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domingo, 25 de junio de 2017

Una ética sin obligación ni sanción

El amor es superior al respeto, y en este sentido, la moral cristiana es superior a la kantiana. El punto flaco del cristianismo, según Guyau, es la idea de que Dios nos castigará si no cumplimos con sus mandatos. El amor a Dios, en el cristianismo,

está siempre mezclado de un sentimiento que lo falsea, el temor [...] “El temor de Dios” desempeña un papel importante en la idea de sanción o de justicia celeste que es esencial en el cristianismo, y que se llega a oponer bruscamente al sentimiento del amor, y a veces lo paraliza (Jean-Marie Guyau, La irreligión del porvenir, p. 159).

La moral cristiana, que por un lado es amor, por el otro es temor de que Dios nos castigue, nos sancione por las faltas cometidas, y cuando el amor muta en miedo o se esconde tras él, todo se echa a perder. La sanción, afirma Guyau,

es una forma particular de la idea de providencia [...]. La idea de providencia, conforme se desarrolla, se convierte por esto en la de una justicia distributiva, y esta no puede ser activa sin la idea de sanción. Esta última idea ha parecido hasta aquí una de las más esenciales de la moral. Parece, en primer término, que en ella coinciden la religión y la moral (ibíd., p. 159-60).

Parece que coinciden, y en efecto coinciden en ello todas las doctrinas morales religiosas y seculares que no han sabido captar la total independencia que la ética presenta respecto de la idea de justicia, idea que la complementa en la mayoría de los sistemas morales que se han implementado hasta el presente, pero que no es un complemento necesario e inherente a la ética misma, que puede muy bien persistir y desarrollarse sin él.

Nosotros hemos demostrado en un trabajo precedente que las ideas de sanción propiamente dicha y de penalidad, no tienen nada de verdaderamente moral; que, lejos de esto, tienen más bien un carácter inmoral e irracional (p. 160).

Yo he leído hace ya muchos años este “trabajo precedente”, el Esbozo de una moral sin obligación ni sanción, y he quedado maravillado con su idea central, que es esta de la no injerencia de la sanción dentro de la ética. Con esta idea caen por tierra tanto las morales religiosas que incitan a ser buenos a sus fieles para que Dios los recompense y no los castigue, como las morales seculares que provocan idénticas sensaciones en quienes las adoptan, solo que la recompensa, en lugar del cielo, es el buen pasar aquí en la tierra, la cobardía del que no molesta para que no lo molesten (Nietzsche), y el castigo, en lugar del infierno, es la condena social o el presidio. Si los móviles de la ética son estos y no los valores, con la bondad (el amor) a la cabeza, si no dejamos de actuar por miedo a la sanción o por ansias de tranquilidad y de placeres futuros, el mundo seguirá chorreando sangre y amargura como hasta el presente. La obligación y la sanción deben desaparecer de la ética, y la idea de Justicia, divina o humana, debe ser sepultada —o mejor cremada, para evitar lo más posible su resurrección— si el anhelo es evolucionar espiritualmente como seres individuales y como sociedad.


La única sanción para el que cree haber violado la ley moral [...] debe ser la de volverla a ver siempre delante de él, como Hércules veía sin cesar levantarse de entre sus brazos al gigante que creía haber aniquilado para siempre. Ser eterno es, para aquellos que lo violan, la única venganza posible del Bien (ibíd., p. 160).

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