"Si nadie me lo pregunta, lo sé; si quiero explicárselo al que me pregunta, no lo sé".
San Agustín, Confesiones, XI, XIV, 17
Un buen día para escribir textualmente la propuesta que me hiciera el doctor Maliandi hace unos meses atrás: “Usted tiene que hacer carrera; ¿no le interesaría ser ayudante de cátedra?” ¡Ayudante de cátedra yo, yo, que no puedo hilvanar dos frases seguidas sin cometer algún furcio y que tiemblo de la cabeza a los pies cuando tengo que dirigirme a un auditorio que sobrepasa la media docena de personas! “No podría; soy torpe de lengua”, le respondí tal como Moisés le respondió a Dios cuando éste le pidió que impartiera su mensaje al pueblo hebreo. Maliandi me contestó que ningún profesor nace sabiendo enseñar, que sólo la práctica hace al buen docente, y que al principio me sería duro, pero luego de lo más sencillo visto y considerando los conocimientos que poseo. Le dije que lo iba a pensar, pero que lo veía difícil, y lo cierto es que lo pensé, aunque no demasiado, porque no sólo está el problema de no saber expresarme oralmente ante mis potenciales alumnos, sino también el otro problema, el problema que ya Sócrates denunciaba: el hecho de lucrar con la filosofía. Ciertamente que un ayudante de cátedra difícilmente cobre algún centavo por su trabajo, que casi siempre es ad honorem, pero ese sería el primer paso de un camino que podría llevarme a ser un auténtico profesor que se gana la vida enseñando lo más sagrado que podría enseñarse, y que por sagrado, debería enseñarse gratuitamente.
San Agustín, Confesiones, XI, XIV, 17
Un buen día para escribir textualmente la propuesta que me hiciera el doctor Maliandi hace unos meses atrás: “Usted tiene que hacer carrera; ¿no le interesaría ser ayudante de cátedra?” ¡Ayudante de cátedra yo, yo, que no puedo hilvanar dos frases seguidas sin cometer algún furcio y que tiemblo de la cabeza a los pies cuando tengo que dirigirme a un auditorio que sobrepasa la media docena de personas! “No podría; soy torpe de lengua”, le respondí tal como Moisés le respondió a Dios cuando éste le pidió que impartiera su mensaje al pueblo hebreo. Maliandi me contestó que ningún profesor nace sabiendo enseñar, que sólo la práctica hace al buen docente, y que al principio me sería duro, pero luego de lo más sencillo visto y considerando los conocimientos que poseo. Le dije que lo iba a pensar, pero que lo veía difícil, y lo cierto es que lo pensé, aunque no demasiado, porque no sólo está el problema de no saber expresarme oralmente ante mis potenciales alumnos, sino también el otro problema, el problema que ya Sócrates denunciaba: el hecho de lucrar con la filosofía. Ciertamente que un ayudante de cátedra difícilmente cobre algún centavo por su trabajo, que casi siempre es ad honorem, pero ese sería el primer paso de un camino que podría llevarme a ser un auténtico profesor que se gana la vida enseñando lo más sagrado que podría enseñarse, y que por sagrado, debería enseñarse gratuitamente.
Y sin embargo… la oferta era tentadora. Porque o era eso, un futuro en el cual el pan me lo proporcionara la filosofía, o era el taller de lonas, que ya se sabe adónde solía conducirme. En esa indecisión estaba mientras preparaba los finales de las materias del primer cuatrimestre, finales orales, y entonces caí en la cuenta de que me sería imposible aprobar cualesquiera de aquellas cuatro materias de un modo decoroso teniendo como herramienta mi oralidad y no mi escritura. Renuncié, después de algunos zigzagueos, a presentarme a rendir el examen final de aquellas materias, materias cuyos parciales aprobara con holgura porque eran escritos, y que ahora, que tenía que hablar en vez de escribir, me sometían a una tortura de reglas mnemotécnicas y demás inutilidades en las que no tenía deseos de perder mi otrora valioso tiempo. Y desistí. Desistí de continuar mi carrera universitaria, porque comprendí que aquella tortura de los finales orales se repetiría una y otra vez en cada cuatrimestre, y que para aprobarlos debería resignar valiosas horas de provechosa lectura en aras de una memorización mecánica que poco y nada me aportaría espiritualmente. Sí, lo sé: para ganar hay que invertir, y esas jornadas de falso estudio serían la inversión necesaria que me llevaría al buen puerto de la licenciatura en filosofía. Pero ¿para qué querría ser yo licenciado en filosofía si es que no me interesa enseñar por dinero? Yo comencé la carrera con un claro objetivo: ganarme el aprecio y la confianza del doctor Maliandi. Eso lo logré; ¿para qué, pues, dilatar esa experiencia? Aunque… ¿no sería un edificante ejercicio, en vista de la inserción social que pretendo construir en esta etapa de mi vida, preparar esos benditos finales orales e intentar un discurso de quince minutos bien continuo y coherente? Tal vez, tal vez… Pero ahora, mi presente se reduce a una sola palabra: lonas. Lo demás, ha quedado en el camino. Yo no puedo dedicar diez horas al trabajo y un par de horas a la filosofía; mi espíritu no acepta esos tratos acomodaticios. La filosofía para mí es todo o nada: o es mi vida toda, o es un fantasma del pasado. Y como ya no puedo centrar mi vida en derredor de la filosofía, mejor será que me olvide de ella por un tiempo. Que me olvide de aprenderla, que me olvide de enseñarla y que me olvide de vivirla. Ni estudiante, ni profesor, ni filósofo: lonero. Soy sólo un triste lonero, y seguiré siendo un triste lonero por algún tiempo más. ¿Y hasta cuándo? Hasta que me convierta en una persona humilde. Después, podré dar vuelta esta página.
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