Un ensayo de John Gray que
data del 2009 y se intitula "El espejismo ateo":
Una atmósfera de pánico moral
envuelve a la religión. Esta, considerada no hace mucho como una reliquia de la
superstición cuyo puesto en la sociedad se deterioraba progresivamente, se ha
visto satanizada y señalada como responsable de los peores males del mundo. De
ahí que se haya registrado una súbita eclosión de literatura del ateísmo
proselitista. Hace unos cuantos años era difícil convencer a los editores
comerciales de pensar siquiera en sacar a la venta libros sobre religión. Hoy
los panfletos contra la religión pueden constituir una enorme fuente de
riquezas, como sucede con El espejismo de
Dios, de Richard Dawkins, y Dios no
es bueno, de Christopher Hitchens, que venden cientos de miles de
ejemplares. Por primera vez en generaciones, destacados científicos y
filósofos, novelistas y periodistas debaten sobre el futuro de la religión. Con
todo, el tráfico intelectual no avanza en una sola dirección. Los creyentes han
dado algunos contragolpes, como El espejismo de Dawkins, del teólogo británico
Alister McGrath, y La era secular, del filósofo católico canadiense Charles
Taylor. Pero, en términos generales, el equipo que está contra Dios ha dominado
las listas de ventas, y vale la pena preguntarse por qué.
El terrorismo sólo puede explicar
en parte la abrupta transformación de la manera en que percibimos la religión.
Los secuestradores del 11 de septiembre se consideraban mártires de una
tradición religiosa, y la opinión pública occidental aceptó la imagen que
tenían de sí mismos. Incluso hay quien considera el surgimiento del
fundamentalismo islámico como un peligro comparable a las peores amenazas que
enfrentaron las sociedades liberales durante el siglo xx.
Para Dawkins y Hitchens, Daniel
Dennett y Martin Amis, Michel Onfray, Philip Pullman y otros, la religión en
general es un veneno que ha alimentado la violencia y la opresión a lo largo de
la historia y hasta nuestros días. La urgencia con la que producen sus
querellas antirreligiosas sugiere que ha ocurrido una transformación tan
importante como el surgimiento del terrorismo: la marea secular ha cambiado de
dirección. Estos escritores pertenecen a una generación educada para pensar en
la religión como un atavismo propio de un estadio anterior del desarrollo
humano, algo destinado a desaparecer conforme avance el conocimiento. En el
siglo xix, cuando las revoluciones científica e industrial modificaban la
sociedad a paso veloz, este podría haber sido un razonamiento sensato. Dawkins,
Hitchens y todos los demás quizá crean aún que, a la larga, el avance de la
ciencia arrojará a la religión a los márgenes de la vida humana, pero ahora
mismo esto constituye un artículo de fe, antes que una teoría basada en la
evidencia.
Es cierto que la religión ha
decaído bruscamente en varios países (Irlanda es un ejemplo reciente) y que
desde hace muchos años ya no determina la vida cotidiana de la mayoría de la
población británica. Gran parte de Europa es sin duda poscristiana. Sin
embargo, nada sugiere que el distanciamiento de la religión sea irreversible, o
que sea potencialmente universal. Estados Unidos no es más secular hoy de lo
que fuera hace ciento cincuenta años, cuando Tocqueville quedó impactado y
perplejo por la omnipresencia de la religiosidad. La era secular fue, en todo
caso, un tanto ilusoria. Los movimientos políticos de masas del siglo xx
constituyeron vehículos para los mitos heredados de la religión, y no es
accidental que esta reviva ahora que dichos movimientos se han desmoronado. La
actual hostilidad hacia la religión es una respuesta ante este desenlace. La
secularización está en retirada, y el resultado es la aparición de un ateísmo
de tipo evangélico que no se había visto desde tiempos victorianos.
Como en el pasado, este es un tipo
de ateísmo que emula la misma fe que rechaza. Luces del norte, de Philip Pullman –una alegoría sutilmente
alusiva, de muchos estratos, cuya reciente adaptación, La brújula dorada, fue un éxito de taquilla de Hollywood–, es un
buen ejemplo de ello. La parábola de Pullman va mucho más allá de los peligros
del autoritarismo. Los temas que plantea son esencialmente religiosos, y le
debe mucho a la misma fe que ataca. Pullman ha declarado que su ateísmo se
forjó en la tradición anglicana, y en efecto hay muchos ecos de Milton y Blake
en su obra. Pero su deuda más grande para con dicha tradición es la noción de
libre albedrío. El hilo central de la historia radica en la reafirmación del
libre albedrío frente a la fe. La joven heroína Lyra Belacqua se dispone a
desbaratar el Magisterium –la metáfora de Pullman para el cristianismo– porque
este busca privar a los hombres de su capacidad para elegir un camino propio en
la vida, lo cual, según cree, destruiría lo más humano en ellos. Sin embargo,
la idea del libre albedrío que conforma las nociones liberales sobre la
autonomía de la persona es de origen bíblico (piénsese en la historia del
Génesis). La creencia en el ejercicio del libre albedrío como parte de lo
humano es un legado de la fe, y la de Pullman, como casi todas las variedades
del ateísmo hoy, deriva del cristianismo.
El ateísmo fervoroso reaviva
algunos de los peores rasgos del cristianismo y del islam. Al igual que estas
dos religiones, consiste en un proyecto de conversión universal. Los ateos
evangélicos nunca ponen en duda que la vida humana podría transformarse si
todos aceptaran su concepción de las cosas, y están seguros de que cierta forma
de vida –la suya, adecuadamente embellecida– es la correcta para todos. A decir
verdad, el ateísmo no tiene por qué ser un credo misionero de este tipo. Resulta
totalmente lógico no tener creencias religiosas y aun así mostrarse afable ante
la religión. Es curioso este humanismo que condena un impulso particularmente
humano. Y, sin embargo, eso es lo que los ateos evangélicos hacen cuando
satanizan la religión.
Una característica peculiar de este
tipo de ateísmo es que algunos de sus misioneros más fervientes son filósofos. Romper el hechizo / La religión como un
fenómeno natural, de Daniel Dennett, pretende bosquejar una teoría general
de la religión. En realidad, más que nada es una polémica contra el
cristianismo estadounidense. Este enfoque provinciano se refleja en la
concepción que Dennett tiene de la religión, que para él significa la creencia
en que algún tipo de agente sobrenatural (cuya aprobación buscan los creyentes)
es necesario para explicar cómo son las cosas en el mundo. Para Dennett, las
religiones son tentativas para lograr algo que la ciencia hace mejor, teorías
rudimentarias o frustradas o, en todo caso, mero sinsentido. “La proposición de
que Dios existe”, escribe Dennett con gravedad, “ni siquiera es una teoría”.
Pero las religiones no están hechas de proposiciones que busquen convertirse en
teorías. La incomprensibilidad de lo divino está en el corazón del cristianismo
occidental, mientras que en la práctica del judaísmo ortodoxo tiende a
prevalecer sobre la doctrina. El budismo siempre ha reconocido que en
cuestiones espirituales la verdad es inefable, tal como lo hacen las
tradiciones sufíes del islam. El hinduismo nunca se ha definido por nada tan
simple como un credo. Sólo algunas tradiciones cristianas occidentales, bajo la
influencia de la filosofía griega, han tratado de convertir la religión en una
teoría explicativa.
La idea de que la religión es una
versión primitiva de la ciencia se popularizó a finales del siglo xix con La rama dorada / Magia y religión, el
estudio de J.G. Frazer sobre los mitos de los pueblos primitivos. Para Frazer,
la religión y el pensamiento mágico estaban estrechamente vinculados.
Enraizados en el miedo y la ignorancia, ambos eran vestigios de la infancia
humana que desaparecerían con el avance del conocimiento. El ateísmo de Dennett
no es mucho más que una versión modernizada del positivismo de Frazer. Los
positivistas creían que con el desarrollo de los transportes y las
comunicaciones –en su época, de los canales y el telégrafo– el pensamiento
irracional acabaría por fenecer, junto con las religiones del pasado. Dennett
cree casi lo mismo, sin que obste la historia del siglo pasado. En una
entrevista que aparece en el sitio de internet de la Fundación Edge (edge.org)
bajo el título “La evaporación de la poderosa mística de la religión”, Dennett
predice que “en unos 25 años casi todas las religiones habrán evolucionado y se
habrán convertido en fenómenos muy diferentes, tanto así que en casi todas
partes la religión ya no impondrá como lo hace hoy”. Dennett confía en que esto
acontecerá, según nos dice, básicamente debido a “la diseminación mundial de la
tecnología de la información (no sólo internet sino los teléfonos móviles y las
televisiones y radios portátiles)”. El filósofo, evidentemente, no ha
reflexionado sobre la ubicuidad de los teléfonos móviles entre los talibanes, o
sobre el surgimiento de un Al Qaeda virtual en la red.
El avance del conocimiento es un
fenómeno que sólo los relativistas posmodernos niegan. La ciencia es la mejor
herramienta que tenemos para forjar creencias fidedignas sobre el mundo, pero
no difiere de la religión por el hecho de revelar una verdad descarnada que las
religiones encubrirían con sueños. Tanto la ciencia como la religión son
sistemas de símbolos que atienden a las necesidades humanas (en el caso de la
ciencia, a las necesidades de predicción y control). Las religiones han servido
para muchos propósitos, pero en el fondo responden a una necesidad de sentido
satisfecha por el mito, antes que por la explicación. Una gran parte del
pensamiento moderno está conformada por mitos seculares, narrativas religiosas
despojadas de contenido que se traducen en pseudociencia. La idea de Dennett
según la cual las nuevas tecnologías de la comunicación alterarán
fundamentalmente la manera en que piensan los seres humanos es tan sólo un mito
de esa naturaleza.
En El espejismo de Dios Dawkins intenta explicar el atractivo de la
religión en términos de su teoría de los “memes”, unidades conceptuales
vagamente definidas que compiten la una con la otra en una parodia de la
selección natural. Dawkins reconoce que, puesto que los humanos tienen una
tendencia universal a la fe religiosa, esta debe haber tenido cierta ventaja
evolutiva, pero hoy, dice, esa fe se perpetúa principalmente a través de una
educación deficiente. Desde un punto de vista darwiniano, el papel crucial que
Dawkins otorga a la educación resulta desconcertante. La biología humana no ha
cambiado mucho en el transcurso de la historia conocida y, si la religión es
inherente a la especie, resulta difícil imaginar de qué manera podría incidir
sobre ello un tipo diferente de educación. Sin embargo, Dawkins parece estar
convencido de que si no se inculcara en las escuelas y las familias, la
religión moriría. Es esta una opinión que tiene más en común con cierto tipo de
teología fundamentalista que con la teoría darwiniana, y no puedo sino recordar
a aquel cristiano evangélico que me aseguró que los niños criados en un
ambiente casto crecerían sin pulsiones sexuales ilícitas.
La “teoría memética de la religión”
postulada por Dawkins es un ejemplo clásico del sinsentido que se genera cuando
el pensamiento darwiniano se aplica fuera de su esfera propia. Junto con
Dennett, quien también se aferra a una versión de la teoría, Dawkins mantiene
que las ideas religiosas sobreviven porque serían capaces de hacerlo en
cualquier “banco memético”, o bien porque son parte de un “memplejo” que
incluye “memes” similares, como por ejemplo la idea de que si uno muere como un
mártir disfrutará de 72 vírgenes. Desafortunadamente, la teoría de los “memes”
es ciencia en la misma medida en que lo es el diseño inteligente. Estrictamente
hablando, ni siquiera es una teoría. Hablar de “memes” es simplemente lo último
en una sucesión imprudente de metáforas darwinianas.
Dawkins compara la religión con un
virus: las ideas religiosas son “memes” que infectan las mentes vulnerables,
especialmente las de los niños. Estas metáforas biológicas podrían tener su
utilidad; por ejemplo, las mentes de los ateos evangelistas parecerían
particularmente propensas a la infección de los “memes” religiosos. No
obstante, las analogías de este tipo rebosan peligro. Dawkins habla mucho sobre
la opresión que la religión ha ejercido, algo bastante real. El autor le presta
menos atención, empero, al hecho de que algunas de las peores atrocidades de
los tiempos modernos fueran cometidas por regímenes que afirmaban contar con la
sanción científica para sus crímenes. El “racismo científico” nazi y el
“materialismo dialéctico” soviético redujeron la insondable complejidad de la
vida humana a la simplicidad mortal de una fórmula científica. En cada caso, la
ciencia no era más que una patraña, pero se le aceptaba como genuina en ese
momento, y no sólo dentro de los regímenes en cuestión. La ciencia es tan
susceptible de ser utilizada para propósitos inhumanos como lo es cualquier
otra institución humana. De hecho, dada la enorme autoridad de la que goza la
ciencia, el riesgo de que sea utilizada de tal manera es aún mayor.
Los adversarios contemporáneos de
la religión muestran una notoria falta de interés por el registro histórico de
los regímenes ateos. En El fin de la fe /
Religión, terror y el futuro de la razón, el escritor estadounidense Sam
Harris afirma que la religión ha sido la principal fuente de violencia y
opresión a lo largo de la historia. Harris reconoce que los déspotas seculares
como Stalin y Mao infligieron terror en gran escala, pero sostiene que la
opresión ejercida por ellos no tenía relación alguna con su ideología del
“ateísmo científico”; el problema con sus regímenes estribaba en que eran
tiranías. Pero ¿acaso no existiría una conexión entre el intento de erradicar
la religión y la pérdida de la libertad? Es poco probable que Mao –quien
lanzara su ataque contra el pueblo y la cultura del Tíbet bajo el eslogan “la
religión es veneno”– hubiera concedido que su visión atea del mundo no tenía
relación con sus políticas. Es cierto que se le veneraba como una figura casi
divina, como a Stalin en la Unión Soviética. Pero al desarrollar estos cultos
la Rusia y la China comunistas no estaban pecando contra el ateísmo. Estaban
demostrando lo que sucede cuando el ateísmo se convierte en un proyecto
político. Invariablemente, el resultado es un sustituto de la religión que sólo
puede mantenerse por medios tiránicos.
Algo parecido ocurrió en la
Alemania nazi. Dawkins desestima cualquier insinuación de que los crímenes de
guerra nazis pudieran estar vinculados con el ateísmo. “Lo que importa”, dice
en El espejismo de Dios, “no es si Hitler y Stalin eran ateos sino si el
ateísmo ejerce una influencia sistemática que conduce a la gente a hacer cosas
malignas. No existe la menor evidencia de que sea así”. Este es un razonamiento
cándido. Hitler, que siempre fue un partidario entusiasta de la ciencia, se
sintió muy impresionado por el darwinismo vulgarizado y por las teorías
eugenésicas derivadas de las filosofías materialistas de la Ilustración. Hitler
usó la demonología antisemítica cristiana en su persecución de los judíos, y
las iglesias colaboraron con él en un grado aterrador. Pero fue la creencia
nazi en la raza como una categoría científica lo que abrió paso a un crimen sin
parangón en la historia. La visión del mundo de Hitler era la de mucha gente
con escasa educación en la Europa de entreguerras: una mezcolanza de ciencia
espuria y recelo contra la religión. No cabe duda de que este fue un tipo de
ateísmo y que contribuyó a que los crímenes nazis fueran posibles.
Hoy la mayor parte de los ateos se
confiesa liberal. Ellos no buscan –y así nos lo dirán– un régimen ateo sino un
Estado secular en el que la religión no desempeñe ningún papel. Sin duda, estas
personas creen que dentro de un Estado con tales características la religión
tenderá a desaparecer. Pero la constitución secular de Estados Unidos no ha
garantizado una política secular. El fundamentalismo cristiano es más poderoso
en Estados Unidos que en cualquier otro país, mientras que en Gran Bretaña, que
cuenta con una Iglesia oficial, tiene muy poca influencia. Los críticos
contemporáneos de la religión exigen mucho más que la desvinculación del Estado
y la Iglesia. Está claro que quieren eliminar toda huella religiosa de las
instituciones públicas. Lo que resulta extraño es que muchos de los conceptos
que Harris despliega, incluida la idea misma de la religión, han sido moldeados
por el monoteísmo. Detrás del fundamentalismo secular yace una concepción de la
historia que deriva de la religión.
A.C. Grayling, en su libro Hacia la luz / Historia de las luchas por la
libertad y los derechos que conformaron el Occidente moderno, nos
proporciona un ejemplo de la persistencia de las categorías religiosas en el
pensamiento secular. Como lo indica el título, el libro de Grayling es una
especie de sermón. Su objetivo es reafirmar lo que él llama “una visión whig de
la historia del Occidente moderno”, cuyo núcleo radica en la idea de que
“Occidente realiza el progreso”. Los whigs fueron cristianos piadosos que
creían que la divina providencia había ordenado la historia para que esta
culminara en las instituciones inglesas, y Grayling cree, a su vez, que la
historia “se está desplazando en la dirección correcta”. Sin duda ha habido
reveses: Grayling menciona el nazismo y el comunismo incidentalmente,
dedicándole unas cuantas líneas a cada uno. Pero estos desastres fueron
periféricos. No inciden sobre la tradición central del Occidente moderno, que
siempre ha estado consagrada a la libertad y que –según afirma Grayling– es
inherentemente antagónica a la religión. “La historia de la libertad”, escribe,
“es otro capítulo –y quizás el más importante de todos– en la gran querella
entre religión y secularismo”. La posibilidad de que algunas versiones radicales
del pensamiento secular pudieran haber contribuido al desarrollo del nazismo y
del comunismo no se menciona. Grayling está más seguro sobre el curso de la
historia que los mismos whigs del siglo xviii, a los que el Terror francés hizo
temblar.
La creencia en que la historia es
un proceso direccional está tan basada en la fe como cualquier otra cosa en el
catequismo cristiano. Los pensadores seculares como Grayling rechazan la idea
de la providencia, pero siguen pensando que la humanidad avanza hacia un objetivo
universal: una civilización fundada en la ciencia que a la larga incluirá a la
especie entera. En la Europa precristiana la vida humana se concebía como una
serie de ciclos, y la historia era considerada trágica o cómica antes que
redentora. Con la llegada del cristianismo se empezó a creer que la historia
tenía una meta predeterminada que era la salvación humana. Aun cuando suprimen
el contenido religioso, los humanistas seculares siguen aferrándose a creencias
de este tipo. No es que queramos privar a nadie del consuelo de la fe, pero
resulta obvio que la idea de progreso en la historia es un mito gestado por la
necesidad de sentido.
El problema con la narrativa
secular no radica en el supuesto de que el progreso es inevitable (en muchas
versiones, no existe este supuesto). El problema radica en creer que el tipo de
avance que se ha logrado en la ciencia puede ser reproducido en la ética y la
política. De hecho, aunque el conocimiento científico aumente por acumulación,
nada parecido sucede en la sociedad. La esclavitud fue abolida en gran parte
del mundo durante el siglo xix, pero regresó en una escala mayúscula con el
nazismo y el comunismo, y aún existe hoy. La tortura fue prohibida en
convenciones internacionales celebradas después de la Segunda Guerra Mundial,
sólo para ser adoptada como un instrumento político por el régimen liberal más
importante del mundo a principios del siglo xxi. La riqueza ha aumentado, pero
ha sido reiteradamente destruida en guerras y revoluciones. La gente vive más y
se mata entre sí en mayor número. El conocimiento aumenta, pero los seres
humanos permanecen iguales.
La creencia en el progreso es una
reliquia de la visión cristiana de la historia como una narrativa universal, y
un ateísmo intelectualmente riguroso comenzaría por ponerla en cuestión. Eso es
lo que hizo Nietzsche cuando desarrolló su crítica al cristianismo a finales
del siglo xix, pero casi ninguno de los misioneros seculares de hoy ha seguido
su ejemplo. Uno no tiene que ser un gran admirador de Nietzsche para
preguntarse por qué sucede esto. La razón, sin duda, estriba en que él no
asumió ningún vínculo entre el ateísmo y los valores liberales; por el
contrario, consideraba dichos valores como un retoño del cristianismo y los
condenaba en parte por la misma razón. En contraste, los ateos evangélicos se
han asumido como defensores de los valores liberales, rara vez investigan de
dónde provienen dichos valores y nunca aceptan que la religión pudo haber
contribuido a su gestación.
De entre los contendientes antirreligiosos
contemporáneos sólo el escritor francés Michel Onfray ha tomado a Nietzsche
como punto de partida. En algunos sentidos, En
defensa del ateísmo, de Onfray, es superior a cualquier publicación en
lengua inglesa sobre el tema. De manera refrescante, Onfray reconoce que el
ateísmo evangélico es una imitación involuntaria de la religión tradicional:
“Muchos militantes de la causa secular se parecen asombrosamente al clero. Lo
que es peor: parecen caricaturas del clero.” Onfray comprende la influencia
formativa de la religión sobre el pensamiento secular con mayor claridad que
sus pares anglosajones. Sin embargo, parece no darse cuenta de que los valores
liberales que da por sentados fueron moldeados en parte por el cristianismo y
el judaísmo. Los teóricos liberales de la tolerancia más importantes son John
Locke, que defendía la libertad de culto en términos explícitamente cristianos,
y Baruch Spinoza, un racionalista judío que también era un místico. No
obstante, Onfray no muestra sino desprecio por las tradiciones de las que estos
pensadores surgieron, en particular por el monoteísmo judío: “No tenemos un
certificado oficial de nacimiento para la veneración de un solo Dios”, escribe.
“Pero la línea de parentesco está clara: los judíos lo inventaron para hacer
perdurar la coherencia, la cohesión y la existencia de su pequeño y amagado
pueblo.” Aquí, Onfray pasa por alto una importante distinción: quizá sea cierto
que los judíos desarrollaron primero el monoteísmo, pero el judaísmo nunca ha
sido una fe misionera. En la medida en que busca la conversión universal, el
ateísmo evangélico está del lado del cristianismo y del islam.
Con el descontento actual en torno
a la religión se ha olvidado que durante el pasado siglo la mayor parte de la
violencia basada en la fe fue de naturaleza secular. Hasta cierto punto, esto
también es cierto de la actual ola de terrorismo. El islamismo es un amasijo de
movimientos; no todos son violentamente yihadistas y algunos se oponen con
vehemencia a Al Qaeda, pero la mayoría son un tanto fundamentalistas y buscan
recuperar la pureza perdida de las tradiciones islámicas tomando al mismo
tiempo algunas de sus ideas directrices de una ideología secular radical.
Existe un cierto discurso en boga sobre el islamofascismo, y los partidos
islamistas tienen efectivamente algunos rasgos en común con los movimientos
fascistas de entreguerras, incluido el antisemitismo. Sin embargo, los
islamistas le deben mucho a la extrema izquierda, y sería más preciso referirse
a muchos de ellos como islamoleninistas. La genealogía de las tácticas
islamistas de terror también se remonta a los movimientos revolucionarios. Las
ejecuciones de rehenes en Iraq son copias teatrales exactas y detalladas de los
“tribunales revolucionarios” europeos de la década de los setenta, como el que
montaran las Brigadas Rojas al asesinar en 1978 al ex primer ministro italiano
Aldo Moro.
La influencia de los movimientos
revolucionarios seculares sobre el terrorismo se extiende más allá de los
islamistas. En Dios no es buenoChristopher Hitchens apunta que, mucho antes de
Hezbolá y Al Qaeda, los Tigres Tamiles de Sri Lanka fueron los precursores de
lo que él acertadamente llama la “repugnante táctica del suicidio homicida”.
Hitchens omite mencionar que los Tigres son marxistaleninistas que, al tiempo
que reclutan hombres principalmente entre la población hindú de la isla,
rechazan la religión en todas sus variantes. Quienes cometen los atentados
suicidas en este grupo no se dirigen hacia la muerte con la creencia de que
serán recompensados en algún paraíso póstumo. Tampoco creían esto los suicidas
que expulsaron a las fuerzas francesas y estadounidenses del Líbano en la
década de 1980, la mayoría de ellos pertenecientes a organizaciones de
izquierda como el Partido Comunista Libanés. Estos terroristas seculares creían
que estaban acelerando un proceso histórico del que surgiría el mejor mundo que
haya existido jamás. Esta es una visión de las cosas más distante de las
realidades humanas y más infaliblemente letal en sus consecuencias que la mayor
parte de los mitos religiosos.
No es necesario creer en ninguna
narrativa del progreso para pensar que vale la pena defender con tesón a las
sociedades liberales. Nadie puede poner en duda que son superiores a la tiranía
impuesta por los talibanes en Afganistán, por ejemplo. Este asunto es de gran
relevancia. El islamismo, plagado de conflictos y sin la base industrial del
comunismo y el nazismo, está muy lejos de representar un peligro de la magnitud
de aquellos superados durante el siglo xx. Corea del Norte, que sobrepasa por
mucho a cualquier régimen islamista en su historial de represión y que
claramente posee algún tipo de capacidad nuclear, representa una amenaza mucho
mayor. Los ateos evangélicos rara vez la mencionan. Hitchens constituye una
excepción, pero cuando describe su visita al país, sólo es para concluir que el
régimen encarna “una forma degradada y, sin embargo, refinada, del
confucianismo y el culto a los ancestros”. Como en el caso de Rusia y China, la
noble filosofía humanista del marxismoleninismo es inocente de toda
responsabilidad.
Al escribir sobre la secta
trotskistaluxemburguista a la que alguna vez perteneció, Hitchens confiesa con
tristeza: “Hay días en que extraño mis viejas convicciones como si de un
miembro amputado se tratase.” No debería preocuparse: su actuación en el tema
de Iraq demuestra que no ha perdido la voluntad de creer. El resultado de la
invasión encabezada por Estados Unidos ha sido la entrega de la mayor parte del
país fuera de la región kurda a una teocracia islamista electiva en la que las
mujeres, los homosexuales y las minorías religiosas están más oprimidos que
nunca en la historia de Iraq. La idea de que este país pudiera convertirse en
una democracia secular –una idea promovida impetuosamente por Hitchens– fue posible
sólo como un acto de fe.
En The Second Plane Martin Amis escribe: “La oposición a la religión
es de por sí superior, intelectual y moralmente.” Amis está convencido de que
la religión es mala, y de que no tiene futuro en Occidente. Tratándose del
autor de Koba el Temible / La risa y los
Veinte Millones –un examen forense del autoengaño entre la intelligentsia occidental pro soviética–
tal confesión resulta sorprendente. Esos intelectuales cuya locura Amis
disecciona se convirtieron al comunismo en cierto sentido como un sustituto de
la religión, y terminaron inventando excusas para Stalin. ¿En verdad no existen
locuras comparables? Algunos neoconservadores, como Tony Blair, que pronto
estará enseñando política y religión en Yale, combinan su progresismo
beligerante con sus creencias religiosas, creencias, empero, que Agustín o
Pascal difícilmente reconocerían. La mayoría de estos hombres son utopistas
seculares que justifican la guerra preventiva y transigen en el empleo de la tortura
como si esto nos llevara a un futuro radiante en el que la democracia fuera
universalmente adoptada. Incluso en la cima de Occidente, la política mesiánica
no ha perdido su peligroso encanto.
La religión no se ha ido.
Reprimirla es como reprimir el sexo: una empresa fallida. En el siglo xx,
cuando estuvo al mando de Estados poderosos y de movimientos de masas, ayudó a
gestar el totalitarismo. Hoy el resultado es un clima de histeria. No todo en
la religión es precioso ni merece reverencia. Hay en ella un legado de
antropocentrismo –esa horrible fantasía de que la Tierra existe para servir a
los humanos– que casi todos los humanistas comparten. Y está también la
pretensión de las autoridades religiosas, que es la misma de los regímenes
ateos, de determinar la manera en que las personas expresan su sexualidad,
controlan su fertilidad y terminan su vida, algo que debería ser rechazado
categóricamente. A nadie debería permitírsele restringir la libertad de esta
manera, y ninguna religión tiene el derecho de romper la paz.
El intento de erradicar la religión
sólo conduce a su reaparición en formas grotescas y degradadas. Una creencia
ingenua en la revolución mundial, la democracia universal o los poderes ocultos
de los teléfonos móviles es más ofensiva para la razón que los misterios de la
religión, y tendrá menos probabilidades de sobrevivir en los próximos años. El
poeta victoriano Matthew Arnold escribió sobre los creyentes que quedan inermes
cuando la marea de la fe se repliega. Hoy la fe secular se está replegando, y
son los apóstoles del descreimiento los que han quedado varados en la costa.
Traducción de Marianela Santoveña
Traducción de Marianela Santoveña