El eje del mal es la propiedad.
[…] El hombre debe renunciar a esa propiedad o sufrir y hacer sufrir.
León Tolstoi, ¿Qué debemos hacer?
Luego de fijar su posición respecto del paralelismo entre la ética y la
matemática, John Locke nos ilustra con un ejemplo que a mí,
particularmente, me ha servido de mucho para clarificar un concepto que
considero capital. Afirma que
no hay injusticia donde
no haya propiedad, es una proposición tan cierta como cualquier
demostración que se encuentre en Euclides; porque, como la idea de propiedad es
la de un derecho a algo, y como la idea a la que damos el nombre de injusticia
es la invasión o la violación de ese derecho, resulta evidente que una vez
establecidas esas ideas, y una vez anexados a ellas esos nombres, podré saber
que esa proposición es verdadera con la misma certidumbre con que sé que un
triángulo tiene tres ángulos iguales a dos rectos
(Ensayo sobre el entendimiento humano, IV, III, 18).
Ya desde hace tiempo
venía yo sospechando que el derecho de propiedad es algo que ninguna persona
bien nacida podría reivindicar, y lo mismo sospechaba no sólo que lo que decía
Sócrates en relación a la injusticia, que es peor cometerla
que padecerla, es algo muy profundo, sino que en verdad la injusticia no puede
ser padecida objetivamente porque no existe, y que quienes creen estar
padeciéndola son víctimas de una ilusión a la que son conducidos por su propio
egoísmo y orgullo. Sin embargo, esta relación tan directa entre injusticia y
propiedad no la tenía tan explicitada en mi cabeza. Quien no considere nada de
lo que posee como algo de su propiedad, ni siquiera su familia o su mismo cuerpo,
o sus ideas, nunca sentirá que ha sufrido una injusticia si es que alguien o
algo le arrebata estos bienes. Así, no sólo los robos y hurtos, sino los
asesinatos, violaciones y demás delitos hacia la persona dejan de ser
considerados injustos por estos bienhechores de la humanidad. Que el instinto
de apropiación es parte de la naturaleza humana y que su raigambre se remonta
desde los bestiales instintos de territorialidad es cosa palpable, pero eso
sólo indica que aquel que deseare desdeñarlo deberá luchar contra poderosas
fuerzas internas. De ningún modo el derecho de propiedad queda legitimado
éticamente por el hecho de haberse afincado muy dentro de nosotros; si así lo
supusiéramos, estaríamos cometiendo lo que los pensadores filosóficos denominan
"falacia naturalista": la inclusión de conceptos pertenecientes a una
ciencia natural --en este caso la biología-- dentro de una esfera --la ética--
en la cual no tienen competencia. Se tiene por la mayor falacia naturalista
cometida por la filosofía la que inició
Herbert Spencer al proclamar que la lucha despiadada por la
existencia, que a menudo sucede dentro del reino salvaje, es algo deseable
dentro de una sociedad humana, pero lo cierto es que tal punto de vista,
completamente miope, es un grano de arena en el desierto de yerros filosóficos
en comparación con la hipóstasis masiva del concepto justicia que se viene
realizando desde los comienzos mismos de la historia del pensamiento
sistemático. Hoy no hay nadie o casi nadie que avale seriamente a Spencer en
este rubro, pero tampoco hay nadie o casi nadie que se atreva a desdeñar, en
sentido ético, el concepto de justicia, considerado muchas veces como la
mismísima base de cualquier teoría que se ocupe del comportamiento humano. Ni
siquiera los pensadores de orientación teológica, que deberían, por una
cuestión de compatibilización evangélica, desconfiar al menos un poco de tal
presupuesto, pueden evitar caer presas del agujero negro de la ciencia mayor. Y
es que la Iglesia, como institución, necesita conservar sus propiedades
inmuebles o muebles, y por eso necesita que la injusticia como concepto ético
tenga sentido y sentido negativo. Necesita ver en la injusticia un disvalor.
Tapadas, bien tapadas quedan las anécdotas de la vida del mayor santo
cristiano, como aquella que indicaba que una vez establecido en una ermita o
incluso en una modesta parroquia, a la menor invasión por parte de algún
malviviente Francisco rehuía el conflicto y abandonaba el lugar sin
escándalos y sin resentimientos o reproches. Lejos de considerarse víctima de
una injusticia, rezaba por la bienaventuranza de los okupas. Y esto, que
superficialmente parece un procedimiento y un modo de ser dignos de un orate,
es algo tan lógico como el teorema de Pitágoras: como no se consideraba propietario de nada,
Francisco era incapaz de suponer que había sido tratado injustamente. ¿Ceguera
para el valor justicia? No: palmario discernimiento entre la esfera de los
valores y la esfera de los deseos instintivos. La intromisión más punzante y
extendida de un apetito dentro del campo del conocimiento puro, la intromisión
más nefasta por endémica e hipercorrosiva, está representada por el derecho de
propiedad en el sentido lato que aquí le atribuyo.