No os figuréis que los hombres moverán la punta del dedo por serviros, si no tienen ventaja en hacerlo; esto jamás ha sido, ni será, mientras la naturaleza humana sea lo que es (ibíd., tomito 3, p. 6).
Correcto, excepto cuando se actúa por instinto, privilegiando así, por un mecanismo genético, el bienestar del grupo, de la especie o de la vida en general por sobre la tranquilidad del propio individuo. (Puede verse al respecto mi definición del instinto de riesgo utilitario en mis anotaciones del 5/9/97, resumidas en la nota 3 de la sección II de este Apéndice.)
No hagáis mal a nadie de cualquier modo o en cualquier cantidad que sea, si no es en vista de algún bien mayor especial y determinado (III, p. 71).
Se puede actuar malamente buscando un bien mayor, y admito que tal bien mayor puede surgir de aquel acto malvado, pero así como surgirá el bien mayor de un mal menor, así también surgirá el mal superior del bien mayor causado por el mal que inició el proceso. Es el efecto búmerang a la inversa.
Interrumpir al que habla de una manera directa y abierta, es manifestación de menosprecio y desestima, de que es preciso guardarnos con el mayor cuidado. Es una ofensa intolerable, que cambia en pena el placer de la conversación, y que produce molestia bastante aun para provocar la reacción del mal querer (III, p. 106).
Tengo un gran amigo llamado Gastón Corbata que suele incurrir en este molesto proceder. Si estás leyendo esto --cosa que dudo--, te pido desde aquí que moderes tu manía interruptora --cosa que dudo que haga, pues ya se lo hemos pedido varias veces y ni caso que hace--. La gente con la que puedo sostener una conversación prolongada es escasísima (sólo Gastón), y si encima esta gente tiene la costumbre de pisotear mi tambaleante oratoria[1], es fácil deducir que el placer que proporciona el diálogo ameno no ha sido concebido para mi disfrute.
Evitad las palabras de pésame a las personas que están de luto por la muerte de sus amigos. Los pésames lo mismo que el luto son cosa funestas. Los hombres, y sobre todo las mujeres no hacen sino aumentar su dolor, haciéndose un deber o un mérito de manifestarlo. Si se renunciase al uso del luto, se excusaría al mundo gran suma de sufrimientos. Hay naciones salvajes o bárbaras que se regocijan en los funerales de sus parientes; en este particular saben más que las naciones civilizadas (III, p. 110).
El capítulo de Alf en el que llega de visita el tío Alberto es toda una lección de moral a este respecto[2].
Cuando creáis notar estupidez en alguno, no uséis de aspereza en vuestras observaciones (III, pp. 115-6).
¡Pero a veces es tan difícil contenerse!...
Si en presencia vuestra se dirige un ataque contra vos, por insultante que sea, sobre todo si es delante de testigos, tratadlo, si os parece, con indiferencia manifiesta, o riendoos, o o chanceandoos, según la ocasión. Cuanto más insultante es el ataque, tanto es más ignominioso para el que lo emplea, y tanto más eficazmente será rechazado: él se verá contrariado, humillado, mas no irritado, y su hostilidad contra vos no se aumentará; y puede tal vez que la desarméis (III, p. 116).
Al mundo lo salvará el amor y el humor.
Vamos a presentar al lector algunas circunstancias, que aunque productivas de mal real de la especie de que se trata, no han sido observadas bastantemente, como lo acredita la experiencia.
Tratemos primeramente de la molestia cuyo asiento reside en el olfato. La más evidente es la que produce la emisión de gas por el canal alimenticio.
Dicha emisión, en cuanto proviene de la parte inferior de este canal, es casi siempre voluntaria, de modo que en tesis general, la inflicción de su molestia es premeditada. El individuo que la causa, puede abstenerse. En la producción de ella, aunque el sentido sea el asiento inmediato, la imaginación hace el principal papel; el mismo olor que emanado de nuestro cuerpo, no nos causaría la menor molestia, se nos hace insoportable cuando emana de cuerpo ajeno; y la molestia puede mitigarse o agravarse por una variedad de circunstancias relativas a la persona del individuo cuyo cuerpo es el origen (III, pp. 123-4).
Todo esto es muy cierto, pero ¿qué hacer cuando en una reunión formal sentimos la presencia de un gas intestinal deseoso de ganar el cielo? ¿Lo reprimimos? No, pues la no evacuación de este tipo de gases contribuye a generar mil y una enfermedades, incluyendo el temido cáncer. Lo moralmente correcto sería dirigirse presto al anfitrión, o a quien tengamos enfrente, y espetarle lo siguiente: "Excusemuá, ingeniero Arizmendi. Me voy a retirar a un lugar apartado porque tengo un pedo en la puerta, pero enseguida regreso al grupo a retomar esta exquisita y cálida conversación". Quien tenga el valor y el sentido del humor necesarios para tal maniobra, o es un patán, o es un ser humano excepcionalmente agradable.
La facultad de impedir las emanaciones desagradables de la boca no puede poseerse tan extensamente; pero se tiene la facultad absoluta de reglarlas de manera que sean inofensivas para otro. La eructación que no siempre se puede reprimir, se hará menos desagradable a los demás, dándose a los miasmas dirección tal, que no puedan llegar a nadie; hacer de modo que el aire salga en dicha dirección, por un lado de la boca, y por la menor abertura posible, de suerte que nadie lo note (III, pp. 124-5).
Al igual que con los pedos, ¡nunca reprimáis un eructo! Una correcta digestión, y en consecuencia la salud toda, os va en ello. (¡Y es tan hermoso su sonido en boca de quien sabe madurarlo!)
En virtud del principio de la asociación de las ideas, todo sonido que tiene por efecto renovar la idea de una sensación desagradable a otro sentido, por ejemplo al olfato, no podría menos de repugnarnos por sólo este motivo.
En razón de la facultad simpática, la boca y la nariz pueden ser afectadas desagradablemente por intermedio del oído (III, p. 126).
Pero evocando también la facultad simpática, ¿no es simpático el recurso humorístico de imitar con la boca, o con la concavidad de la palma de la mano bajo la axila, el sonido del pedo? Si es verdad que el humor alegra la vida (y en consecuencia la moraliza), me arriesgo con gusto a que cincuenta sientan desagrado si logro en uno solo despertar una carcajada.
Vemos en el periódico l'Examiner, un ejemplo del modo con que pueden aplicarse dichos principios a las otras ramas de la moral usual.
«Modos de comer que desagradan a las personas bien educadas: hacer ruido con el tenedor y cuchillo, hacer chasquear los labios uno contra otro, hacer oír el ruido de los líquidos al tragarlos, mascar con estrépito, comer con precipitación. Hay algunos a quienes tales cosas no parecerán importantes; sin embargo lo son, porque no solamente indican sentimientos groseros en los que se las permiten, sino que contribuyen a hacer su compañía desagradable a las personas bien nacidas, y deben por consiguiente causarles grave perjuicio en su comercio con la sociedad» (III, pp. 130-1).
Aconsejo a quien desee valorar a sus amistades proceder de todos los modos antedichos en su presencia. Los "bien nacidos" que sientan repugnancia, se harán notar enseguida; los "mal nacidos" que no se interesen por esas menudencias, o que se mueran de risa con ellas, se harán notar más todavía. Los cartones se irán por donde vinieron, y nos quedaremos con nuestros verdaderos (y ruidosos) amigos.
Nada hay más funesto en el mundo que la admiración que se prodiga a los héroes. Cómo hayan podido los hombres llegar al punto de admirar lo que la virtud debe enseñarnos a detestar y menospreciar, es uno de los testimonios más dolorosos de la debilidad y locura humana. Parece que los crímenes de los héroes los absuelve su extensión misma. Gracias a las ilusiones con que han envuelto sus nombres y acciones la reflexión y mentira, no se forma una idea justa de todo el mal que hacen, de todas las calamidades que producen. ¿Será acaso por serlo tan grande que excede a toda estimación? Leemos que en una batalla han muerto veinte mil hombres, y nos contentamos con decir: He aquí una victoria bien gloriosa. Veinte mil hombres, diez mil hombres, ¿qué importa? ¿Qué tenemos que ver con sus sufrimientos? Cuanta más gente ha caído, más completo es el triunfo. Y en la grandeza del triunfo es donde se funde el mérito y la gloria del vencedor. Nuestros profesores y los libros inmorales que nos ponen en las manos, nos han inspirado hacia el heroísmo un afecto singular, y el héroe lo es tanto más, cuanto más hombres ha hecho morir (III, pp. 142-3).
¿Cómo evitar el lavado de cerebros que se les hace a los chicos en la escuela? ¿Cómo explicarles que San Martín era un cretino?
Tiempo vendrá sin duda en que será necesaria toda la autoridad de los testimonios de la historia, para hacer creer a las generaciones mejor instruidas, que en una época llamada de ilustración, han existido hombres a quienes la aprobación pública honró en razón de la desgracia que causaron y de los crímenes que cometieron. Se necesitarán nada menos que las pruebas más auténticas, para persuadirles que en los tiempos pasados, se han hallado hombres juzgados dignos de recompensas nacionales, que por un corto salario se obligaban a cometer todos los actos de pillaje, devastación y homicidio que les mandasen. Aún más se indignarán, cuando sepan que estos mercenarios, estos asesinos de hombres, han sido reputados eminentes e ilustres, que les han tejido coronas, elevado estatuas, y se han agotado en su elogio la elocuencia y la poesía. En aquellos tiempos mejores y más dichosos los hombres sabios y buenos se apresurarán a condenar al olvido, a denigrar con una ignominia universal gran número de actos, que nosotros calificamos de heroicos, al paso que coronarán con aureola de verdadera gloria a los creadores y propagadores de la dicha de los hombres (III, pp. 143-4).
Pero no desprestigiemos ni descartemos una palabra tan bella como “heroísmo” por la sola razón de que hoy no se la emplea correctamente. El héroe del mañana será quien arriesgue o pierda su vida para salvar la vida o evitar el dolor de otros seres vivos --y en esto se parecerá mucho al héroe actual--, pero evitando por todos los medios cumplir este fin a costa de la muerte o el dolor de otros seres que no le interesen o que se opongan a sus ideas. Un heroísmo así es mucho más complejo que el de Atila, lo cual es coherente con la idea de la evolución del universo, que va desde lo simple a lo complejo. Además, yo no dije que fuera fácil...
Decir: «Creed a esta proposición más bien que a esta otra», es decir: haced todo lo posible para creerlo. Todo pues lo que un hombre puede hacer para creer una proposición, es desviar y rechazar las pruebas que le son contrarias. Porque cuando todas las pruebas están igualmente presentes a su espíritu, y son de su parte objeto de atención igual, no está en su mano creer o no creer. Es el resultado necesario de la preponderancia de las pruebas de un lado de la cuestión sobre las contrarias (III, pp. 145-6).
La fe, o sea la creencia, está necesariamente de acuerdo con el razonamiento del individuo creyente, por lo que no hay nada de cierto en suponer que alguien pueda creer en una hipótesis en contra de lo que le dice su razón. Lo que sí puede suceder es que alguien crea en la veracidad de una hipótesis y a la vez desee que esta hipótesis sea incorrecta. Ya expliqué cómo creo que funciona el deseo científico en mis anotaciones del 4/12/98; no voy a extenderme de nuevo sobre lo mismo puesto que mis actuales pensamientos al respecto no difieren de los de aquel entonces[3].
Cuando un hombre está convencido de la inmoralidad de otro, el efecto que tal juicio produce naturalmente sobre él es una afección decidida de antipatía, más o menos fuerte según el carácter del individuo. Desde luego sin cuidarse mucho de medir la cantidad exacta del castigo que conviene imponer, aprovecha cuantas ocasiones se ofrecen de expresar respecto al delincuente sentimientos de odio y menosprecio; y obrando así, cree dar a los demás una prueba auténtica de su horror al vicio, y amor a la virtud; cuando en realidad no hace más que satisfacer sus afecciones disociales, su antipatía y orgullo (III, p. 157).
Ya lo dije muchas veces pero no me cansaré de repetirlo: cuanto más aborrecemos el crimen, más amamos a los criminales.
Venir a hablarnos de placeres, de que no sean instrumentos los sentidos, es lo mismo que hablar de colores a los ciegos, de música a los sordos, y de movimiento a lo que carece de vida (III, p. 161).
Los sentidos son siempre los instrumentos del placer, pero no siempre son su residencia. Los sentidos generan el placer, pero hay placeres que una vez generados se independizan del instrumento que les dio vida. Esta dependencia o independencia marca la diferencia entre los placeres sensuales y los espirituales. Y por otra parte, no descarto que puedan existir placeres espirituales puros, que nazcan con independencia de los sentidos. Pues en la hipótesis de que pudiese nacer una persona ciega, sorda, sin olfato, sin sentido del gusto y sin percepción táctil de ningún tipo en todo su cuerpo, ¿alguien me garantiza que tal persona nunca podría emocionarse?
Si se ofrece ocasión de hablar de las acciones meritorias de vuestro interlocutor, dadle todos los elogios y encomios que autoriza la verdad (III, p. 167).
En mi país a esta gente la llamamos chupamedias, o absorbecalcetines, que suena más refinado. A las personas admirables los elogios hay que brindárselos por atrás, nunca en su propias caras. ¿Por qué? Pues porque si la persona es realmente admirable, no estará interesada en nuestros elogios, con lo que habremos perdido nuestro tiempo; y si no es tan admirable como creíamos, habremos propiciado el "agrandamiento de un loro", como decíamos en los bailes cuando alguien festejaba demasiado a una señorita reticente y poco agraciada. Esto último ha sido sospechado por Bentham, que desde el siguiente párrafo dice:
No obstante para impedir que resulte de este bien un mal mayor, tomad en consideración el carácter del individuo, y aseguraos antes, de que exaltando su mérito no daréis a su orgullo y vanidad tal acrecentamiento, que resulte mal para él o para otro.
Exige la moralidad que nos abstengamos de la costumbre de dar consejos; no obstante si hay urgencia manifiesta, necesidad evidente e incontestable, acompañadlos con razones y motivos que los justifiquen, cuando sea posible, a los ojos de la persona aconsejada; y haced de modo que le causéis la menor pena posible, en cuanto sea compatible con el efecto que vuestro consejo debe producir. Si no hay prueba evidente de la necesidad de esa aplicación, y de la probabilidad del suceso, la virtud exige que se suprima, y que el consejero se abstenga (III, p. 170).
Yo era bastante reacio a la idea de dar consejos, pero creo haber comprendido que no está mal aconsejar, siempre y cuando el consejo sea solicitado por alguien y no dicho a la pasada como quien se jacta de tener tantos conocimientos que éstos le brotan sin presión alguna. "Yo no soy quién para dar consejos", escribí hace un par de años en mi diario; pero, ¿no podría suceder que alguien lo leyese con la precisa esperanza de hallar en él alguna guía moral para sus indecisas acciones? Si uno expone sus consejos como posibilidades y no como únicas opciones, no creo que haya peligro de que el aconsejado se agarre al consejo a modo de dogma y deje de pensar por sí mismo. Yo he crecido (o creo haber crecido) mucho espiritualmente gracias a los consejos que me han dado los escritores a través de sus libros (consejos relativos no sólo a mi comportamiento sino también a mi comprensión de la realidad), y aspiro a que por lo menos tres personas crezcan algo gracias a los dos o tres consejos apetecibles que hay en mis escritos --mezclados claro está con los doscientos o trescientos que son contraproducentes...
Y no se olviden de mi consejo mayor, que es el mismo que da Bentham: hay que dedicarse a los grandes placeres de la vida, y desechar el resto.
Es acto de benevolencia efectiva conceder a una conducta meritoria toda la aprobación que le es debida. La alabanza tiene por resultado disponer a la imitación, y podéis hacer a la moral servicios tan señalados animando a la virtud, como quitando la máscara y reprobando el vicio (III, pp. 172-3).
La moral de la alabanza ya fue; es completamente arcaica. Es la moral del caballo de circo que hace sus piruetas pensando en el terrón de azúcar, o peor: la moral del chico que tira la sopa en la maceta y después le muestra el plato a la madre fingiendo que se la tomó toda. La moral que se fundamenta en el elogio no hace otra cosa que incentivar la hipocresía. Si uno comprende que la realización de un acto moral le será tarde o temprano más placentera que dolorosa, ¿para qué necesita el elogio? Y si no lo comprende, ¿aceptará sufrir el dolor que supone derivará de su buen comportamiento a cambio de las más sonoras alabanzas? No; lo que hará será comportarse mal (o sea placenteramente, según cree) y luego disfrazar los acontecimientos de tal modo que sugieran que se ha comportado bien, con lo que recibirá los "placeres" de la adulación sin haber resignado los "placeres" del delito. Eso es a lo que se dedica el 99,4 % de los políticos, incluidos los que no son concientes de tal maniobra, como seguramente no lo era Bentham (puesto que tenía, como todas las personas "influyentes", una idea del delito moral similar a la del delito jurídico, creyendo así que la economía moral no pena la riqueza en medio de la pobreza, entre otras cosas). Además, Bentham suponía que las alabanzas necesariamente van dirigidas hacia quienes se supone se han comportado noblemente. ¡Craso error! ¿No fue Hitler uno de los hombres más idolatrados de este siglo? Si queremos montar un sistema de moral que aconseje la alabanza, primero tendríamos que lograr que la gente sepa discernir entre lo que es digno de alabanza y lo que no, algo que me parece muy difícil puesto que ni los más grandes pensadores de la historia están de acuerdo en tan espinosa materia.
Pero me parece que se me fue la mano con las críticas. La idea central del libro es, a mi criterio, absolutamente verdadera. Bentham pifia un poco en algunos conceptos menores, que no hacen al fondo de la cuestión. "Hagan ruido cuanto quieran con palabras sonoras y vacías de sentido, no tendrán acción alguna sobre el espíritu del hombre; nada habrá que influya en él, sino la aprehensión del placer y de la pena" (II, pp. 142-3). Estoy cierto de que muchos pensadores opinan igual, pero por un motivo u otro no lo dicen, o no lo dicen tan apasionadamente como Bentham, que por eso, a fin de cuentas, me cae simpático.
Y además lo admiro. A él no se lo diría, por supuesto. Pero sepa todo el mundo, menos Bentham, que admiro a Bentham.
¿Necesita el autor justificarse del ardor que ha empleado en defender la causa de la dicha? Es causa esta, ante la cual todo otro objeto no tiene sino importancia secundaria. Es causa fuera de la cual nada tiene el hombre que desear ni que cumplir. Es el solo bien que lo une a lo presente, a lo pasado, a lo futuro. Es el tesoro que contiene cuanto posee y cuanto espera. ¡Dichoso el que pudo a lo lejos enseñar el edificio! ¡Más dichoso aún el que abrirá sus puertas!
Deontología, palabras finales
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[1] "Soy torpe de lengua", le dijo Moisés a Dios cuando éste lo nombró su intermediario ante los hebreos (Éxodo 4: 10). Pocas veces me sentí tan identificado con el patetismo de una frase.Correcto, excepto cuando se actúa por instinto, privilegiando así, por un mecanismo genético, el bienestar del grupo, de la especie o de la vida en general por sobre la tranquilidad del propio individuo. (Puede verse al respecto mi definición del instinto de riesgo utilitario en mis anotaciones del 5/9/97, resumidas en la nota 3 de la sección II de este Apéndice.)
No hagáis mal a nadie de cualquier modo o en cualquier cantidad que sea, si no es en vista de algún bien mayor especial y determinado (III, p. 71).
Se puede actuar malamente buscando un bien mayor, y admito que tal bien mayor puede surgir de aquel acto malvado, pero así como surgirá el bien mayor de un mal menor, así también surgirá el mal superior del bien mayor causado por el mal que inició el proceso. Es el efecto búmerang a la inversa.
Interrumpir al que habla de una manera directa y abierta, es manifestación de menosprecio y desestima, de que es preciso guardarnos con el mayor cuidado. Es una ofensa intolerable, que cambia en pena el placer de la conversación, y que produce molestia bastante aun para provocar la reacción del mal querer (III, p. 106).
Tengo un gran amigo llamado Gastón Corbata que suele incurrir en este molesto proceder. Si estás leyendo esto --cosa que dudo--, te pido desde aquí que moderes tu manía interruptora --cosa que dudo que haga, pues ya se lo hemos pedido varias veces y ni caso que hace--. La gente con la que puedo sostener una conversación prolongada es escasísima (sólo Gastón), y si encima esta gente tiene la costumbre de pisotear mi tambaleante oratoria[1], es fácil deducir que el placer que proporciona el diálogo ameno no ha sido concebido para mi disfrute.
Evitad las palabras de pésame a las personas que están de luto por la muerte de sus amigos. Los pésames lo mismo que el luto son cosa funestas. Los hombres, y sobre todo las mujeres no hacen sino aumentar su dolor, haciéndose un deber o un mérito de manifestarlo. Si se renunciase al uso del luto, se excusaría al mundo gran suma de sufrimientos. Hay naciones salvajes o bárbaras que se regocijan en los funerales de sus parientes; en este particular saben más que las naciones civilizadas (III, p. 110).
El capítulo de Alf en el que llega de visita el tío Alberto es toda una lección de moral a este respecto[2].
Cuando creáis notar estupidez en alguno, no uséis de aspereza en vuestras observaciones (III, pp. 115-6).
¡Pero a veces es tan difícil contenerse!...
Si en presencia vuestra se dirige un ataque contra vos, por insultante que sea, sobre todo si es delante de testigos, tratadlo, si os parece, con indiferencia manifiesta, o riendoos, o o chanceandoos, según la ocasión. Cuanto más insultante es el ataque, tanto es más ignominioso para el que lo emplea, y tanto más eficazmente será rechazado: él se verá contrariado, humillado, mas no irritado, y su hostilidad contra vos no se aumentará; y puede tal vez que la desarméis (III, p. 116).
Al mundo lo salvará el amor y el humor.
Vamos a presentar al lector algunas circunstancias, que aunque productivas de mal real de la especie de que se trata, no han sido observadas bastantemente, como lo acredita la experiencia.
Tratemos primeramente de la molestia cuyo asiento reside en el olfato. La más evidente es la que produce la emisión de gas por el canal alimenticio.
Dicha emisión, en cuanto proviene de la parte inferior de este canal, es casi siempre voluntaria, de modo que en tesis general, la inflicción de su molestia es premeditada. El individuo que la causa, puede abstenerse. En la producción de ella, aunque el sentido sea el asiento inmediato, la imaginación hace el principal papel; el mismo olor que emanado de nuestro cuerpo, no nos causaría la menor molestia, se nos hace insoportable cuando emana de cuerpo ajeno; y la molestia puede mitigarse o agravarse por una variedad de circunstancias relativas a la persona del individuo cuyo cuerpo es el origen (III, pp. 123-4).
Todo esto es muy cierto, pero ¿qué hacer cuando en una reunión formal sentimos la presencia de un gas intestinal deseoso de ganar el cielo? ¿Lo reprimimos? No, pues la no evacuación de este tipo de gases contribuye a generar mil y una enfermedades, incluyendo el temido cáncer. Lo moralmente correcto sería dirigirse presto al anfitrión, o a quien tengamos enfrente, y espetarle lo siguiente: "Excusemuá, ingeniero Arizmendi. Me voy a retirar a un lugar apartado porque tengo un pedo en la puerta, pero enseguida regreso al grupo a retomar esta exquisita y cálida conversación". Quien tenga el valor y el sentido del humor necesarios para tal maniobra, o es un patán, o es un ser humano excepcionalmente agradable.
La facultad de impedir las emanaciones desagradables de la boca no puede poseerse tan extensamente; pero se tiene la facultad absoluta de reglarlas de manera que sean inofensivas para otro. La eructación que no siempre se puede reprimir, se hará menos desagradable a los demás, dándose a los miasmas dirección tal, que no puedan llegar a nadie; hacer de modo que el aire salga en dicha dirección, por un lado de la boca, y por la menor abertura posible, de suerte que nadie lo note (III, pp. 124-5).
Al igual que con los pedos, ¡nunca reprimáis un eructo! Una correcta digestión, y en consecuencia la salud toda, os va en ello. (¡Y es tan hermoso su sonido en boca de quien sabe madurarlo!)
En virtud del principio de la asociación de las ideas, todo sonido que tiene por efecto renovar la idea de una sensación desagradable a otro sentido, por ejemplo al olfato, no podría menos de repugnarnos por sólo este motivo.
En razón de la facultad simpática, la boca y la nariz pueden ser afectadas desagradablemente por intermedio del oído (III, p. 126).
Pero evocando también la facultad simpática, ¿no es simpático el recurso humorístico de imitar con la boca, o con la concavidad de la palma de la mano bajo la axila, el sonido del pedo? Si es verdad que el humor alegra la vida (y en consecuencia la moraliza), me arriesgo con gusto a que cincuenta sientan desagrado si logro en uno solo despertar una carcajada.
Vemos en el periódico l'Examiner, un ejemplo del modo con que pueden aplicarse dichos principios a las otras ramas de la moral usual.
«Modos de comer que desagradan a las personas bien educadas: hacer ruido con el tenedor y cuchillo, hacer chasquear los labios uno contra otro, hacer oír el ruido de los líquidos al tragarlos, mascar con estrépito, comer con precipitación. Hay algunos a quienes tales cosas no parecerán importantes; sin embargo lo son, porque no solamente indican sentimientos groseros en los que se las permiten, sino que contribuyen a hacer su compañía desagradable a las personas bien nacidas, y deben por consiguiente causarles grave perjuicio en su comercio con la sociedad» (III, pp. 130-1).
Aconsejo a quien desee valorar a sus amistades proceder de todos los modos antedichos en su presencia. Los "bien nacidos" que sientan repugnancia, se harán notar enseguida; los "mal nacidos" que no se interesen por esas menudencias, o que se mueran de risa con ellas, se harán notar más todavía. Los cartones se irán por donde vinieron, y nos quedaremos con nuestros verdaderos (y ruidosos) amigos.
Nada hay más funesto en el mundo que la admiración que se prodiga a los héroes. Cómo hayan podido los hombres llegar al punto de admirar lo que la virtud debe enseñarnos a detestar y menospreciar, es uno de los testimonios más dolorosos de la debilidad y locura humana. Parece que los crímenes de los héroes los absuelve su extensión misma. Gracias a las ilusiones con que han envuelto sus nombres y acciones la reflexión y mentira, no se forma una idea justa de todo el mal que hacen, de todas las calamidades que producen. ¿Será acaso por serlo tan grande que excede a toda estimación? Leemos que en una batalla han muerto veinte mil hombres, y nos contentamos con decir: He aquí una victoria bien gloriosa. Veinte mil hombres, diez mil hombres, ¿qué importa? ¿Qué tenemos que ver con sus sufrimientos? Cuanta más gente ha caído, más completo es el triunfo. Y en la grandeza del triunfo es donde se funde el mérito y la gloria del vencedor. Nuestros profesores y los libros inmorales que nos ponen en las manos, nos han inspirado hacia el heroísmo un afecto singular, y el héroe lo es tanto más, cuanto más hombres ha hecho morir (III, pp. 142-3).
¿Cómo evitar el lavado de cerebros que se les hace a los chicos en la escuela? ¿Cómo explicarles que San Martín era un cretino?
Tiempo vendrá sin duda en que será necesaria toda la autoridad de los testimonios de la historia, para hacer creer a las generaciones mejor instruidas, que en una época llamada de ilustración, han existido hombres a quienes la aprobación pública honró en razón de la desgracia que causaron y de los crímenes que cometieron. Se necesitarán nada menos que las pruebas más auténticas, para persuadirles que en los tiempos pasados, se han hallado hombres juzgados dignos de recompensas nacionales, que por un corto salario se obligaban a cometer todos los actos de pillaje, devastación y homicidio que les mandasen. Aún más se indignarán, cuando sepan que estos mercenarios, estos asesinos de hombres, han sido reputados eminentes e ilustres, que les han tejido coronas, elevado estatuas, y se han agotado en su elogio la elocuencia y la poesía. En aquellos tiempos mejores y más dichosos los hombres sabios y buenos se apresurarán a condenar al olvido, a denigrar con una ignominia universal gran número de actos, que nosotros calificamos de heroicos, al paso que coronarán con aureola de verdadera gloria a los creadores y propagadores de la dicha de los hombres (III, pp. 143-4).
Pero no desprestigiemos ni descartemos una palabra tan bella como “heroísmo” por la sola razón de que hoy no se la emplea correctamente. El héroe del mañana será quien arriesgue o pierda su vida para salvar la vida o evitar el dolor de otros seres vivos --y en esto se parecerá mucho al héroe actual--, pero evitando por todos los medios cumplir este fin a costa de la muerte o el dolor de otros seres que no le interesen o que se opongan a sus ideas. Un heroísmo así es mucho más complejo que el de Atila, lo cual es coherente con la idea de la evolución del universo, que va desde lo simple a lo complejo. Además, yo no dije que fuera fácil...
Decir: «Creed a esta proposición más bien que a esta otra», es decir: haced todo lo posible para creerlo. Todo pues lo que un hombre puede hacer para creer una proposición, es desviar y rechazar las pruebas que le son contrarias. Porque cuando todas las pruebas están igualmente presentes a su espíritu, y son de su parte objeto de atención igual, no está en su mano creer o no creer. Es el resultado necesario de la preponderancia de las pruebas de un lado de la cuestión sobre las contrarias (III, pp. 145-6).
La fe, o sea la creencia, está necesariamente de acuerdo con el razonamiento del individuo creyente, por lo que no hay nada de cierto en suponer que alguien pueda creer en una hipótesis en contra de lo que le dice su razón. Lo que sí puede suceder es que alguien crea en la veracidad de una hipótesis y a la vez desee que esta hipótesis sea incorrecta. Ya expliqué cómo creo que funciona el deseo científico en mis anotaciones del 4/12/98; no voy a extenderme de nuevo sobre lo mismo puesto que mis actuales pensamientos al respecto no difieren de los de aquel entonces[3].
Cuando un hombre está convencido de la inmoralidad de otro, el efecto que tal juicio produce naturalmente sobre él es una afección decidida de antipatía, más o menos fuerte según el carácter del individuo. Desde luego sin cuidarse mucho de medir la cantidad exacta del castigo que conviene imponer, aprovecha cuantas ocasiones se ofrecen de expresar respecto al delincuente sentimientos de odio y menosprecio; y obrando así, cree dar a los demás una prueba auténtica de su horror al vicio, y amor a la virtud; cuando en realidad no hace más que satisfacer sus afecciones disociales, su antipatía y orgullo (III, p. 157).
Ya lo dije muchas veces pero no me cansaré de repetirlo: cuanto más aborrecemos el crimen, más amamos a los criminales.
Venir a hablarnos de placeres, de que no sean instrumentos los sentidos, es lo mismo que hablar de colores a los ciegos, de música a los sordos, y de movimiento a lo que carece de vida (III, p. 161).
Los sentidos son siempre los instrumentos del placer, pero no siempre son su residencia. Los sentidos generan el placer, pero hay placeres que una vez generados se independizan del instrumento que les dio vida. Esta dependencia o independencia marca la diferencia entre los placeres sensuales y los espirituales. Y por otra parte, no descarto que puedan existir placeres espirituales puros, que nazcan con independencia de los sentidos. Pues en la hipótesis de que pudiese nacer una persona ciega, sorda, sin olfato, sin sentido del gusto y sin percepción táctil de ningún tipo en todo su cuerpo, ¿alguien me garantiza que tal persona nunca podría emocionarse?
Si se ofrece ocasión de hablar de las acciones meritorias de vuestro interlocutor, dadle todos los elogios y encomios que autoriza la verdad (III, p. 167).
En mi país a esta gente la llamamos chupamedias, o absorbecalcetines, que suena más refinado. A las personas admirables los elogios hay que brindárselos por atrás, nunca en su propias caras. ¿Por qué? Pues porque si la persona es realmente admirable, no estará interesada en nuestros elogios, con lo que habremos perdido nuestro tiempo; y si no es tan admirable como creíamos, habremos propiciado el "agrandamiento de un loro", como decíamos en los bailes cuando alguien festejaba demasiado a una señorita reticente y poco agraciada. Esto último ha sido sospechado por Bentham, que desde el siguiente párrafo dice:
No obstante para impedir que resulte de este bien un mal mayor, tomad en consideración el carácter del individuo, y aseguraos antes, de que exaltando su mérito no daréis a su orgullo y vanidad tal acrecentamiento, que resulte mal para él o para otro.
Exige la moralidad que nos abstengamos de la costumbre de dar consejos; no obstante si hay urgencia manifiesta, necesidad evidente e incontestable, acompañadlos con razones y motivos que los justifiquen, cuando sea posible, a los ojos de la persona aconsejada; y haced de modo que le causéis la menor pena posible, en cuanto sea compatible con el efecto que vuestro consejo debe producir. Si no hay prueba evidente de la necesidad de esa aplicación, y de la probabilidad del suceso, la virtud exige que se suprima, y que el consejero se abstenga (III, p. 170).
Yo era bastante reacio a la idea de dar consejos, pero creo haber comprendido que no está mal aconsejar, siempre y cuando el consejo sea solicitado por alguien y no dicho a la pasada como quien se jacta de tener tantos conocimientos que éstos le brotan sin presión alguna. "Yo no soy quién para dar consejos", escribí hace un par de años en mi diario; pero, ¿no podría suceder que alguien lo leyese con la precisa esperanza de hallar en él alguna guía moral para sus indecisas acciones? Si uno expone sus consejos como posibilidades y no como únicas opciones, no creo que haya peligro de que el aconsejado se agarre al consejo a modo de dogma y deje de pensar por sí mismo. Yo he crecido (o creo haber crecido) mucho espiritualmente gracias a los consejos que me han dado los escritores a través de sus libros (consejos relativos no sólo a mi comportamiento sino también a mi comprensión de la realidad), y aspiro a que por lo menos tres personas crezcan algo gracias a los dos o tres consejos apetecibles que hay en mis escritos --mezclados claro está con los doscientos o trescientos que son contraproducentes...
Y no se olviden de mi consejo mayor, que es el mismo que da Bentham: hay que dedicarse a los grandes placeres de la vida, y desechar el resto.
Es acto de benevolencia efectiva conceder a una conducta meritoria toda la aprobación que le es debida. La alabanza tiene por resultado disponer a la imitación, y podéis hacer a la moral servicios tan señalados animando a la virtud, como quitando la máscara y reprobando el vicio (III, pp. 172-3).
La moral de la alabanza ya fue; es completamente arcaica. Es la moral del caballo de circo que hace sus piruetas pensando en el terrón de azúcar, o peor: la moral del chico que tira la sopa en la maceta y después le muestra el plato a la madre fingiendo que se la tomó toda. La moral que se fundamenta en el elogio no hace otra cosa que incentivar la hipocresía. Si uno comprende que la realización de un acto moral le será tarde o temprano más placentera que dolorosa, ¿para qué necesita el elogio? Y si no lo comprende, ¿aceptará sufrir el dolor que supone derivará de su buen comportamiento a cambio de las más sonoras alabanzas? No; lo que hará será comportarse mal (o sea placenteramente, según cree) y luego disfrazar los acontecimientos de tal modo que sugieran que se ha comportado bien, con lo que recibirá los "placeres" de la adulación sin haber resignado los "placeres" del delito. Eso es a lo que se dedica el 99,4 % de los políticos, incluidos los que no son concientes de tal maniobra, como seguramente no lo era Bentham (puesto que tenía, como todas las personas "influyentes", una idea del delito moral similar a la del delito jurídico, creyendo así que la economía moral no pena la riqueza en medio de la pobreza, entre otras cosas). Además, Bentham suponía que las alabanzas necesariamente van dirigidas hacia quienes se supone se han comportado noblemente. ¡Craso error! ¿No fue Hitler uno de los hombres más idolatrados de este siglo? Si queremos montar un sistema de moral que aconseje la alabanza, primero tendríamos que lograr que la gente sepa discernir entre lo que es digno de alabanza y lo que no, algo que me parece muy difícil puesto que ni los más grandes pensadores de la historia están de acuerdo en tan espinosa materia.
Pero me parece que se me fue la mano con las críticas. La idea central del libro es, a mi criterio, absolutamente verdadera. Bentham pifia un poco en algunos conceptos menores, que no hacen al fondo de la cuestión. "Hagan ruido cuanto quieran con palabras sonoras y vacías de sentido, no tendrán acción alguna sobre el espíritu del hombre; nada habrá que influya en él, sino la aprehensión del placer y de la pena" (II, pp. 142-3). Estoy cierto de que muchos pensadores opinan igual, pero por un motivo u otro no lo dicen, o no lo dicen tan apasionadamente como Bentham, que por eso, a fin de cuentas, me cae simpático.
Y además lo admiro. A él no se lo diría, por supuesto. Pero sepa todo el mundo, menos Bentham, que admiro a Bentham.
¿Necesita el autor justificarse del ardor que ha empleado en defender la causa de la dicha? Es causa esta, ante la cual todo otro objeto no tiene sino importancia secundaria. Es causa fuera de la cual nada tiene el hombre que desear ni que cumplir. Es el solo bien que lo une a lo presente, a lo pasado, a lo futuro. Es el tesoro que contiene cuanto posee y cuanto espera. ¡Dichoso el que pudo a lo lejos enseñar el edificio! ¡Más dichoso aún el que abrirá sus puertas!
Deontología, palabras finales
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[2] "Lo sentimos mucho, tío Alberto" se llama ese capítulo, y data de 1987.
[3] He aquí, resumida, aquella entrada de mi diario en donde menciono al deseo científico:
[...] En realidad, decir que una proposición es verdadera o falsa sólo es correcto en el terreno de la matemática; en las demás ciencias lo indicado es hablar de proposiciones más certeras o menos certeras. Fuera de los números, la verdad absoluta no existe, y ningún juicio científico, por descabellado que sea, debe tomarse como erróneo: son sólo aproximaciones más o menos felices al hecho en sí, que lamentablemente nunca podremos percibir en su forma perfecta.
Dejando de lado la intuición, que es una forma de conocimiento reservada únicamente a quienes saben vivir y gozar el ascetismo --el verdadero ascetismo, que no en todo coincide con el viejo ascetismo católico--, hay en el terreno de la búsqueda de la certeza [...] un falso dualismo, que se ha visto propiciado por ciertas entidades postulantes de dogmas que parecen ir muy en contra de las leyes naturales. Me refiero a la separación entre verdades de razón y verdad de fe. No creo que las verdades de fe puedan tener algo de irracionales en el sentido de que no obedezcan a un razonamiento estricto de nuestra mente. La prueba más concreta de esto está dentro mismo de su enunciado. "NO CREO que las verdades de fe puedan tener algo de irracionales". Estoy presentando un argumento en forma racional, pero lo presento a modo de creencia, a modo de fe, porque no es posible ir con la razón hacia un lado dejando en otro lado la fe. Hay veces que desecho esta manera de decir las cosas, pero lo hago simplemente para no cansar al lector, porque si hemos de ser rigurosos, todo lo que afirmamos racionalmente (exceptuando las verdades matemáticas) lo afirmamos por fe, porque nunca disponemos de pruebas tan contundentes como para convertir a la fe en un artículo innecesario.
Ahora bien, ¿qué es eso que la gente dice que "siente" como algo verdadero a pesar de que racionalmente se inclinaría por una opción diferente? Pues ese es el deseo científico. Es el desear que algo sea de determinada manera, independientemente de las evidencias y razonamientos que opongamos al deseo. La antinomia no es entre razón y fe, sino entre la razón y la fe por un lado, y el deseo por otro. Es la creencia contra la querencia.