI, 7, 19).
[2] No me arrogo, en esto de identificar el bien con la
armonía, originalidad ninguna, puesto que ya los primeros filósofos postulaban
esta identificación. Para los griegos, “el bien moral consiste en el armónico
despliegue de las potencias vitales de las personalidades individuales, el cual
pide, a su vez, que reine también la armonía entre los desarrollos de las
distintas personalidades” (Harald Høffding, Kierkegaard,
p. 177). También en la ética india temprana “el bien supremo se identifica con la armonía total del
orden cósmico o natural, caracterizado como rita:
esta es la finalidad creadora que circunscribe la conducta humana. Así, el
orden social y moral se concibe como un correlato del orden natural. Este es el
curso ordenado de las cosas, la verdad del ser o realidad (sat) y por lo tanto la «Ley» (Rigveda 1.123; 5.8)” (Purushottama
Bilimoria, “La ética india”, ensayo incluido en Compendio de ética, de
Peter Singer (coord.)).