La ética de Jesús es la
que más de cerca toca la perfección. Pero esta ética, ¿es original? ¿No había
sido ya expuesta por otros pensadores en otras latitudes? Hubo, ciertamente,
precursores; pero ya veremos, de la mano de Papini, que el ingrediente fundamental
de la ética cristiana, el amor, nace con ella y con ella se desarrolla como
potencia suprema. No es que antes de Jesús la gente no supiera amar, pero el
rango, la jerarquía ontológica y el alcance universalista que Jesús le otorga
al amor constituyen la originalidad y el auténtico avance de tal doctrina por
encima de las anteriores.
La historia comienza en China:
Cuatro siglos antes de Cristo, un sabio de la China , Me-ti, escribió todo
un libro, el "Kie-siang-nigai", para decir que los hombres deberían
amarse. "El sabio que quiera mejorar el mundo puede mejorarlo sólo
conociendo con certeza el origen de los desórdenes [...] ¿Por qué nacen los
desórdenes? Nacen porque no se aman los unos a los otros. [...] Si se llegara
al recíproco amor universal, los Estados no reñirían, las familias no serían
turbadas, los ladrones desaparecerían, los príncipes, los súbditos, los padres
y los hijos serían respetuosos, indulgentes y el mundo mejoraría".
Para Me-ti el amor --o, para traducir mejor una
benevolencia hecha de respeto y de indulgencia-- es la argamasa que debe tener
más unidos a los ciudadanos con el Estado. Es un remedio contra los males de la
convivencia: una panacea social.
"Paga las ofensas con la cortesía", sugiere
tímidamente el misterioso Lao-Tsé. Pero la cortesía es prudencia o mansedumbre,
mas no es amor.
Ni Me-ti ni Lao-Tsé elevaron sus prédicas hacia el
sentimiento más puro existente sobre la tierra. Y otro chino renombrado de
aquellos tiempos, el señor Confucio, si bien habló del amor, lo mutiló
reduciéndolo a un selecto círculo:
El
viejo Confucio enseñaba una doctrina que [...] consistía en la rectitud del
corazón y el amar al prójimo como a nosotros mismos. Adviértase bien: al prójimo y no al lejano, al extraño, al enemigo.
Como a nosotros mismos; y no más
que a nosotros mismos. Confucio predicaba el amor filial y la benevolencia
general, necesaria para la buena marcha de los reinos, pero no pensaba en
condenar el odio. En los propios "Lun-yú", donde se leen las palabras
de su discípulo Tseng-tse, encontramos estas otras, tomadas del más antiguo
texto confuciano, el "Ta-hio": "Sólo el hombre justo y humano es capaz de amar y odiar a los hombres como conviene".
Si nos quedamos en esa misma época
pero saltamos desde la China
a la India , nos
encontramos con el Buda, que si bien, a diferencia de los chinos, hizo una
prédica encendida y omniabarcativa del amor, sólo lo veía como un medio y no
como un fin en sí mismo:
Gautama
recomendó el amor por los hombres, por todos los hombres, aun por los miserables
y despreciados. Pero el mismo amor se debe tener por los animales, por los
ínfimos entre los animales, por todos los seres vivientes. En el budismo el
amor del hombre al hombre no es más que un ejercicio saludable para desarraigar
totalmente el amor de sí mismo, el primero y más fuerte sostén de la
existencia. Buda quiere suprimir el dolor; y para suprimir el dolor no
encuentra otro medio mejor que sumergir las almas personales en el alma
universal, en el nirvana, en la nada. El budista no ama al hermano por amor del
hermano sino por amor de sí mismo, es decir, para apartar el dolor, para vencer
el egoísmo, para encaminarse al aniquilamiento. Su amor universal es frío,
interesado, egoísta: una forma de la indiferencia estoica tanto en presencia
del dolor como de la alegría.
¿Y Zaratustra? No, no es referencia:
Zaratustra
dejó una Ley a los iraníes. Esta ley manda a los devotos de Ahura Mazda que
sean buenos con sus compañeros de fe: darán un vestido a los desnudos y no
negarán el pan al trabajador hambriento. Estamos siempre en la caridad material
para con aquellos que nos pertenecen y nos sirven y están próximos. De amor no
se habla.
Ni tampoco los judíos:
Se
ha dicho que Jesús no añadió nada a la
Ley mosaica y que solamente ha repetido con mayor énfasis los
viejos mandamientos. [...] "Y al extranjero no engañarás ni angustiarás,
porque vosotros fuisteis también extranjeros en la tierra de Egipto"
(Éxodo 22. 21). Es un principio: no hagas mal al extranjero, en recuerdo del
tiempo en que tú también lo fuiste. Pero el extranjero que vive entre nosotros
no es el enemigo y el no angustiarlo no significa ayudarlo. El Éxodo ordena que
no se lo angustie. El Levítico es más generoso: "Si un extranjero habitase
en tierra vuestra y fijare su demora entre vosotros, no lo zaheriréis. Como un
natural de vosotros tendréis al extranjero que more entre vosotros, y lo amarás
como a ti mismo (Levítico 19. 33-34). Siempre el extranjero, el extranjero que
vive entre vosotros y se hace vuestro conciudadano y se convierte en uno de
vosotros, amigo vuestro.
Leemos en el mismo libro: "No busques la venganza ni
te acuerdes de las injurias de tus conciudadanos" (19. 18). Es otro paso
adelante no hacer mal a quien te ofende con tal de que sea de tu nación. Hemos
llegado si no al perdón, al olvido generoso aunque reservado para los próximos
solamente.
"Amarás al amigo como a ti mismo" (Ibíd.). Al amigo, es decir, al prójimo,
al conciudadano que es hermano tuyo de raza, el que puede ayudarte. Pero ¿y al
enemigo? Hay algo también para el enemigo: "Si encontrares buey o asno
perdido de tu enemigo, vuélveselo a llevar" (Éxodo 23. 4). [...] ¡Oh gran
bondad de los antiguos judíos! ¡Sería tan dulce hacer huir más lejos al jumento
para que el patrón tuviera más trabajo en dar con él! [...]. Pero el corazón
del viejo Hebreo no está empedernido hasta el extremo. En aquellos lugares y en
aquellos tiempos el asno era un animal harto preciso. No se vivía sin tener al
menos una burra en el establo. Y cada uno tenía una burra; el amigo y el enemigo;
hoy escapó la tuya, mañana puede escapar la mía. No nos venguemos en las
bestias, aun en el caso en que el patrón sea una bestia. [...]
Es demasiado poco. El viejo Hebreo ya ha hecho un
tremendo esfuerzo sobre sí mismo cuidando de la bestia de su enemigo. Pero los
Salmos, en compensación, resuenan a cada instante de improperios contra los
enemigos y de invocaciones violentas al Señor para que los persiga y aniquile.
[...] Sólo en los tardíos Proverbios encontramos alguna palabra precursora de
las de Jesús: "No digas: Yo me vengaré; espera al Señor, y él te
salvará" (Proverbios 20. 22). El enemigo debe recibir su castigo, pero de
manos más poderosas que las tuyas. Sin embargo, el anónimo moralista llega
hasta la caridad: "Si tu enemigo tuviere hambre, dale de comer pan, si
tuviere sed, dale a beber agua" (Proverbios 25. 21). Hay un progreso, la
misericordia no termina en el buey, sino que llega también al patrón. Pero de
esas tímidas máximas, escondidas en un ángulo de las Escrituras, no podrán por
cierto brotar las maravillas de amor del sermón de la montaña.
Sin embargo fue un judío, Hillel el
Viejo, el inventor o descubridor de la famosa regla de oro cristiana:
...
Este célebre fariseo vivió poco antes de Jesús y enseñaba, dicen, lo mismo que
después enseñó Jesús. Era un judío liberal, un fariseo razonable, un rabino
inteligente; pero no cristiano. ¿Por qué? Ha dicho, sí, estas palabras:
"No hagas a los otros lo que a ti no te gusta: esta es toda la ley, y lo
demás son comentarios". Son bellas palabras en boca de un maestro de la
antigua ley, pero ¡cuán distantes todavía de las del subversor de la antigua
ley! El precepto es negativo: no hagas.
No dice: haz bien a quien te hace mal. Pero sí: no hagas a los otros (y estos
otros son seguramente los compañeros, los conciudadanos, los familiares, los
amigos) lo que tú estimarías como mal. Es una blanda prohibición de dañar --no
un precepto absoluto de amar--.
Y a pocos años de la llegada de Jesús,
un nuevo judío vio de cerca al amor... pero sólo con el intelecto:
También
Filón, hebreo alejandrino, metafísico y platonizante, unos veinte años más
viejo que Jesús, ha dejado un tratadito sobre el amor de los hombres. Pero
Filón, con todo su talento y con todas sus especulaciones místicas y
mesiánicas, es siempre, como Hillel, un teórico, un hombre de pluma, de
tintero, de estudio, de libros, de sistemas, de conceptos, de abstracciones, de
clasificaciones. [...] Ha hablado del amor más que Jesús, pero no ha sabido
decir --y no lo habría sabido comprender-- lo que Cristo dijo a sus ignorantes
amigos en la Montaña.
No existió, pues, ni en la China ni en la india ni en
Judea ningún profeta del amor universalista que pueda parangonarse con Jesús.
¿Habrá existido en Grecia?
Uno
más sabio que Ulises, el hijo de Sofronisco escultor, se planteó, entre otros
muchos, también el problema de cómo contenerse en un justo medio con relación a
los enemigos. [...] el Sócrates de Platón no acepta la opinión corriente.
"No se debe --dice a Critón--, devolver a nadie injusticia por injusticia,
mal por mal, cualquiera que sea la injuria que hayas recibido" [Critón, 49]. Y lo mismo afirma en la República ,
añadiendo en su apoyo que los malos no se hacen mejores por la venganza. Pero
lo que domina en la cabeza de Sócrates es el pensamiento de la justicia, no el
sentimiento del amor. En ningún caso el hombre justo debe hacer el mal; pero
entendámonos; por respeto a sí mismo, no por afecto al enemigo. El malo debe
castigarse a sí mismo; de lo contrario, después de muerto, lo castigarán los jueces
infernales. El discípulo de Platón, Aristóteles, volverá tranquilamente a la
vieja idea. "El no resentirse de las ofensas --dirá en la Ética nicomaquea-- es propio de hombre
cobarde y esclavo".
No, no es tampoco Grecia la cuna del
cristianismo bien entendido. ¿Será Roma?
Los
que refutan a Cristo, para hacer creer que el cristianismo existía antes de
Cristo le han encontrado a Jesús un rival también en Roma, en los propios
palacios del César: Séneca. Séneca el director de conciencia de los jóvenes señores
del mundo elegante en el estoicismo reformado, el aristocrático abstracto que
nunca se conmueve en presencia de las penas de los humildes, el propietario que
desprecia las riquezas pero las tiene bien agarradas, que afirma la igualdad
entre los libres y los esclavos y se sirve de esclavos, el ingenioso anatomista
de casos de escrúpulos, de males, de vicios efectivos y virtudes soñadas, [...]
habría sido, sin saberlo, cristiano en los mismos años de la vida de Cristo.
Porque huroneando en sus demasiadas obras [...] han hallado que "el sabio
nunca se venga, sino que olvida las ofensas", y que "para imitar a
los dioses es menester hacer bien hasta a los ingratos, porque el sol brilla
también por encima de los malos y el mar soporta también a los corsarios";
y hasta que "es necesario socorrer a los enemigos con mano amiga".
Pero "el olvido" del
filósofo no es el perdón y el "socorro" puede ser beneficencia,
pero no es amor. Un soberbio, el
estoico, el fariseo, el filósofo orgulloso de su filosofía, el justo satisfecho
de su justicia, pueden despreciar las ofensas de los pequeños, las dentelladas
de los adversarios, y pueden también dignarse por ostentación de magnanimidad y
para granjearse la admiración de los pueblos, brindar un pan al enemigo
hambriento para humillarlo más duramente desde la elevación de su perfección.
Pero ese pan fue cocido con la levadura de la vanidad y aquella mano amiga no
habría sabido enjugar una lágrima ni limpiar una herida.
La conclusión de Papini, límpida y
vivificante como muchas de sus conclusiones --mientras se mantiene sobrio de
rencores, no así cuando concluye en estado de ebriedad--, la conclusión de
Papini es que el Amor, amor con mayúscula, nace con Jesús y por Jesús se
disipará por todo el orbe:
El mundo antiguo no conoce el Amor. Conoce la pasión por la mujer, la amistad por el amigo, la justicia para el ciudadano, la hospitalidad para el forastero. Pero no conoce el Amor. Zeus protege a los peregrinos, a los extranjeros; a quien golpee la puerta del griego no le será negado un trozo de carne, un jarro de vino y el lecho. Los pobres serán albergados, los enfermos serán asistidos, los que lloran serán consolados con bellas palabras. Pero los antiguos no conocerán el Amor, el amor que sufre y se abandona, el amor por todos aquellos que sufren y son abandonados, el amor por la gente baja, por la gente pobre, por los desechados, pisoteados, maldecidos, abandonados; el amor por todos que no distingue entre ciudadano y extranjero, entre hermoso y feo, entre delincuente y filósofo, entre hermano y enemigo. [...] en el mundo más noble y heroico de la antigüedad no hay sitio para el amor que destruye al odio y ocupa el lugar del odio; para el amor más fuerte que la fuerza del odio, más ardiente, más implacable, más fiel; para el amor que no es olvido del mal sino amor del mal --porque el mal es una desventura para el que lo hace más que para nosotros--, no hay sitio para el amor a los enemigos.
De este amor nadie habló antes de Jesús: ninguno de aquellos que hablaron del amor. No se conoció este amor hasta que no se hubo oído el sermón de la montaña.
Es la grandeza y la novedad de Jesús: su novedad más grande, su grandeza eternamente nueva, nueva también para nosotros, porque no
comprendida, no imitada, no obedecida, inacabablemente eterna como la verdad
(Giovanni Papini, Historia de Cristo,
cap. 25).
No hay comentarios:
Publicar un comentario