Todos
los acontecimientos, aun aquellos que por su insignificancia parecen no
depender de las grandes leyes de la naturaleza, constituyen una sucesión tan
necesaria como las revoluciones del Sol. Ignorando los vínculos que los ligan
al sistema entero del universo, se los ha hecho depender de causas finales o
del azar, según que ocurrieran y se sucedieran con regularidad o sin orden
aparente; pero esas causas imaginarias han retrocedido gradualmente con los
límites de nuestros conocimientos y desaparecen por completo frente a la sana
filosofía que no ve en ellas más que la expresión de nuestra ignorancia
respecto de las verdaderas causas.
Pierre Simón Laplace,
Ensayo filosófico sobre las
probabilidades, p. 12
Coincido[1].
Debemos considerar el estado presente del universo
como efecto de su estado anterior y como la causa del que debe seguirlo. Una
inteligencia que, en un instante dado, conociera todas las fuerzas de las que
la naturaleza está animada y la situación respectiva de los seres que la
componen, si por otra parte ella fuese suficientemente vasta para someter a
análisis estos datos, abrazaría en la misma fórmula los movimientos de los
cuerpos más grandes del universo y los de los más ligeros átomos; nada sería
incierto para ella, y el porvenir, como el pasado, estaría presente ante sus
ojos.
Ibíd., p. 13
El
tiempo es una ilusión, no existe. El universo puede representarse como un cono
que gira sobre su eje de simetría. Este movimiento representa a su vez la
movilidad que los hombres le atribuimos al tiempo. Pero no todos los hombres se
ilusionan con esta movilidad en el mismo grado. Los que viven lejos del eje se
mueven más que los que viven cerca; los primeros se fijan sólo en cuestiones
transitorias, mientras que los segundos se interesan más por aquellos sucesos
que no obedecen a la moda ni son originados por ésta, es decir, son los
individuos que ponen su atención en lo atemporal, en lo imperecedero. Conforme
más se acercan al eje, menos se mueven, pero sólo podrían no moverse en
absoluto si fuesen parte del Vértice, que es el punto en el cual la ilusión del
tiempo desaparece por completo. La unión con el Vértice rompería tanto la
ilusión del tiempo como la de la veracidad absoluta de nuestras percepciones o
la de la infalibilidad de nuestros razonamientos. En el Vértice, y sólo en el
Vértice, las cosas son como parecen, son realidad. Pero no hará falta que la
humanidad se esfuerce por alcanzar este Vértice; si mal no intuyo, las causas
nos acercan irresistiblemente hacia Él, y tampoco nos servirá la otra ilusión,
la de que somos libres para caminar más rápido o más lento por esa escalera
mecánica que nos hace subir y a la cual tenemos clavados nuestros zapatos.
[1] (Nota añadida
el 7/4/13.) Coincidía en aquel entonces (1998). Ahora no, porque ahora creo
en las causas finales en pie de igualdad con las causas eficientes.
[2] El historiador
estadounidense Clarence Crane Brinton prefiere considerar a las revoluciones
políticas no como terremotos, sino como accesos febriles: "Durante la
gestación o antes de estallar la revolución, en el antiguo régimen, aparecerán
en la sociedaddes signos de la perturbación que se acerca. [...] Viene luego un
periodo en que los síntomas se declaran, y es cuando podemos decir que ha
empezado la fiebre de la revolución. Ésta no actúa con regularidad, sino que
adelantamos y retrocedemos hasta llegar a la crisis, acompañada con frecuencia
de un delirio, norma de los revolucionarios más violentos: el reinado del
Terror. Tras la crisis viene un período de convalecencia, a menudo interrumpido
por una o dos recaídas. Por último, la fiebre cesa y el enfermo queda
inmunizado [...] frente a un ataque similar, pero sin convertirse, ciertamente,
en un nuevo hombre. El paralelismo llega hasta el final, puesto que las
sociedades que soportan el ciclo completo de la revolución son quizá las más
fuertes frente a ella, pero sin resurgir en modo alguno transformada por
completo". Esta interesante analogía no es, según el autor, peyorativa:
"Al utilizar términos sacados de la Medicina es probable, cuando menos, despertar en
muchos lectores sentimientos que inducen otras falsas interpretaciones. Parece
como si condenamos las revoluciones al compararlas con una enfermedad. [...]
probablemente será inútil hacer protesta de nuestra buena intención, pero no
podemos por menos de dejar constancia de que de ninguna manera se puede
atribuir una idea de repulsión por las revoluciones en general. [...] Tal vez
tenga mayor fuerza persuasiva para los desconfiados el hecho de que,
biológicamente, la fiebre es en sí misma algo conveniente, antes que lo
contrario, para el organismo que la supera. O dicho en términos oratorios: la
fiebre destruye a los malvados y a las instituciones dañinas o inútiles. Si se
analizan más de cerca y con ecuanimidad, nuestro esquema conceptual puede
incluso ofrecer aspectos más bien favorables que lo contrario respecto de las
revoluciones en general" (Anatomía
de la revolución, cap. I, secc. III). Si esta comparancia tiene visos de
certeza, ante una sociedad enferma sería deseable provocar la fiebre... siempre
y cuando no se cure sola por medios menos drásticos y más inconscientes, como
los que suele utilizar el cuerpo para sanarse sin que siquiera lo notemos.
Pero si
la curación necesita ser traumática, no creamos que luego de la misma saldremos
con superávit. Como dice Crane Brinton, después de una violenta fiebre quedamos
fortalecidos e inmunizados, pero no transformados. Según este punto de vista,
las revoluciones políticas, en algunos casos, pueden curar a la sociedad, pero
nunca elevarla.
[3] (Nota posterior.) Según la agencia noticiosa Efe (ver diario Clarín
del 4/12/97, p. 43), Rusia es el país con mayor número de presos en el planeta
(1,300,000). Teniendo en cuenta que la población rusa total es de unas 150
millones de personas, el antedicho cociente será necesariamente mayor aquí que
en Estados Unidos, como no sea que la cantidad de criminales no presos sea
excesivamente mayor en el país de América que en el euroasiático, o que
contemos como criminales también a los criminales "legales" (ver
anotaciones del 28/5/98).
[4] Que
nuestras decisiones estén o no predeterminadas por la cadena causal es algo que
en la práctica no influye en forma directa en el momento de tomarlas. Cuando
uno toma concientemente una decisión, el único interés que inexorablemente lo
guía es el de su propio placer. La sospecha de que tal decisión es ilusoria no
es más que uno de los ingredientes --si bien uno de los más poderosos-- del
cóctel que a todo efecto práctico es preparado exclusivamente por nuestra
voluntad con vistas a su mayor bienestar.
[5] Una
verdad moral es tan absoluta como la verdad matemática; la que se hace relativa
es nuestra capacidad de percibirla tal como es en sí misma, problema éste que
no existe en el mundo de los números.
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