Entre otros destacados artistas que consumieron opio podemos mencionar a Poe (aunque prefería el alcohol), Coleridge, Shelley, Byron, Keats, Scott, Wordsworth, Goethe, Novalis, Jovellanos, Goya, Baudelaire, Gautier, Nerval, Delacroix, Rimbaud, Verlaine, Apollinaire, Pushkin, Tolstoy y Dostoyevski. Pero ninguno de ellos construyó un relato tan maravilloso sobre su adicción al opio como lo hizo el gran Thomas De Quincey.
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jueves, 19 de diciembre de 2019
miércoles, 27 de marzo de 2019
El sentido de la vida
Si el filósofo llama a esa esencia
de la vida que está en mí y en todo lo que existe «idea», «sustancia»,
«espíritu» o «voluntad», no dice más que una sola cosa, esto es, que esta
esencia existe y que yo soy esa misma esencia, pero por qué existe él no lo
sabe, y, si es un pensador riguroso, no lo responde. Y pregunto yo: «¿Por qué
existe esa esencia y qué resultará del hecho de que ella es y será?». Y la
filosofía no solo no da una respuesta, sino que todo lo que puede hacer es esa
pregunta.
León Tolstoi, Confesión
La solución del problema de la vida está en la
desaparición de este problema. (¿No es esta la razón de que los hombres que han
llegado a ver claro el sentido de la vida después de mucho dudar, no sepan
decir en qué consiste este sentido?)
Ludwig Wittgenstein, Tractatus Lógico-Philosophicus, § 6.521
Siempre
digo que las tres cuestiones metafísicas fundamentales preguntan sobre la
existencia de Dios, del libre albedrío y de la inmortalidad de las conciencias
individuales, y olvido esta otra pregunta, casi tan fundamental como las tres
primeras: ¿Cuál es el sentido de la vida?
Pero quien se pregunta esto así, a secas, está presuponiendo que la vida tiene
sentido, lo cual no está demostrado. La pregunta prioritaria es entonces: ¿Tiene sentido la vida? Cada cual, de
acuerdo a lo que sus intuiciones le dictan —porque aquí la razón y la empiria
no tienen jurisdicción— responderá con sí
o con no. Si responde con no, se acabó el problema —el problema
del gnoseológico; empezarán otros problemas mucho más graves—; si responde con sí, recién ahí toca preguntarse qué
sentido tiene, pero lo que no corresponde de ninguna manera es esperar una
respuesta lingüística de tal interrogante. El interrogante tiene respuesta,
pero no es una respuesta que pueda escribirse o dictarse. Cuando Wittgenstein
dijo que de la ética conviene no hablar, se refería específicamente a este tipo
de preguntas iniciáticas, cuyas respuestas estarán siempre viciadas de
falsedad. “La ética, en la medida en
que surge del deseo de decir algo sobre el sentido último de la vida, sobre lo
absolutamente bueno, lo absolutamente valioso, no puede ser una ciencia” (Conferencia sobre ética, p. 43). El objetivo final de la ética,
para Wittgenstein, es trascendental, lo que significa, entre otras cosas, que
no puede analizarse. Así lo gráfica de manera muy didáctica Enrique Calderón
Rodríguez:
Se
puede ahorrar a un estudiante de medicina que descubra por sí mismo la cura
contra la tuberculosis gracias a que puede aprender la naturaleza de tal
enfermedad a través del conocimiento científico médico que sobre tal existe hoy
en día. Tal conocimiento sobre la tuberculosis se ha podido descubrir sobre la
base de que es un hecho que acaece en el mundo y, por extensión, susceptible de
definición científica, de transmisión y de aprendizaje conceptual lingüístico.
Pero en lo referente al sentido de la vida, no le podemos ahorrar a tal estudiante
que lo descubra por sí mismo pues, aplicando la filosofía de Wittgenstein, al
ser de naturaleza inefable no puede cristalizar en forma de definición análoga
a la de la tuberculosis. Por consiguiente, ese estudiante solo podrá
aprehenderlo a través de su propia experiencia y de la reflexión filosófica que
sobre esta vaya desarrollando (La filosofía como terapia en Ludwig Wittgenstein, p. 37).
Algunos lectores del Tractatus
Logico-Philosophicus de Wittgenstein tomaron este
silencio que recomendaba como una muestra de desprecio hacia las cuestiones éticas,
pero significaba todo lo contrario. Son tan, pero tan importantes estas
cuestiones, que no se pueden expresar ni explicar a través de un medio
comunicativo tan insuficiente como la palabra. Se explican de otra manera, de
manera mística o intuitiva. De manera, podríamos decir también, religiosa. Es
por eso que los sistemas éticos que no incluyen dentro de su aparato
explicativo la religión, la intuición o la mística, permanecerán por siempre
incompletos.
domingo, 21 de mayo de 2017
Las refutaciones de Vaz Ferreira a la conciencia religiosa de William James
Es imposible para el que aspire dar al pueblo una cultura
más elevada, dejar de comprender que la religión le es indispensable como
principal resorte educador para desarrollar en él el sentido de lo ideal, que,
si el progreso pretende abandonar este factor, no hace más que favorecer
tendencias hostiles a la civilización, y que, en fin, a pesar de esto, las
confesiones tradicionales de la religión no pueden servir de sostén a una era
de desenvolvimiento intelectual, con la cual sus principios fundamentales la
colocan en abierta contradicción.
Eduard von Hartmann, La
religión del porvenir
La única cosa que puede unir a la
humanidad es la conciencia religiosa.
León Tolstoi, “Guerra y revolución”
En ese
mismo libro que alguien tituló Tres
filósofos de la vida y que recopila ensayos y artículos de Carlos Vaz
Ferreira relacionados con James, Nietzsche y Unamuno, se pueden leer las
anotaciones que Vaz Ferreira colocó en los márgenes de Las variedades de la experiencia religiosa mientras lo leía. Son
acotaciones ácidas por lo general, propias de un hombre que considera que la
religiosidad es más perjudicial que benéfica para el mundo en que vivimos.
William James creía todo lo contrario (al menos ese era su espíritu en el
tiempo en que dictó esas conferencias) y Vaz Ferreira, atento a esto, leyó el
ensayo con la clara intención de refutarlo en sus tesis principales. Existe,
por ejemplo, una acotación al margen de este significativo párrafo de James:
Las mentes de
los hombres, tal como frecuentemente se ha dicho, están construidas en
compartimentos herméticos. Vidas religiosas, hasta cierto punto, poseen muchas
otras cosas además de su religión e inevitablemente contienen embustes y
asociaciones impías. De las bajezas que comúnmente se atribuyen a la religión,
casi ninguna de ellas, por lo tanto, es atribuible en absoluto a la propia
religión, sino más bien al perverso compañero práctico de la religión, el
espíritu de dominio colectivo. Y los
fanatismos, a su vez, pueden atribuirse en buen número al perverso compañero
intelectual de la religión, el espíritu de dominio dogmático, la pasión de
promulgar la ley en forma de sistema teórico absolutamente cerrado. El espíritu
clerical es la suma de estos dos espíritus de dominio, y os suplico que nunca
confundáis el fenómeno de simple psicología colectiva o tribal que ofrece con
aquellas manifestaciones de la vida puramente interior que son el objeto
exclusivo de nuestro estudio. Las persecuciones de judíos, la caza de
albigenses y valdenses, el apedreamiento de cuáqueros, los chapuzones de
metodistas, el asesinato de mormones y la matanza de armenios expresan mucho
mejor la neofobia aborigen humana, aquella agresividad de la que todos
compartimos los vestigios y aquel odio innato hacia el extraño y hacia los
hombres excéntricos o no conformistas, que no la piedad positiva de los
diversos responsables. La piedad es la máscara, la fuerza interior es el
instinto tribal. Vosotros creéis tan poco como yo, a pesar de la unción
cristiana con que el emperador alemán dirigió sus tropas hacia China, que la
conducta que sugería y en la que otros ejércitos cristianos fueron más lejos
que ellos, tuviera nada que ver con la vida interior religiosa de aquellos que
participaban en la expedición (Las
variedades de la experiencia religiosa, tomo II, cap XIV, pp. 376-7).
Dice al respecto
Vaz Ferreira:
No habría derecho a razonar así llamándose
William James. Claro que los instintos agresivos, intolerantes, son humanos;
pero hay cosas que los excitan, fomentan, mantienen; la religión es medio de
cultivo para ellos; medio optimum, en
el sentido de la bacteriología (Tres
filósofos de la vida, p. 102).
Pero entonces, si
la religión excita, fomenta y mantiene los instintos agresivos del ser humano,
y por eso conviene desactivarla por completo, ¿por qué no desactivar también la
idea de gobernabilidad, la existencia de todo gobierno nacional, puesto que las
mayores matanzas de la historia universal, como por ejemplo las perpetradas en
la primera y segunda guerras mundiales, o las guerras de conquista griegas y
romanas, o las invasiones napoleónicas, o la revolución rusa, tuvieron como
transfondo y como excitante exclusivo la expansión o el mantenimiento de un
determinado tipo de gobierno político? Vaz Ferreira no era un anarquista, de
ningún modo abogaba por la eliminación de los gobiernos, pese a que los
gobiernos, en diferentes épocas y lugares, han masacrado poblaciones civiles en
una proporción de diez a uno comparado con las masacres perpetradas por motivos
religiosos. Es como si se indignara porque un criminal asesinó a una persona e
hiciera la vista gorda con otro que asesinó a una familia completa. En todo
caso, dirá Vaz Ferreira, las ventajas que reporta la existencia de los
gobiernos superan a los crímenes que se cometen en su nombre y por eso es
deseable que los gobiernos existan. Pues lo mismo diría James, y digo yo,
respecto de la existencia de las religiones y del sentimiento de religiosidad.
Y con mayor coherencia, porque los religiosos no han masacrado a tanta gente
como los políticos.
Explica
James, en el párrafo inmediatamente anterior al anteriormente citado, cómo la
religiosidad de algunos pocos iluminados que se adelantan a su época, cuando se
impone y se asume como dogma dentro de una corporación eclesiástica, degenera y
se vuelve tóxica:
Una genuina
experiencia religiosa de primera mano [...] parece destinada a constituir una
heterodoxia para sus testigos, y el profeta a aparecer como un simple y
solitario loco. Si su doctrina es bastante contagiosa para difundirse a otros,
se convierte en una herejía definida y clasificada. Pero si todavía entonces
resulta ser bastante contagiosa para triunfar sobre la persecución, se hace
ortodoxia, y cuando una religión se convierte en ortodoxia se ha terminado su
espiritualidad; la fuente se seca, los fieles viven exclusivamente de segunda
mano y lapidan a los profetas. La nueva Iglesia, a pesar de las bondades
humanas que pueda fomentar, debe contarse, de ahora en adelante, como un aliado
incondicional de cualquier intento de reprimir el espíritu religioso espontáneo
y de detener la tardía efervescencia de la fuente de la que en días más puros
extraía su reserva de inspiración. A no ser, claro está, que adoptando nuevos
impulsos del espíritu pueda hacer de ellos su capital y usarlos para sus designios
corporativos egoístas. De la acción de esta suerte de política, más pronto o
más tarde adoptada, los tratos de la Iglesia romana con muchos santos y
profetas nos proporcionan bastantes ejemplos para nuestra instrucción.
La réplica de Vaz
Ferreira es la siguiente:
Ya he dicho que el método pragmatista
[...] falsea y deteriora la inteligencia. ¡Cómo es posible ver eso, sentir eso
y escribir eso, y no entender que lo que se está haciendo con tanta altura
afectiva y tanto talento es la descripción del desarrollo de los frutos! (que son, así, malos) (Tres filósofos de la vida, p. 103).
Se indigna Vaz
Ferreira porque el método pragmatista, como ya hemos visto, prioriza las
consecuencias prácticas de las ideas por sobre la veracidad (en el sentido
clásico) de las mismas (como dice el Evangelio, “por sus frutos los
conoceréis”; San Mateo es el primer pragmatista). Entonces, si lo que le
interesa al pragmatismo son las consecuencias prácticas de una acción o de una
idea, y si las consecuencias prácticas de la religiosidad, a la postre y cuando
esta religiosidad se torna ortodoxia, devienen secas de espiritualidad y
egoístas, no es lícito, según Vaz Ferreira, que James se olvide de estas
consecuencias o las despache con el expediente de que lo que a él le interesa es
la religiosidad interior, individual, y no la ortodoxia religiosa comunitaria e
institucionalizada (“propongo que en estas conferencias ignoremos por entero la
vertiente institucional [...] y nos limitemos tanto como nos sea posible a la
pura y simple religión personal”; tomo I, p. 42)[1].
Yo puedo estar de acuerdo con Vaz Ferreira en que el método pragmatista, sobre
todo cuando trata la cuestión de lo que significa la verdad en el sentido
epistemológico de la palabra, “falsea y deteriora la inteligencia”; pero en
este caso en particular no se está falseando nada, porque lo que se está
investigando es si la religiosidad es una cualidad deseable o indeseable dentro
de la sicología de las personas, y para investigar eso es necesario, no hay
otro camino, que el de recurrir a la experiencia y averiguar si en los casos
conocidos el sentimiento religioso ha producido más cantidad de frutos
comestibles que de frutos venenosos o a la inversa. James no niega ni esconde
la venenosidad de estas consecuencias postreras de la
religiosidad interior, pero en el balance total entiende que los beneficios de
abrir el corazón a la religión son superiores a los costes, que un mundo sin
religión, en general, sería más triste que un mundo religioso. Y yo, sin ser
pragmatista, opino lo mismo, y por eso he catalogado a la religiosidad como una
virtud relativa y no absoluta, porque sus consecuencias no son siempre buenas,
pero son, en un sentido estadístico, generalmente
buenas (ver anotaciones del 23/9/8).
Habla
después James de lo nocivo que resulta para el espíritu religioso de la gente
el suponer que Dios es un ente susceptible de ofenderse:
Una consecuencia
inmediata de esta condición mental son los celos por el honor de la deidad.
¿Cómo puede el devoto demostrar mejor su lealtad sino por medio de la
susceptibilidad al respecto? La ofensa más pequeña le ha de molestar; los
enemigos de la deidad deben avergonzarse. En mentes demasiado estrechas pero de
voluntad activa, esta ansiedad puede llegar a ser una preocupación absorbente;
las cruzadas han sido siempre predicadas y las matanzas instigadas por la única
razón de reparar una supuesta ofensa a Dios. Las teologías que representan a
los dioses como conscientes de su gloria y las Iglesias con políticas
imperialistas han conspirado para atizar este temperamento hasta el paroxismo,
de manera que la intolerancia y la persecución han podido parecer a veces
inseparables de la santidad (Las variedades de la experiencia religiosa,
tomo II, cap XIV, pp. 381).
Ante esto, Vaz
Ferreira vuelve a la carga con parecidos argumentos:
“Han podido parecer…”. James, extraño en
esto a su temperamento, prescinde de la real naturaleza humana, y razona como
un lógico, no sobre lo que es psicológicamente, sino sobre lo que debería y
podría ser. Sean o no inseparables, de hecho, son inseparados, de modo que, por
el método de James, hay que condenar el árbol. El lector tiene que haber
comprendido bien, ya, que si es posible intentar con más o menos éxito la
justificación de las religiones por diversos métodos, hay un método, sin
embargo, por el cual la justificación de las religiones es completamente
imposible, y es justamente el de juzgarlas por sus frutos (Tres filósofos de la vida, p. 104).
Y como Vaz
Ferreira se repite, me repito también: Si la religión no es justificable por
este fruto (el fanatismo), y por eso merece desaparecer, que desaparezca
también el Estado en sus diferentes manifestaciones nacionales y que nadie nos
gobierne, pues ha sido mucho más deletéreo el fanatismo político que el religioso
(Bin Laden, o el mismísimo Mahoma, comparados con Hitler o con Stalin, han sido
unos miserables porotos). Pero Vaz Ferreira, como buen burgués, no desea esto,
no quiere prescindir del principio de autoridad, de un Estado que nos controle,
nos premie y nos castigue; he ahí la inconsecuencia. Y se puede ir más adelante
aún para demostrar la sinrazón del razonamiento del uruguayo: puesto que como
consecuencia del tránsito vehicular mueren cientos de personas al día, puesto
que los “frutos” del árbol-automotor son estos, lo sensato es volver a la
carreta y al pedestrismo, y lo mismo para los aviones y los buques. Vaz
Ferreira resultó, a la postre, un ludita, un partidario de regreso a la edad de
piedra.
Dice
James que “el fanatismo solo se encuentra allí donde el carácter personal es
dominante y agresivo” (ibíd., p. 382). Responde Vaz Ferreira que “no hay tipos
fijos: lo que hay es que la religión tiende a fanatizar, y unos hombres se
fanatizan más y otros menos, según su temperamento; pero la tendencia es esa”
(ibíd., p. 105). La religión tiende a fanatizar, dice; ¿y la política
partidaria no? Por mi parte, me he topado con decenas de personas
fervorosamente religiosas que, sin embargo, no han colocado bomba ninguna en
ningún edificio ni han apedreado a ninguna prostituta. Vaz Ferreira toma la
parte por el todo y supone que casi todos los devotos, o al menos la mayoría,
son fundamentalistas. (Tampoco yo supongo que casi todos los activistas
partidarios de algún régimen político son proviolentos y anhelan liquidar a sus
opositores.)
Por sus
frutos los conoceréis. La religiosidad, a lo largo y a lo ancho de la historia,
ha dado frutos buenos y malos.
Ahora bien: en los juicios de valor, no
hay demostraciones, ni apreciaciones cuantitativas posibles. No cabe, así,
demostración decisiva, al comparar los frutos buenos y los malos de la
religión, de que los unos exceden a los otros: eso se siente (Tres filósofos de la vida, p. 118).
Vaz Ferreira
“siente” incontestablemente que los frutos malos de la religiosidad superan a
los buenos en cantidad y calidad:
Los frutos… ¡Hay que representárselos
todos! Por un lado, es cierto, las consolaciones y “la ciega esperanza” [...].
Pero, por otro, el terror, las hogueras, las mutilaciones, el egoísmo, la
disolución de la familia y de los afectos, la maldición al amor y a la belleza,
la intolerancia, las guerras religiosas… En los frutos producidos de hecho, el mal excedió al bien [...]. Ni en el
Renacimiento ni mucho después todavía, uno solo de los grandes hombres
biografiados escapó a la persecución religiosa. [...] Este solo fruto inclina la balanza en contra, sin
remisión. Lo que hay es que, como la libertad de pensamiento ya está adquirida,
somos incapaces de apreciar aquel fruto en su espantoso horror (ibíd., pp.
118-9).
¿La libertad de
pensamiento ya está adquirida? Vaz Ferreira escribe esto en 1907; si lo hubiera
escrito después de la revolución rusa no habría pensado lo mismo. Los
bolcheviques y los nazis asesinaron a millones por pensar distinto y sin ningún
motivo religioso que los provoque. No por ello, insisto hasta el hartazgo, hay
que condenar a todos los sistemas
político-gubernamentales por los crímenes que los nazis y los bolcheviques
cometieron. Del mismo modo, nadie niega que la Iglesia Católica haya cometido crímenes
atroces; pero critiquémosla a ella por esos crímenes y no al resto de las
religiones o a la religiosidad en general. Torquemada no es la religión, lo mismo que el partido nazi no es la política. Vaz Ferreira no lo
entiende así, y se pone patético:
Pero es que no entendemos. Porque hay que
entender, entender, ENTENDER; y solo
en momentos excepcionales, por un gran esfuerzo o por un azar psicológico,
entendemos lo que es esto: quemar a un hombre porque no piensa de un modo…; quemar a un hombre porque no piensa de un
modo; QUEMAR A UN HOMBRE PORQUE NO PIENSA DE UN MODO… ¡Pueda el lector
sentirlo a fondo! (ibíd., p. 119).
Quemarlo o
gasearlo, esa es la cuestión. La Iglesia Católica quemaba gente; la Iglesia
Católica es una institución religiosa; luego, la religiosidad es un cáncer
social. Parece mentira, pero Vaz Ferreira razona así. Entonces yo podría
razonar: el nazismo gaseaba gente (y gaseó mucha más gente que la que la
Inquisición quemó); el nazismo fue un partido político; luego, la política partidaria
es un cáncer social. Y es que en realidad, si analizásemos bien las cosas,
comprenderíamos que no hay diferencia entre los gaseamientos nazis y las
hogueras inquisitoriales. Se dice que los inquisidores mataban por motivos
religiosos. Total patraña. Mataban por motivos políticos, porque la Iglesia,
amén de ser una institución religiosa, es además, y fundamentalmente, una
institución política, y más en aquella época en la que el poder terrenal era
manejado, en iguales proporciones, por el rey y por el Papa o el obispo que lo
representaba. Si alguien supone que Giordano Bruno murió quemado por causa del
dogma de la santísima Trinidad, errado está de pies a cabeza. Murió quemado
porque sus doctrinas minaban el poder político de la Iglesia, evidenciando la
insensatez de sus posturas y restándole así fieles prosélitos que le reportaban
pecuniarias ganancias. Para decirlo en modo seco, Giordano Bruno le restaba
dinero a la Iglesia, le hacía perder dinero, y con la pérdida de dinero le
hacía perder poder político, y por eso lo quemaron. Con la religiosidad a otra
parte. Vaz Ferreira supone que a los inquisidores los movía la fe cuando lo
cierto es que los movía el ansia de conservar sus posesiones, su espacio dentro
del tejido social, su influencia y su papel de consejeros del pueblo. Los
movía, en resumen, la política. Puede que algunos inquisidores actuaran por
celo religioso. Los que obedecían órdenes, los de bajo rango, posiblemente;
pero los que ordenaban, los que movían el tablero, no lo movían religiosa, sino
políticamente. Pertenecían a una institución religiosa, sin duda; pero echarle
la culpa de estos crímenes al celo religioso es como maldecir a la meteorología
y hacer campaña para que deje de pronosticarse el clima porque un asesino que
disparó sobre una multitud causando decenas de víctimas… era meteorólogo. El
caso de los criminales musulmanes que, bomba al pecho, entran en un restaurante
y hacen desastres, es bien distinto: aquí sí que hay celo religioso, no podemos
decir aquí que los móviles son políticos. Pero estos casos no son la norma sino
la excepción dentro de la experiencia religiosa, y a lo sumo lo que demandan
estas situaciones es la desaparición del islamismo como religión, no la
desaparición de todas las religiones en bloque, y lo mismo si se juzgan como
religiosos los crímenes del catolicismo. ¡Que desaparezca la Iglesia Católica
si llegamos a la conclusión de que ha traído más desdichas que
bienaventuranzas! A mí no me va nada en ello, y hasta quizá me alegraría[2].
Pero guarda el hilo, que no todo el que calza sotana es un religioso y actúa
religiosamente. Saber diferenciar cuándo un crimen que se comete en el marco de
una disputa religiosa es, en cuanto a su motivo intrínseco, un crimen religioso
y cuándo un crimen político, o incluso de otro orden, es la clave para
comprender qué hay de cierto en eso de que del árbol de la experiencia
religiosa penden frutos venenosos y casi nada de alimento, como supone Vaz
Ferreira.
[1] Esta constante apelación
a la religiosidad interior la heredó de la teología de su padre: "Henry
James destacaba la obligación de huir de las formas, de las instituciones
religiosas. [...] Consideraba que la religión era una revelación personal y
original, y que al institucionalizarla se volvía algo indeseable" (Izaskun
Martínez Martín, William James y Miguel
de Unamuno, p. 60).
[2] Al catolicismo debemos,
por ejemplo, esta prescripción de San Pablo en su primera carta a los
Corintios, 10.25: "De todo lo que se vende en la carnicería, comed, sin preguntar nada por
causa de la conciencia". Este tipo de pensamientos ha traído, si sumamos
las diversas ramificaciones de las cadenas causales, mucha más iniquidad al
mundo que la totalidad de los juicios inquisitoriales.
domingo, 27 de julio de 2014
La verdadera grandeza de León Tolstoi
No puedo compartir la ilusión temporal de algunos
amigos míos que parecen estar seguros de que mis obras deberán ocupar un lugar
en la literatura rusa.
León Tolstoi, Correspondencia, carta a William
Ralston del 27 de octubre de 1878
Se lo conoce a Tolstoi, fundamentalmente, por dos de
sus obras: Guerra y paz y Ana Karenina. Según la Wikipedia, Guerra y paz
"es una de las obras cumbres de la literatura rusa y sin lugar a dudas de
la literatura universal", pero Tolstoi no compartía esta opinión. En una
carta fechada el 6/1/1871 dirigida a su amigo Afanasi Fet, se lee:
Ya
no estoy escribiendo y nunca más volveré a escribir prolijas paparruchas del
tipo Guerra y paz. Acepto mi culpa, y
juro que no volveré a hacerlo nunca más (Correspondencia,
p. 312).
Más tarde confirma este juicio --o mejor dicho lo potencia--
desde una carta dirigida a Alexandra Tolstaia que data de finales de enero o
principios de febrero de 1873:
No
piense que no fui sincero cuando le dije que en este momento Guerra y paz me resulta repugnante. Hace
unos días tuve que echarle una mirada para decidir si debo hacer o no
correcciones para la nueva edición, y soy incapaz de transmitirle el
arrepentimiento y la vergüenza que sentí al revisar muchos de los pasajes. Era
un sentimiento semejante al que experimenta una persona cuando ve las huellas
de una orgía en la que participó (ibíd.,
p. 336).
Y sobre el final de su vida, cuando lo único que le
interesaba era la propagación de la ética cristiana, asienta en su diario:
Personas
que deberían odiarme porque destruyo sus puntos de vista cuasi religiosos, me
aman por tonterías como Guerra y paz,
etcétera, que consideran muy importantes (6/12/1908).
Con Ana Karenina sucedió algo parecido, o peor, porque no había
culminado de concebirla cuando ya comenzó a detestarla:
...
Ahora me voy a poner a la aburrida y trivial Ana Karenina y le ruego a Dios que me conceda la fuerza que
necesito para sacármela de encima lo más rápidamente posible para liberar el
espacio: me hace mucha falta el tiempo libre, no para dedicarme a mis tareas
pedagógicas, sino a otras, por las que me siento todavía más atraído. [...]
¡Dios mío, si alguien pudiera terminar Ana
Karenina por mí! Me resulta insoportablemente repulsiva (cartas a Nikolái
Strájov del 25/8 y 8/11/1875;
Correspondencia, pp. 362 y 365).
Las otras tareas, para las cuales requería Tolstoi mayor
tiempo libre, eran sus escritos religiosos. Su tarea evangélica comenzaría en
noviembre de 1875 con un ensayo sobre el significado de la religión y
terminaría 35 años después, junto con su vida. Por eso despreció y renegó de
estas dos novelas, porque no había en ellas moraleja ni mensaje religioso, ni
mucho menos cristianismo primitivo. Todo lo que no fuese difundir el mensaje de
Jesús, de Jesús y de tantos otros que lo precedieron y lo sucedieron, el mensaje
de la no violencia y de la irresistencia al mal, le fue pareciendo Tolstoi, con
el correr de los años, cosa sin importancia, paparrucha. Muchos otros, sin
dudas la mayoría en este momento, opinan lo contrario. Alejandro Dolina por
ejemplo, entiende que Tolstoi ha sido grande, uno de los más grandes escritores
que jamás hayan existido, por haber escrito fundamentalmente Guerra y paz y Ana Karenina. Dice que como escritor ha sido un gigante, pero lo
tiene en poca estima en cuanto a su rol de pensador filosófico y divulgador
religioso. Yo no soy capaz de criticar a Tolstoi en tanto escritor porque no he
leído ninguna de estas dos obras que, se supone, constituyen la cima de su
genio y su talento; pero sí soy capaz de criticar al otro Tolstoi, al que no se
detenía en paparruchas, y lo juzgo genial y talentoso, no por la forma, que es
excelente desde luego, sino por el fondo, por el poso de verdad que mora debajo
de su prístino licor, bebida vieja elaborada en un nuevo alambique ruso y no
apta para paladares groseros. Los paladares groseros, frente a una banana,
siempre se comportarán desechando el fruto y comiéndose la cáscara. No digo que
leer Guerra y paz o Ana Karenina constituya una experiencia
similar a deglutir una cáscara de banana; digo que dedicarles tiempo a estas
obras en lugar de dedicárselo a los ensayos y los artículos posteriores de
Tolstoi es algo parecido a despreciar una fruta madura, la más dulce y
nutritiva fruta, con la excusa de que la cáscara es más colorida y aromática.
¡Que les aproveche, ordinarios comensales! Y cuidado con las consecuencias, con
la metabolización del producto, porque tal vez no sea una cáscara de banana,
sino de nuez o de almendra, lo que ingieren para matar el hambre. Desechen el
fruto y riéguenlo a su paso, así quedará más para nosotros, para los que no nos
deslumbramos con el exterior sino con el más interior de los alimentos.
sábado, 26 de julio de 2014
Tolstoi misógino
Las mujeres nunca descubren nada. Les
falta, desde luego, el talento creador
reservado por Dios para inteligencias varoniles; nosotras no podemos hacer nada
más que interpretar mejor o peor lo que los hombres han hecho.
Pilar
Primo de Rivera
Zoe. --Solo quiero preguntarle una cosa: ¿cómo hace
para escribir tan bien sobre las mujeres?
Melvin. -- Pienso en un hombre y le
quito la razón y la responsabilidad.
Jack Nicholson como Melvin Udall en Mejor...
imposible
La misoginia de Tolstoi era proverbial. He aquí un muestreo que lo certifica:
... Y de
pronto me quedó claro cómo y por qué las mujeres son fuertes. Por su frialdad y
por su capacidad de mentira, de astucia, de adulación de las que, debido a la
debilidad de su pensamiento, no son responsables (Diarios, 31/8/1884).
El reino de
las mujeres es una desgracia. Nadie es capaz como las mujeres [...] de hacer
tonterías y suciedades de una manera pulcra y hasta gentil y sentirse
plenamente satisfechas (3/3/1889).
Una buena vida conyugal solo es
posible si la mujer tiene la convicción consciente [...] de someterse siempre a
su marido (5/8/1895).
Desde hace setenta años mi
opinión sobre las mujeres no hace sino bajar, y es necesario que baje más y más
todavía. ¡La cuestión femenina! ¡Por supuesto que hay una cuestión femenina!
Solo que no es para que las mujeres se pongan a dirigir la vida, sino para que
dejen de arruinarla (20/11/1899).
Las mujeres tienen dos únicos
sentimientos: el amor por los hombres y el amor por los hijos; lo demás son
sentimientos que se derivan de estos, como el amor a la ropa fina pensando en
los hombres y el amor al dinero pensando en los hijos. Todo el resto es
cerebral, es imitación de los hombres, son medios para atraerlos, fingimiento,
moda (19/3/1901).
La compañía de las mujeres es
útil porque puedes ver que no debes ser como ellas (2/8/1909).
Una persona con una visión
cristiana del mundo no puede aceptar, se sobrentiende, que solo se le
adjudiquen derechos a los hombres o que no se respete o se ame a una mujer como
un ser humano cualquiera, pero afirmar que la mujer tiene las mismas fuerzas
espirituales que el hombre, afirmar sobre todo que la mujer puede guiarse por
la razón como el hombre, que puede confiar en la razón tanto como él, es exigir
de la mujer aquello que no puede dar. No hablo de las excepciones, estoy
hablando de la mujer media y del hombre medio. Inútil exasperarse con ella ante
la suposición de que no quiere hacer aquello de lo que es incapaz, para lo que
su razón no tiene el imperativo categórico (Correspondencia,
carta a Alexandr Dunáiev, junio de 1891).
En esta cuestión --en la misoginia--, Tolstoi ha
superado a todos, a Schopenhauer inclusive. Lo que hay que responder ahora es
si tienen o no visos de certeza todas estas declamaciones. Y sí, creo que
algunas lo tienen, pero Tolstoi exagera hasta el infinito algunos de los
defectos del sexo débil, al punto de que pareciera que lo culpara de casi todos
los males que en la tierra existen. ¿Y por qué habrá sido que les tomó a las
mujeres, en su conjunto, tanta ojeriza? Una mujer, la mujer a la que más odió y
a la que más amó, cree tener la respuesta:
Me quedé de piedra con lo que me
dijo ayer L. N. sobre la cuestión de la mujer. Proclamó, como siempre, que
estaba en contra de la emancipación femenina y de la llamada "igualdad de
derechos", pero fue más allá y afirmó que, al margen del trabajo al que la
mujer pueda dedicarse --la enseñanza, la medicina, el arte--, ellas solo
servían realmente para una cosa, y esa cosa era el sexo. [...] Esto me produjo
una enorme indignación, y le recriminé esa actitud de perpetuo cinismo ante la
mujer, que tanto me ha hecho sufrir. Le dije que la razón de que viera así a
las mujeres era que no había tratado con una sola mujer decente antes de los
treinta y cuatro años (Sofía Tolstoi,
Diarios (1862-1919), 18/2/1898).
O,
más plausiblemente, podría decirse que creció sin el calor de una madre amorosa
y esa falta de amor en sus primeros instantes de conciencia plena puede que
haya redundado en un resentimiento hacia todas las mujeres. He aquí otro de los
puntos flojos de Tolstoi, un prejuicio psicológico que obstruye su capacidad de
análisis crítico, prejuicio que, pese a que no pocos me tacharán también a mí
de misógino, yo no poseo, seguramente porque tuve la suerte de crecer hasta los
32 años bajo el cuidado y el amor de mi querida madre.
jueves, 24 de julio de 2014
Publicar solo posmorten
"La abundancia de escritos es una
calamidad", dice Tolstoi. Coincido. Y prosigue: "Para escapar a ella,
hay que establecer la costumbre de avergonzarse de publicar en vida: solo
después de la muerte. ¡Cuánto sedimento se asentaría y qué agua tan pura
correría!" (Diarios, 28/2/1889).
Esta regla --que, para variar, Tolstoi nunca siguió-- me parece inteligente y
ética en grado sumo: echa por tierra todos y cada uno de los móviles vanidosos
y pecuniarios que incitan al 99% de los escritores a llevar sus trabajos a la
imprenta. El inconveniente radica en que si no dejamos preparado el camino, y
de repente nos morimos, lo más probable es que nuestros trabajos se pierdan en
el éter y que nadie jamás los lea, y bien dice Tolstoi que "adquirir
conocimientos y no transmitirlos es verdadero onanismo" (ibíd., 28/7/1884). Adquirir
conocimientos y transmitirlos, transmitirlos de puño y letra justo después de
que uno ya esté bien podrido en el cajón; he ahí el ideal. Pero para que tal
ideal se concrete, es menester allanar el camino, lo cual puede hacerse de dos
maneras: 1) procurándose un confiable
y solvente albacea literario, o 2)
cuando uno sienta que la muerte se aproxima, comenzar a conspirar para que sus
trabajos no caigan en el anonimato, dándolos convenientemente a publicidad pese
a no estar muerto todavía. De estas dos opciones, la más recomendable, sin
dudas, es la primera, porque nos habilita para seguir escribiendo libre de
vanidades hasta el final de nuestros días. Pero el hecho es que yo, por ahora,
no he podido encontrar algo parecido a un albacea, y mientras este albacea no
aparezca seguiré conspirando para publicar mis libros un poco antes de morir.
El año establecido es el 2043; tendré para ese entonces 74 años. Podría suponer
que viviré muchos años y publicarlos aun más tarde, a los 80 o a los 90, pero
no. El año establecido es el 2043 y así se quedará. Si después resulta que vivo
algunos años más, y si debido a la publicación de mis libros cobro fama, tal
vez me vea reducido --como le sucedió a Schopenhauer y un poco también a
Tolstoi-- a la categoría de viejo vanidoso y engreído, pero creo que podré
soportarlo.
miércoles, 23 de julio de 2014
El trabajo físico como auyentador de los vicios
Escribe Tolstoi:
He estado releyendo mi diario de
la época en la que buscaba la causa de las tentaciones. Todo es absurdo, la
única [causa] es la ausencia de trabajo físico intenso. No aprecio suficiente
la felicidad de estar libre de las tentaciones después del trabajo. Es una
libertad que uno compra a buen precio con el cansancio y el dolor muscular (Diarios, 24/6/1884).
Pues
te diré, hermano León: hace ya tres años que vengo trabajando en continuado, duro
y parejo, de sol a sol, cortando lonas, acarreando lonas, soldando lonas, y el
cansancio y la fatiga muscular que me producen tales tareas raramente impiden
que después de la faena diaria emerjan las mismas tentaciones de siempre. Tu
receta, a mí, no me funciona.
martes, 22 de julio de 2014
Tolstoi, escritor invernal
"Ha salido de caza --comenta la esposa de
Tolstoi--. En verano no se siente inspirado para escribir" (Sofía Tolstoi, Diarios (1862-1919), 31/7/1868).
Tolstoi corrobora: "En verano con frecuencia se apodera de mí una
imposibilidad física de escribir" (carta a Strájov del 23/4/1876, en Correspondencia, p. 375). Yo también
prefiero el invierno para escribir. El verano, lo prefiero para vivir.
lunes, 21 de julio de 2014
Tolstoi, ¿adicto al sexo solitario?
– ¿Sabías que Tolstoi se
masturbaba como un mono?
– ¡No!
– Sí,
se masturbaba todo el tiempo, el muy cabrón. Paseaba por los jardines de su
finca de Yasnaia Poliana acompañado de su perro fiel y silencioso, y de vez en
cuando paraba junto a un árbol y se metía la mano en el pantalón. [...] la
sangre del inmortal cayendo sobre la blanca nieve del duro invierno, su valiosa
semilla desperdiciada en la vasta llanura de la gran Rusia…
Alicia
Giménez Bartlett, Días de amor y engaños
Por la mañana --comenta Tolstoi--
tuve una erección muy fuerte, y
cuando llegué solo a casa encontré a mi joven posadera en la cocina y le dije
algunas palabras. Sin duda alguna está coqueteando conmigo [...]. Le doy
gracias a Dios por la timidez que me dio: me está salvando de la corrupción (Diarios, 31/5/1852).
La
timidez lo salvaba de la corrupción del amancebamiento, pero lo llevaba a otro
tipo de corruptela venérea. Pasadas 48 horas, anota: "Después de la comida
incurrí en mi antigua debilidad" (2/6/1852). ¿A qué antigua debilidad se
refiere? Primero se levanta excitado y agarrotado, luego se entusiasma con una
criada, que lo coquetea, pero no concreta nada con ella, y al poco rato incurre
en esa misteriosa y antigua debilidad. Doy por sentado aquí que tal perífrasis
no es más que un eufemismo para la palabra masturbación. Y es que el priapismo
no doloroso, ese que se acompaña con apetito venéreo, cuando se presenta en el
espíritu de un tímido suele desembocar en una cruda manuela. Yo lo sé, porque
padezco de tal priapismo y de tal retraimiento, y creo que Tolstoi también lo
sabía.
¡Como dos gotas de agua!
viernes, 18 de julio de 2014
Tolstoi vegetariano
Y en la cuestión del
vegetarianismo, fundamental en una persona que se declara simpatizante de la no
violencia, también he sido bastante más resuelto que mi gran antecesor. Recién
el 2 de junio de 1884, a la edad de 55 años, escribe en su diario: "Hace
dos días que comencé a no comer carne". Yo comencé a no comer carne en
1995, cuando tenía 26 años, y la dejé definitivamente en 1997, a los 28. Tardó
Tolstoi el doble de años que yo en tomar esta lógica decisión[1].
Pero queda disculpada esta demora por dos atenuantes: el frío ruso, que
dificulta la supervivencia en base a frutas y verduras, y sobre todo la
carencia de información nutricional fidedigna en aquella época y aquellas
latitudes. En la Rusia del siglo XIX no era tan sencillo convertirse al
vegetarianismo como lo es ahora.
[1] Y un poco más también. En los
Diarios (1862-1919) de Sofía Tolstoi, entrada del 9/3/1887, se lee:
"Hace una semana que ha vuelto a ser vegetariano". Pareciera ser
entonces que en 1884 intentó dejar de
consumir alimentos cárnicos, pero no lo consiguió, convirtiéndose al
vegetarianismo estricto recién en 1887.
miércoles, 16 de julio de 2014
El vicio del tabaco en Tolstoi y en mi propia persona
El matrimonio
alejó a Tolstoi de su adición al juego, pero no pudo hacer lo propio con su
adición al tabaco. Ya de muy joven, desde su entrada del 28/2/1851, se propone
no fumar, pero le costará un suplicio cumplir ese programa. El 20/7/1852,
escribe resuelto: "A partir de hoy dejo de fumar". No pudo ser. El
16/4/1884, 32 años después, se resigna: "Los intentos de no fumar son
estúpidos. Es inútil luchar". Pese a lo cual se embarca de nuevo en su
epopeya: "Estoy tratando de dejar de fumar" (1/5/1884); "Intenté
no fumar. Estoy haciendo progresos" (12/5/1884). Y de nuevo, el choque con
la realidad: "No puedo dejar de fumar" (29/5/1884).
En este vicio en
particular, he superado a Tolstoi con tanta holgura como un auto de fórmula uno
podría superar a una carreta. En el año 2000, luego de anoticiarme de que mi
madre tenía cáncer de pulmón, yo, también fumador en ese entonces, escribí esta
ritma a modo de desahogo:
Amigo traicionero: no sueñes con victorias
que no están a
tu alcance, que no vitorearás.
Te juro por mi
madre que en estas mis memorias
te apagaré algún
día y jamás te encenderás.
Y así fue: en la semana santa del 2004 me fumé mi último
cigarrillo, apagándolo sobre aquella hoja de mi cuaderno en donde se alzaba la
profecía. Y jamás volví a fumar, ni tabaco ni ninguna otra sustancia[1].
Así soy de resuelto en algunas cuestiones; otras me cuestan más.
[1] A decir verdad, en el año 2005 o 2006 le prendí un cigarrillo a una
señora con mi propia boca y aspiré un poco de humo, pero fue solo una pitada.
miércoles, 2 de julio de 2014
El excremento del diablo
Un oráculo indeciblemente misterioso afirma que Cristo no
volverá a la tierra hasta que no sea cristiano su pueblo [...] y, dejando de
rastrillar el oro que cae del orificio excremental de Satanás, distribuya todos
sus bienes entre los pobres, para seguir a aquel divino Pobre.
Giovanni
Papini, Historia de Cristo
El del juego era uno de los
vicios más enquistados en el corazón de Tolstoi, y le costó un gran esfuerzo
abandonarlo. Perdió mucho dinero jugando las cartas, y cada vez que perdía
tenía la ilusión de que sería la última, pero siempre recaía. El 13/12/1850
escribe: "Creo [que] dejaré de jugar. Me parece que ya no tengo la pasión
por el juego", aunque añade, como sabiendo lo que pasará: "Pero no
puedo poner las manos en el fuego, primero tengo que comprobarlo". Y lo
bien que hizo en no poner las manos en el fuego. El 28/1/1855, anota:
"Jugué al shtoss durante dos
días y dos noches. El resultado es comprensible: lo perdí todo: la casa de
Yásnaia Poliana[1]. Creo que no hace falta
escribir al respecto, me resulto hasta tal punto desagradable que me gustaría
olvidarme de que existo". Y menos de un mes después, vuelve la carga:
"Perdí otros 80 rublos. [...] De nuevo quiero probar suerte en las
cartas" (15/2/1855). "Ayer volví a perder 20 rublos-plata y no volveré a jugar nunca más" (17/2/1855).
¿Nunca más? Parece que no: "Por la mañana estuve enfermo, ruleta hasta las
6. Perdí todo" (26/7/1857). Esta historia, sin embargo, tiene final feliz:
después de tantas promesas incumplidas, de tantas recaídas, Tolstoi por fin
abandonó el juego allá por 1862. En ese año se casó, y a partir de ahí parece
que jamás volvió a jugar en forma compulsiva (continuó jugando a las cartas
--especialmente al vint-- con su familia y con algunos visitantes en su finca
de Yasnaia Poliana, pero eso es totalmente diferente). El matrimonio llegó para
Tolstoi con algunas desagradables sorpresas, pero en otros respectos lo ayudó a
recomponerse: morigeró (un poco) su lascivia y amainó considerablemente su
adicción al juego.
¿Qué fuerza era la que llevaba
a Tolstoi a jugar compulsivamente? Él mismo, desde una entrada de su diario,
esboza una explicación:
Hoy pesqué a mi
imaginación en pleno trabajo. Estaba haciéndose un cuadro en el que yo tenía
mucho dinero y lo estaba dilapidando y perdiendo en el juego, y esto me producía
un placer enorme. No me gusta lo que se puede adquirir a cambio de dinero, pero
me gusta tenerlo y luego no tenerlo: el proceso de dilapidarlo (29/11/1851).
A mí me sucedió
algo parecido allá por los comienzos de la década del 90, cuando, merced a mi
empleo en Potigián, comencé a ganar dinero en forma regular y también, bastante
regularmente, comencé a cruzar el Río de la Plata con mi amigo Guillermo Crespo
en dirección a la ciudad uruguaya de Colonia para dilapidar algunos morlacos en
el casino que allí se asentaba (en esa época no estaban permitidos los casinos
en la ciudad de Buenos Aires ni en sus alrededores). Sentía que deshacerme del vil
metal, del "estiércol del Demonio" como lo llamaba Papini, de esa
manera tan estúpida, era en cierta forma un acto ético, una hidalguía. Lo que
no comprendía era que la hidalguía estaba en deshacerse del dinero para dárselo
los pobres, no para dárselo a los ricos propietarios del casino. Más tarde lo
comprendí, y me prometí no entrar jamás a otro casino con intenciones lúdicas,
promesa que también he cumplido a rajatabla hasta el presente (ingresé
posteriormente a un par de casinos, pero no aposté). Ahora falta la otra parte,
la parte que a Tolstoi también le faltó. Porque la idea primigenia, la de
deshacerse lo más rápido posible de aquel estiércol del demonio que nos
contamina el alma con su hedor y sus putrefacciones, esa idea es enteramente
correcta, ética e hidalga; la incorrección estribaba en defecarlo allí y no en
los sumideros correspondientes, en los barrios bajos, en donde por costumbre,
tal vez por una mera cuestión gravitatoria, acaban los sumideros. Porque solo
los pobres que allí viven tienen la propiedad, el don, de convertir esta mierda
en abono y fertilizar con ella sus marchitas existencias. Así se produce la
alquimia: trocar excremento por alimento. Lo cual es un bien para el pobre,
desde luego, pero también para el rico, porque se desintoxica. A eso Tolstoi no
llegó, como es bien sabido, y yo por ahora tampoco[2].
[1] Esta pérdida es aclarada en nota al pie por Selma Ancira, la
traductora de estos Diarios:
"Para poder pagar esta deuda de juego el edificio principal de la
propiedad de Tolstoi en Yásnaia Poliana fue vendido a un propietario vecino en
5000 rublos-papel. Este lo hizo transportar a sus terrenos a unos 20 kilómetros
de donde se encontraba originalmente.
[2] Nuestro fenomenal Papa Francisco, desde su homilía del día 20/9/13
(misa en Casa Santa Marta), coincide
conmigo y con Papini en el carácter excrementicio de la moneda de cambio:
"«No podemos servir a Dios y al dinero». No se puede: ¡O lo uno o lo otro! Esto
no es comunismo. ¡Esto es Evangelio puro! ¡Estas son las palabras de Jesús!
¿Qué sucede con el dinero? El dinero te ofrece un cierto bienestar al
principio. Esta bien, después te sientes un poco importante y llega la vanidad.
Lo hemos leído en el Salmo cómo llega esta vanidad. Esta vanidad que no vale,
pero tu te sientes una persona importante: esa es la vanidad. Y de la vanidad a
la soberbia, al orgullo. Son tres escalones: la riqueza, la vanidad y el
orgullo. «Pero, Padre, yo leo los Diez Mandamientos y ninguno habla mal del
dinero. ¿Contra qué mandamiento se peca cuando uno hace una acción por dinero?»
¡Contra el primero! ¡Pecas de idolatría! Y este es el motivo: Porque el dinero
se convierte en ídolo, y tú le das culto. Y por esto Jesús nos dice no puedes
servir al ídolo dinero y al Dios viviente: o a uno o al otro. Los primeros
Padres de la Iglesia --hablo del siglo III, más o menos, año 200, año 300--
usaban una palabra fuerte: «El dinero es el excremento del diablo». Es así.
Porque nos hace idólatras y enferma nuestra mente con el orgullo, nos hace
maníacos de cuestiones ociosas y nos aleja de la fe. Corrompe".
miércoles, 25 de junio de 2014
No leer novelas
Es más fácil escribir diez
volúmenes de filosofía que llevar a la práctica una sola regla, no importa
cuál.
León
Tolstoi, Diarios, 17/3/1847
Algunas
de las reglas generales que se autoimpuso Tolstoi y que después --por regla
general-- casi nunca cumplió[1].
La del 15/5/1856, que en realidad son dos: "No dejar jamás escapar las
ocasiones de placer y no buscarla jamás. Me impongo como regla eterna no entrar
nunca en un solo cabaret ni en un solo burdel". En relación a la segunda
oración, yo me impuse algo parecido en el 2010,
y hasta el momento lo cumplí a rajatabla. En relación a lo primero, la regla es
confusa; porque ¿qué tipo de ocasiones de placer no debemos dejar escapar
jamás? Nadie duda de que la venganza implica placer, y placer de alto vuelo (en
el sentido de la intensidad); sin embargo, creo que Tolstoi no ha seguido su
regla en este tipo de ocasiones, y lo bien que hizo.
Otras reglas más tempraneras.
La del 21/12/1850: "No leer novelas"[2],
y una muy curiosa del 24/12/1850: "Jugar a las cartas solo en caso de
emergencia". ¿Solo en caso de emergencia? ¿Qué tipo de emergencia amerita
jugar las cartas? Yo haría un mix con estas dos reglas de Tolstoi y armaría una
para mí: "No leer novelas, excepto en casos de emergencia". La última
vez que se me presentó una emergencia de este tipo fue en el 2006, y la
emergencia se llamaba Crimen y castigo.
A partir de ahí jamás volví a leer una novela, y así me mantendré hasta que se
me presente una nueva emergencia, vale decir, hasta que caiga en mis manos una
novela digna de ser leída y encuentre la ocasión y el tiempo de leerla sin
dejar de lado por ello mis preocupaciones filosóficas.
[1] Y el mismo Tolstoi era el primero en criticarse por esta inconsecuencia:
"Es ridículo que habiendo comenzado a los quince años a escribir reglas,
lo siga haciendo todavía ahora, casi a los treinta, sin haber creído ni haber
seguido una sola, y no sé por qué sigo creyendo en ellas y deseándolas" (Diarios, 11/6/1855).
[2] Más tarde explicará: "La lectura de los periódicos y de las
novelas es algo parecido al tabaco: un medio para olvidar" (1/12/1888)
martes, 24 de junio de 2014
Tolstoi, experto en lascivia
No logro dominar la lujuria,
más aún porque esta pasión, en mí, se ha convertido en costumbre.
León Tolstoi, Diarios,
19/6/1850
Si existió alguien que pudiese definir la lascivia,
ese alguien era León Tolstoi:
"Lascivo"
no es una injuria, sino [...] un estado de inquietud, de curiosidad y de
necesidad de novedad, que se desprende de relaciones que tienen como fin el
placer no con una persona, sino con muchas. Como el alcohólico (Diarios, 19/8/1889).
Pero la comparación con el alcohólico no es del todo exacta, porque un
alcohólico puede tomar vino y nada más que vino, o cerveza, o whisky o lo que
sea, sin jamás serle infiel a su bebida de cabecera, mientras que una persona
lujuriosa, por definición, anhela la variedad, desea yogar con cuanta persona
se le cruza por su camino --de preferencia, personas desconocidas.
Continúo la entrada en donde la dejé: "Uno
puede intentar contenerse, pero un alcohólico es un alcohólico y un lascivo es
un lascivo: en cuanto bajan la guardia, recaen. Yo soy un lascivo". Yo
también. Y mi guardia, desde hace unos tres años, está bien alta y no me
permite sucumbir a ninguno de los platillos que se me ofrecen. ¡Pero me muero
de ganas!...
martes, 17 de junio de 2014
¿La gloria o la virtud?
"Soy viejo",
dice Tolstoi ¡cuando apenas cuenta con 23 años! Pero continúo, que lo más
interesante viene ahora:
Soy viejo, el tiempo del desarrollo ya pasó o está
pasando; sin embargo a mí me sigue atormentando la sed... no de gloria, no
quiero la gloria, la desprecio, sino de ejercer una gran influencia para la
felicidad y el bienestar de los hombres (Diarios,
29/3/1852).
"No quiero la gloria, la desprecio", dice Tolstoi
cuando es un perfecto ignoto. Pero dos años después, cuando la fama golpea a su
puerta y su apellido es ya reconocido en el ámbito literario ruso, escribe:
"Soy tan ambicioso, y este
sentimiento ha sido tan poco satisfecho, que con frecuencia temo que si tuviera
que elegir entre la gloria y la virtud elegiría la primera" (7/7/1854).
Primero, cuando no posee ni la virtud ni la gloria, elige ir en busca de la
virtud; pero luego, ni bien la gloria le muestra una pequeña porción de su
corpulencia, se aferra a ella con tal ímpetu que parece olvidarse de su gran
aspiración al perfeccionamiento ético. ¿Me sucedería lo mismo a mí en el caso
de que la gloria golpease a mi puerta con anterioridad a mi sepelio? Seguramente
sí; entonces prefiero seguir siendo un ente
anónimo[1].
[1] La esposa de Tolstoi
confirma este defecto de su marido: "El origen de todos sus actos es la
vanidad, el apetito de fama y el deseo de que la gente hable de él sin parar.
Nadie me va a convencer de lo contrario" (Sofía Tolstoi, Diarios (1862-1919), 19/9/1891).
lunes, 16 de junio de 2014
León Tolstoi y Sofía Bers: del amor incondicional al odio profundo
¡Cómo son las cosas!, una tiende a pensar que el genio se
ocupa en exclusiva de asuntos filosóficos, o éticos e históricos, pero luego
sucede que los privilegiados cerebros también se distraen con nimiedades y
montan unos cristos del diablo cuando sus esposas leen a escondidas páginas de
sus diarios y van ellos mismos y leen a hurtadillas los diarios de sus esposas
pensando que éstas les ponen cuernos… en fin, un catálogo de pequeñas miserias
sin cuento.
Alicia Giménez Bartlett, Días de amor y engaños
Horas antes de casarse con Sofía (o Sonia[1])
Bers, le comenta Tolstoi a una gran amiga: "... Para que pudiera hacerse
una idea de lo que esta criatura [su futura esposa] es, tendría que escribir
volúmenes y volúmenes. Soy feliz como no lo había sido desde que nací"
(carta a Alexandra Tolstaia del 17/9/1862, citada en Correspondencia, p. 247). Y el 5 de enero de 1863, transcurridos
tres meses y pico desde la boda, escribe en su diario:
La amo cuando
por la noche o por la mañana me despierto y veo que me mira y me ama. [...] Amo
cuando se sienta a mi lado, y ambos sabemos que nos amamos [...]. Amo cuando
estamos mucho tiempo solos y yo digo: "¿qué hacemos? Sonia, ¿qué hacemos?"
Y ella se ríe. Amo cuando se enoja conmigo y de pronto, en un abrir y cerrar de
ojos, su pensamiento y su palabra se vuelven ásperos: "déjame, me
aburres"; un minuto más tarde ya me sonríe con timidez. Amo cuando no me ve
y no sabe que estoy allí y yo la amo a mi manera. Amo cuando es una niña con su
vestido amarillo y adelanta la mandíbula inferior y la lengua, amo cuando veo
su cabeza echada hacia atrás, y su carita seria y asustada, infantil y
apasionada, amo cuando...
26 años después, desde su novela más
desgarradoramente autobiográfica, describe Tolstoi los sentimientos del
protagonista hacia su pareja:
Experimentaba
como una necesidad de pegarla, de machacarla los sesos; pero sabía que eso no
era posible, y por lo tanto me contuve, pero para dar escape a mi furor, agarré
un pisapapeles, y gritando otra vez: "¡Vete!", lo tiré al suelo hacia
donde ella estaba. [...] Entonces se marchó, pero se detuvo en el umbral. Y en
ese momento, mientras aún me veía (lo hacía para que me viera) empecé a agarrar
cosas, candeleros, el tintero, y los tiré también, sin dejar de gritar:
"¡Vete, que no respondo de mí!" Ella se fue y me calmé
inmediatamente. Una hora después entró en mi cuarto el ama de casa, diciendo
que mi mujer estaba con un ataque de histerismo (La sonata a Kreutzer, cap. XXII).
En 26 años, el enamoramiento incandescente y la mayor
felicidad soñada se transformó en "una necesidad de pegarla, de machacarla
los sesos". La santidad de Tolstoi, al tacho por una mujer.
¡Ah, la convivencia!...[2]
[1] Tolstoi prefería llamarla
Sonia, que es en el idioma ruso el diminutivo de Sofía.
[2] El
punto de inflexión, el momento en el cual, al parecer, dejaron definitivamente
de quererse, ocurrió en 1870. Esto se deduce de una reveladora entrada en el
diario de Tolstoi, la del 26/5/1884: "Estoy terriblemente mal. Los dos
extremos: arranques de espiritualidad y el poder de la carne. [...] Una sola
causa: la ausencia de una mujer amada y amante. Esto comenzó hace catorce años
cuando se rompió una cuerda y adquirí conciencia de mi soledad. Pero eso
tampoco es una razón. Debo encontrar a mi mujer justamente en ella. Debo y
puedo y la encontraré. Señor, ayúdame". Pero nunca la encontró. El
18/6/1884, escribe resignado: "La ruptura con mi mujer no se puede decir
que sea más grave: es total". Y por fin, el 20/8/1910, a pocos días de su
muerte, sentencia: "Hoy pensé, cuando hacía memoria de mi matrimonio, que
estaba predestinado. Nunca estuve siquiera enamorado".
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