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sábado, 10 de junio de 2017

Guyau vs Schweitzer

Nos cuenta Guyau una divertida anécdota que pretende dejarnos una enseñanza:

Es conocida la historia de aquel brahmán que hablaba de su religión delante de un europeo, y, entre otros dogmas, del respeto escrupuloso que se debe a los animales: la fe, decía, no solo prohíbe hacer daño voluntariamente al más insignificante de ellos, sino que nos ordena andar mirando a nuestros pies, hasta desviarnos, si es necesario, para no aplastar a una inocente hormiga. El europeo, sin preocuparse de refutar su fe ingenua, puso en sus manos un microscopio; el sacerdote miró a través del instrumento. En todos los objetos que le rodeaban, [...] vio agitarse y pulular multitud de animalillos cuya existencia ignoraba [...]. Lleno de estupefacción, devolvió el instrumento al europeo, el cual le dijo: “Os lo regalo”. Entonces el sacerdote, con un movimiento de alegría, tomó el microscopio, lo estrelló contra el suelo y se fue satisfecho, como si con el mismo golpe hubiera negado la verdad y salvado la fe (La irreligión del porvenir, p. 119).

La enseñanza vendría a ser la siguiente: todos los dogmas religiosos no son más que patrañas que pueden desenmascararse a través de la ciencia. El problema es que aquí se ha metido Guyau con el dogma central de las religiones orientales, que era también la sentencia preferida de Albert Schweitzer: el respeto —o la reverencia— por la vida. Dice o parece decir Guyau que este dogma es imposible de cumplir y que por lo tanto es falso. No acierta a comprender que los preceptos éticos más encumbrados, si no pueden cumplirse a rajatabla, no es porque sean falsos, sino porque son de aplicación infinita. Son utópicos, en el sentido que le daba a la utopía Eduardo Galeano:

Ella está en el horizonte. Me acerco dos pasos, ella se aleja dos pasos. Camino diez pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. Por mucho que yo camine, nunca la alcanzaré. ¿Para qué sirve la utopía? Para eso sirve: para caminar (Usélo y tírelo, última página).


Yo no puedo cumplir el precepto de no dañar nunca a ninguna criatura viviente, pero ese precepto puede llegar a regir mi vida, de modo que anteponiéndolo a cualquier otro, me sirva para dirigir mis pasos hacia donde la ética, y no mi bienestar personal, quiera llevarme. Desde luego que, al caminar, quebrantaré este precepto una y otra vez, pero esa circunstancia no me llevará a negarlo. No destruiré el microscopio como el brahmán, pero le haré saber al científico que hay una diferencia abismal entre un microbio y una rana de laboratorio, y que si yo, porque no tengo otro remedio, voy por la vida asesinando a millones de bacterias diariamente, no por eso voy a causar voluntariamente sufrimientos a un animal mucho más sensible con la excusa del progreso de la ciencia. El precepto ético, el dogma ético si se quiere, me marca el rumbo y yo lo sigo. Al soberbio científico, con su soberbio microscopio entre las manos, vaya a saberse qué lo guía.

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