¿Es posible amar al modo de Jesús y al
modo de Francisco, amar con el alma, no tan sólo con el cuerpo ni tan sólo con
el espíritu? Por supuesto que es posible; Jesús y Francisco lo han demostrado.
Existen tres tipos de amores: el amor
corporal, el amor espiritual y el amor metafísico. El amor corporal es aquel
que se da en un individuo que percibe en otro individuo determinados valores
estéticos y vitales que le son afines. Es éste el llamado "amor
pasión", que no es otra cosa que amor concupiscible. Y cuando el amante
carga en sus espaldas el peso del disvalor lujuria en un grado superlativo, ya
ni siquiera es necesario que estos valores estéticos y vitales existan
verdaderamente, ni en el individuo depositario de ellos --los que en este caso
serían llamados valores objetivos-- ni en la imaginación del individuo que lo
contempla --falsa estimación, valor subjetivo--.
El amor espiritual aparece
cuando el amante percibe en el amado determinados valores intelectuales,
culturales y éticos que le son afines (sea que los perciba objetivamente --que
existan verdaderamente en el amado-- o subjetivamente --que los suponga por
algún motivo sin existir en realidad o magnifique los que existen
débilmente--). El amor espiritual puede o no estar acompañado de amor corporal:
se puede amar el espíritu de un ser sin necesidad de considerarlo bello o
saludable.
Pero el término
"amor" no adquiere su real y completa significación sino cuando
hablamos de amor metafísico, que es el que aparece cuando nos es dado percibir
el valor de una persona en tanto que persona. No son los valores vitales, ni
los estéticos, ni los intelectuales, ni los culturales ni los éticos que una
persona posea los que nos posibilitan experimentar amor metafísico hacia ella.
Todos estos son valores cualitativos, y lo que aquí se percibe no es una
cualidad o una virtud del ser sino el ser completo en su más íntima esencia: su
valor ontológico como persona. Scheler llama "amor moral" a este tipo
de conexión suprema:
El amor al valor de la persona, es decir, a la persona en cuanto
realidad a través del valor de la persona, es el amor moral en sentido
estricto. [...] el amor moralmente valioso es aquel que no fija sus ojos
amorosos en la persona porque ésta tenga tales o cuales cualidades y ejercite
tales o cuales actividades, porque tenga estas o aquellas "dotes",
sea "bella", tenga virtudes, sino aquel amor que hace entrar estas
cualidades, actividades, dotes, en su objeto, porque pertenecen a esta persona
individual. El solo es también amor "absoluto", por lo mismo que no
es dependiente del posible cambio de
estas cualidades y actividades (Esencia y
formas de la simpatía, secc. B, cap. III).
No es que amamos a una persona porque
percibimos en ella determinadas virtudes o cualidades: la amamos por su
condición de persona, y luego, merced a este amor, nos es dado percibir en todo
su contenido sus cualidades más nobles y espirituales.
El amor más puro que existe
sobre la tierra, pues, se dirige sólo hacia personas o hacia seres considerados como personas. Hago esta salvedad
porque de otro modo no se podría incluir dentro del amor metafísico a lo que
San Francisco sentía por el sol, por la luna, por el viento, por el agua, por
los animales y por la creación toda. Francisco le cantaba al Sol y le daba
sermones a los pájaros, y sólo puede cantársele y sermonear amorosamente a
quienes suponemos podrán escucharnos y entendernos: a las personas. Todo estaba
vivo para Francisco, y todo destilaba personalidad. He ahí el secreto del amor
multiexpansivo: ver personas en donde la mayoría ve cualidades, y tratar a los
animales, a las plantas y a las "cosas" como si también fueran entes
personales.
Sólo nos es dado amar a
quienes consideramos personas, y amarlas individualmente, no en masa ni
conformando un ente generalizante como podría ser "la humanidad".
Cuanto más se ensancha nuestro horizonte amatorio, en el sentido de apuntar no
a individuos en particular sino a grupos de individuos en general, más se
tiende a amar las cualidades percibidas en estos grupos y no a las personas que
los conforman, es decir, se tiende a descender del amor metafísico hacia el
amor espiritual. Y dentro de la espiritualidad, los valores que tienden a
percibirse en el grupo van descendiendo de jerarquía conforme se va despersonalizando,
es decir, ensanchando, este grupo destinatario de nuestros amores. Amar mucho y
a muchos, sí, pero a cada uno por separado[1].
Finalmente, una consideración
que se cae de madura: Si pretendemos verdaderamente amar a Dios, no como
portador de de una bondad infinita, o de una infinita sapiencia, o de una
voluntad todopoderosa; si pretendemos amarlo no con el espíritu, sino con el
alma, es preciso que lo consideremos como
un ser personal. Dejemos a la intuición gnoseológica la tarea de averiguar si
es Dios una persona o alguna otra cosa; para nosotros, en tanto seres amantes y
deseosos de amor, y no en tanto pensadores, Dios debe aparecérsenos ante
nuestra conciencia como cualquier hijo de vecino. Hasta tanto no podamos
contemplarlo así, no podremos amarlo. Y si no podemos amarlo a Él, muy difícil,
prácticamente imposible, se nos hará la tarea de amar metafísicamente a
nuestros semejantes.
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