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domingo, 5 de septiembre de 2010

El eudemonismo de Jeremy Bentham (segunda parte)

Es preciso reconocer que en la naturaleza misma de la virtud entra alguna porción de mal, algún sufrimiento, alguna abnegación, algún sacrificio de bien, y consiguientemente alguna pena; pero a medida que el ejercicio de la virtud pasa a hábito, la pena disminuye por grados y acaba por desaparecer enteramente (ibíd., tomito 2, p. 3).

Esto no es otra cosa que el estoicismo bien entendido, del cual soy un gran admirador más bien que cultor.

La humanidad [compasión] de un rey podría llevarlo al extremo de perdonar a expensas de la justicia penal, lo que produciría en consecuencia un bien pequeño y un mal grande; y resultaría definitivamente una considerable pérdida pública para la sociedad; y desde luego semejante ejercicio de humanidad sería no virtud sino vicio. La humanidad [compasión] puede ser pues o no digna de elogio. Sus derechos al nombre de virtud no pueden ser apreciados sino después de pesadas las penas que evita contra las que causa. Bajo la influencia de los impulsos del momento, es al propósito para cometer errores. Por ejemplo cuando la disciplina o castigo aplicado a la imprudencia debe tener por resultado corregir esta misma imprudencia y la humanidad interviene para excusarle el castigo, de modo que en consecuencia de la impunidad se repita la imprudencia, entonces la humanidad, lejos de ser una virtud, es realmente un vicio, y tales casos suceden frecuentemente (II, p. 9).

¡Qué miedo tenías, Jeremías, de que te quitaran tus propiedades!

Las limosnas repartidas sin discernimiento pueden servir de fomento a la pereza y al desorden (II, p. 10).

Y repartidas con excesivo discernimiento, o no repartidas, pueden servir de fomento a la codicia y a la acumulación de capitales. Si hay que optar, me quedo con la pereza y el desorden.

La beneficencia, como observamos ya, no es precisamente una virtud. Hacer servicio, hacer bien a otro no siempre es acto virtuoso (II, p. 17).

¿?

El menosprecio de Sócrates por las riquezas no era más que afectación y orgullo, los cuales no eran más meritorios que lo hubiera sido tenerse derecho largo tiempo sobre un pie. Con esto no hacía sino privarse de la ocasión de hacer bien, que la riqueza le hubiera proporcionado (II, p. 46).

Acumular riquezas y luego darles las sobras a los pobres es el típico proceder de los adherentes a la vieja moral puritana, que por supuesto de moral no tiene nada. Si yo voy a la deriva en una balsa junto con otras dos personas y una caja repleta de bananas, comiéndome gulescamente una banana tras otra y obsequiándoles "caritativamente" las cáscaras a mis compañeros para que no perezcan de inanición, ¿puede decirse que mi comportamiento es altamente moral? Pues eso es lo que hacía Bentham con su patrimonio y lo que no hacía Sócrates despreciando las riquezas. Yo no quiero impedirles a los propietarios que "disfruten" de sus posesiones, pero me gustaría que comprendiesen que hay pocas cosas más inmorales que ofrecerle a un hambriento una cáscara de banana mientras mira cómo nos comemos su relleno.

La cólera, por antisocial que sea su naturaleza, es de necesidad indispensable (II, p. 54).

¿Dónde vivías, Jeremías, en la Inglaterra del siglo XIX o en una caverna?

Un hombre no concibe de Platón la más ventajosa idea. ¿Qué resulta de aquí? Nada. Un hombre forma de Platón un altísimo concepto. ¿Qué sucede? Que lee a Platón. Pone su espíritu en tortura para hallar sentido en lo que no tiene. Revuelve cielo y tierra para entender a un escritor que no se entendía a sí mismo y de esta masa indigesta no saca más que un sentimiento profundo de contrariedad y humillación. Ha aprendido que la mentira es verdad, y que lo sublime está en el absurdo. Entre todos los libros imaginables no habría cosa más útil que un índice bien hecho de todos aquellos que han contribuido a engañar y extraviar al género humano (II, pp. 71-2).

No me obligues a elegir entre vos y el Divino, porque a pesar de tu genial intuición hedonista, saldrías perdiendo.

Lo que constituye el mérito de un pensamiento profundo, es que el lector no se vea obligado a bajar al pozo de la verdad, y sacar él mismo sus saludables y refrigerantes aguas; el escritor es quien se encarga de este cuidado, y pone esta benéfica bebida en los labios de todos. Poca obligación se tiene a un hombre que envía a otro en busca de una verdad desconocida; pero tiene un derecho incontestable a la estimación de los hombres el que después de haber ido a buscar el tesoro, lo trae y hace participantes de él a todos cuantos quieren recibirle de su mano (II, pp. 72-3).

Aquí has hablado en forma excelente; pero entonces ¿por qué desestimás a Platón, que no ha hecho más que buscar y ofrecer estos tesoros durante toda su vida?

Que no se deje el espíritu de extraviar por distinciones imaginarias entre los placeres y la dicha. Los placeres son las partes de un todo, que es la dicha (II, p. 147).

Correcto, y sigue a continuación:

La dicha sin placeres es una quimera y una contradicción. Es un millón sin unidades, un metro sin subdivisiones métricas, un saco de escudos sin un átomo de dinero.

La pena sufrida por la contemplación de la pena sentida por otro es pena de simpatía (II, p. 154).

Yo llamo a esto compasión, y no la considero penosa sino placentera, como ya expliqué más arriba. La simpatía se limita, para mí, al "placer producido por la contemplación del placer ajeno", como dice Bentham en el párrafo anterior.


El placer experimentado por la contemplación de la pena ajena es placer de antipatía (II, p. 154).

Este placer se "parece" al de la compasión en el hecho de que los dos aparecen ante el dolor ajeno; pero mientras el placer de la compasión es puro (es decir, que no va sucedido por dolor alguno implicado en él), el placer de antipatía es impuro (es decir, que suele implicar dolores futuros) y deficitario (es decir, que los dolores que suele implicar suelen ser mayores en calidad y/o duración que la satisfacción del placer antipático). El verbo soler se hace molesto pero es menester utilizarlo, ya que no necesariamente (excepto si existe el vómito estertórico) un placer impuro irá sucedido de dolores o de dolores mayores al placer experimentado. Todo se reduce a estadísticas, las cuales indican que muy probablemente, pero sólo muy probablemente, un placer impuro implicará en el futuro del individuo una cuota de dolor que contrarreste dicho placer y aun lo supere dentro del marco de la economía hedonista[1].

Abstractamente hablando todo puede reducirse a una sola cuestión: ¿A costa de qué pena futura, o de qué sacrificio de placer futuro se ha comprado el placer actual? ¿Qué placer futuro puede esperarse que compensará la pena actual? De este examen debe salir la moralidad: la tentación es el placer actual, el castigo la pena futura; el sacrificio es la pena actual, el goce la recompensa futura. Las cuestiones de vicio y virtud se limitan por la mayor parte a pesar lo que es contra lo que será (II, p. 160).

El hombre virtuoso acopia para lo futuro un tesoro de felicidad; el hombre vicioso es un pródigo, que gasta sin cálculo su renta de dicha. Hoy el hombre vicioso parece tener una balanza de placer a su favor; mañana se restablecerá el nivel y al día siguiente se verá que la balanza está a favor del hombre virtuoso. El vicioso es un insensato que prodiga lo que vale más que la riqueza; salud, juventud y belleza, es decir la dicha, porque todos estos bienes sin ella nada valen. La virtud es un ecónomo prudente que cuenta con sus ganancias y acumula los intereses (II, p. 160).

Cuando con el tiempo el niño llega a ser hombre, cuando la naturaleza, armándolo de facultades y pasiones nuevas, le impone más ambiciosos esfuerzos, la sed de alabanza se hace más ardiente. Por ella sacrifica el hombre su reposo; por ella se precipita en medio de los dolores de la vida pública, al través de un ejército de competidores y en una carrera de fatigas y peligros; por ella en momentos más felices, el hombre de bien, rompiendo los escuadrones y burlando los dardos de la ignorancia y la envidia, se consagra a la obra penosa de la felicidad pública, a la cual hizo de antemano el sacrificio de su propia tranquilidad (II, p. 174).

Esto no es más que una apología de la política, sobre todo de la política demagógica, que es la que más se aviene a la sed de idolatría. Mas yo sigo considerando a la política como una de las profesiones más inmorales, es decir, una de las que menos superávit de placer tiende a dejar en el espíritu del individuo.

El odio produce odio por vía de represalias y como medio de defensa. Es un instrumento de castigo pronto y a veces vindicativo, que hasta cierto punto está a disposición del que lo emplea. Hay sin duda casos en que la disposición a volver mal por mal es reprimida por los principios de una noble y alta moralidad, es decir por una aplicación más justa a los cálculos de la virtud. Pero estos son casos excepcionales: creer que nos sustraeremos al mal querer de aquellos que son las víctimas de nuestro mal querer, es hacer depender de un milagro la dirección de nuestra conducta (II, pp. 176-7).

La venganza, que es el odio puesto en práctica, es el ejemplo más notable de placer impuro y deficitario[2].

No debemos imponer penas de ninguna especie y a ninguno cualquiera que sea, sino con el fin de producir un bien más que equivalente, bien manifiesto, evidente y apreciable en sus consecuencias (II, p. 177).

Quitando todo lo agregado después de la primera coma, el enunciado es la base misma de la perfección ética.

¿Quién duda que la guerra, este maximizador de todos los crímenes, esta condensación de todas las violencias, este teatro de todos los horrores, este tipo de locura, será vencida al fin y aniquilada por el poder el irresistible e influencia de la verdad, virtud y felicidad? (II, p. 188).

Mientras haya gente como vos, que defienda la legitimación del derecho de propiedad por vías coactivas, las guerras nunca podrán ser aniquiladas.

Necesidades que bien pronto llegan a ser penas, se desarrollan más fácilmente en el hombre lleno de cosas superfluas, que en aquel cuyos goces pueden satisfacerse a poco coste; y frecuentemente a los placeres de la grandeza de riqueza siguen de cerca el fastidio y el disgusto. [...] Todos estos peligros y mucho más acompañan a la opulencia, y le hacen perder su tendencia a crear la dicha (II, p. 189).

La tendencia de la opulencia es la indigencia, la indigencia espiritual del opulento y la indigencia material de su más o menos cercano entorno. Sigue Bentham:

No obstante el poder en todas sus fórmulas es el único instrumento de moralización, y lejos de merecer vituperio la lucha empeñada para obtenerlo, cuando se contiene en los límites de la prudencia y benevolencia, es tal vez el más fuerte de todos los estimulantes a la virtud.

Mas yo digo que la virtud no necesita estimulantes, y menos estimulantes políticos o económicos, que son más tóxicos que la cocaína.

Sería acción muy liberal en un hombre dar a los otros todo cuanto posee al presente, y todo cuanto espera en lo sucesivo; pero semejante acción ni sería sabía, ni virtuosa (II, p. 199).

Uno sobre eso. Y continúa:

Podría haber liberalidad en proteger el error y la mala conducta; pero ni habría utilidad ni filantropía.

Es el típico pensamiento de los alcahuetes.

La verdad no puede ser completamente benéfica, si no es con la condición de estar subordinada a las dos virtudes fundamentales (II, p. 208).

La verdad no se subordina a nada ni a nadie. Y si la proyectamos en un plazo de tiempo indefinido, siempre resulta benéfica.

El valor de los placeres del pensamiento no es de naturaleza distinta y opuesta al de los placeres corporales; lejos de ser así, los primeros no tienen valor sino en que ofrecen una imagen vaga y de consiguiente exagerada de los goces que esperan los últimos (II, p. 252).

No siempre es así. El placer de ir en busca de una verdad no es imagen de ningún placer corporal, ni tampoco hay sensualidad alguna en el amor puro o en el placer de ayudar a quien lo necesita. Y sin ir tan lejos, la elaboración mental de un proyecto de venganza no imagina tampoco ningún placer corporal. Sólo se justifica esta frase de Bentham si se incluye a la emoción dentro de la categoría de placer corporal, pues el pensamiento puede generar emociones que no estén emparentadas con el goce de un placer sensitivo.

[1] El fumar un cigarrillo constituye un placer impuro, porque suele implicar dolorosas consecuencias futuras para el fumador (que no sólo tienen que ver con su salud física). Pero ¿qué pasaría si alguien que fumase un cigarrillo, disfrutándolo al máximo, fuese al instante siguiente atropellado y muerto por un automóvil? Evidentemente, y dejando una vez más de lado al vómito estertórico, el individuo habrá saboreado su placer impuro sin pagar las consecuencias: una clara demostración de que los placeres impuros no implican necesariamente dolores que los contrarresten. Y así podría suceder con cualquier otro placer impuro, como el del consumismo, el del sadismo, el de la soberbia, etc.
[2] Pueden existir placeres impuros que sin embargo no sean deficitarios. Lo primero que me viene a la mente para ejemplificar esta situación es la imagen de un señor que ha tenido una noche de amores demasiado intensa y esforzada. Es probable que al día siguiente amanezca con sus partes nobles doloridas y sea presa de un debilitamiento general; pero estos dolores, ¿serán capaces de contrabalancear el placer experimentado en aquella memorable velada?

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