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miércoles, 14 de julio de 2021

La definición de lo bueno

 

Puede ocurrir que se demuestre que el bien moral es un caso especial de una especie más general de bien. […] La norma moral suprema sería justificada con el auxilio de una norma extra-moral; el principio moral podría ser referido a un principio vital más alto.

Moritz Schlick, Fragen der Ethik

 

¿Qué queremos significar cuando decimos que algo es “bueno”? Manuel García Morente se hizo esa misma pregunta, pero no encontró respuesta:

 

Los conceptos de bueno y malo, que al parecer expresan con suficiente claridad lo que quieren decir, son en realidad confusos, equívocos y de múltiples significaciones. Decimos, por ejemplo, este hombre es bueno, esta manzana es buena, este arado es bueno, este libro es bueno, esta institución jurídica es buena. En cada uno de estos ejemplos la palabra bueno tiene un sentido diferente. La bondad del hombre es algo completamente distinto de la bondad del arado, y esta, a su vez, es distinta de la bondad de una institución. La bondad del hombre puede consistir en lealtad, en magnanimidad, en generosidad. La bondad del arado consiste en su solidez y eficacia. La bondad de la institución jurídica consiste en su justicia. Vemos, pues, que la palabra bueno alude a algo que es común a todos los actos o cosas generosos, magnánimos, sólidos, eficaces, justos. La palabra bueno señala, pues, a un género del que son especies la generosidad, la solidez, la eficacia, la valentía, la justicia. Ahora bien: ¿qué es ese algo común a todas estas cualidades? (Ensayos sobre el progreso, pp. 49-50).

 

Según John Rawls, “decir de algo que es bueno significa que tiene las propiedades que es racional desear en las cosas de su género” (Teoría de la justicia, VII, 62 [p. 448]). Las propiedades que es racional desear. Lo bueno sería entonces para Rawls lo racional, y ¿qué es lo racional? ¡Pues lo bueno, qué otra cosa! Estamos en un círculo vicioso y no hemos definido nada. Ante este intento fallido, podríamos darle la derecha –como se la he dado anteriormente-- a George Edward Moore y, presas de un resignado pesimismo epistemológico, afirmar que lo bueno es indefinible en un sentido comprehensivo[1] y que quizá lo único que podemos hacer para interpretar su significado es observar el comportamiento de la gente que consideramos buena y sacar a partir de esos datos algunas conclusiones que nos acerquen a nuestro objetivo por una vía extralingüística. ¿Nos resignaremos? ¡No! Porque yo no busco la definición o el significado de lo que es un hombre bueno, sino de lo bueno en general, del adjetivo “bueno” aplicado a todo tipo de objetos, animados o inanimados, y las definiciones “extensivas” que podríamos extraer de la observación de la buena conducta no nos hablarán de coches buenos, de argumentos buenos o de buenos futbolistas (de lo bueno extramoral). Necesito una definición que abarque la totalidad de lo bueno y que sea comprehensiva, que pueda uno encontrarla majestuosa sobre las hojas del mejor diccionario. Y creo que, gracias al doctor Maliandi –pero muy a pesar suyo, me imagino--, acabo de descubrirla: Bueno es todo aquello que desconflictúa, que tiene la virtud de resolver (no de disolver) conflictos por su intermediación; bueno es todo aquello que, al intervenir en una situación dada, tiende a armonizarla. La única sustancial diferencia que alcanzo a vislumbrar entre lo bueno inanimado y lo bueno animado radicaría en que los objetos buenos tienden a resolver conflictos más o menos superficiales, circunscritos e inmediatos, mientras que cuando la bondad recae en un organismo vivo y sobre todo en la gente, esta bondad tiende a resolver conflictos más profundos y abarcativos, y cuya resolución tal vez comience a esbozarse mucho tiempo después de acaecida esa respuesta al valor propiamente denominada “buena acción”. Así, cuanto más bondadoso sea el accionar, más cantidad de conflictos –y de mayor envergadura sociológica-- resolverá, pero en el largo plazo. El “efecto santidad” va muchas veces soterrado, y muchas veces queda el santo con la duda respecto de si lo que hizo o dejó de hacer contribuyó en algo al mejoramiento de los hombres. “Yo no vine a traer paz sino espada”, dijo Jesús: espada temporal, conflicto (espiritual) temporal, pero paz atemporal, paz que disfrutaremos algún día merced al espadeo que los cristianos (no los que figuran como tales sino los auténticos) vienen ensayando desde hace dos milenios por consejo de aquel gran espadachín de la armonía[2].



[1]  Mucho antes que Moore, el escepticismo ético comenzó con Platón y se hizo fuerte en Plotino: “Confiándonos en la impresión del alma, ¿definiremos al Bien por lo deseable? ¿No investigaremos acaso por qué el alma desea? Al par que aportamos demostraciones sobre la quididad de cada ser, ¿abandonaremos al deseo la determinación del Bien? Así resultarían muchos absurdos. Por lo pronto, el Bien no sería más que un atributo. Por otra parte, hay muchos seres que desean y que desean cosas diferentes. ¿Cómo decidir sólo por medio del deseo si una es mejor que otra? Tal vez ni siquiera conoceremos lo mejor, puesto que desconocemos el Bien” (Enéadas, VI, 7, 19).

[2] No me arrogo, en esto de identificar el bien con la armonía, originalidad ninguna, puesto que ya los primeros filósofos postulaban esta identificación. Para los griegos, “el bien moral consiste en el armónico despliegue de las potencias vitales de las personalidades individuales, el cual pide, a su vez, que reine también la armonía entre los desarrollos de las distintas personalidades” (Harald Høffding, Kierkegaard, p. 177). También en la ética india temprana “el bien supremo se identifica con la armonía total del orden cósmico o natural, caracterizado como rita: esta es la finalidad creadora que circunscribe la conducta humana. Así, el orden social y moral se concibe como un correlato del orden natural. Este es el curso ordenado de las cosas, la verdad del ser o realidad (sat) y por lo tanto la «Ley» (Rigveda 1.123; 5.8)” (Purushottama Bilimoria, “La ética india”, ensayo incluido en Compendio de ética, de Peter Singer (coord.)).

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