Vistas de página en total

miércoles, 1 de septiembre de 2010

Conocimiento y virtud

De aquí en adelante publicaré algunas de las secciones del apéndice a La ética y la moral. Comenzaré con la sección I:

Conocimiento y virtud[1]


¿Es bueno que se acumule el saber? Eso depende de si hablamos del saber axiológico relacionado con la ética o si nos remitimos solamente al conocimiento científico ortodoxo. Si hablamos de conocimientos éticos, es decididamente bueno que este saber se acumule. En cambio, si excluimos a la ética del conocimiento científico, este saber y su acumulación en la cabeza de los hombres no es ni bueno ni malo en sí mismo. En este sentido, el conocimiento científico potencia la condición moral del individuo que lo porta. Si el individuo es bueno, el conocimiento científico lo tornará mejor; si es malo, lo empeorará. Imaginemos una escala que midiese la bondad o maldad de los seres que vaya del cero hasta el infinito. El cero representaría el carácter necrofílico absoluto, las cifras infinitamente grandes el carácter biofílico infinitamente desarrollado, y el número uno sería la representación del carácter absolutamente neutral (ni bueno ni malo). Ahora representemos el nivel de conocimiento científico de cada ser con una escala más o menos similar. El individuo con conocimiento científico cero no sabe absolutamente nada, el uno sabe poquísimas cosas, el dos sabe muy poco, el tres sabe poco y así sucesivamente. Ahora elevemos la cifra correspondiente al grado de bondad o maldad individual a la cifra correspondiente al grado de conocimiento científico del sujeto y obtendremos la dimensión numérica real del carácter de cada individuo. Por ejemplo, si tenemos un pulgón con un nivel de bondad de 1,1 (los animales no humanos no pueden alejarse demasiado del 1, ni hacia adelante ni hacia atrás) y un nivel de conocimiento científico de 4 (el conocimiento, si científico, debe ser conciente, por lo que los animales con bajo nivel de conciencia no pueden acceder a puntajes elevados), tendremos en consecuencia un pulgón de carácter 1,46, o mejor dicho un individuo de carácter 1,46, pues este procedimiento hace posible la comparancia entre los caracteres de animales de diferentes especies, de suerte que si encontramos un hombre cuyo nivel de carácter sea inferior a 1,46, tendremos todo el derecho de decir que tal persona tiene un carácter más necrofílico que el del homóptero citado.
Tres son las situaciones que pueden darse: o el individuo es bueno (superior a 1), o es malo (inferior a 1), o es neutral (1). Si es bueno, tendrá mejor carácter cuanto mayor sea su nivel de conocimientos científicos; si es malo, tendrá peor carácter cuanto más sepa (los números fraccionarios positivos menores que 1 se achican si son elevados a una potencia mayor que 1); y si es neutral, permanecerá en su neutralidad por grande o pequeño que sea su conocimiento científico (el 1 elevado a cualquier número la siempre 1). Asimismo, el individuo que carezca de todo conocimiento científico no podrá ser nunca ni bueno ni malo, puesto que todo número elevado a la potencia cero da como resultado el número 1 (pero este caso no se da nunca en la práctica, pues hasta la más diminuta bacteria, en tanto sea capaz de percibir de algún modo cierta parte de la realidad del mundo, posee conocimientos científicos). En los casos en que el conocimiento científico del individuo sea escasísimo pero no nulo (mayor que cero pero menor que uno) se produce una contradicción a los dos primeros principios generales esbozados: un número mayor que el 1 elevado a una potencia constituida por una fracción propia (la de numerador menor que el denominador) da como resultado un número menor al elevado (por ejemplo, 52/3 = 2,92), y un número menor que uno elevado a una potencia similar a la anterior da como resultado un número mayor al elevado (por ejemplo, 0,54/5 = 0,57). Esto significaría que el conocimiento científico, cuando es ínfimo, empeora el carácter del individuo bueno y mejora el del malo; pero teniendo en cuenta que sólo los organismos excesivamente simples podrían ostentar un nivel de conocimiento tan rudimentario, digamos que al menos desde los insectos y hasta llegar al hombre, esta inversión de la regla general no se verifica. Y si aun así la inconsecuencia nos tortura, habrá que anular con algún decreto los números mayores que cero y menores que uno de la escala del conocimiento.
Finalicemos el análisis de la teoría con dos ejemplos concretos que la grafiquen referidos a sendas comparaciones.
Supongamos que tanto Gandhi como Einstein, que según mi opinión fueron los dos seres más biofílicos del siglo XX (al menos entre los que cobraron fama), supongamos que ambos compartían el mismo grado de biofilia. ¿Implicará esto que los dos poseían el mismo grado de condición moral y el mismo nivel de conocimiento científico? No. Gandhi tenía más condición moral que Einstein, y éste más conocimientos científicos que aquél. Coloquémosle a Gandhi 19 en moralidad y un 100 en conocimientos: su nivel de biofilia alcanzará los 2 × 1095 puntos (un 2 seguido de 95 ceros). A Einstein le podría caber entonces un 16,23 en moralidad[2] y un 120 en conocimientos, lo que lo dejaría con el mismo nivel de biofilia que el hindú. Y en el otro extremo, podríamos suponer equivalentes los grados de necrofilia de dos de los personajes más nefastos de este siglo: Adolfo
Hitler y el reverendo Jim Jones[3], pero aclarando que Jones atesoraba mayores conocimientos científicos y a la vez era un poco más bueno que Hitler. Así, si calificamos a Jones con 0,3 en condición moral y un 70 en conocimientos científicos, su grado real de necrofilia será de 2 × 10-37 (un 2 precedido de 37 ceros), el mismo que podría corresponder a Hitler si lo calificásemos con un 0,185 y 50 respectivamente.

Cada vez estoy más convencido de que lo único real en el universo de los fenómenos perceptibles en la cantidad, de que todo puede medirse, de que todo puede relacionarse con todo si se hila lo suficientemente fino...
Imbuido en tales convencimientos hilvané la teoría precedente, que no es más que eso, un hilván que aspira sólo a preparar las telas que otros han de coser. Tocarále a mi sucesor o sucesores realizar la costura propiamente dicha, costura que constará de puntos y nada más que de puntos, pues para no dar puntada sin hilo no se necesita de otra cosa que no sea la aguja de la matemática[4].
0 0 0

[1] Este ensayo fue escrito en noviembre de 1999 y está incluido en mis Citas y notas.
[2] (Nota añadida el 4/11/3.) Después de leer el libro Einstein de Peter Michelmore e interiorizarme sobre algunos aspectos de la vida del gran físico alemán y sobre algunas actitudes suyas que desconocía o sólo entreveía, tengo que confesar que este 6,23 en moralidad me parece ahora demasiado generoso. Ya no creo que don Alberto haya sido una de las dos celebridades más biofílicas del siglo XX. Este cambio de opinión se debe, en gran parte, a estos cuatro puntos:
1°) Su empedernido tabaquismo. Ninguna persona que aspire a la santidad debe ser dominada por el tabaco o por cualquier otro vicio. Entiéndase la diferencia: no digo que un santo no pueda fumar, sino que no debería ser esclavo del tabaco como lo era Einstein. La siguiente anécdota relatada por David Reichinstein --profesor de química en la Universidad de Zurich y amigo personal del Einstein-- grafica el grosero tabaquismo en el que había caído ya en 1909, a los treinta años de edad:

La señora Einstein había salido y Albert vigilaba a los niños. La puerta del piso estaba abierta para que se secase el suelo, que acababa de ser fregado [...]. Entré en el cuarto de Einstein. Estaba en una actitud serenamente filosófica, con una mano moviendo la cuna en la que estaba un niño [Edward, su segundo hijo, recién nacido]. En la boca, Einstein tenía un cigarro puro malo, malísimo, y en la otra mano un libro abierto. La estufa humeaba de un modo horrible. No sé cómo demonios podía soportar aquello (citado por Michelmore en ibíd., cap. 3).

Dice Michelmore que Reichinstein,

hombre profundamente intelectual, que consideraba a Einstein como a un segundo Sócrates, hallaba sumamente estimulantes las charlas con su nuevo amigo. Pero su actitud de admiración y respeto sentíase a veces perturbada por los repulsivos hábitos de Einstein en cuanto fumador. Quedábase como hipnotizado al ver el modo como Einstein se llevaba a la boca una colilla de puro, desecha, mojada. Una vez, los dos estaban charlando mientras paseaban por una callejuela de las afueras, y a Einstein se le cayó el cigarro en el polvo. El cilindro pardo de tabaco quedó completamente empolvado. Einstein lo contempló un segundo, pareció como si estuviera a punto de pisotear la colilla, luego cambió de parecer y la recogió. Y soplando para limpiar la punta de polvo, se la metió en la boca.
--¡Ah! --gimió dolorosamente Reichinstein--. ¿Y los microbios?
--¡Los microbios me importan un pepino! --Dijo Einstein.

2°) Su ambivalente pacifismo. Dijo Einstein en 1930 en Nueva York: "Si solamente el dos por ciento de los asignados para cumplir el servicio militar anunciasen su decisión de negarse a combatir... los gobiernos serían impotentes. No se atreverían a enviar a la cárcel a un número tan grande de personas" (cap. 8). Pero este grito de rebeldía se sofocaría tres años después al afirmar, en una carta que se publicó en París en un periódico pacifista, que "si yo fuera belga, no rehusaría prestar el servicio militar en las actuales circunstancias. Más bien entraría animado en tal servicio en la creencia de que con ello contribuiría a salvar la civilización europea" (cap. 10). Einstein temía que Hitler invadiese Bélgica; he ahí el motivo de su cambio de ideas. "Aun cuando seguía detestando el militarismo", creía que "la especial situación de Europa hacía del servicio militar un deber en los países democráticos" (palabras de Michelmore, cap. 10). Ahora bien, ¿qué clase de pacifista es aquel que se vanagloria de ello en situaciones "normales" y que deviene belicista ni bien la situación se torna "especial"? Puestos a pacifistas, hay que serlo a todo trance, sin importar que tal o cual peligro se cierna en el horizonte. "Einstein --dice Michelmore-- estaba convencido de que las palabras no detendrían a Hitler". Certero convencimiento, pero ¿qué importancia tiene? El verdadero pacifista no intenta detener o prevenir la violencia mediante palabras, más bien utiliza las palabras con el mero propósito de persuadir o disuadir a los violentos; pero si no logra persuadirlos o disuadirlos, acabada está su tarea. Si la persuasión se transforma en amenaza toda vez que una situación "especial" se presenta, ese persuadidor era en el fondo tan belicista como cualquier vándalo.
Pero su apoyo al servicio militar no es nada comparado con su apoyo a la fabricación de la bomba atómica por parte de los Estados Unidos. Alguien lo convenció de que los alemanes estaban por buen camino en ese sentido y eso fue todo lo que necesitó Alberto para propiciar, con su firma, la masacre de Hiroshima (ver cap. 12). Él, desde luego, no aprobó que se arrojara la bomba en las circunstancias en que se arrojó. Pero aprobó su construcción, que era lo fundamental, lo que sí estaba en sus manos. Lo demás era táctica militar, y ahí las opiniones del Einstein no tenían peso. La ley de causa y efecto nos dice que nuestro "pacifista" científico causó --indirectamente, pero causó-- la muerte de todos esos civiles hiroshimitas y nagasakitas. Es bien sabido que ni los alemanes ni los japoneses tenían en ese entonces noción alguna sobre cómo fabricar ese artefacto; pero aunque la hubiesen tenido, ¿cambia esto algo a los ojos del pacifista? Negativo. Las bombas atómicas podrán lloverle sobre su cabeza y destruir todas sus pertenencias y todos sus afectos; pero sus ideales... Ésos quedarán siempre a salvo de cualquier explosivo. Einstein canjeó sus ideales pacifistas --los más altos ideales que un hombre pueda tener-- por un paraguas.
3°) Su impracticado vegetarianismo. Tenía yo entendido que Einstein había sido más o menos vegetariano, pero luego de leer el libro de Michelmore descubro con pesar que no sólo no lo era, sino que además profesaba un tal desprecio y desinterés por su alimentación que terminó sufriendo agudos dolores e incluso la muerte a causa de ello. Yo creía que Alberto era poco más o menos que un santo, pero un santo jamás mataría --ni con sus propias manos ni encargándoselo a terceros-- a un ser tan inofensivo y sensible como una vaca o un pollo.
4°) Su riqueza material. "El dormitorio de Einstein --dice Michelmore en el cap. 4-- era de sencillez monacal". Y agrega que a veces llevaba "una vida espartana". Sin embargo, este monje-lacedemonio, que vivía incómodamente, tenía unos cuantos dólares acomodados en su cuenta bancaria cuando lo sorprendió la muerte. 65,000 dólares es mucho dinero aun hoy, y lo era mucho más en 1955. Y eso sin contar su casa. Es verdad que tuvo un gesto de desprendimiento al donar el dinero del premio Nobel --unos 40,000 dólares-- a su primera esposa; pero si el gesto hubiese sido, además de desprendido, filantrópico, esa jugosa suma habría caído en manos más humildes... y más numerosas. Los pobres la miraron pasar, y eso, Alberto, no se hace si uno quiere ser canonizado laicamente.
Einstein fue un grande, pero no tenía pasta de santo. Ponerlo a la altura de Gandhi ha sido una gran torpeza.

[3] A quien no lo conozca, le comento que Jim Jones fue un fanático religioso norteamericano que se suicidó en Guyana en 1978 e indujo a suicidarse con él a más o menos novecientos de sus fieles.

[4] Aclaro, para que esta teoría no entre en contradicción con otra de mis teorías fundamentales (la que dice que el poder de captación cognitiva de un individuo es directamente proporcional a su moralidad --o mejor dicho a su eticidad--), aclaro que lo que en esta nueva teoría llamo conocimiento científico no es más que el conocimiento bruto, erudito digamos, con que nuestro cerebro se nutre desde fuera y que es almacenado por la memoria a la espera de que la razón lo analice; es el conocimiento-combustible que utiliza la razón para trabajar, pero la abundancia de estos conocimientos no hace que una razón poco criteriosa funcione, lo mismo que un tanque colmado de la mejor gasolina no basta para que arranque un auto cuyo motor está descompuesto. Siguiendo la metáfora, si el conocimiento científico es el combustible del motor de la razón, el conocimiento ético viene a ser el mecánico experto en automotores --más experto cuanto mayor sea el conocimiento que de la ética universal ostenta el sujeto--, y el comportamiento ético, o sea la ética aplicada, la ética práctica, representa ni más ni menos que el conductor del rodado. Nuestro yo-auto, si quiere llegar lejos en su viaje a través de la vida, necesita gran cantidad de combustible y del bueno (nada de naftas adulteradas), necesita un mecánico que sepa reparar sus desperfectos, y sobre todo, muy sobre todo, necesita de un señor que se siente tras el volante y lo conduzca. Estas tres necesidades son el conocimiento científico, el conocimiento ético y el comportamiento ético respectivamente. (El conocimiento científico, junto con la razón, trabajan a posteriori, intentando demostrar por medio de la lógica los axiomas --indemostrables-- que la captación cognitiva --la intuición científica-- del individuo extrae a priori de algún rincón de su inconciencia.)





No hay comentarios:

Publicar un comentario