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sábado, 6 de mayo de 2017

William James contra el agnosticismo

Lo que proclamó mi padre fue en esencia que la religión es real. La cosa consiste entonces en “expresarlo” de modo que lo oigan otros oídos, tarea no fácil pero digna que intentaré realizar de alguna manera.
Carta de William James a su hermano Henry, 9 de enero de1883

Cinco años antes de preparar las conferencias sobre Las variedades de la experiencia religiosa, William James dictó una conferencia mucho más modesta, pero igual de contundente. La llamó La voluntad de creer, y fue el primer intento de James de ponerle un freno al creciente agnosticismo de finales del siglo XIX. Por aquel tiempo, en pleno apogeo positivista, la gente culta casi que se avergonzaba de sus creencias religiosas; el statu quo filosófico había llegado a la conclusión de que la religiosidad era un atavismo nocivo que había que eliminar, que solo la canalla podía aún sentirse animada por ideas de este tipo. Se planta entonces James ante su auditorio y le dice que no, que la religiosidad no es un atavismo pernicioso ni mucho menos, y que ante los misterios insondables que alberga alma humana, lo más recomendable no es de ningún modo suspender el juicio, sino creer.
Los juicios que la metafísica utiliza como axiomas no pueden ser extraídos de la experiencia ni de la razón. Ante esta situación, el agnóstico prefiere renunciar a la metafísica por no tener “elementos” que le ayuden a decidirse entre una u otra opción. Pero elementos tiene, solo que son de otra índole distinta a los utilizados por la ciencia:

Nuestra naturaleza pasional no solo puede legítimamente sino que debe optar entre proposiciones siempre que se dé una opción genuina que, por su propia naturaleza, no pueda ser decidida sobre bases intelectuales (La voluntad de creer, p. 25).

Totalmente de acuerdo, solo que no es nuestra naturaleza pasional la que decide, sino nuestro deseo intuitivo, que viene, desde luego, coloreado por nuestras pasiones, pero esto mismo les sucede también a nuestras decisiones estrictamente racionales. Esta opción no intelectual iba en contra del apotegma del pensador inglés William Clifford, cuya filosofía campeaba en aquel entonces: “Es incorrecto siempre, en todo tiempo y lugar, y para cualquier persona, creer cualquier cosa sin tener evidencias suficientes”. Esto es algo similar a lo que decía Descartes, pisar sobre seguro; pero en filosofía, evitar el riesgo para evitar el error es equiparable a no avanzar:

No crean nada, nos dice [Clifford], dejen su mente en suspenso para siempre antes que clausurarla con una evidencia insuficiente, incurriendo en el espantoso riesgo de creer mentiras. Ustedes, por el contrario, pueden pensar que este riesgo es de poca importancia en comparación con los beneficios de un conocimiento real y que es preferible estar preparados para ser engañados en muchos momentos de su investigación antes que posponer indefinidamente la posibilidad de acertar respecto a la verdad. Personalmente encuentro imposible seguir a Clifford. Debemos recordar que esos sentimientos de deber respecto a la verdad y al error son, en cualquier caso, solo expresiones de nuestra vida pasional. Biológicamente considerado, nuestras mentes están tan preparadas para producir lo falso como lo verdadero, y aquel que diga: «mejor es irse sin llegar a creer nunca que creer una mentira», muestra simplemente su propio y privado horror a llegar a ser víctima de un engaño. Podrá ser crítico con muchos de sus miedos y deseos, pero está a su vez obedeciendo servilmente a ese temor. No puede imaginar a nadie cuestionando su propia dependencia. Por mi parte, reconozco que también tengo horror a ser engañado; pero creo que hay atrocidades peores que esta de las que puede ser víctima el hombre de hoy: la exhortación de Clifford, por ello, resuena en mi oído como algo fantasmagórico. Sería como si un general informara a sus soldados de que es mejor siempre guardarse de la batalla, antes que arriesgarse a tener una sola herida. Así, ciertamente, no se obtiene la victoria, ni sobre los enemigos ni sobre la naturaleza (ibíd., pp. 38-9).

O también, cambiando la alegoría, podríamos decir que quien elige no creer por no tener evidencias suficientes de su creencia, es como aquel que elige no amar por no estar completamente seguro de no ser traicionado jamás por su amante. La posibilidad de ser engañados estará siempre, pero aceptamos este riesgo y amamos… Y creemos… Y conjeturamos.
Hace poco (ver anotaciones del 12/2/17) hablé de los peligros de la excesiva matematización del pensamiento. Uno de los peligros era ese, el de sostener que la realidad palpable es tan sencilla como la realidad matemática, y el creer que en el mundo real las cosas pueden probarse y evidenciarse al modo matemático. No es casual que Clifford, lo mismo que Descartes, fuesen, además de promotores de la evidencia indiscutida en el campo de la filosofía, sendos matemáticos. Yo estoy aquí, decididamente, del lado de James:

La necesidad de decidirse es, en oportunidades, tan urgente, que es preferible admitir una creencia falsa, que pasarse sin ninguna (p. 42).

Y esto es verdadero no solo en metafísica, sino en ciencia también. ¿Acaso no era falsa la teoría gravitatoria de Newton? Y sin embargo la utilizamos, y de mucho nos ha servido. Si la ciencia se hubiese apegado al postulado de Clifford-Descartes, estaríamos, tecnológicamente hablando, en la época de las cavernas. Pero no: los científicos se arriesgan y trabajan sobre teorías y postulados que no son ciento por ciento confiables. ¿Por qué entonces no nos arriesgaremos nosotros al sostener tal o cual creencia metafísica sin evidencias intelectuales que la sustenten? Se me dirá que los científicos tienen algunas evidencias racionales de la teoría que aplican y con eso se tienen por satisfechos, mientras que los metafísicos no tenemos evidencia racional ninguna, lo cual es hasta cierto punto verdadero; no tenemos evidencias racionales, pero podría ser que existiesen otro tipo de evidencias.

¿Cómo concebiré yo las normas del agnosticismo en la averiguación de la verdad, y cómo que se deje sin función definida en tal materia a nuestra naturaleza voluntaria? No es posible, por la simple razón de que creo irracional toda norma de procedimiento mental que ponga cortapisas al conocimiento de la verdad en cualquier forma que se adquiera. Tal es mi juicio resumido respecto de esta materia, y, sinceramente, no se me alcanza más (p. 58).

Lo que denomina James “naturaleza voluntaria” yo lo llamo deseo intuitivo: el deseo, por ejemplo, de que la religiosidad no sea una pura superchería. Yo puedo elegir vivir mi vida religiosamente, maldecir la religión o simplemente ignorarla, y ninguna de las tres opciones es más o menos lógica que la otra. Por eso se indigna James cuando los positivistas pretenden persuadir a la gente respecto de la falta de sentido de las creencias sobrenaturales:

Si la religión es luz cuya claridad incierta vislumbramos con esfuerzo, ¿por qué permitir que coloquéis ante mis ojos, deseosos de esa luz eterna, pantallas que me impiden poseerla en la única ocasión oportuna, allegada por mi voluntariedad de arriesgarme a proceder por necesidad pasional, de considerar religiosamente el mundo, necesidad que yo estimo como justa y hasta profética? (p. 56).

No entiende por qué la melindrosidad, la indecisión, aparecen como disvalores en la vida cotidiana, mientras que la cobardía intelectual de no querer creer por no contar con evidencia suficiente es una especie de virtud a los ojos del agnosticismo:

Cuando observo cómo la cuestión religiosa realmente se presenta a sí misma ante cada hombre en concreto, y cuando pienso en todas las posibilidades prácticas y teóricas que envuelve dicha cuestión, entonces el mandato de que pongamos una barrera a nuestro corazón, instintos y valentía, y de que esperemos —actuando entre tanto, por supuesto, más o menos como si la religión no fuera verdadera— hasta el día del Juicio o hasta el momento en el que nuestro intelecto y nuestros sentidos, trabajando juntos, hayan recogido evidencia suficiente; ese mandato, digo, me parece el más extraño ídolo que se haya fabricado nunca en la caverna de la filosofía (pp. 59-60).

Cuando James vuela hasta estas alturas, y lo digo tanto por el vuelo de su pensamiento como por el de su estilo, uno no puede sino lamentar el hecho de que semejante promesa filosófica se haya malgastado y desgastado en dudosos pragmatismos y dudosas teorías de la verdad. Si James no hubiese nacido en los Estados Unidos, sino en Europa, o incluso en Sudamérica, su genio filosófico y literario, puesto al servicio de otras ideas menos pedestres, lo habría llevado a ser uno de los pensadores más leídos de todos los tiempos.
Pero un error, finalmente, se hace presente en esta conferencia, y es el de tratar a la ética en su conjunto igual que como se trata a la religión o a cualquier idea metafísica:

Las cuestiones morales se nos presentan inmediatamente como cuestiones cuya solución no puede esperarse de una prueba sensible. Una cuestión moral es una cuestión, no sobre lo que existe sensiblemente, sino sobre lo que es bueno o lo sería si existiera. La ciencia habla sobre lo que existe, pero para sopesar el carácter valioso tanto de lo que existe como de lo que no existe no podemos consultar a la ciencia, sino a lo que Pascal llama nuestro corazón (p. 47).

No estoy de acuerdo. Para sopesar el carácter valioso de una acción podemos, y no solo podemos, sino que debemos, consultar a la razón y a la experiencia, porque son —y présteseme atención aquí, porque ahora soy yo quien se pone pragmático—, porque son las consecuencias de las acciones las que dictaminan el carácter ético o inético de las mismas. Si yo asesino a una persona, esa acción es mala porque las consecuencias de ese asesinato (todas sus consecuencias, las inmediatas y las remotas) serán más desgraciadas que bienhechoras para la humanidad en general. Ergo, yo puedo dilucidar racionalmente (aunque no exactamente ni con total seguridad) el carácter ético de una acción, y por eso sostengo que el estudio de la ética y del comportamiento ético tiene derecho a ingresar dentro del ámbito de la ciencia. Lo que no es científico, la parte de la ética que a la ciencia no le incumbe, es la decisión, el momento en que uno se decide por tal o cual opción. Aquí la ciencia tambalea, porque los resortes desiderativos, cuando se actúa motivado por valores y no por egoísmo, no son racionales sino intuitivos, y cuando aparece la intuición aparece la metafísica. El estudio del comportamiento ético es científico al modo como también entendemos a la sociología como una ciencia, pero las decisiones éticas más encumbradas, que son siempre personales y no sociológicas, son misteriosas e irracionales, y por ende se salen de toda consideración científica. Pero no es cierto que la afirmación “Hitler fue una mala persona” no tenga validez científica y sea tan solo una opinión emotiva. La tiene, y estamos casi seguros de que tal afirmación es verdadera por la sencilla razón de que sospechamos que las acciones de Hitler han traído (y traerán) más desgracias que placeres a este mundo.
Luego aparece, en este mismo libro intitulado La voluntad de creer, otro pequeño ensayo (producto de una conferencia dictada en Harvard) que se titula “La inmortalidad humana”. En él intenta James refutar la idea que se tiene por “científica” respecto de la inviabilidad de las vivencias posmorten. Pero antes que nada, confiesa que la cuestión lo tiene poco menos que sin cuidado:

Jamás [...] entre los problemas que solicitaron mi atención ocupó el de la inmortalidad lugar preeminente [...]. Sé que existen seres humanos para quienes la existencia del más allá es punzante anhelo, y la meditación sobre ella casi una obsesión (ibíd., p. 70).

¿Es esta una alusión a Unamuno? Puede ser; pero recuérdese que esto fue dicho en 1897, y que Unamuno no era tan conocido en los Estados Unidos en aquel entonces.
La objeción “científica” a la vida de ultratumba es la que todos conocemos, la del cerebro que, desconectado, desconecta las vivencias. Ante esto responde James que

no es totalmente imposible, sino muy posible, que la existencia pueda seguir muerto el cerebro. La supuesta imposibilidad de su continuación proviene de la muy superficial consideración del aceptado hecho de la dependencia funcional (p. 78).

La palabra función se entiende en la ciencia de dos maneras diferentes: como función productiva, como causa determinante de un fenómeno (por ejemplo, ciertos movimientos con respecto de las vibraciones del éter que constituyen la luz física), y como función transmisiva, como condición de ciertas modificaciones (por ejemplo, la lente con respecto de la luz física). ¿De cuál de las dos maneras es la vida del alma función del cerebro? Este ¿la produce o la modifica? James piensa que la actividad psíquica es función del cerebro solo en la segunda acepción de la palabra, y al pensarlo se basa en los hechos parapsíquicos (de telepatía, clarividencia, etc.), que admite como probados, y en los cuales existe una actividad psíquica independiente de lo cerebral. La actividad psíquica es, pues, independiente del cerebro. ¿Qué hace este? Canalizar, orientar la actividad mental, dirigirla en un cierto sentido como la lente a la luz; el cerebro es una especie de tamiz para lo psíquico[1]. Con esta explicación tan sencilla del concepto de función quedan, según James,

eliminadas las inútiles aspiraciones del materialismo cerebrístico; y mis palabras deben haber actuado con acción libertadora sobre vuestras esperanzas, dejándoos, para lo sucesivo, expedito el campo de la creencia (pp. 84-5).

También hay que tener en cuenta que la funcionalidad productiva (en el sentido de que sea el cerebro el que produce las vivencias) no es del mismo tipo que otras funcionalidades productivas a las que estamos acostumbrados en el campo de los fenómenos físicos, porque aquí hay algo que es físico y material —el cerebro— y hay otra cosa —las vivencias— que no lo son de ningún modo. Esto lo gráfica James con un ejemplo:

Para la manera de producirse el vapor de agua en una tetera, tenemos una forma de ver conjetural, pues los términos que varían son físicamente homogéneos uno con otro, y con suma facilidad notamos que se trata de una alteración del movimiento molecular. Pero, en la producción de la conciencia por el cerebro, los términos son de naturaleza totalmente heterogénea, y en cuanto llega a nuestro conocimiento, ello es tan extraño como si dijéramos: “El pensamiento se engendra espontáneamente” o “se crea de la nada” (p. 87).

Entra aquí a tallar la teoría del paralelismo psicofísico: las vivencias, que no están compuestas de materia, no pueden ser causadas por el cerebro, que está compuesto de materia. O como decía Spinoza: "El orden y la conexión de las ideas son los mismos que el orden y la conexión de las cosas". Yo entiendo que es este, y no tanto el anterior, el principal argumento contra la teoría celebralista de la no inmortalidad individual de las almas.
Y no solo pueden las almas mantenerse activas luego de la muerte cerebral: además de sobrevivir, mejoran, porque se libran de los apetitos sensoriales:

Después de la muerte, dicen, el alma queda libre y se transforma en un ser totalmente intelectual, y sin apetitos. Kant expone esta teoría en palabras que están de acuerdo especialmente con las de la teoría de la transmisión. La muerte del cuerpo, expresa, puede ser ciertamente el fin del uso sensitivo de nuestra mente, pero solo el principio del uso intelectual. “El cuerpo [...] vendría a ser, no la razón de nuestro pensamiento, sino una condición restrictiva de él, y aunque fundamental a nuestra conciencia sensitiva y animal, podría considerarse como un obstructor de nuestra vida espiritual pura”. [...] Yo tengo fe en que más de uno de mis sucesores estudiará con atención las condiciones de la inmortalidad y nos dirá cuánto podemos ganar y cuánto perder, en el caso de tener que variar este mortal ropaje terrenal. (pp. 93-4).

Si sobrevivimos a la muerte cerebral, sugiere James, además de sobrevivir nos espiritualizamos.
El título completo de la conferencia de James era el siguiente: “La inmortalidad humana, dos supuestas objeciones a la doctrina”. La primera objeción ya la hemos tratado y refutado; la segunda es tan infantil que no entiendo cómo se le ha ocurrido a William James incluirla como una objeción seria. Antes, dice, la inmortalidad del alma era cosa selectiva, aristocrática: solo un muy pequeño puñado de hombres lograba, en cada generación, alcanzarla. Pero hoy

el intelecto moderno, sacudido por la emoción cósmica que engendra la visión evolucionista, duda en separar al hombre en tal concepto del resto de la animalidad… Si existe alguna criatura eterna, se pregunta, ¿por qué no todas? ¿Por qué no los sufridos brutos? [...]
La suposición de que hemos de desaparecer para siempre, es espantosamente desconsoladora, y antes que afrontar la conclusión, abandonamos la premisa de donde se proviene. Desechamos nuestra inmortalidad antes que admitir como con-huéspedes eternos a cuantos hotentotes y australianos han existido y existen (p. 99).

Como la teoría evolucionista niega que el hombre sea una criatura separada del resto de la creación, tenemos que ser lógicos y decir que si el hombre es inmortal, inmortales son también las bacterias y los escarabajos. ¡Y lo que es peor, también los aborígenes australianos serían inmortales! No sé a qué clase de espíritu cerrado y xenófobo puede ocurrírsele que es esta una seria objeción contra la vida posmorten, y el hecho de que James la incluya como tal demuestra el chauvinismo y la cerrazón mental del pueblo norteamericano, o al menos de las personas que presenciaban sus conferencias.

Hasta los mismos cielos, [...] rechazarían el hecho de la eterna conservación de tal plétora viviente.
Yo mismo [...] he pasado por tal estado subjetivo, y abrigo la convicción de que lo propio habrá sucedido a muchos de los que me escuchan (pp. 99-100).

O sea que no solo su auditorio tomaba esto como una objeción seria, sino también el propio James. Por suerte para nosotros, habitantes del siglo XXI, con nuestro espíritu democrático a cuestas, esto nos parece, más que una objeción, una cachada.
James insiste, y ahora se la toma con los hijos del sol naciente:

¿Quién de vosotros ve alguna conveniencia en la ilimitada perpetuación de los chinos, por ejemplo? Ciertamente, ninguno. A lo máximo, aprecias que convendría la subsistencia de algunos ejemplares como muestra interesante de una peculiar diversidad humana (p. 101).

¡Lo único que falta —parece decir James—, que los chinos no solo invadan Norteamérica con su mano de obra barata, sino también el cielo y el paraíso eternos! Lo único que cabría decir aquí respecto de tal objeción, es que si los animales perviven luego de destruidos sus respectivos sistemas nerviosos, y puesto que las almas, al independizarse de los cuerpos, pierden sus apetitos sensitivos, ¿qué sería lo que queda de las vivencias de un ser que casi no razona ni se emociona, y que nada sabe de valores? Por eso yo no creo en la teoría de la excesiva sutilización de las almas carentes de corporeidad; según mi propia teoría, los placeres sensitivos que no están reñidos con la ética podrían ser experimentados por los seres, humanos, animales o vegetales, que han partido hacia mejores rumbos[2].
La conclusión de James, como no podía ser de otra manera, es que la objeción carece de fundamentos por tratarse de una lamentable antropomorfización de la divinidad:

Dios tiene tan inagotable capacidad para amar, que la misma esencia de su simpatía es obligación, necesidad, hacia el cuantioso número de vidas por él creadas. Y jamás puede él, ni desmayar ni enfadarse, como tal vez nosotros, con la incesante acumulación: su escala es infinita para todas las cosas: su amor desconoce la saciedad.
Pues, creo que estaréis de acuerdo conmigo en que la idea abrumadora de un cielo enormemente habitado, es noción totalmente subjetiva e ilusoria: signo de la incapacidad humana, residuo del añejo aristocrático, creencia de las enormes barreras (p. 105).

Ni con nuestra aguda facultad introspectiva, ni con el entusiasmo de nuestra simpatía, llegamos a conocer la significación íntima de otras existencias. Si la apreciación de la nuestra nos lleva a clamar su perpetuidad, ¿por qué, al menos, no hemos de tolerar anhelos semejantes en otros seres por cuantiosos y bajos que los designemos? (pp. 106-7).

Le hacía falta a James, para curarse de este selectismo, una buena dosis de panteísmo jainista. Para limpiarse la mugre oligárquica no hay nada mejor que un buen baño en el Ganges.
El último ensayo del libro lleva por título “El porvenir de los estudios espiritistas”. Aquí se muestra James francamente permeable a estos fenómenos, que considera, en algunos casos, paracerebrales. Presta crédito a las apariciones (p. 129), aunque admite que un estudio serio requeriría de un mayor número de casos verificados. De todos modos, dice, para quebrantar la ley de que todos los cuervos son negros no hace falta que aparezcan decenas de cuervos blancos: con uno solo alcanza (p. 139). Es decir que con un solo caso de espiritismo bien documentado y corroborado con idoneidad científica, la parapsicología quedaría plenamente justificada como una disciplina independiente de la psicología ortodoxa. No abriga “la menor duda” (p. 140) de que tales estados existen, y su mayor anhelo es que las universidades den cabida a esta nueva-vieja ciencia para que, con rigor metodológico, puedan eliminarse los fraudes y echar más luz al asunto.

El hecho de los estados medianímicos de que acabo de ocuparme ha traspasado, en mi entendimiento, los límites que la ciencia señala a lo que denomina leyes naturales [...]. He aquí por qué creo la más concluyente aspiración intelectual, una total revisión de los principios científicos básicos, por la que se dé debidamente cabida a tales hechos. La ciencia, como la existencia, se nutre de sus propios despojos. Los nuevos hechos hacen estallar viejas ligaduras. En las nuevas concepciones se completan y reconcilian las antiguas y las modernas (p. 140-1).

No hace falta decir, pero igual lo digo, que concuerdo con James, y ya he sentado mi opinión sobre estos fenómenos en algunos de mis escritos, en especial en la ritma dedicada a William Crookes que figura en el libro quinto de mi diario.
Creo, en definitiva, y más allá de ciertas disidencias puntuales, que los tres ensayos que componen este libro plantean ideas acertadas, y los planteamientos son acertados también. Si tuviese que confeccionar un ranking de las obras de William James que me han resultado más interesantes y que considero más bienhechoras para el porvenir de la filosofía, colocaría a La voluntad de creer en lo más alto del podio.




[1] Sigo en este resumen de la postura pro inmortalista de James a Vicente Viqueira desde el capítulo V de su libro La psicología contemporánea.
[2] Expuse esta idea hace ya muchos años en mi Cita a ciegas:
CORNEJÍN. -- [...] Dios permite que los placeres escogidos para cada inmortalidad sean o bien espirituales, o bien carnales, pero nunca inmorales. Los sádicos, los vengativos, los borrachos, etc., deberán escoger por otro lado, a pesar de que tal vez sus mayores alegrías hayan estado relacionadas con sus pecados.
CAMPOAMOR. --¿Escuché bien? ¿Placeres carnales en el paraíso?
           CORNEJÍN. --Sí señor, a falta de los otros, o en ausencia de placeres espirituales nobles suficientemente intensos. ¿Cómo se piensa que sería el paraíso, por ejemplo, para una tortuga si no pudiese revivir en él sus placeres sensitivos? Casi no hay otra cosa que placeres sensitivos en algunos animales, incluidos algunos hombres también; no tendría sentido que Dios los privase de tales momentos.

1 comentario:

  1. Sólo se que no se nada. Pero me gustaría creer.

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