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jueves, 20 de octubre de 2011

¿Ayudante de cátedra yo?

"Si nadie me lo pregunta, lo sé; si quiero explicárselo al que me pregunta, no lo sé".
San Agustín, Confesiones, XI, XIV, 17

Un buen día para escribir textualmente la propuesta que me hiciera el doctor Maliandi hace unos meses atrás: “Usted tiene que hacer carrera; ¿no le interesaría ser ayudante de cátedra?” ¡Ayudante de cátedra yo, yo, que no puedo hilvanar dos frases seguidas sin cometer algún furcio y que tiemblo de la cabeza a los pies cuando tengo que dirigirme a un auditorio que sobrepasa la media docena de personas! “No podría; soy torpe de lengua”, le respondí tal como Moisés le respondió a Dios cuando éste le pidió que impartiera su mensaje al pueblo hebreo. Maliandi me contestó que ningún profesor nace sabiendo enseñar, que sólo la práctica hace al buen docente, y que al principio me sería duro, pero luego de lo más sencillo visto y considerando los conocimientos que poseo. Le dije que lo iba a pensar, pero que lo veía difícil, y lo cierto es que lo pensé, aunque no demasiado, porque no sólo está el problema de no saber expresarme oralmente ante mis potenciales alumnos, sino también el otro problema, el problema que ya Sócrates denunciaba: el hecho de lucrar con la filosofía. Ciertamente que un ayudante de cátedra difícilmente cobre algún centavo por su trabajo, que casi siempre es ad honorem, pero ese sería el primer paso de un camino que podría llevarme a ser un auténtico profesor que se gana la vida enseñando lo más sagrado que podría enseñarse, y que por sagrado, debería enseñarse gratuitamente.

Y sin embargo… la oferta era tentadora. Porque o era eso, un futuro en el cual el pan me lo proporcionara la filosofía, o era el taller de lonas, que ya se sabe adónde solía conducirme. En esa indecisión estaba mientras preparaba los finales de las materias del primer cuatrimestre, finales orales, y entonces caí en la cuenta de que me sería imposible aprobar cualesquiera de aquellas cuatro materias de un modo decoroso teniendo como herramienta mi oralidad y no mi escritura. Renuncié, después de algunos zigzagueos, a presentarme a rendir el examen final de aquellas materias, materias cuyos parciales aprobara con holgura porque eran escritos, y que ahora, que tenía que hablar en vez de escribir, me sometían a una tortura de reglas mnemotécnicas y demás inutilidades en las que no tenía deseos de perder mi otrora valioso tiempo. Y desistí. Desistí de continuar mi carrera universitaria, porque comprendí que aquella tortura de los finales orales se repetiría una y otra vez en cada cuatrimestre, y que para aprobarlos debería resignar valiosas horas de provechosa lectura en aras de una memorización mecánica que poco y nada me aportaría espiritualmente. Sí, lo sé: para ganar hay que invertir, y esas jornadas de falso estudio serían la inversión necesaria que me llevaría al buen puerto de la licenciatura en filosofía. Pero ¿para qué querría ser yo licenciado en filosofía si es que no me interesa enseñar por dinero? Yo comencé la carrera con un claro objetivo: ganarme el aprecio y la confianza del doctor Maliandi. Eso lo logré; ¿para qué, pues, dilatar esa experiencia? Aunque… ¿no sería un edificante ejercicio, en vista de la inserción social que pretendo construir en esta etapa de mi vida, preparar esos benditos finales orales e intentar un discurso de quince minutos bien continuo y coherente? Tal vez, tal vez… Pero ahora, mi presente se reduce a una sola palabra: lonas. Lo demás, ha quedado en el camino. Yo no puedo dedicar diez horas al trabajo y un par de horas a la filosofía; mi espíritu no acepta esos tratos acomodaticios. La filosofía para mí es todo o nada: o es mi vida toda, o es un fantasma del pasado. Y como ya no puedo centrar mi vida en derredor de la filosofía, mejor será que me olvide de ella por un tiempo. Que me olvide de aprenderla, que me olvide de enseñarla y que me olvide de vivirla. Ni estudiante, ni profesor, ni filósofo: lonero. Soy sólo un triste lonero, y seguiré siendo un triste lonero por algún tiempo más. ¿Y hasta cuándo? Hasta que me convierta en una persona humilde. Después, podré dar vuelta esta página.

jueves, 13 de octubre de 2011

La masturbación a los ojos de la ética


En Sexo solitario, Thomas Laqueur sostiene la tesis de que la masturbación se volvió patológica para los eruditos de Occidente, al punto de cobrar según ellos las características de una epidemia, recién a partir del siglo XVIII. Casi todos los pensadores de aquel entonces la consideraron altamente nociva, sea para el cuerpo, sea para el espíritu o para ambos a la vez. Jean-Jacques Rousseau, luego de publicadas sus Confesiones, se convirtió en el primer pensador de renombre que admitió haberse masturbado, pero lo hizo con pesar, como pidiendo disculpas por haber abusado de sí mismo. Y el otro gran pensador del siglo de las luces, Immanuel Kant, se adhirió a la moda imperante con una crítica demoledora:

La voluptuosidad es contranatural cuando el hombre se ve excitado a ella, no por un objeto real, sino por una representación imaginaria del mismo, creándolo, por tanto, él mismo de forma contraria al fin. Porque ella produce entonces un apetito contrario al fin de la naturaleza, y ciertamente contrario a un fin todavía más importante que el del amor mismo a la vida, porque éste tiende sólo a la conservación del individuo, pero aquél a la conservación de la especie en su totalidad (Metafísica de las costumbres, segunda parte, § 7).

Kant deduce de lo anterior que la masturbación es más inmoral aún que el suicidio, pues en el suicidio

el rechazo altivo de sí mismo, de la vida como un lastre, no es al menos una débil entrega a los estímulos sensibles, sino que exige valor, y en él siempre hay lugar para el respeto por la humanidad en la propia persona; mientras que la total entrega a la inclinación animal convierte al hombre en una cosa de la que se puede gozar, pero también con ello en una cosa contraria a la naturaleza, es decir, en un objeto repulsivo, despojándose así de todo respeto por sí mismo[1].

Olvidémonos por ahora del problema del suicidio y centrémonos en el de la masturbación, mucho más sencillo como problema ético según mi parecer. Es evidente que lo que uno busca en la masturbación es placer sensitivo, y por tanto, esta manipulación carece de valor moral a los ojos de Kant y, considerada sólo así, también a los míos; pero habrá que meter en la bolsa del sexo solitario algunos otros considerandos para que la calificación moral del acto no peque de simplista. Por ejemplo, dice Kant que masturbarse es contrario al fin de la naturaleza, que "en la cohabitación de los sexos es la procreación, es decir, la conservación de la especie; por tanto, como mínimo, no se debe obrar contra este fin". Para mí ya es problemático el hecho de aceptar que cualquier acto que vaya contra la conservación de la especie humana sea inmoral de suyo, porque ¿serían inmorales aquellos actos que propiciasen una perfectibilidad tal del espíritu del hombre que terminasen provocando una ruptura entre la vieja especie humana y el nuevo superhombre, apurando la extinción de la primera? Y sin ir tan lejos en cuanto a especulaciones gratuitas, ¿puede alguien asegurar que utilizar preservativos en el acto sexual es ir en contra de la conservación de la especie y no utilizarlos es ir a favor? Aparte del tema del sida, que ya pondría en aprietos descomunales a un Kant contemporáneo que tuviese que optar entre copular sin forro con una enferma o masturbarse ("no hacer ninguna de las dos cosas", nos diría, y nosotros responderíamos: "Esa respuesta no viene al caso, señor: ¡No somos santos y estamos explotando de deseos!"); dejando de lado esta cuestión es muy posible, y en ocasiones parece hasta evidente, que en un mundo al borde de la superpoblación, quien se masturba o se aparea con forro hace más por la conservación de la especie humana que quien coge con el objetivo de reproducirse. Si somos pocos --como en la época en que Kant escribía-- es moralmente deseable reproducirse; si somos muchos --como en el siglo XXI-- no es moralmente deseable hacerlo. Pero ¿qué clase de normativa es ésta que cambia de acuerdo a meras consideraciones externas? Una normativa ética no puede cambiar nunca, no puede ser verdadera para un siglo y falsa para otro; luego, todas estas especulaciones relacionadas con la masturbación, el sexo por placer o el sexo reproductivo no entran, según mi punto de vista, en el terreno de la ética. El mismo Kant decía que hay que obrar siguiendo la máxima de que nuestras acciones puedan conformarse con una ley universal; y ¿qué sucedería si todos dejásemos de masturbarnos, y si todos los homosexuales buscasen mujeres para copular y lo hiciesen con el objetivo de reproducirse? Sucedería, amigo Emanuel, que la tierra se volvería un infierno sobresaturado de gente que sobreviviría pisoteando a otra gente. Luego no hay motivos para decir que el sexo con fines reproductivos es más deseable que el sexo con fines hedonistas.

Y respecto de la masturbación, de ningún modo la estoy postulando como un acto ético. Los apetitos de la sensibilidad jamás podrán acceder a semejante rango; en esto coincido con Kant. Pero tampoco hay que demonizarla. En un mundo hambriento, comer en exceso manjares costosos es mucho más inmoral que masturbarse. Yo puedo compartir con un mendigo mi almuerzo en vez de desperdiciarlo dentro de mi estómago, mas no puedo compartir mi semen ni el placer que siento al eyacularlo.



[1] Finalmente, concluye Kant que quien se masturba es peor que una alimaña: "El onanismo contradice claramente los fines de la humanidad e incluso se contrapone a la condición animal; el hombre degrada con ello su persona y se coloca por debajo del animal" (Lecciones de ética, p. 210). Y otro gran pensador alemán, del que hablaremos largo y tendido en próximas jornadas, se ubica en la línea de Kant y considera "malvada en el sumo grado" a la conducta masturbativa (Max Scheler, Esencia y formas de la simpatía, secc. B, cap. IV).

lunes, 10 de octubre de 2011

Lo que implica ser comerciante

Hace cinco años, justo antes de comenzar mi último gran viaje, escribí, perfectamente consciente de las implicancias de lo que decía, esta contundente ritma:

VENDER O NO VENDER

"Un usurero late en el fondo de todo comerciante".
León Bloy, La sangre del pobre

Quiero ganarme la vida sin que este tráfago impida
mi desarrollo ideológico y su consecuencia práctica.
Si quiero ser moralista debo tachar de la lista
la tarea que revista contradicción a esta táctica.

Seré pintor, jornalero, lustrabotas, cartonero...;
tal vez pediré limosna, ¡pero nunca comerciante!
Mi espíritu desbarranca cuando le hablan de la banca,
mi pensamiento se estanca con este rol denigrante.

Quede aquí bien asentado que, de acuerdo con lo actuado,
no estaré al mando de nada que se parezca a una tienda.
Si me aparto de este punto se pondrá feo el asunto
y seré en vida un difunto que entra en cualquier componenda.

Pues bien: ya soy ese difunto que entra en cualquier componenda, ya soy un hecho y derecho comerciante. Y ¿qué otra alternativa tengo? Tengo una: patear el tablero, cortarme solo y aislarme de todo lo que se llama sociedad. Así, se abrirían dos posibilidades: volverme beato o volverme neurótico, para luego, posiblemente, volverme santo o volverme loco respectivamente. Pero aún no estoy dispuesto a arriesgarme a tentar la locura, y creo que tampoco a tentar la santidad. Seguiré siendo un hipócrita mediocre por algún tiempo más, un hipócrita y cuerdo mediocre que pisotea todos sus valores en teoría postulados. ¿Y hasta cuándo? Hasta que reviente. El problema es que tal vez reviente de viejo… Tolstoi recién intentó abandonar la hipocresía a los 82 años; ¿tendré que esperar 40 años más para ser consecuente con lo que pienso? Es mucho… Pero volverme loco…, loco de tristeza y soledad, loco como Nietzsche, loco como Van Gogh… no es tampoco un panorama alentador…
¿A qué altura de su vida se decidió Alonso Quijano a convertirse en el Quijote? Era ya un cincuentón, si mal no recuerdo. ¡Está hecho!: a mis cincuenta años comenzará mi quijotismo.

jueves, 6 de octubre de 2011

Una noche en la ópera

…Nadie puede sentirse conmovido al presenciar la representación de una ópera como aquélla. Así, era natural que uno se preguntase: ¿A cuenta de qué se hacía todo aquello? ¿A quién podía gustar? Si por milagro hubiese habido en aquella ópera buenos trozos de música, ¿no podía tocarse ésta, prescindiendo de aquellos trajes grotescos, de aquellas procesiones, de aquellos movimientos de brazos? ¿A qué causa se debe el que tonterías parecidas se representen en todas las ciudades del mundo civilizado?
León Tolstoi, ¿Qué es el arte?

“No doy un céntimo –dijo cierta vez don Miguel de Unamuno-- por oír una ópera”. Yo solía decir lo mismo, pero el otro día, no sé muy bien por qué, di 50 pesos por ir al teatro Colón a presenciar La flauta mágica. Fue la primera vez que asistí a una ópera, y espero que sea la última: me aburrí a más no poder.