En mayo de 1865, el joven Friedrich Nietzsche --tenía
a la sazón veinte años-- acertó a leer la Vida de Jesús de David Friedrich Strauss y,
tal como a mí me ocurriera, comenzó a dudar del conjunto de dogmas que damos en
llamar cristianismo. Su hermana, fervorosa creyente, trata de retrotraerlo al
redil, anunciándole que los misterios del cristianismo son tan difíciles de
creer precisamente porque son verdaderos, y cuanto más verdaderos, más será la
fe requerida para aprehenderlos. A este llamado a la fe y a la credulidad
irracional responde Nietzsche con estas palabras, que merecen --como muchas de
las palabras que ha proferido este pensador-- pasar a la posteridad:
Creo poder
admitir en parte tu máxima de que lo verdadero está siempre del lado de lo más
difícil. Sin embargo, es muy difícil comprender que 2 por 2 no sean 4, y no por
ser difícil resulta verdadero. Además, ¿es en realidad tan difícil aceptar
sencillamente todo aquello en lo que ha sido uno educado, todo lo que poco a
poco ha ido echando profundas raíces en nosotros, aquello que es tenido por
verdadero en el ambiente familiar y en el de muchas personas excelentes, y que
además consuela y eleva realmente a los hombres? Aceptar todo esto, ¿crees tú
que es más difícil que emprender nuevos caminos en lucha contra el hábito, en
medio de la inseguridad de marchar sólo presa de frecuentes vacilaciones del
espíritu y hasta de la conciencia moral, desconsolado a veces, pero siempre
vuelto al eterno fin de lo verdadero, lo bello y lo bueno? Lo que se desea ¿es
acaso dar con aquella concepción del mundo, de Dios y de la redención, más
cómoda para nosotros? Para el verdadero buscador, ¿no es el resultado de su
búsqueda algo del todo indiferente? ¿Buscamos paz, tranquilidad y dicha? No;
buscamos sólo la verdad, aunque ésta fuese repulsiva y horrible. Una última
pregunta: Si desde la infancia hubiéramos creído que toda salud espiritual nos
venía de otro que no fuera Jesús, de Mahoma, por ejemplo, ¿no es seguro que
habríamos sido partícipes de las mismas gracias? Sólo la fe salva --no lo
objetivo que se oculte tras una creencia [...]. Toda verdadera fe es siempre
infalible; da lo que el creyente espera encontrar en ella [...]. Aquí se separan
los caminos de los hombres: ¿quieres paz espiritual y felicidad?, cree;
¿quieres ser un apóstol de la verdad?, entonces busca (carta fechada en Bonn el
11 de junio de 1865, citada por Carlos Astrada en Nietzsche y la crisis del irracionalismo, pp. 18-9).
Este
discurso me halaga por su proximidad con el mío, pero ¿no podría suceder que el
apóstol de la verdad, en su marcha solitaria y vacilante, se topase con una
verdad de fe, con una verdad que no pueda demostrar y que sin embargo sienta
muy dentro suyo como verdadera? El cristianismo, tomado en bloque, y tomado
sobre todo en su sentido metafísico, podría resultar desdeñable como conjunto
doctrinario, pero la ética cristiana, o más precisamente la ética que se
desgaja del sermón de la montaña, no creo que a mí me parezca verdadera por el
hecho de haberla "mamado" en mi ambiente familiar y en mi sociedad,
porque está claro que ni mi familia ni mi sociedad aprueban estas máximas ni
mucho menos se rigen por ellas. Yo buscaba la ética perfecta, o la que más se
acercase a la perfección, y la encontré dentro del sermón de la montaña. Si la
encontré por fe o por razón, no es algo que deba preocuparme demasiado. Y la
objeción, aplastante como pocas, de que si el cristianismo fuese verdadero
quienes naciesen en territorio musulmán o budista deberían ser también
cristianos y no budistas o musulmanes, queda sin efecto en lo que hace al nudo
de la ética cristiana, que es común para los santos de aquellas regiones y los
de cualquier rincón del universo. No es ética cristiana, es ética; cada cual
después le agrega el adjetivo que le pluguiere.
Pero Nietzsche, incansable buscador de verdades, fue
traicionado por su temperamento colérico, por su falta de amor, y no acertó a
tamizar el cristianismo para extraer de él las pepitas de oro escondidas en el
barro. Había que trabajar para encontrar estas pepitas, lo que significa,
filosóficamente hablando, que había que volverse de cara hacia la bondad o
hacia el comportamiento virtuoso, que son los únicos tamices confiables, y
Federico no supo dar ese paso decisivo, pese a haber estado muy cerca de
hacerlo.
Y esto me lleva al siguiente sinceramiento: Esta
lucha interior que he iniciado en estos últimos días y de la que no sé si
saldré con bien, esta guerra que le he declarado a la lujuria no ha tenido como
fundamento teórico el perfeccionamiento de mi ser, sino la búsqueda de la
verdad. En efecto, yo entiendo que la buena conducta conduce al buen discurrir
y al buen intuir; que si me porto bien --sea este buen comportamiento resultado
del fariseísmo, sea consecuencia del acicate propio de los grandes valores--,
seré como un imán atrayendo hacia sí mismo las verdades, y verdades
proporcionalmente tan trascendentes como trascendente sea mi buen
comportamiento. Es, pues, este deseo de perfectibilidad interesado, o sea,
racional. O mejor dicho, es al menos en
parte, racional. Hay un motivo egoísta en este mi deseo de comportarme
bien, pero no descarto que haya también algún valor apoyando logísticamente la
contienda. Y este intento de sobrepujar con mi razón a un instinto desmadrado
me parece que nacerá muerto, que se transformará rápidamente en intentona, si
es que los valores no se hacen presentes y lo consolidan. Pero lo que yo siento
--tengo que decirlo-- es que todo este sacrificio que, al menos por el momento,
estoy sobrellevando sin demasiado pesar (apenas van cinco días de abstinencia),
es un sacrificio que me conviene, o que me convendrá en el futuro: mi móvil es
el egoísmo. Si este punto de vista resulta ser erróneo y lo que en verdad me
impulsa es la pureza sexual o la continencia por sí mismas, bienvenido sea. Mas
no creo haber llegado tan lejos.