No cuesta tanto confesar lo criminal como
lo vergonzoso y ridículo.
Jean Jacques Rousseau, Las confesiones, p. 13
Lo sé. He confesado en
mis escritos muchos actos inmorales, pero todavía no me animo con algunos
hechos que sé me causarían vergüenza si se enterasen de ellos mis seres más
queridos. Y lo curioso de todo esto es que estos actos que no me dejarían vivir
tranquilo si trascendiesen... ¡no tienen nada de inmorales! Esto es para quien
suponía que vivo con independencia de las normas sociales estúpidas. ¡Oh
vanidad, cuán lejos estoy de dominarte!
Nunca pude atreverme a demostrar mi
locura a las mujeres que más he amado.
Rousseau, ibíd., p. 13
Lo mismo digo. Pero en
singular.
Apasionado, doy a veces con lo que quiero
decir, pero en la conversación ordinaria, no encuentro absolutamente nada que
decir; me es insoportable por el mero hecho de que me obliga a hablar (p. 29).
A mí me pasa igual:
cada vez me cuesta más participar de una conversación superflua, y me siento
muy incómodo cuando una situación me impone tener que hablar con alguien de
algún tema que ni a mí ni al otro le interesa.
Ninguno de mis gustos puede satisfacerse
con dinero. Necesito goces puros, y el oro los envenena a todos (p. 29).
¡Sabias palabras,
Jacobo! Y si te atuviste a ellas, ¡sabia conducta la tuya!
No he viajado a pie más que en mis días
hermosos [de juventud] y siempre agradablemente. Pronto los deberes, los
negocios, tener que llevar un equipaje, me obligaron a echármelas de caballero
y tomar un coche, donde subían conmigo el roedor desasosiego, el engorro y la
molestia, y desde entonces, en lugar del placer de andar que antes sentía en mis
viajes, sólo he sentido el anhelo de llegar pronto (p. 50).
¡Abandonemos autos,
taxis y microbuses! ¡Redescubramos el placer de caminar!
Durante mucho tiempo he buscado en París
dos amigos de igual gusto que el mío que quisiesen consagrar cada uno cincuenta
luises y un año a un viaje por Italia hecho así, juntos, sin más equipaje que
un saco de noche llevado por un muchacho que viniese con nosotros. Muchos se
manifestaron prendados de este proyecto, pero en el fondo lo consideraban como
un castillo en el aire, cosa que se proyecta en la conversación, pero que nadie
tiene el designio de llevar a cabo (p.
50).
¡Qué grata sorpresa,
Jacobo: tenías alma de mochilero!
Habría sacrificado mil veces mi felicidad
a la de la persona que amaba; su reputación me era más cara que mi vida, y por
todos los placeres del mundo no hubiera querido comprometer su tranquilidad ni
un solo instante. Esto me ha hecho emplear tanto cuidado, tanto secreto, tantas
precauciones en mis empresas amorosas, que ninguna ha podido llegar nunca a
buen término. Mi poca fortuna con las mujeres ha sido siempre el resultado de
amarlas demasiado (p. 67).
Lo mismo digo. Pero
en singular.
Siempre es un mal sistema, para leer el
corazón ajeno, dar a entender que se oculta el propio (p. 71).
¡¿Pero cómo hacemos,
querido amigo, si está en nuestra naturaleza no saber desnudarnos?! ¡Qué no
daría yo por animarme a expresar lo que siento delante de la fuente que motiva
mis sentimientos!
Nunca he podido hacer una proposición
lasciva como no haya sido empujado por la iniciativa de aquella a quien la
hiciera, aun sabiendo que no era escrupulosa, y estando casi seguro de su
consentimiento (p. 77).
Es el triste destino
de nosotros los introvertidos.
Nunca, en ninguna circunstancia de mi
vida, pudieron delatar u oprimir mi corazón la prosperidad o la indigencia. En
el transcurso de una vida desigual y memorable por sus vicisitudes, sin asilo y
sin pan a menudo, siempre he mirado con iguales ojos la opulencia y la miseria.
En caso necesario, hubiera podido mendigar o robar como otro cualquiera, pero
no turbarme por verme reducido a tal extremo. Pocos hombres habrán sufrido
tanto como yo, pocos habrán derramado tantas lágrimas; pero ni la pobreza ni el
temor de caer en ella me han arrancado jamás un suspiro ni una lágrima. Capaz
de resistir los vaivenes de la fortuna, mi espíritu no ha conocido otros bienes
y otros males sino aquellos que no dependen de ella; y precisamente cuando no
me ha faltado nada de lo necesario ha sido cuando me he sentido el más infeliz
de los mortales (p. 91).
Te siento hablar así,
amigo Jacobo, y los pies comienzan de nuevo a cosquillearme.
La previsión ha amargado siempre mis goces.
En vano me he preocupado por el futuro: nunca he podido evitarlo (p. 94).
Previsión e
infelicidad son sinónimos.
En mí se juntan dos cosas casi
incompatibles, sin que yo mismo pueda comprender cómo; un temperamento muy
ardiente, pasiones vivas, impetuosas, y lentitud en la formación de las ideas,
las cuales nacen en mi mente con gran trabajo y nunca se me ocurren hasta
después que ha pasado su oportunidad. Parece que mi corazón y mi cabeza no
pertenecen a un mismo individuo. El sentimiento, más rápido que la centella, se
apodera de mi espíritu; pero, en vez de iluminarme, me quema y me deslumbra. Lo
siento todo, pero nada veo. Estoy como arrebatado, pero estúpido (p. 100).
No deben de ser,
amigo Rousseau, muy incompatibles tus excelentes reflejos sentimentales y tus
cansinos resortes racionales, porque a mí me sucede algo muy parecido. Y
también coincido con vos en que "es preciso que esté tranquilo para
pensar. Lo particular es que, no obstante, tengo bastante acierto, penetración
y hasta agudeza e ingenio con tal de que me dejen tiempo; haré una improvisación
excelente si me aguardan, pero de repente no he sabido hacer ni decir cosa que
valga la pena". En la p. 101 siguen las coincidencias:
Esta lentitud de pensamiento y esta
viveza de sensibilidad no sólo me dominan en la conversación, sino hasta cuando
trabajo solo. En mi cerebro, las ideas se ordenan con una dificultad increíble;
allí fermentan hasta conmoverme, enardecerme, ponerme en estado febril; y en
medio de esta emoción, nada veo distintamente, no sabría escribir una palabra;
es necesario que aguarde. Insensiblemente va cesando ese gran movimiento, se
desembrolla el caos, y cada cosa viene a colocarse en su lugar, pero lentamente
y luego de una agitación confusa y prolongada.
En la p. 102 hablo, perdón, habla Rousseau acerca de los inconvenientes
que se le presentan en las conversaciones:
Siendo tan poco dueño de mí mismo cuando estoy solo, júzguese
cómo debo hallarme en conversación, donde, para hablar a propósito, es preciso
pensar en mil cosas a un tiempo, y rápidamente. La sola idea de tantas
condiciones, con la seguridad de faltar a alguna de ellas, basta para
intimidarme. Ni siquiera comprendo cómo hay quien se atreva a hablar en una
reunión de diversas personas; porque a cada palabra sería preciso examinar a
todos los presentes y conocer el carácter de cada uno y su historia para estar
seguro de que a nadie se ofende. Con respecto a esto, los que frecuentan la
sociedad tienen una gran ventaja; y es que, sabiendo mejor lo que conviene
callar, están seguros de lo que dicen, aunque a pesar de ello, a menudo se les
escapan también tonterías. ¿Qué hará, pues, el que se encuentra en ella como
caído de las nubes? Le será casi imposible hablar durante un momento
impunemente. En el diálogo hay otro inconveniente que me parece todavía peor; y
es la necesidad de hablar continuamente. Cuando uno habla, el otro ha de
responder, y, si calla, es necesario animar la conversación. Esta insoportable obligación hubiera
bastado para disgustarme de la sociedad. No encuentro mayor tontería que tener
que hablar siempre y a renglón seguido. ¡Ignoro si es efecto de mi eterna
repugnancia hacia toda sujeción! Pero basta que me vea en la necesidad
imprescindible de hablar para que diga una tontería infaliblemente.
Finalmente, desde las pp. 103 y 104 coincidimos en que
Lo dicho me parece bastante para hacer comprender cómo, sin
ser un tonto, muchas veces he pasado por tal, aun entre personas que estaban en
el caso de juzgar con exactitud; y he sido mucho más desdichado, pues cuanto
más viveza revelaban mis ojos y mi rostro, tanto más chocante era mi estupidez. [...] A mí me gustaría
la sociedad tanto como al que más, si no estuviese seguro de aparecer, no sólo
con desventaja, sino hasta enteramente distinto de lo que soy en realidad. El
partido que he tomado de ocultarme y escribir es precisamente el que me
convenía. En el trato social nunca se hubiera sabido lo que yo valía, ni
siquiera se hubiera sospechado.
¿Cómo es que, habiendo hallado tan buenas
gentes en mi juventud, tan escasamente las encuentro a una edad avanzada? ¿Será
que se ha extinguido su raza? No; sino que la categoría donde ahora tengo
necesidad de buscarlas no es la misma en que en otro tiempo las hallaba. Entre
la gente del pueblo, que sólo siente las grandes pasiones por intervalos, la
voz de la Naturaleza se hace escuchar más a menudo. En las clases elevadas
permanece completamente ahogada, y sólo hablan la vanidad o el interés bajo la
máscara del sentimiento. (p. 133).
¿Cómo hacen los ricos
para soportarse? ¿Cómo hace la clase media para vivir dignamente sin empaparse
con la sabiduría simple del pueblo?
Nunca he pensado tanto,
existido y vivido, ni he sido tan yo mismo, si se me permite la frase, como en
los viajes que he hecho a pie y solo. El andar tiene para mí algo que me anima
y aviva mis ideas; cuando estoy quieto, apenas puedo discurrir: es preciso que
mi cuerpo esté en movimiento para que se mueva mi espíritu. La vista del campo,
la sucesión de espectáculos agradables, la grandeza del espacio, el buen
apetito, la buena salud que se logran caminando, la libertad del mesón, el
alejamiento de todo lo que me recuerda la sujeción en que vivo, de todo lo que
me recuerda mi situación, desata mi alma, me comunica mayor audacia para
pensar, parece que me sumerge en la
inmensidad de los seres para que los escoja, los combine y me los apropie a mi
gusto sin molestias ni temores. Así dispongo como árbitro de la Naturaleza
entera; mi corazón, vagando de un objeto a otro, se asocia, se identifica con
los que le halagan, se rodea de encantadoras imágenes, se embriaga de
sentimientos deliciosos… (p. 147).
Compárese este pasaje
con lo escrito por mí el 14/6/96 (que luego fuera parcialmente refutado desde
mi quinto desprendimiento) y se me sospechará inmediatamente de plagio,
pero afirmo a quien quiera creerme que no tenía yo idea ninguna de que Rousseau
se hubiera expresado de esta forma sino hasta hace una semana, y mal puede
acusárseme de plagiar un texto por mí desconocido. Por lo demás, le agradezco a
Rousseau la recordación de que los conocimientos verdaderos son comunes a todos
los hombres, y que los distintos tipos de aprendizajes, a lo sumo, sólo sirven
para desempolvar (o embarrar por completo) esta benéfica raíz comunitaria.
La vida ambulante es la que mejor me
conviene. Ir de camino con buen tiempo, por un país hermoso, sin llevar prisa,
y tener un objeto agradable por término del viaje, he ahí, de todos los modos
de vivir, el que más me agrada (p. 156).
La evolución de las
especies se nutre, en ciertos aspectos, de un sinnúmero de regresiones. Es como
ese punto de costura que avanza, retrocede un poco y sigue avanzando. Creo que
la vuelta del hombre al nomadismo --un nomadismo no cazador, desde luego-- es
un hecho necesario en su proyección histórica en el largo plazo.
... Una de las pruebas de la excelencia del
carácter de esa apreciable mujer es que aquellos que la querían también se
amaban entre sí. Los celos, la misma rivalidad cedían al sentimiento dominante
que inspiraba, y no he visto nunca que existiese el menor rencor entre las
personas que la rodeaban. Los que me lean suspendan un momento su lectura en
este elogio, repasen su memoria y, si encuentran alguna mujer de quien se pueda
decir lo mismo, únanse a ella para la paz de su vida, aunque fuese la última
ramera. (p. 163).
No tengo que repasar
mucho mi memoria para encontrar en ella una mujer amada por dos hombres que,
sabiendo cada uno del amor del otro, no se guardan rencor entre sí. Conozco a esa
mujer, amigo Jacobo, pero ¿cómo hago para unirme a ella si esa unión, por más
que a mí me traiga paz, a ella le traerá conflicto? Y ¿cómo hago para que mi
unión no sumerja en el más oscuro sufrimiento a cierto compañero que tengo cuya
principal virtud es el buen gusto? No una ramera, sino una Doña Flor necesito
que sea.
… Aquí principia, después de mi llegada a Chambéry
hasta que marché a París en 1741, un intervalo de ocho o nueve anos durante los
cuales tendré pocos acontecimientos que referir, porque mi vida fue tan
sencilla como apacible, y esta uniformidad era precisamente lo que más necesitaba
para que acabase de formarse mi carácter, al que una continua agitación impedía
madurar. Durante ese precioso intervalo fue cuando mi educación, falta de orden
y unidad, tomó consistencia, haciéndome lo que he sido siempre, aun a través de
las tempestades que me esperaban. (pp.
163-4).
Si no me engaño, y
salvando algunos puntos, yo me encuentro en un período similar a este que
Rousseau describe, en el cual el carácter de uno termina casi definitivamente
de formarse. A mí me llegó en forma tardía, pero más vale tarde que nunca.
Fuerza es que haya nacido para este arte [la
música], puesto que desde mi infancia me ha cautivado siempre, siendo el único
a que he tenido un amor constante en todas las épocas de mi vida. Lo más
notable es que, a pesar de haber nacido con esta predisposición, me ha costado
tantísimo su estudio, y he obtenido tan lentos resultados, que nunca he
logrado, después de una práctica de toda la vida, cantar de repente con
seguridad (pp. 165-6).
Tal vez naciste como
yo, con la capacidad de saber disfrutar hasta el éxtasis de la música pero sin
la capacidad de estudiarla e interpretarla.
Si no me agrada vivir entre los hombres
es culpa de ellos más bien que mía (p.
173).
Esto implica soberbia
y aun desprecio, pero mentiría si dijese que yo no pienso lo mismo.
Yo no creo que pueda aliarse la virtud
con los triunfos en sociedad (p. 183).
Yo tampoco, si es que
tomamos como triunfo social el poseer propiedades o dinero.
...La alteración de mi salud influyó en mi carácter y
templó la impetuosidad de mi fantasía; sintiéndome decaer, me aquieté un poco,
y se entibió mi furor por los viajes. (p. 203).
Habiendo nacido
fisiológicamente saludable, bueno será que procure yo mantener esta salud en
grado sumo para que no me suceda lo que a Rousseau o a Darwin, que no pudieron
seguir sus inclinaciones naturales por culpa de sus padecimientos corporales.
En general los creyentes se hacen un Dios a su imagen y
semejanza; los buenos, bueno; los malos, malo; los beatos, rencorosos y
biliosos, como ellos quisieran condenar a todo el mundo, no ven más que el
infierno, en que apenas creen las almas dulces y amantes (p. 210).
No estoy seguro de
que el infierno no exista, pero si existe, el que no existe es Dios.
...Mamá [la amada de Rousseau[1]]
no mentía conmigo, y aquella alma sin hiel que era incapaz de concebir un Dios
vengativo y siempre airado, sólo veía clemencia y misericordia donde los
devotos no descubren más que justicia y castigo. A menudo decía que Dios no
sería justo, si obrara justamente con nosotros; pues, no habiéndonos dado lo
necesario para serlo, exigiría que le devolviésemos más de lo que nos había
dado. (p. 211).
¿Quién dijo que las
mujeres no piensan elevadamente?
...Lo más singular es que, sin creer en el infierno,
no dejaba de creer en el purgatorio. Esto procedía de que no sabía qué hacerse
de las almas de los malos, no pudiendo condenarlas ni colocarlas entre las de
los buenos hasta que lo fuesen; preciso es convenir en que efectivamente, así
en este mundo como en el otro, los malos son siempre un gran estorbo. (p. 211).
El malo no merece
ningún infierno posmortem: su propia maldad le creó ya una vida de pesadilla en
la propia tierra. Y tampoco necesita un purgatorio en donde lavar sus pecados,
ya que él no es responsable de las desgracias que su entorno social o sus genes
le hicieron cometer. Digo, junto con Rousseau, que "toda la doctrina del
pecado original y de la redención queda destruida con este sistema; conmueve la
base del cristianismo vulgar, y por lo menos con ella el catolicismo no puede
subsistir". Y es así; la teología católica tradicional, basada en mitos
grotescos y sustentada por hábiles sofismas escolásticos, llevará a la
extinción a la Iglesia si es que su argumentación no evoluciona. Cierto es que
se puede subsistir en el tiempo sin evolucionar demasiado; tal es el caso, por
ejemplo, de la cucaracha. La pregunta es la siguiente: ¿Quiere la Iglesia católica parecerse
a la cucaracha?
Aunque no hubiese habido moral cristiana,
opino que ella [la amada de Rousseau] la habría seguido; de tal modo se
acomodaba ésta a su carácter. Practicaba cuanto estaba prescrito, pero, caso
que no lo hubiese estado, su conducta habría sido la misma. En las cosas
indiferentes le era agradable obedecer; y, si no le hubiera estado permitido
Y HASTA PRESCRITO comer carne, habría ayunado a solas con Dios y su
conciencia sin que la prudencia hubiese intervenido para nada (p. 211, subrayado y exaltado míos).
¡Cuánto mal le hizo a
este mundo la costumbre judía de asesinar corderos! Muchas almas nobles, que
por su naturaleza repelen las matanzas, no se abstienen de comer carne porque,
siendo católicas, ven al papa y a sus compinches atragantarse de chuletas todos
los días y entonces siguen su ejemplo. Una religión que no contempla la
compasión hacia los animales es, como religión, un fraude avergonzante. Si los
papas no dejan de comer carne, las almas nobles dejarán de ser católicas; así
de sencilla es la ecuación.
Jamás he podido tolerar ese cúmulo
insignificante y tonto de las conversaciones ordinarias; mas las útiles y
sólidas siempre me han causado un gran placer y nunca las he rehusado (p. 213).
Yo tampoco las
rehusaría... si supiese integrarme a ellas cuando las encuentro, o si pudiese
provocarlas yo mismo, cosas éstas que parecen negárseme constantemente. Como
Moisés al hablar con su pueblo, como Marco Antonio en presencia de su amada
Cleopatra, se me lengua la traba, quiero decir, se me traba la lengua cada vez
que tengo que hablar de algo trascendente.
... realmente es muy extraño que jamás haya
sufrido enfermedades graves en el campo. He padecido mucho en él, pero nunca me
he visto obligado a guardar cama. Con frecuencia, sintiéndome más enfermo que
de ordinario, he dicho: «Cuando me veáis próximo la muerte, llevadme a la
sombra de una encina; os prometo revivir» (p.
214).
Yo comprobé por
propia experiencia no los poderes curativos, pero sí los preventivos que tiene
la vida vivida en el seno de la naturaleza: durante los siete meses que duró mi
viaje no me enfermé ni una sola vez. Ni siquiera me resfrié, a pesar de haber
padecido el frío día y noche como nunca en mi vida. En el invierno siguiente,
estando ya en Buenos Aires, estuve resfriado un sinnúmero de días y hasta tuve
que hacer reposo por haberme subido la temperatura, y esto a pesar de (o tal
vez debido a) la estufilla que mata el frío y el aire puro de mi departamento y
a pesar también de los manjares tan "nutritivos" (léase procesados)
que mi madre me procura desde mi regreso y que reemplazaron en buena medida a
las sosas y poco proteicas bananas y mandiocas con las que subsistí mientras
fui mochilero.
Lo primero que se experimenta al
dedicarse a las ciencias es su enlace, que hace que se atraigan mutuamente, se
ayuden y se aclaren, y que una no pueda subsistir sin la otra. Aunque la inteligencia
humana no baste para abarcarlas todas y sea siempre preciso dedicarse a una con
preferencia a las demás, si se carece de nociones de las otras, aun en la
preferida se halla uno con frecuencia a oscuras (p. 215).
Si quiero sumergirme
a fondo en cuestiones religiosas, debo ser lógico y no desestimar ni el poder
de la razón ni el de los sentidos; si quiero sumergirme a fondo en cuestiones
lógicas, debo ser religioso y no desestimar ni el poder del amor ni el de la
fe. El santo que no es a la vez un poco científico, no sirve; el científico que
no es un poco santo, tampoco.
No saber nada a la edad cercana a los
veinticinco años, y querer aprenderlo todo, es obligarse a aprovechar mucho el
tiempo. Ignorando en qué punto podía detener mi celo la suerte o la muerte, me
proponía a todo trance adquirir ideas sobre todas las cosas, así para sondear
mis inclinaciones naturales, como para juzgar por mí mismo cuál de ellas
merecía mejor ser cultivada (p. 216).
Algo así me sucede
desde que volví de mi viaje.
Preciso es que yo no haya nacido para el
estudio, porque una tensión continua me fatiga de tal modo, que me es imposible
ocuparme con actividad durante media hora sin interrupción de una misma cosa,
sobre todo siguiendo ideas ajenas; pues algunas veces me ha sucedido que, a
pesar de detenerme mayor tiempo en las mías, he logrado un resultado favorable.
Cuando me he fijado en algunas páginas de un autor que debe ser leído con
atención, mi espíritu le abandona y se cierne en los espacios. Si me obstino,
me fatigo inútilmente, se agotan mis fuerzas y nada veo; pero cuando se suceden
asuntos diferentes, aun sin interrupción, uno me hace descansar del otro, y sin
necesidad de descanso sigo más fácilmente. En mi plan de estudio me valí de
esta observación, y lo varíe de tal manera, que trabajaba todo el día sin
fatigarme jamás (p. 216).
Salvando las enormes
distancias en cuanto a grandeza espiritual, ¡qué parecido somos, amigo Jacobo!
A mí también me cuesta mucho prestarles atención a ciertos autores durante un
tiempo prolongado de lectura, y suplí ese defecto de mi pensadora leyendo de a
dos o tres libros distintos por jornada. Salto de Descartes a Spencer y de
Spencer a Pavlov y así ninguno de esos tres termina por fastidiarme. Con este
sistema llego a leer a veces hasta diez horas corridas. Y no por obligación,
sino por puro placer, por el placer que todos experimentamos al sentir
ensancharse nuestros conocimientos.
... me acuerdo con fruición de todos los
diferentes ensayos que hice para distribuir el tiempo de modo que me produjese a
la vez tanta utilidad como deleite...
(p. 216).
El ideal al que
aspiro es el de llegar a encontrar placer en todo lo que es útil al mundo para
entonces dedicarme a ello durante la totalidad de mis horas de conciencia.
El mejor medio de obtener del Dispensador
de los verdaderos bienes los que nos son necesarios es, más que pedirlos,
merecerlos (p. 217).
Como buen
determinista, no le veo a la oración de petición ningún sentido práctico como
no sea el psicológico de la sugestión.
En el extremo del jardín tenía yo otra pequeña
familia; eran las abejas. No me descuidaba, y mamá conmigo muchas veces, en ir
a visitarlas; tomaba gran interés por su trabajo; me divertía grandemente
viéndolas volver a la pecorea, tan hartas de néctar que apenas podían andar. Al
principio, la curiosidad me hizo indiscreto y me picaron dos o tres veces, pero
luego hicimos buenas relaciones y por más que me acercase no me molestaban.
Cuando las colmenas estaban tan repletas que casi no quedaba espacio para los enjambres,
éstos me rodeaban a veces y tenía abejas en las manos y en la cara, sin que
jamás me picase ninguna. Todos los animales desconfían del hombre, no sin
razón; pero, desde el momento en que tienen la seguridad de que no quiere
dañarles, cobran una confianza tan grande que es preciso ser más que bárbaro
para abusar de ella. (p. 220).
Otra gran verdad. Si
no, miren a los pingüinos antárticos recibiendo como si fuesen parte de sus
familias a los humanos que se les acercan. Se comportan así porque nunca los
han cazado o agredido, y entonces no tienen por qué escapar de los hombres o
atacarlos. Imaginémonos un mundo en el que ningún hombre agrediese a ningún
animal; al cabo de unas cuantas generaciones habrían perdido el miedo que nos
tienen; se pasearían a nuestro lado todos los mamíferos silvestres, y se posarían
en nuestros hombros todo tipo de aves. Quien no desee vivir en un mundo así,
que siga comiendo carne y llevando a sus hijos al zoológico.
Leyendo las obras de Port Royal y del
Oratorio me había vuelto medio jansenista, y, a pesar de toda mi confianza, su
dura teología a veces me espantaba. El terror del infierno, que hasta entonces
había temido muy poco, turbaba lentamente mi serenidad, y si mamá [la amada de
Rousseau] no hubiese tranquilizado mi alma, esta horrible doctrina hubiera
acabado por trastornarme completamente
(p. 222).
Sí, los jansenistas
creían en el infierno; éste fue, según creo, el gran error de su teología. Pero
a mí me gusta rescatar de las diferentes sectas religiosas sus aciertos, no sus
errores. El jansenista afirmaba que la gracia divina inundaba todo el accionar
del universo, y que por lo tanto no había lugar en este mundo para el libre
albedrío. Ese es, a mi criterio, su gran acierto, por más que después se
utilizara para decir que todos nosotros, desde nuestro mismo nacimiento,
estamos determinados para ir al cielo o el infierno.
Yo quisiera saber si por los corazones de
los demás pasan puerilidades semejantes a las que a veces pasan por el mío (p. 223).
Aquel hombre cuyo corazón
no atesore alguna puerilidad... será el hombre más estúpido de todos cuantos
conozco.
El juego no es más que un recurso de las
personas que se fastidian (p. 286).
Schopenhauer opinaba
lo mismo, diciendo que los tontos, al no tener ideas que intercambiar,
intercambian cartoncitos con números y figuras y así se divierten.
... La justicia e inutilidad de mis
clamores dejaron en el fondo de mi alma un germen de indignación contra
nuestras estúpidas instituciones civiles, en que el verdadero bien público y la
verdadera justicia quedan siempre sacrificadas a no sé qué orden aparente,
destrucción real de todo orden, que sólo sirve para agregar la sanción de la
autoridad pública a la opresión del débil y a la inquietud del fuerte (p. 298).
Una sociedad estructurada
a partir de convenciones políticas, sean convenciones izquierdistas o
derechistas, es una sociedad ordenada en su superficie, pero desquiciada en su
individualidad. En cambio, una sociedad sin leyes ni estructuras coercitivas
podrá mostrarse desquiciada, pero en el fondo responde a las indicaciones
íntimas que cada individuo se da a sí mismo, y esta libertad personal no
demoraría demasiado en ajustar ese primitivo desquicie de toda sociedad que
pasa de un control total al anarquismo. Sólo los políticos, los propietarios y
los cobardes --es decir, sólo los individuos menos agraciados-- no pueden
concebir una sociedad que se abstenga de suministrar premios y castigos a quien
ella juzga digno de merecerlos.
Aunque nazca con algún talento, el arte
de escribir no se aprende repentinamente
(p. 322).
Lo primero es lo
primero: antes de aprender a escribir, es necesario que aprenda yo a leer.
...Renuncié para siempre a todo proyecto
de fortuna y prosperidad. Resuelto a pasar en la independencia y en la pobreza
el poco tiempo que me restaba de vida, empleé todas las fuerzas de mi alma en
romper las cadenas de la opinión, y en hacer con valor todo lo que me parecía
bien, sin preocuparme para nada del juicio de los hombres (p. 331).
Yo también estoy en
eso, aunque no tengo ni por asomo la valentía y el despeje mental que mi amigo
Jacobo supo conocer en sí mismo y que lo ayudaron a salir airoso en semejante
empresa. Y además escribo mal, pero eso es lo de menos.
Mientras viví ignorado del público, fui
querido de cuantos me conocieron, y no tuve un solo enemigo; mas tan luego como
tuve un nombre, perdí todos mis amigos
(p. 331).
La fama pudre.
... Empecé la reforma por mi traje; me
quité el oropel y las medias blancas; adopté una peluca sencilla, dejé la
espada... (p. 332).
Uno de los primeros
requisitos para el aspirante a la humildad es vestir como viste el pueblo.
... Todas estas polémicas [las que
generaba la publicación de sus primeros escritos] me preocupaban mucho,
haciéndome perder el tiempo, con poco fruto para el descubrimiento de la verdad
y poco provecho para mi bolsillo (p.
335).
Algo parecido le pasó a Descartes cuando saltó
a la fama. Entonces digo yo, ¿qué fuerza impulsa a los pensadores a publicar
sus escritos en vida? ¿Será el amor a la verdad, o será sólo vanidad?
El éxito de mis primeros escritos me había puesto
de moda; mi posición había excitado la curiosidad y el deseo de conocer a un
hombre tan extraño que no buscaba a nadie y no quería otra cosa que vivir libre
y feliz a su manera. Era lo bastante para que no pudiese lograrlo. Mi casa no
dejaba de estar un momento llena de gente que bajo diversos pretextos venían a
distraerme; las mujeres empleaban mil ardides para tenerme a su mesa. Cuanto
más huía del trato de las gentes y más brusco me mostraba, tanto más se
obstinaban; no podía rechazar a todo el mundo; y, a pesar de atraerme con mi
esquivez mil enemigos, incesantemente me veía subyugado por mi complacencia; de
cualquier modo que me manejase apenas me quedaba más de una hora mía (pp. 335-6).
El gran amante de la
libertad se hizo esclavo de los infaltables aduladores y recriminadores que la
fama trae consigo. ¡Tenlo siempre presente a Rousseau, Cornejín, cuando la
vanidad te tienda su trampa!
... Entonces conocí que no siempre es tan
fácil como parece el ser pobre e independiente; quería vivir de mi trabajo, y
el público no quería. Imaginaban mil medios para resarcirme del tiempo que me
hacían perder, y al paso que iba, pronto hubiera sido preciso enseñarme como
polichinela, a tanto por persona. No conozco sujeción más envilecedora que
ésta. No vi mejor remedio que rehusar los regalos grandes y pequeños, sin
excepción de personas, pero no logré más que atraer a los dadivosos, que
querían tener la gloria de vencer mi resistencia, forzándome a quedarles
agradecido a pesar mío (p. 336).
Dentro del género de
los aduladores existe una especie en continua expansión: los regaleros. Si
supiesen cuánto mal le hacen al mundo regalando los objetos más innecesarios a
las personas que menos los necesitan... no tendría yo tanta razón en deprimirme
durante mis cumpleaños.
Mi mayor desdicha fue siempre no poder
resistirme a los halagos (p. 339).
Casi todos
compartimos esta desdicha, pero sólo los grandes la reconocen como tal y
reconocen además la impotencia que sienten al no poder superarla.
El estudio del hombre y de la Naturaleza me había
enseñado a ver en todas partes las causas finales y la inteligencia que las
dirigía. La lectura de la Biblia, y sobre todo del Evangelio, a que me dedicaba
hace algunos años, me había enseñado a despreciar el modo bajo y estúpido de
interpretar a Jesucristo que tenían las personas menos dignas de comprenderle.
En una palabra, la filosofía, descubriéndome lo esencial de la religión, me
había librado de esa hojarasca de fórmulas con que los hombres la han ofuscado (p. 359).
La filosofía y la
religión son como las dos piernas de un mismo cuerpo: si nos cuidamos más de
una que de otra, perderemos sincronización y andaremos en malos pasos; y si
directamente decidimos amputarnos una, no nos quedará más remedio que vivir a
los saltos.
No escribo mis confesiones para que se
publiquen en vida mía ni en vida de ninguna de las personas interesadas. Si
fuese dueño de mi destino y del de este escrito, no vería la luz pública sino
mucho tiempo después de mi muerte y de la suya (p. 366).
Lo mismo digo. Y
aclaro, de paso, que consideraría como un gran canalla a quien osare lucrar con
la propiedad intelectual de algo que yo haya escrito, por hijo mío, hermano o
sobrino que sea.
... Pero conocí que el escribir para
ganar dinero pronto hubiera ahogado mi genio y muerto mi talento [...]. Una
pluma venal no puede dar nada grande y vigoroso. La necesidad, tal vez la
avidez, me hubiera hecho trabajar atendiendo más a la cantidad que a la calidad.
[...] A buen seguro me hubiera hecho decir más bien lo que agradase a la
multitud que lo verdadero y lo útil; y de un autor distinguido como podría
serlo, me habría convertido en un emborronador de papel. No, no; siempre he
creído que la condición de autor no podía ser ilustre y respetable sino estando
lejos de ser un oficio. Es harto difícil pensar noblemente cuando se hace para
vivir. Para poder atreverse a decir grandes verdades es necesario no depender
del éxito (p. 368).
Sospecho que la historia del pensamiento humano florecerá en cámara
rápida cuando los aspirantes a pensadores decidan atenerse de lleno a estas
sabias palabras[2].
Por mi parte, me mantengo asido a ellas como sopapa; y si en un futuro termino
lucrando con mis ideas, deberé aclarar en ese mismo instante si ese cambio de
actitud se estará debiendo a un cambio en mi modo de ver las cosas en este
respecto --algo harto dudoso de que sucediese-- o porque, simplemente, la
vanidad, o la cobardía ante la falta de recursos económicos, terminaron por
sitiarme.
Se ha notado que la mayor parte de los
hombres, durante el curso de su vida, difieren a veces enteramente de sí mismos
y parecen transformarse por completo en otros muy distintos. No era mi intención
hacer un libro para exponer una cosa sobradamente conocida por todos; tenía un
objeto más lleno de novedad y más importante, cual era el de investigar las
causas de estas variaciones y de fijarme, sobre todo, en aquellas que dependen
de nosotros para demostrar cómo podemos encaminarlas a fin de hacernos mejores
y más dueños de nosotros mismos (pp.
373-4).
Un motivo bastante
parecido es el que determina mis escritos --amén del placer que experimento al
escribir y sobre todo al leer lo que escribo. Sin embargo, no creo que el
"conócete a ti mismo" sea la meta suprema de toda persona; más bien
es el principio del camino y no la llegada. Primero conocernos a nosotros
mismos, y a partir de ahí, atacar cualquier otro tipo de conocimiento, que así
estaremos bien pertrechados para extraer la verdad inmanente en cada cosa por
haberla percibido y experimentado dentro de nuestro propio corazón. El oráculo
de Delfos, junto con mi amigo Sócrates, no descubrieron el abecedario completo,
sino tan sólo su primera letra. Pero hizo muy bien Rousseau en trabajar en favor
del autoconocimiento, puesto que en su época y en su tierra se llegó a pensar
que la mera ilustración científica y artística bastaría para hacer de éste un
mundo mejor. (¿Y no sucede lo mismo ahora? ¿Cuántos cachetazos idénticos son
necesarios para despertar al sonámbulo?)
No puedo meditar sino andando; tan luego
como me detengo, no medito más; mi cabeza anda al compás de mis pies (p. 375).
Aplicándolo no al
pensamiento sino a la vida misma, el gitano de Bye Bye Brasil dijo algo
parecido: "Somos como ruedas: si nos movemos estamos en equilibrio; si nos
detenemos, nos caemos". ¡Cómo siento inflarse mi vena nómade con cada
minuto que se quema en el cómodo sedentarismo!
La sed de felicidad no se extingue jamás
en el corazón humano (p. 378).
Esa sed de felicidad,
ese perpetuo soñar con lo inalcanzable... no es otra cosa que la felicidad
misma, al menos en su forma existencial más pura y perceptible. La felicidad y
la esperanza se confunden.
A vueltas de reflexionar, ya no vi más que error y
locura en las doctrinas de nuestros sabios, error y miseria en nuestro orden
social. Con la ilusión de mi necio orgullo, me creí nacido para disipar todos
esos prestigios; y, creyendo que para hacerme escuchar era forzoso que mi
conducta estuviese en conformidad con mis principios, adopté unas costumbres
singulares, que no me han dejado seguir, ejemplo que mis pretendidos amigos no
han podido perdonarme, que al principio me puso en ridículo y que al fin me
habría hecho respetable si hubiese podido perseverar en él (pp.
380-1).
El hacer el ridículo
es propio del que se decide a tirar abajo las costumbres estúpidas; confío en
que con el tiempo uno se acostumbra a las cargadas y deja de sufrir por ellas.
Respecto de lo de forzar al máximo nuestra conducta intentando equipararla con nuestros
principios, no creo que sea una buena idea. Nosotros los introvertidos nacimos
para pensar, y no podemos pretender equiparar el valor de nuestros pensamientos
con el valor de nuestros actos. Nuestro accionar será siempre harto inferior a
nuestra ideología, lo que no quita que nos movamos siempre hacia ella
pretendiendo alcanzarla, mas no con paso forzado, sino como dejándonos estar, o
a lo sumo apartando los objetos que nos separan de ella, porque más bien es
ella la que nos atrae que no nosotros los que queremos tocarla.
... Hasta entonces había sido bueno;
desde aquel momento fui virtuoso, o al menos apasionado por la virtud. Esta
pasión había empezado en mi cabeza, mas había pasado luego a mi corazón (p. 381).
Y ¡qué dulce es ese
pasaje, a pesar de que yo apenas lo siento!
... Me hallaba verdaderamente
transformado; mis amigos y mis conocidos no me reconocían ya; no era éste aquel
hombre tímido y más bien vergonzoso que modesto, que no se atrevía a
presentarse ni a hablar; a quien desconcertaba la menor chanza, y a quien hacía
ruborizarse la mirada de una mujer. Audaz, valeroso, intrépido, llevaba a todas
partes una seguridad tanto más firme cuanto que era sencilla y residía más en
mi alma que en el exterior (p. 381).
¿Podré yo algún día modificar
tan radicalmente mi temperamento como lo hizo mi amigo Jacobo?
Donde se aprende a amar y a ser útil a la
humanidad es en el campo; en las ciudades se aprende a despreciarla (p. 420).
Doy fe: hay que ser
muy guapo para evitar odiar al prójimo viviendo en Buenos Aires. El
apretujamiento produce fricciones, y las fricciones calentamiento. Imagino las
ciudades del futuro con más reservas ecológicas que automóviles, de suerte que
no viviremos chocando unos con otros y apurados por llegar a lugares en los que
uno nunca desearía estar. Así sí sería muy sencillo eso de amar a nuestros
semejantes.
Yo siempre me he creído, y bien
considerado, aún me creo el mejor de los hombres (p. 472).
Yo antes tenía un
defecto: era una persona muy soberbia. Pero ya lo solucioné y ahora soy
perfecto.
Mi lectura ordinaria de la noche era la Biblia , y de esta suerte la
leí toda lo menos cinco o seis veces seguidas (p. 530).
¡Qué desperdicio de
tiempo![3]
Naturalmente colérico, he sentido la ira,
y hasta el furor en los primeros impulsos; pero jamás se ha arraigado en mi
corazón un deseo de venganza (p. 536).
Tal vez sea imposible
que no sintamos odio por nadie en ningún momento; pero si poseyésemos la virtud
de saber acallar ese odio al poco rato de haberse manifestado, la mitad de la
tarea estaría cumplida, ya que el rencor, que es la ira potenciada en el
tiempo, no anidaría en nuestros corazones. A esta virtud se puede llegar de dos
maneras diferentes: al modo de Rousseau, que consistía en olvidar rápidamente
todo lo malo que le hubiese acaecido ("me acuerdo poco de la ofensa para
que me preocupe mucho su autor"), o al modo del determinista, que recuerda
perfectamente la ofensa pero que no juzga responsable de ella a quien en
apariencia fue su causante, y por lo tanto lo libera de toda culpa sin siquiera
pretender que lo está perdonando.
He aprendido a dudar de que a un hombre
que goza de una gran fortuna, sea quien fuere, puedan agradarle sinceramente
mis principios y mi persona (p. 552).
Lo mismo digo, e
incluyo también a la clase media.
... me comprometí a enviarle [a Du
Peyrou] las memorias de mi vida, y hacerlo depositario general de mis papeles,
con la expresa condición de no hacer uso de ellos hasta después de mi muerte,
deseando acabar tranquilamente mi carrera sin despertar en el público mi
memoria (p. 585).
¡Cómo me gustaría
encontrar a mi Du Peyrou!
Los que tantas contradicciones me achacan
no dejarán de ver otra en lo presente. Dije que me hacía insoportables las
reuniones su ociosidad, y heme aquí buscando la soledad para entregarme en ella
únicamente a la ociosidad. Con
todo, soy así; si hay en esto alguna contradicción, acháquese a la Naturaleza y
no a mí; mas tan poca es la que puede haber, que por esto precisamente es por
lo que siempre soy el mismo. La ociosidad de las reuniones es mortal por ser
forzada, la del aislamiento es encantadora por ser libre y voluntaria. Estando
en compañía, me mortifica no hacer nada, por lo mismo que estoy obligado a
ello: fuerza es permanecer allí clavado en una silla o en pie, plantado como
una estaca, sin mover pies ni cabeza, sin atreverme a correr, saltar, gritar,
ni gesticular cuando me viene en voluntad, sin atreverme aun a meditar,
teniendo a la vez todo el fastidio de la ociosidad y todo el tormento de la
sujeción; obligado a prestar atención a todas las tonterías que se dicen y a
todos los cumplimientos que se hacen y a fatigar incesantemente mi espíritu
para no dejar de colocar a mi vez mi equivoquillo y mi embuste. ¿Y a esto se
llama ociosidad? Esto es un trabajo propio de forzados (pp. 586-7).
La ociosidad que a
Rousseau le apetecía no es la ociosidad de las viejas que se juntan en la
esquina para contarse chismes, sino la ociosidad propia de los grandes artistas
y pensadores, que se revela sólo en soledad, o a lo sumo en pareja: el ocio
creativo.
... No hallo homenaje más digno a la Divinidad que
esta muda admiración, excitada por la contemplación de sus obras y que no se
expresa por medio de actos determinados. Comprendo que los habitantes de las
ciudades, que no ven sino paredes, calles y crímenes, tengan poca fe; mas no
puedo comprender cómo pueden carecer de ella los campesinos y, sobre todo, los
solitarios (p. 588).
Según intuyo, Dios no
creó la naturaleza: Dios es la naturaleza. Por eso los citadinos, que no
están nunca en contacto con la naturaleza, que ni siquiera, impedidos por la
edificación, pueden disfrutar de un ocaso o contemplar extasiados el asome de
la luna, por eso mayormente no creen en Dios, o si creen, no se preocupan mucho
en buscarlo. Todo lo contrario sucede con las personas que viven fuera de las
ciudades: casi todas, aun las de poco raciocinio, creen desesperadamente en
Dios y así lo buscan; viven tan impregnadas en Él que hasta pueden olerlo. Es prácticamente
imposible no tener fe habiendo crecido en el campo, en el bosque o en la selva.
... A menudo, dejando mi lancha a merced
del viento y del agua, me abandonaba a meditaciones sin objeto, que, no por ser
estúpidas, eran menos gratas (p. 589).
Las meditaciones
estúpidas suelen ser los embriones de las grandes teorías.
Cualquiera que, aun sin haber leído mis
obras, examinando por su propios ojos mis sentimientos, mi carácter, mis
costumbres, mis inclinaciones, mis placeres, mis hábitos, pueda creerme un
malvado, es un hombre digno de la horca (p.
601).
Triste final para uno
de los más grandes monumentos a la literatura como lo son estas Confesiones.
En este mundo no existen los hombres dignos de la horca, sólo existen los
soberbios que ni bien levantan la vista encuentra gente digna de ser condenada.
Estos soberbios, y no sus visiones, son lo más parecido a un hombre digno de
ser ahorcado.
0. 0. 0
[1] (Nota añadida el
31/10/13.) Se trata de Madame de Warens. Se conocieron cuando él tenía 15
años y ella 28, pero no fueron amantes sino hasta después de cumplir Rousseau
los 21 años.
Baronesa por matrimonio y separada voluntariamente del marido, dama de
temperamento aventurero y proclive a hacer negocios que siempre terminaban en
la ruina, Françoise-Louise de la Tour se convirtió en protectora, mentora y
amante (en ese orden) del joven.
[2] (Nota añadida el 24/3/2006.) Aquí van otras
palabras no menos sabias que las anteriores, escritas por otro no menos grande
pensador: "Los honorarios y la prohibición de la reproducción de obras
impresas son en el fondo lo que echa a perder la literatura. Sólo quien escribe
única y exclusivamente por amor al arte escribe cosas dignas de ser escritas.
¡Qué inestimables beneficios reportaría que en todos los campos de cada
literatura sólo hubiese pocos libros, pero que los que hubiese fuesen
excelentes! Ahora bien, eso nunca se conseguirá mientras se puedan ganar
honorarios. Pues es como si sobre el dinero que se hace una maldición: todo
escritor se estropea tan pronto escribe con ánimo de lucro" (Arthur
Schopenhauer, Paralipomena, parág. 272).
[3] (Nota añadida
el 14/10/12.) Gandhi coincide conmigo: "Comencé a leerla, pero fui
incapaz de recorrerme todo el Antiguo Testamento. Leí el libro del Génesis y
los capítulos siguientes que invariablemente me hacían dormir. Pero sólo por
poder decir que había leído la Biblia, seguí adelante con mucha dificultad y
sin el menor interés ni comprensión (Mohandas Gandhi, Autobiografía, 1, XX [p. 81]). (Nota añadida el 3/11/13.) Habiendo publicado esta cita y esta nota
en feisbuc, recibí variadas críticas. Una en especial, la de un seminarista que
no coincidía con eso de que leer la Biblia tantas veces sea una pérdida de
tiempo, mereció esta respuesta mía: "Para un seminarista,
seguramente no será una pérdida de tiempo leer seis veces seguidas, de forma
íntegra, un libro tan voluminoso como la Biblia; pero para un filósofo o
aspirante a filósofo, que se supone tiene centenares y centenares de libros por
leer en todo momento, detenerse en un libro cualquiera durante esa cantidad de
tiempo --la que requiere leer la Biblia 6 veces seguidas en forma completa-- es
ser demasiado "parcial" en relación a un determinado tipo de
pensamiento, salvo, claro está, que se haya leído también 6 veces la Crítica de la razón pura y la Crítica de la razón práctica, 6 veces
las Meditaciones metafísicas de
Descartes, seis veces El mundo como
voluntad y representación de Schopenhauer, seis veces el Leviatán de Hobbes y así sucesivamente.
Una empresa demasiado epopéyica para cualquier filósofo o aspirante a serlo".
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