Dos aclaraciones respecto de lo dicho ayer.
Para que aparezca el amor metafísico en un ser humano
y, merced a él, pueda este ser amar a otra persona o supuesta persona, es
necesario también, además de amar a Dios por sobre todas las cosas, es
necesario que el ser al que "apuntamos" con nuestro amor metafísico
posea ya un determinado grupo de valores que sean compatibles con nuestra
constitución y temperamento. Sólo la persona temperamentalmente equilibrada en
sumo grado puede "amar a cualquiera", porque su temperamento,
perfectamente triangulado, se compatibiliza con cualquier otro, por
desequilibrado que esté. No estoy diciendo aquí que el amante observe primero
este tipo de cualidades en determinada persona y esta percepción sea la que
motive su amor: este sería el caso del amor espiritual o del amor corporal,
pero nunca del amor metafísico; lo que digo es que si el ser al que se
"apunta" no es en absoluto compatible, temperamentalmente hablando, con
el amante, el amor metafísico no puede darse, por más deseos conscientes que el
amante tuviere de que tal amor aparezca. No es cosa de decir "¡quiero amar
metafísicamente a ese hombre o a esa mujer!" y luego sentarse a esperar;
para el ser imperfecto --el ser temperamentalmente desequilibrado--, el amor
metafísico no es fácil de encontrar[1].
Y después está el tema de los tres grandes amores que
no apuntan a nada personal o supuestamente personal: el amor al bien, el amor a
la verdad y el amor a la belleza. Tratar a Dios, a las ratas o a las piedras
como si fuesen entes personales no sé si es correcto en sentido gnoseológico,
pero no es ilógico en absoluto; sí es ilógico, en cambio, pensar esto del bien,
de la verdad o de la belleza, porque aquí estamos tratando de valores y no de
bienes como en los casos anteriores. El Dios al que me dirijo con mi oración no
es un valor, sino un portador de valores, es decir, un bien. Si tomo a Dios
pura y exclusivamente como un valor, entonces ya no puedo hablarle ni amarlo.
El bien (o la cualidad de la bondad) no es un bien, sino un valor, un ente
impersonal, y los entes impersonales no pueden ser amados en sentido estricto;
lo mismo para la verdad y la belleza. Lo que hay aquí, pues, no es amor, sino
pasión. La pasión por la verdad nos lleva a conocer, y si para conocer
utilizamos la virtud de la inteligencia trascendente, accediendo así a
trascendentes verdades, estamos ejecutando una acción de las más virtuosas que
se conocen, pero no estamos amando. La pasión por la belleza nos mueve a crear
arte --a través de la virtud del esteticismo centrífugo-- o a contemplarlo. El
primer caso es virtuoso absolutamente, el segundo lo es en modo relativo; pero
en ninguno de los dos casos estamos amando nada, es sólo pasión y nada más --¡y
nada menos!-- que pasión.
El caso del "amor al bien" es el más
interesante. ¿Qué queremos significar cuando decimos que amamos el bien? Cuando
decimos que amamos la verdad, o que sentimos pasión por la verdad, lo que damos
a entender es que buscamos la verdad en bienes (en un libro, en la naturaleza,
en nuestra mente) y que a través de esos bienes nos la incorporamos. Y lo mismo
para la belleza: la buscamos en un cuadro, en un paisaje, en un poema; nos
apropiamos de la belleza a través de "cosas" bellas. Si nos atenemos
a este modo de discurrir, el bien debería incorporársenos fundamentalmente a
través de la contemplación de bienes que posean en sí valores éticos, es decir,
a través de la contemplación de personas buenas. ¿Es cierto esto? Creo que sí,
pero no en el sentido de que al contemplar a las buenas personas nos hagamos de hecho más buenos, sino en el sentido
de que la mejor manera de aprender lo
que es el bien es percibirlo a través de las acciones del hombre bueno. Una
cosa es conocer lo que es bueno y otra es ser
bueno. Y sin embargo, conocer discursivamente lo que es la bondad puede,
eventualmente, llevarnos a mejorar nuestro carácter (ver anotaciones del
6/8/7), lo que me mueve a pensar que tal relación de causalidad podría
continuar en los otros dos grupos; entonces el conocimiento de determinadas
verdades trascendentes sería una de las llaves que nos abriría la puerta del
valor veracidad, y la percepción de la belleza nos convertiría, eventualmente,
en artistas y poetas.
Lo fundamental sería entonces definir la pasión por
el bien del siguiente modo: es aquello que nos impulsa a contemplar acciones buenas, no tanto a ejecutarlas. Pero
contemplándolas muy a menudo, "corremos el riesgo" de contagiarnos y
empezar a ejecutar nosotros mismos estas acciones. Es decir, la pasión por el
bien puede llevarnos a experimentar en carne propia la bondad, que es muy
superior, como valor, a la pasión por el bien, lo mismo que el valor veracidad
es superior a la pasión por la verdad y el esteticismo centrífugo a la pasión
por la belleza.
¿Y qué es el amor metafísico? Es el sentimiento que
las personas buenas experimentan cuando "apuntan" con su bondad a
otra persona. Y difiere de la pasión por el bien en que ésta se detiene
únicamente en la contemplación de los buenos, mientras que el amor metafísico
prefiere, cuanto más puro es, recalar en la contemplación de los impuros, de
los malvados, de los enfermos, de los deformes, de los trastornados... porque
sólo así, contemplándolos y amándolos, podrán estos sujetos deshacerse de sus
disvalores. Sólo el amor salva[2].
[1] Scheler lo explica del
siguiente modo: “El sistema de impulsos [lo que yo llamaría la inclinación
temperamental] es decisivo, 1) para la forma real de suscitarse el acto de
amor, 2) para la elección y orden de la elección de los valores, pero no para
el acto de amor y su contenido (cualidades de valor), ni para la altura del
valor y su puesto en el orden jerárquico de los valores. Dicho con una imagen:
los movimientos impulsivos son, por decirlo así, las antorchas que arrojan su
resplandor sobre los contenidos de valor objetivamente existentes que pueden
resultar determinantes de los objetos del amor. Por eso la relación que en
principio tiene el "amor" con el "impulso" no es en general
una relación de producción positiva, como si el impulso produjera amor o éste
"saliese de aquél", sino una relación de limitación y de selección;
[...] no es una relación causal, sino una relación de relatividad de la
existencia: seres vivos empíricos reales de una determinada constitución sólo
son capaces de amar lo que es al mismo tiempo relativamente a su particular
sistema de impulsos llamativo e importante para ellos" (ibíd., secc. B, cap. VI, 1).
[2] Esto es fundamentalmente
--aunque no exclusivamente-- verdadero en el caso de los disvalores éticos.
"La existencia de un malo --dice Scheler-- está siempre fundada [...] en
la culpable falta de amor de todos al portador del mal. Pues como el amor
determina un amor recíproco en cuanto es visto [...], toda existencia de un malo está necesariamente condicionada
también por la falta del amor recíproco, pero ésta lo está por una falta de
amor primitivo" (Esencia y formas de
la simpatía, secc. B, cap. II).