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jueves, 19 de diciembre de 2019

Grandes artistas consumidores de opio

Entre otros destacados artistas que consumieron opio podemos mencionar a Poe (aunque prefería el alcohol), Coleridge, Shelley, Byron, Keats, Scott, Wordsworth, Goethe, Novalis, Jovellanos, Goya, Baudelaire, Gautier, Nerval, Delacroix, Rimbaud, Verlaine, Apollinaire, Pushkin, Tolstoy y Dostoyevski. Pero ninguno de ellos construyó un relato tan maravilloso sobre su adicción al opio como lo hizo el gran Thomas De Quincey.

miércoles, 27 de marzo de 2019

El sentido de la vida


Si el filósofo llama a esa esencia de la vida que está en mí y en todo lo que existe «idea», «sustancia», «espíritu» o «voluntad», no dice más que una sola cosa, esto es, que esta esencia existe y que yo soy esa misma esencia, pero por qué existe él no lo sabe, y, si es un pensador riguroso, no lo responde. Y pregunto yo: «¿Por qué existe esa esencia y qué resultará del hecho de que ella es y será?». Y la filosofía no solo no da una respuesta, sino que todo lo que puede hacer es esa pregunta.
León Tolstoi, Confesión

La solución del problema de la vida está en la desaparición de este problema. (¿No es esta la razón de que los hombres que han llegado a ver claro el sentido de la vida después de mucho dudar, no sepan decir en qué consiste este sentido?)
Ludwig Wittgenstein, Tractatus Lógico-Philosophicus, § 6.521


Siempre digo que las tres cuestiones metafísicas fundamentales preguntan sobre la existencia de Dios, del libre albedrío y de la inmortalidad de las conciencias individuales, y olvido esta otra pregunta, casi tan fundamental como las tres primeras: ¿Cuál es el sentido de la vida? Pero quien se pregunta esto así, a secas, está presuponiendo que la vida tiene sentido, lo cual no está demostrado. La pregunta prioritaria es entonces: ¿Tiene sentido la vida? Cada cual, de acuerdo a lo que sus intuiciones le dictan —porque aquí la razón y la empiria no tienen jurisdicción— responderá con o con no. Si responde con no, se acabó el problema —el problema del gnoseológico; empezarán otros problemas mucho más graves—; si responde con , recién ahí toca preguntarse qué sentido tiene, pero lo que no corresponde de ninguna manera es esperar una respuesta lingüística de tal interrogante. El interrogante tiene respuesta, pero no es una respuesta que pueda escribirse o dictarse. Cuando Wittgenstein dijo que de la ética conviene no hablar, se refería específicamente a este tipo de preguntas iniciáticas, cuyas respuestas estarán siempre viciadas de falsedad. “La ética, en la medida en que surge del deseo de decir algo sobre el sentido último de la vida, sobre lo absolutamente bueno, lo absolutamente valioso, no puede ser una ciencia” (Conferencia sobre ética, p. 43). El objetivo final de la ética, para Wittgenstein, es trascendental, lo que significa, entre otras cosas, que no puede analizarse. Así lo gráfica de manera muy didáctica Enrique Calderón Rodríguez:

Se puede ahorrar a un estudiante de medicina que descubra por sí mismo la cura contra la tuberculosis gracias a que puede aprender la naturaleza de tal enfermedad a través del conocimiento científico médico que sobre tal existe hoy en día. Tal conocimiento sobre la tuberculosis se ha podido descubrir sobre la base de que es un hecho que acaece en el mundo y, por extensión, susceptible de definición científica, de transmisión y de aprendizaje conceptual lingüístico. Pero en lo referente al sentido de la vida, no le podemos ahorrar a tal estudiante que lo descubra por sí mismo pues, aplicando la filosofía de Wittgenstein, al ser de naturaleza inefable no puede cristalizar en forma de definición análoga a la de la tuberculosis. Por consiguiente, ese estudiante solo podrá aprehenderlo a través de su propia experiencia y de la reflexión filosófica que sobre esta vaya desarrollando (La filosofía como terapia en Ludwig Wittgenstein, p. 37).

Algunos lectores del Tractatus Logico-Philosophicus de Wittgenstein tomaron este silencio que recomendaba como una muestra de desprecio hacia las cuestiones éticas, pero significaba todo lo contrario. Son tan, pero tan importantes estas cuestiones, que no se pueden expresar ni explicar a través de un medio comunicativo tan insuficiente como la palabra. Se explican de otra manera, de manera mística o intuitiva. De manera, podríamos decir también, religiosa. Es por eso que los sistemas éticos que no incluyen dentro de su aparato explicativo la religión, la intuición o la mística, permanecerán por siempre incompletos.

domingo, 21 de mayo de 2017

Las refutaciones de Vaz Ferreira a la conciencia religiosa de William James

Es imposible para el que aspire dar al pueblo una cultura más elevada, dejar de comprender que la religión le es indispensable como principal resorte educador para desarrollar en él el sentido de lo ideal, que, si el progreso pretende abandonar este factor, no hace más que favorecer tendencias hostiles a la civilización, y que, en fin, a pesar de esto, las confesiones tradicionales de la religión no pueden servir de sostén a una era de desenvolvimiento intelectual, con la cual sus principios fundamentales la colocan en abierta contradicción.
Eduard von Hartmann, La religión del porvenir

La única cosa que puede unir a la humanidad es la conciencia religiosa.
León Tolstoi, “Guerra y revolución”

En ese mismo libro que alguien tituló Tres filósofos de la vida y que recopila ensayos y artículos de Carlos Vaz Ferreira relacionados con James, Nietzsche y Unamuno, se pueden leer las anotaciones que Vaz Ferreira colocó en los márgenes de Las variedades de la experiencia religiosa mientras lo leía. Son acotaciones ácidas por lo general, propias de un hombre que considera que la religiosidad es más perjudicial que benéfica para el mundo en que vivimos. William James creía todo lo contrario (al menos ese era su espíritu en el tiempo en que dictó esas conferencias) y Vaz Ferreira, atento a esto, leyó el ensayo con la clara intención de refutarlo en sus tesis principales. Existe, por ejemplo, una acotación al margen de este significativo párrafo de James:

Las mentes de los hombres, tal como frecuentemente se ha dicho, están construidas en compartimentos herméticos. Vidas religiosas, hasta cierto punto, poseen muchas otras cosas además de su religión e inevitablemente contienen embustes y asociaciones impías. De las bajezas que comúnmente se atribuyen a la religión, casi ninguna de ellas, por lo tanto, es atribuible en absoluto a la propia religión, sino más bien al perverso compañero práctico de la religión, el espíritu de  dominio colectivo. Y los fanatismos, a su vez, pueden atribuirse en buen número al perverso compañero intelectual de la religión, el espíritu de dominio dogmático, la pasión de promulgar la ley en forma de sistema teórico absolutamente cerrado. El espíritu clerical es la suma de estos dos espíritus de dominio, y os suplico que nunca confundáis el fenómeno de simple psicología colectiva o tribal que ofrece con aquellas manifestaciones de la vida puramente interior que son el objeto exclusivo de nuestro estudio. Las persecuciones de judíos, la caza de albigenses y valdenses, el apedreamiento de cuáqueros, los chapuzones de metodistas, el asesinato de mormones y la matanza de armenios expresan mucho mejor la neofobia aborigen humana, aquella agresividad de la que todos compartimos los vestigios y aquel odio innato hacia el extraño y hacia los hombres excéntricos o no conformistas, que no la piedad positiva de los diversos responsables. La piedad es la máscara, la fuerza interior es el instinto tribal. Vosotros creéis tan poco como yo, a pesar de la unción cristiana con que el emperador alemán dirigió sus tropas hacia China, que la conducta que sugería y en la que otros ejércitos cristianos fueron más lejos que ellos, tuviera nada que ver con la vida interior religiosa de aquellos que participaban en la expedición (Las variedades de la experiencia religiosa, tomo II, cap XIV, pp. 376-7).

Dice al respecto Vaz Ferreira:

No habría derecho a razonar así llamándose William James. Claro que los instintos agresivos, intolerantes, son humanos; pero hay cosas que los excitan, fomentan, mantienen; la religión es medio de cultivo para ellos; medio optimum, en el sentido de la bacteriología (Tres filósofos de la vida, p. 102).

Pero entonces, si la religión excita, fomenta y mantiene los instintos agresivos del ser humano, y por eso conviene desactivarla por completo, ¿por qué no desactivar también la idea de gobernabilidad, la existencia de todo gobierno nacional, puesto que las mayores matanzas de la historia universal, como por ejemplo las perpetradas en la primera y segunda guerras mundiales, o las guerras de conquista griegas y romanas, o las invasiones napoleónicas, o la revolución rusa, tuvieron como transfondo y como excitante exclusivo la expansión o el mantenimiento de un determinado tipo de gobierno político? Vaz Ferreira no era un anarquista, de ningún modo abogaba por la eliminación de los gobiernos, pese a que los gobiernos, en diferentes épocas y lugares, han masacrado poblaciones civiles en una proporción de diez a uno comparado con las masacres perpetradas por motivos religiosos. Es como si se indignara porque un criminal asesinó a una persona e hiciera la vista gorda con otro que asesinó a una familia completa. En todo caso, dirá Vaz Ferreira, las ventajas que reporta la existencia de los gobiernos superan a los crímenes que se cometen en su nombre y por eso es deseable que los gobiernos existan. Pues lo mismo diría James, y digo yo, respecto de la existencia de las religiones y del sentimiento de religiosidad. Y con mayor coherencia, porque los religiosos no han masacrado a tanta gente como los políticos.
Explica James, en el párrafo inmediatamente anterior al anteriormente citado, cómo la religiosidad de algunos pocos iluminados que se adelantan a su época, cuando se impone y se asume como dogma dentro de una corporación eclesiástica, degenera y se vuelve tóxica:

Una genuina experiencia religiosa de primera mano [...] parece destinada a constituir una heterodoxia para sus testigos, y el profeta a aparecer como un simple y solitario loco. Si su doctrina es bastante contagiosa para difundirse a otros, se convierte en una herejía definida y clasificada. Pero si todavía entonces resulta ser bastante contagiosa para triunfar sobre la persecución, se hace ortodoxia, y cuando una religión se convierte en ortodoxia se ha terminado su espiritualidad; la fuente se seca, los fieles viven exclusivamente de segunda mano y lapidan a los profetas. La nueva Iglesia, a pesar de las bondades humanas que pueda fomentar, debe contarse, de ahora en adelante, como un aliado incondicional de cualquier intento de reprimir el espíritu religioso espontáneo y de detener la tardía efervescencia de la fuente de la que en días más puros extraía su reserva de inspiración. A no ser, claro está, que adoptando nuevos impulsos del espíritu pueda hacer de ellos su capital y usarlos para sus designios corporativos egoístas. De la acción de esta suerte de política, más pronto o más tarde adoptada, los tratos de la Iglesia romana con muchos santos y profetas nos proporcionan bastantes ejemplos para nuestra instrucción.

La réplica de Vaz Ferreira es la siguiente:

Ya he dicho que el método pragmatista [...] falsea y deteriora la inteligencia. ¡Cómo es posible ver eso, sentir eso y escribir eso, y no entender que lo que se está haciendo con tanta altura afectiva y tanto talento es la descripción del desarrollo de los frutos! (que son, así, malos) (Tres filósofos de la vida, p. 103).

Se indigna Vaz Ferreira porque el método pragmatista, como ya hemos visto, prioriza las consecuencias prácticas de las ideas por sobre la veracidad (en el sentido clásico) de las mismas (como dice el Evangelio, “por sus frutos los conoceréis”; San Mateo es el primer pragmatista). Entonces, si lo que le interesa al pragmatismo son las consecuencias prácticas de una acción o de una idea, y si las consecuencias prácticas de la religiosidad, a la postre y cuando esta religiosidad se torna ortodoxia, devienen secas de espiritualidad y egoístas, no es lícito, según Vaz Ferreira, que James se olvide de estas consecuencias o las despache con el expediente de que lo que a él le interesa es la religiosidad interior, individual, y no la ortodoxia religiosa comunitaria e institucionalizada (“propongo que en estas conferencias ignoremos por entero la vertiente institucional [...] y nos limitemos tanto como nos sea posible a la pura y simple religión personal”; tomo I, p. 42)[1]. Yo puedo estar de acuerdo con Vaz Ferreira en que el método pragmatista, sobre todo cuando trata la cuestión de lo que significa la verdad en el sentido epistemológico de la palabra, “falsea y deteriora la inteligencia”; pero en este caso en particular no se está falseando nada, porque lo que se está investigando es si la religiosidad es una cualidad deseable o indeseable dentro de la sicología de las personas, y para investigar eso es necesario, no hay otro camino, que el de recurrir a la experiencia y averiguar si en los casos conocidos el sentimiento religioso ha producido más cantidad de frutos comestibles que de frutos venenosos o a la inversa. James no niega ni esconde la venenosidad de estas consecuencias postreras de la religiosidad interior, pero en el balance total entiende que los beneficios de abrir el corazón a la religión son superiores a los costes, que un mundo sin religión, en general, sería más triste que un mundo religioso. Y yo, sin ser pragmatista, opino lo mismo, y por eso he catalogado a la religiosidad como una virtud relativa y no absoluta, porque sus consecuencias no son siempre buenas, pero son, en un sentido estadístico, generalmente buenas (ver anotaciones del 23/9/8).
Habla después James de lo nocivo que resulta para el espíritu religioso de la gente el suponer que Dios es un ente susceptible de ofenderse:

Una consecuencia inmediata de esta condición mental son los celos por el honor de la deidad. ¿Cómo puede el devoto demostrar mejor su lealtad sino por medio de la susceptibilidad al respecto? La ofensa más pequeña le ha de molestar; los enemigos de la deidad deben avergonzarse. En mentes demasiado estrechas pero de voluntad activa, esta ansiedad puede llegar a ser una preocupación absorbente; las cruzadas han sido siempre predicadas y las matanzas instigadas por la única razón de reparar una supuesta ofensa a Dios. Las teologías que representan a los dioses como conscientes de su gloria y las Iglesias con políticas imperialistas han conspirado para atizar este temperamento hasta el paroxismo, de manera que la intolerancia y la persecución han podido parecer a veces inseparables de la santidad (Las variedades de la experiencia religiosa, tomo II, cap XIV, pp. 381).

Ante esto, Vaz Ferreira vuelve a la carga con parecidos argumentos:

“Han podido parecer…”. James, extraño en esto a su temperamento, prescinde de la real naturaleza humana, y razona como un lógico, no sobre lo que es psicológicamente, sino sobre lo que debería y podría ser. Sean o no inseparables, de hecho, son inseparados, de modo que, por el método de James, hay que condenar el árbol. El lector tiene que haber comprendido bien, ya, que si es posible intentar con más o menos éxito la justificación de las religiones por diversos métodos, hay un método, sin embargo, por el cual la justificación de las religiones es completamente imposible, y es justamente el de juzgarlas por sus frutos (Tres filósofos de la vida, p. 104).

Y como Vaz Ferreira se repite, me repito también: Si la religión no es justificable por este fruto (el fanatismo), y por eso merece desaparecer, que desaparezca también el Estado en sus diferentes manifestaciones nacionales y que nadie nos gobierne, pues ha sido mucho más deletéreo el fanatismo político que el religioso (Bin Laden, o el mismísimo Mahoma, comparados con Hitler o con Stalin, han sido unos miserables porotos). Pero Vaz Ferreira, como buen burgués, no desea esto, no quiere prescindir del principio de autoridad, de un Estado que nos controle, nos premie y nos castigue; he ahí la inconsecuencia. Y se puede ir más adelante aún para demostrar la sinrazón del razonamiento del uruguayo: puesto que como consecuencia del tránsito vehicular mueren cientos de personas al día, puesto que los “frutos” del árbol-automotor son estos, lo sensato es volver a la carreta y al pedestrismo, y lo mismo para los aviones y los buques. Vaz Ferreira resultó, a la postre, un ludita, un partidario de regreso a la edad de piedra.
Dice James que “el fanatismo solo se encuentra allí donde el carácter personal es dominante y agresivo” (ibíd., p. 382). Responde Vaz Ferreira que “no hay tipos fijos: lo que hay es que la religión tiende a fanatizar, y unos hombres se fanatizan más y otros menos, según su temperamento; pero la tendencia es esa” (ibíd., p. 105). La religión tiende a fanatizar, dice; ¿y la política partidaria no? Por mi parte, me he topado con decenas de personas fervorosamente religiosas que, sin embargo, no han colocado bomba ninguna en ningún edificio ni han apedreado a ninguna prostituta. Vaz Ferreira toma la parte por el todo y supone que casi todos los devotos, o al menos la mayoría, son fundamentalistas. (Tampoco yo supongo que casi todos los activistas partidarios de algún régimen político son proviolentos y anhelan liquidar a sus opositores.)
Por sus frutos los conoceréis. La religiosidad, a lo largo y a lo ancho de la historia, ha dado frutos buenos y malos.

Ahora bien: en los juicios de valor, no hay demostraciones, ni apreciaciones cuantitativas posibles. No cabe, así, demostración decisiva, al comparar los frutos buenos y los malos de la religión, de que los unos exceden a los otros: eso se siente (Tres filósofos de la vida, p. 118).

Vaz Ferreira “siente” incontestablemente que los frutos malos de la religiosidad superan a los buenos en cantidad y calidad:

Los frutos… ¡Hay que representárselos todos! Por un lado, es cierto, las consolaciones y “la ciega esperanza” [...]. Pero, por otro, el terror, las hogueras, las mutilaciones, el egoísmo, la disolución de la familia y de los afectos, la maldición al amor y a la belleza, la intolerancia, las guerras religiosas… En los frutos producidos de hecho, el mal excedió al bien [...]. Ni en el Renacimiento ni mucho después todavía, uno solo de los grandes hombres biografiados escapó a la persecución religiosa. [...] Este solo fruto inclina la balanza en contra, sin remisión. Lo que hay es que, como la libertad de pensamiento ya está adquirida, somos incapaces de apreciar aquel fruto en su espantoso horror (ibíd., pp. 118-9).

¿La libertad de pensamiento ya está adquirida? Vaz Ferreira escribe esto en 1907; si lo hubiera escrito después de la revolución rusa no habría pensado lo mismo. Los bolcheviques y los nazis asesinaron a millones por pensar distinto y sin ningún motivo religioso que los provoque. No por ello, insisto hasta el hartazgo, hay que condenar a todos los sistemas político-gubernamentales por los crímenes que los nazis y los bolcheviques cometieron. Del mismo modo, nadie niega que la Iglesia Católica haya cometido crímenes atroces; pero critiquémosla a ella por esos crímenes y no al resto de las religiones o a la religiosidad en general. Torquemada no es la religión, lo mismo que el partido nazi no es la política. Vaz Ferreira no lo entiende así, y se pone patético:

Pero es que no entendemos. Porque hay que entender, entender, ENTENDER; y solo en momentos excepcionales, por un gran esfuerzo o por un azar psicológico, entendemos lo que es esto: quemar a un hombre porque no piensa de un modo…; quemar a un hombre porque no piensa de un modo; QUEMAR A UN HOMBRE PORQUE NO PIENSA DE UN MODO… ¡Pueda el lector sentirlo a fondo! (ibíd., p. 119).

Quemarlo o gasearlo, esa es la cuestión. La Iglesia Católica quemaba gente; la Iglesia Católica es una institución religiosa; luego, la religiosidad es un cáncer social. Parece mentira, pero Vaz Ferreira razona así. Entonces yo podría razonar: el nazismo gaseaba gente (y gaseó mucha más gente que la que la Inquisición quemó); el nazismo fue un partido político; luego, la política partidaria es un cáncer social. Y es que en realidad, si analizásemos bien las cosas, comprenderíamos que no hay diferencia entre los gaseamientos nazis y las hogueras inquisitoriales. Se dice que los inquisidores mataban por motivos religiosos. Total patraña. Mataban por motivos políticos, porque la Iglesia, amén de ser una institución religiosa, es además, y fundamentalmente, una institución política, y más en aquella época en la que el poder terrenal era manejado, en iguales proporciones, por el rey y por el Papa o el obispo que lo representaba. Si alguien supone que Giordano Bruno murió quemado por causa del dogma de la santísima Trinidad, errado está de pies a cabeza. Murió quemado porque sus doctrinas minaban el poder político de la Iglesia, evidenciando la insensatez de sus posturas y restándole así fieles prosélitos que le reportaban pecuniarias ganancias. Para decirlo en modo seco, Giordano Bruno le restaba dinero a la Iglesia, le hacía perder dinero, y con la pérdida de dinero le hacía perder poder político, y por eso lo quemaron. Con la religiosidad a otra parte. Vaz Ferreira supone que a los inquisidores los movía la fe cuando lo cierto es que los movía el ansia de conservar sus posesiones, su espacio dentro del tejido social, su influencia y su papel de consejeros del pueblo. Los movía, en resumen, la política. Puede que algunos inquisidores actuaran por celo religioso. Los que obedecían órdenes, los de bajo rango, posiblemente; pero los que ordenaban, los que movían el tablero, no lo movían religiosa, sino políticamente. Pertenecían a una institución religiosa, sin duda; pero echarle la culpa de estos crímenes al celo religioso es como maldecir a la meteorología y hacer campaña para que deje de pronosticarse el clima porque un asesino que disparó sobre una multitud causando decenas de víctimas… era meteorólogo. El caso de los criminales musulmanes que, bomba al pecho, entran en un restaurante y hacen desastres, es bien distinto: aquí sí que hay celo religioso, no podemos decir aquí que los móviles son políticos. Pero estos casos no son la norma sino la excepción dentro de la experiencia religiosa, y a lo sumo lo que demandan estas situaciones es la desaparición del islamismo como religión, no la desaparición de todas las religiones en bloque, y lo mismo si se juzgan como religiosos los crímenes del catolicismo. ¡Que desaparezca la Iglesia Católica si llegamos a la conclusión de que ha traído más desdichas que bienaventuranzas! A mí no me va nada en ello, y hasta quizá me alegraría[2]. Pero guarda el hilo, que no todo el que calza sotana es un religioso y actúa religiosamente. Saber diferenciar cuándo un crimen que se comete en el marco de una disputa religiosa es, en cuanto a su motivo intrínseco, un crimen religioso y cuándo un crimen político, o incluso de otro orden, es la clave para comprender qué hay de cierto en eso de que del árbol de la experiencia religiosa penden frutos venenosos y casi nada de alimento, como supone Vaz Ferreira.



[1] Esta constante apelación a la religiosidad interior la heredó de la teología de su padre: "Henry James destacaba la obligación de huir de las formas, de las instituciones religiosas. [...] Consideraba que la religión era una revelación personal y original, y que al institucionalizarla se volvía algo indeseable" (Izaskun Martínez Martín, William James y Miguel de Unamuno, p. 60).
[2] Al catolicismo debemos, por ejemplo, esta prescripción de San Pablo en su primera carta a los Corintios, 10.25: "De todo lo que se vende en la carnicería, comed, sin preguntar nada por causa de la conciencia". Este tipo de pensamientos ha traído, si sumamos las diversas ramificaciones de las cadenas causales, mucha más iniquidad al mundo que la totalidad de los juicios inquisitoriales.

domingo, 27 de julio de 2014

La verdadera grandeza de León Tolstoi

No puedo compartir la ilusión temporal de algunos amigos míos que parecen estar seguros de que mis obras deberán ocupar un lugar en la literatura rusa.
León Tolstoi, Correspondencia, carta a William Ralston del 27 de octubre de 1878

Se lo conoce a Tolstoi, fundamentalmente, por dos de sus obras: Guerra y paz y Ana Karenina. Según la Wikipedia, Guerra y paz "es una de las obras cumbres de la literatura rusa y sin lugar a dudas de la literatura universal", pero Tolstoi no compartía esta opinión. En una carta fechada el 6/1/1871 dirigida a su amigo Afanasi Fet, se lee:

Ya no estoy escribiendo y nunca más volveré a escribir prolijas paparruchas del tipo Guerra y paz. Acepto mi culpa, y juro que no volveré a hacerlo nunca más (Correspondencia, p. 312).

Más tarde confirma este juicio --o mejor dicho lo potencia-- desde una carta dirigida a Alexandra Tolstaia que data de finales de enero o principios de febrero de 1873:

No piense que no fui sincero cuando le dije que en este momento Guerra y paz me resulta repugnante. Hace unos días tuve que echarle una mirada para decidir si debo hacer o no correcciones para la nueva edición, y soy incapaz de transmitirle el arrepentimiento y la vergüenza que sentí al revisar muchos de los pasajes. Era un sentimiento semejante al que experimenta una persona cuando ve las huellas de una orgía en la que participó (ibíd., p. 336).

Y sobre el final de su vida, cuando lo único que le interesaba era la propagación de la ética cristiana, asienta en su diario:

Personas que deberían odiarme porque destruyo sus puntos de vista cuasi religiosos, me aman por tonterías como Guerra y paz, etcétera, que consideran muy importantes (6/12/1908).

Con Ana Karenina sucedió algo parecido, o peor, porque no había culminado de concebirla cuando ya comenzó a detestarla:

... Ahora me voy a poner a la aburrida y trivial Ana Karenina y le ruego a Dios que me conceda la fuerza que necesito para sacármela de encima lo más rápidamente posible para liberar el espacio: me hace mucha falta el tiempo libre, no para dedicarme a mis tareas pedagógicas, sino a otras, por las que me siento todavía más atraído. [...] ¡Dios mío, si alguien pudiera terminar Ana Karenina por mí! Me resulta insoportablemente repulsiva (cartas a Nikolái Strájov del 25/8 y 8/11/1875; Correspondencia, pp. 362 y 365).


Las otras tareas, para las cuales requería Tolstoi mayor tiempo libre, eran sus escritos religiosos. Su tarea evangélica comenzaría en noviembre de 1875 con un ensayo sobre el significado de la religión y terminaría 35 años después, junto con su vida. Por eso despreció y renegó de estas dos novelas, porque no había en ellas moraleja ni mensaje religioso, ni mucho menos cristianismo primitivo. Todo lo que no fuese difundir el mensaje de Jesús, de Jesús y de tantos otros que lo precedieron y lo sucedieron, el mensaje de la no violencia y de la irresistencia al mal, le fue pareciendo Tolstoi, con el correr de los años, cosa sin importancia, paparrucha. Muchos otros, sin dudas la mayoría en este momento, opinan lo contrario. Alejandro Dolina por ejemplo, entiende que Tolstoi ha sido grande, uno de los más grandes escritores que jamás hayan existido, por haber escrito fundamentalmente Guerra y paz y Ana Karenina. Dice que como escritor ha sido un gigante, pero lo tiene en poca estima en cuanto a su rol de pensador filosófico y divulgador religioso. Yo no soy capaz de criticar a Tolstoi en tanto escritor porque no he leído ninguna de estas dos obras que, se supone, constituyen la cima de su genio y su talento; pero sí soy capaz de criticar al otro Tolstoi, al que no se detenía en paparruchas, y lo juzgo genial y talentoso, no por la forma, que es excelente desde luego, sino por el fondo, por el poso de verdad que mora debajo de su prístino licor, bebida vieja elaborada en un nuevo alambique ruso y no apta para paladares groseros. Los paladares groseros, frente a una banana, siempre se comportarán desechando el fruto y comiéndose la cáscara. No digo que leer Guerra y paz o Ana Karenina constituya una experiencia similar a deglutir una cáscara de banana; digo que dedicarles tiempo a estas obras en lugar de dedicárselo a los ensayos y los artículos posteriores de Tolstoi es algo parecido a despreciar una fruta madura, la más dulce y nutritiva fruta, con la excusa de que la cáscara es más colorida y aromática. ¡Que les aproveche, ordinarios comensales! Y cuidado con las consecuencias, con la metabolización del producto, porque tal vez no sea una cáscara de banana, sino de nuez o de almendra, lo que ingieren para matar el hambre. Desechen el fruto y riéguenlo a su paso, así quedará más para nosotros, para los que no nos deslumbramos con el exterior sino con el más interior de los alimentos.

sábado, 26 de julio de 2014

Tolstoi misógino

 Las mujeres nunca descubren nada. Les falta, desde luego, el talento creador reservado por Dios para inteligencias varoniles; nosotras no podemos hacer nada más que interpretar mejor o peor lo que los hombres han hecho.
Pilar Primo de Rivera

Zoe. --Solo quiero preguntarle una cosa: ¿cómo hace para escribir tan bien sobre las mujeres? 
Melvin. -- Pienso en un hombre y le quito la razón y la responsabilidad.

 Jack Nicholson como Melvin Udall en Mejor... imposible

La misoginia de Tolstoi era proverbial. He aquí un muestreo que lo certifica:

... Y de pronto me quedó claro cómo y por qué las mujeres son fuertes. Por su frialdad y por su capacidad de mentira, de astucia, de adulación de las que, debido a la debilidad de su pensamiento, no son responsables (Diarios, 31/8/1884).

El reino de las mujeres es una desgracia. Nadie es capaz como las mujeres [...] de hacer tonterías y suciedades de una manera pulcra y hasta gentil y sentirse plenamente satisfechas (3/3/1889).

Una buena vida conyugal solo es posible si la mujer tiene la convicción consciente [...] de someterse siempre a su marido (5/8/1895).

Desde hace setenta años mi opinión sobre las mujeres no hace sino bajar, y es necesario que baje más y más todavía. ¡La cuestión femenina! ¡Por supuesto que hay una cuestión femenina! Solo que no es para que las mujeres se pongan a dirigir la vida, sino para que dejen de arruinarla (20/11/1899).

Las mujeres tienen dos únicos sentimientos: el amor por los hombres y el amor por los hijos; lo demás son sentimientos que se derivan de estos, como el amor a la ropa fina pensando en los hombres y el amor al dinero pensando en los hijos. Todo el resto es cerebral, es imitación de los hombres, son medios para atraerlos, fingimiento, moda (19/3/1901).

La compañía de las mujeres es útil porque puedes ver que no debes ser como ellas (2/8/1909).


Una persona con una visión cristiana del mundo no puede aceptar, se sobrentiende, que solo se le adjudiquen derechos a los hombres o que no se respete o se ame a una mujer como un ser humano cualquiera, pero afirmar que la mujer tiene las mismas fuerzas espirituales que el hombre, afirmar sobre todo que la mujer puede guiarse por la razón como el hombre, que puede confiar en la razón tanto como él, es exigir de la mujer aquello que no puede dar. No hablo de las excepciones, estoy hablando de la mujer media y del hombre medio. Inútil exasperarse con ella ante la suposición de que no quiere hacer aquello de lo que es incapaz, para lo que su razón no tiene el imperativo categórico (Correspondencia, carta a Alexandr Dunáiev, junio de 1891).

En esta cuestión --en la misoginia--, Tolstoi ha superado a todos, a Schopenhauer inclusive. Lo que hay que responder ahora es si tienen o no visos de certeza todas estas declamaciones. Y sí, creo que algunas lo tienen, pero Tolstoi exagera hasta el infinito algunos de los defectos del sexo débil, al punto de que pareciera que lo culpara de casi todos los males que en la tierra existen. ¿Y por qué habrá sido que les tomó a las mujeres, en su conjunto, tanta ojeriza? Una mujer, la mujer a la que más odió y a la que más amó, cree tener la respuesta:

Me quedé de piedra con lo que me dijo ayer L. N. sobre la cuestión de la mujer. Proclamó, como siempre, que estaba en contra de la emancipación femenina y de la llamada "igualdad de derechos", pero fue más allá y afirmó que, al margen del trabajo al que la mujer pueda dedicarse --la enseñanza, la medicina, el arte--, ellas solo servían realmente para una cosa, y esa cosa era el sexo. [...] Esto me produjo una enorme indignación, y le recriminé esa actitud de perpetuo cinismo ante la mujer, que tanto me ha hecho sufrir. Le dije que la razón de que viera así a las mujeres era que no había tratado con una sola mujer decente antes de los treinta y cuatro años (Sofía Tolstoi, Diarios (1862-1919), 18/2/1898).


O, más plausiblemente, podría decirse que creció sin el calor de una madre amorosa y esa falta de amor en sus primeros instantes de conciencia plena puede que haya redundado en un resentimiento hacia todas las mujeres. He aquí otro de los puntos flojos de Tolstoi, un prejuicio psicológico que obstruye su capacidad de análisis crítico, prejuicio que, pese a que no pocos me tacharán también a mí de misógino, yo no poseo, seguramente porque tuve la suerte de crecer hasta los 32 años bajo el cuidado y el amor de mi querida madre.

jueves, 24 de julio de 2014

Publicar solo posmorten

"La abundancia de escritos es una calamidad", dice Tolstoi. Coincido. Y prosigue: "Para escapar a ella, hay que establecer la costumbre de avergonzarse de publicar en vida: solo después de la muerte. ¡Cuánto sedimento se asentaría y qué agua tan pura correría!" (Diarios, 28/2/1889). Esta regla --que, para variar, Tolstoi nunca siguió-- me parece inteligente y ética en grado sumo: echa por tierra todos y cada uno de los móviles vanidosos y pecuniarios que incitan al 99% de los escritores a llevar sus trabajos a la imprenta. El inconveniente radica en que si no dejamos preparado el camino, y de repente nos morimos, lo más probable es que nuestros trabajos se pierdan en el éter y que nadie jamás los lea, y bien dice Tolstoi que "adquirir conocimientos y no transmitirlos es verdadero onanismo" (ibíd., 28/7/1884). Adquirir conocimientos y transmitirlos, transmitirlos de puño y letra justo después de que uno ya esté bien podrido en el cajón; he ahí el ideal. Pero para que tal ideal se concrete, es menester allanar el camino, lo cual puede hacerse de dos maneras: 1) procurándose un confiable y solvente albacea literario, o 2) cuando uno sienta que la muerte se aproxima, comenzar a conspirar para que sus trabajos no caigan en el anonimato, dándolos convenientemente a publicidad pese a no estar muerto todavía. De estas dos opciones, la más recomendable, sin dudas, es la primera, porque nos habilita para seguir escribiendo libre de vanidades hasta el final de nuestros días. Pero el hecho es que yo, por ahora, no he podido encontrar algo parecido a un albacea, y mientras este albacea no aparezca seguiré conspirando para publicar mis libros un poco antes de morir. El año establecido es el 2043; tendré para ese entonces 74 años. Podría suponer que viviré muchos años y publicarlos aun más tarde, a los 80 o a los 90, pero no. El año establecido es el 2043 y así se quedará. Si después resulta que vivo algunos años más, y si debido a la publicación de mis libros cobro fama, tal vez me vea reducido --como le sucedió a Schopenhauer y un poco también a Tolstoi-- a la categoría de viejo vanidoso y engreído, pero creo que podré soportarlo.

miércoles, 23 de julio de 2014

El trabajo físico como auyentador de los vicios

Escribe Tolstoi:

He estado releyendo mi diario de la época en la que buscaba la causa de las tentaciones. Todo es absurdo, la única [causa] es la ausencia de trabajo físico intenso. No aprecio suficiente la felicidad de estar libre de las tentaciones después del trabajo. Es una libertad que uno compra a buen precio con el cansancio y el dolor muscular (Diarios, 24/6/1884).


Pues te diré, hermano León: hace ya tres años que vengo trabajando en continuado, duro y parejo, de sol a sol, cortando lonas, acarreando lonas, soldando lonas, y el cansancio y la fatiga muscular que me producen tales tareas raramente impiden que después de la faena diaria emerjan las mismas tentaciones de siempre. Tu receta, a mí, no me funciona.

martes, 22 de julio de 2014

Tolstoi, escritor invernal

"Ha salido de caza --comenta la esposa de Tolstoi--. En verano no se siente inspirado para escribir" (Sofía Tolstoi, Diarios (1862-1919), 31/7/1868). Tolstoi corrobora: "En verano con frecuencia se apodera de mí una imposibilidad física de escribir" (carta a Strájov del 23/4/1876, en Correspondencia, p. 375). Yo también prefiero el invierno para escribir. El verano, lo prefiero para vivir.

lunes, 21 de julio de 2014

Tolstoi, ¿adicto al sexo solitario?

   – ¿Sabías que Tolstoi se masturbaba como un mono?
   – ¡No!
   – Sí, se masturbaba todo el tiempo, el muy cabrón. Paseaba por los jardines de su finca de Yasnaia Poliana acompañado de su perro fiel y silencioso, y de vez en cuando paraba junto a un árbol y se metía la mano en el pantalón. [...] la sangre del inmortal cayendo sobre la blanca nieve del duro invierno, su valiosa semilla desperdiciada en la vasta llanura de la gran Rusia… 
Alicia Giménez Bartlett, Días de amor y engaños

Por la mañana --comenta Tolstoi--

tuve una erección muy fuerte, y cuando llegué solo a casa encontré a mi joven posadera en la cocina y le dije algunas palabras. Sin duda alguna está coqueteando conmigo [...]. Le doy gracias a Dios por la timidez que me dio: me está salvando de la corrupción (Diarios, 31/5/1852).

La timidez lo salvaba de la corrupción del amancebamiento, pero lo llevaba a otro tipo de corruptela venérea. Pasadas 48 horas, anota: "Después de la comida incurrí en mi antigua debilidad" (2/6/1852). ¿A qué antigua debilidad se refiere? Primero se levanta excitado y agarrotado, luego se entusiasma con una criada, que lo coquetea, pero no concreta nada con ella, y al poco rato incurre en esa misteriosa y antigua debilidad. Doy por sentado aquí que tal perífrasis no es más que un eufemismo para la palabra masturbación. Y es que el priapismo no doloroso, ese que se acompaña con apetito venéreo, cuando se presenta en el espíritu de un tímido suele desembocar en una cruda manuela. Yo lo sé, porque padezco de tal priapismo y de tal retraimiento, y creo que Tolstoi también lo sabía.

¡Como dos gotas de agua!

viernes, 18 de julio de 2014

Tolstoi vegetariano

Y en la cuestión del vegetarianismo, fundamental en una persona que se declara simpatizante de la no violencia, también he sido bastante más resuelto que mi gran antecesor. Recién el 2 de junio de 1884, a la edad de 55 años, escribe en su diario: "Hace dos días que comencé a no comer carne". Yo comencé a no comer carne en 1995, cuando tenía 26 años, y la dejé definitivamente en 1997, a los 28. Tardó Tolstoi el doble de años que yo en tomar esta lógica decisión[1]. Pero queda disculpada esta demora por dos atenuantes: el frío ruso, que dificulta la supervivencia en base a frutas y verduras, y sobre todo la carencia de información nutricional fidedigna en aquella época y aquellas latitudes. En la Rusia del siglo XIX no era tan sencillo convertirse al vegetarianismo como lo es ahora.



[1] Y un poco más también. En los Diarios (1862-1919) de Sofía Tolstoi, entrada del 9/3/1887, se lee: "Hace una semana que ha vuelto a ser vegetariano". Pareciera ser entonces que en 1884 intentó dejar de consumir alimentos cárnicos, pero no lo consiguió, convirtiéndose al vegetarianismo estricto recién en 1887.

miércoles, 16 de julio de 2014

El vicio del tabaco en Tolstoi y en mi propia persona

El matrimonio alejó a Tolstoi de su adición al juego, pero no pudo hacer lo propio con su adición al tabaco. Ya de muy joven, desde su entrada del 28/2/1851, se propone no fumar, pero le costará un suplicio cumplir ese programa. El 20/7/1852, escribe resuelto: "A partir de hoy dejo de fumar". No pudo ser. El 16/4/1884, 32 años después, se resigna: "Los intentos de no fumar son estúpidos. Es inútil luchar". Pese a lo cual se embarca de nuevo en su epopeya: "Estoy tratando de dejar de fumar" (1/5/1884); "Intenté no fumar. Estoy haciendo progresos" (12/5/1884). Y de nuevo, el choque con la realidad: "No puedo dejar de fumar" (29/5/1884).
En este vicio en particular, he superado a Tolstoi con tanta holgura como un auto de fórmula uno podría superar a una carreta. En el año 2000, luego de anoticiarme de que mi madre tenía cáncer de pulmón, yo, también fumador en ese entonces, escribí esta ritma a modo de desahogo:

     Amigo traicionero: no sueñes con victorias
que no están a tu alcance, que no vitorearás.
Te juro por mi madre que en estas mis memorias
te apagaré algún día y jamás te encenderás.

Y así fue: en la semana santa del 2004 me fumé mi último cigarrillo, apagándolo sobre aquella hoja de mi cuaderno en donde se alzaba la profecía. Y jamás volví a fumar, ni tabaco ni ninguna otra sustancia[1]. Así soy de resuelto en algunas cuestiones; otras me cuestan más.



[1] A decir verdad, en el año 2005 o 2006 le prendí un cigarrillo a una señora con mi propia boca y aspiré un poco de humo, pero fue solo una pitada.

miércoles, 2 de julio de 2014

El excremento del diablo

Un oráculo indeciblemente misterioso afirma que Cristo no volverá a la tierra hasta que no sea cristiano su pueblo [...] y, dejando de rastrillar el oro que cae del orificio excremental de Satanás, distribuya todos sus bienes entre los pobres, para seguir a aquel divino Pobre.
Giovanni Papini, Historia de Cristo

El del juego era uno de los vicios más enquistados en el corazón de Tolstoi, y le costó un gran esfuerzo abandonarlo. Perdió mucho dinero jugando las cartas, y cada vez que perdía tenía la ilusión de que sería la última, pero siempre recaía. El 13/12/1850 escribe: "Creo [que] dejaré de jugar. Me parece que ya no tengo la pasión por el juego", aunque añade, como sabiendo lo que pasará: "Pero no puedo poner las manos en el fuego, primero tengo que comprobarlo". Y lo bien que hizo en no poner las manos en el fuego. El 28/1/1855, anota: "Jugué al shtoss durante dos días y dos noches. El resultado es comprensible: lo perdí todo: la casa de Yásnaia Poliana[1]. Creo que no hace falta escribir al respecto, me resulto hasta tal punto desagradable que me gustaría olvidarme de que existo". Y menos de un mes después, vuelve la carga: "Perdí otros 80 rublos. [...] De nuevo quiero probar suerte en las cartas" (15/2/1855). "Ayer volví a perder 20 rublos-plata y no volveré a jugar nunca más" (17/2/1855). ¿Nunca más? Parece que no: "Por la mañana estuve enfermo, ruleta hasta las 6. Perdí todo" (26/7/1857). Esta historia, sin embargo, tiene final feliz: después de tantas promesas incumplidas, de tantas recaídas, Tolstoi por fin abandonó el juego allá por 1862. En ese año se casó, y a partir de ahí parece que jamás volvió a jugar en forma compulsiva (continuó jugando a las cartas --especialmente al vint-- con su familia y con algunos visitantes en su finca de Yasnaia Poliana, pero eso es totalmente diferente). El matrimonio llegó para Tolstoi con algunas desagradables sorpresas, pero en otros respectos lo ayudó a recomponerse: morigeró (un poco) su lascivia y amainó considerablemente su adicción al juego.
¿Qué fuerza era la que llevaba a Tolstoi a jugar compulsivamente? Él mismo, desde una entrada de su diario, esboza una explicación:

Hoy pesqué a mi imaginación en pleno trabajo. Estaba haciéndose un cuadro en el que yo tenía mucho dinero y lo estaba dilapidando y perdiendo en el juego, y esto me producía un placer enorme. No me gusta lo que se puede adquirir a cambio de dinero, pero me gusta tenerlo y luego no tenerlo: el proceso de dilapidarlo (29/11/1851).

 A mí me sucedió algo parecido allá por los comienzos de la década del 90, cuando, merced a mi empleo en Potigián, comencé a ganar dinero en forma regular y también, bastante regularmente, comencé a cruzar el Río de la Plata con mi amigo Guillermo Crespo en dirección a la ciudad uruguaya de Colonia para dilapidar algunos morlacos en el casino que allí se asentaba (en esa época no estaban permitidos los casinos en la ciudad de Buenos Aires ni en sus alrededores). Sentía que deshacerme del vil metal, del "estiércol del Demonio" como lo llamaba Papini, de esa manera tan estúpida, era en cierta forma un acto ético, una hidalguía. Lo que no comprendía era que la hidalguía estaba en deshacerse del dinero para dárselo los pobres, no para dárselo a los ricos propietarios del casino. Más tarde lo comprendí, y me prometí no entrar jamás a otro casino con intenciones lúdicas, promesa que también he cumplido a rajatabla hasta el presente (ingresé posteriormente a un par de casinos, pero no aposté). Ahora falta la otra parte, la parte que a Tolstoi también le faltó. Porque la idea primigenia, la de deshacerse lo más rápido posible de aquel estiércol del demonio que nos contamina el alma con su hedor y sus putrefacciones, esa idea es enteramente correcta, ética e hidalga; la incorrección estribaba en defecarlo allí y no en los sumideros correspondientes, en los barrios bajos, en donde por costumbre, tal vez por una mera cuestión gravitatoria, acaban los sumideros. Porque solo los pobres que allí viven tienen la propiedad, el don, de convertir esta mierda en abono y fertilizar con ella sus marchitas existencias. Así se produce la alquimia: trocar excremento por alimento. Lo cual es un bien para el pobre, desde luego, pero también para el rico, porque se desintoxica. A eso Tolstoi no llegó, como es bien sabido, y yo por ahora tampoco[2].



[1] Esta pérdida es aclarada en nota al pie por Selma Ancira, la traductora de estos Diarios: "Para poder pagar esta deuda de juego el edificio principal de la propiedad de Tolstoi en Yásnaia Poliana fue vendido a un propietario vecino en 5000 rublos-papel. Este lo hizo transportar a sus terrenos a unos 20 kilómetros de donde se encontraba originalmente.
[2] Nuestro fenomenal Papa Francisco, desde su homilía del día 20/9/13 (misa en Casa Santa Marta), coincide conmigo y con Papini en el carácter excrementicio de la moneda de cambio: "«No podemos servir a Dios y al dinero». No se puede: ¡O lo uno o lo otro! Esto no es comunismo. ¡Esto es Evangelio puro! ¡Estas son las palabras de Jesús! ¿Qué sucede con el dinero? El dinero te ofrece un cierto bienestar al principio. Esta bien, después te sientes un poco importante y llega la vanidad. Lo hemos leído en el Salmo cómo llega esta vanidad. Esta vanidad que no vale, pero tu te sientes una persona importante: esa es la vanidad. Y de la vanidad a la soberbia, al orgullo. Son tres escalones: la riqueza, la vanidad y el orgullo. «Pero, Padre, yo leo los Diez Mandamientos y ninguno habla mal del dinero. ¿Contra qué mandamiento se peca cuando uno hace una acción por dinero?» ¡Contra el primero! ¡Pecas de idolatría! Y este es el motivo: Porque el dinero se convierte en ídolo, y tú le das culto. Y por esto Jesús nos dice no puedes servir al ídolo dinero y al Dios viviente: o a uno o al otro. Los primeros Padres de la Iglesia --hablo del siglo III, más o menos, año 200, año 300-- usaban una palabra fuerte: «El dinero es el excremento del diablo». Es así. Porque nos hace idólatras y enferma nuestra mente con el orgullo, nos hace maníacos de cuestiones ociosas y nos aleja de la fe. Corrompe".

miércoles, 25 de junio de 2014

No leer novelas

Es más fácil escribir diez volúmenes de filosofía que llevar a la práctica una sola regla, no importa cuál.
León Tolstoi, Diarios, 17/3/1847

Algunas de las reglas generales que se autoimpuso Tolstoi y que después --por regla general-- casi nunca cumplió[1]. La del 15/5/1856, que en realidad son dos: "No dejar jamás escapar las ocasiones de placer y no buscarla jamás. Me impongo como regla eterna no entrar nunca en un solo cabaret ni en un solo burdel". En relación a la segunda oración, yo me impuse algo parecido en el 2010, y hasta el momento lo cumplí a rajatabla. En relación a lo primero, la regla es confusa; porque ¿qué tipo de ocasiones de placer no debemos dejar escapar jamás? Nadie duda de que la venganza implica placer, y placer de alto vuelo (en el sentido de la intensidad); sin embargo, creo que Tolstoi no ha seguido su regla en este tipo de ocasiones, y lo bien que hizo.
Otras reglas más tempraneras. La del 21/12/1850: "No leer novelas"[2], y una muy curiosa del 24/12/1850: "Jugar a las cartas solo en caso de emergencia". ¿Solo en caso de emergencia? ¿Qué tipo de emergencia amerita jugar las cartas? Yo haría un mix con estas dos reglas de Tolstoi y armaría una para mí: "No leer novelas, excepto en casos de emergencia". La última vez que se me presentó una emergencia de este tipo fue en el 2006, y la emergencia se llamaba Crimen y castigo. A partir de ahí jamás volví a leer una novela, y así me mantendré hasta que se me presente una nueva emergencia, vale decir, hasta que caiga en mis manos una novela digna de ser leída y encuentre la ocasión y el tiempo de leerla sin dejar de lado por ello mis preocupaciones filosóficas.




[1] Y el mismo Tolstoi era el primero en criticarse por esta inconsecuencia: "Es ridículo que habiendo comenzado a los quince años a escribir reglas, lo siga haciendo todavía ahora, casi a los treinta, sin haber creído ni haber seguido una sola, y no sé por qué sigo creyendo en ellas y deseándolas" (Diarios, 11/6/1855).
[2] Más tarde explicará: "La lectura de los periódicos y de las novelas es algo parecido al tabaco: un medio para olvidar" (1/12/1888)

martes, 24 de junio de 2014

Tolstoi, experto en lascivia

No logro dominar la lujuria, más aún porque esta pasión, en mí, se ha convertido en costumbre.
León Tolstoi, Diarios, 19/6/1850
 
Si existió alguien que pudiese definir la lascivia, ese alguien era León Tolstoi:
 
"Lascivo" no es una injuria, sino [...] un estado de inquietud, de curiosidad y de necesidad de novedad, que se desprende de relaciones que tienen como fin el placer no con una persona, sino con muchas. Como el alcohólico (Diarios, 19/8/1889).
 
Pero la comparación con el alcohólico no es del todo exacta, porque un alcohólico puede tomar vino y nada más que vino, o cerveza, o whisky o lo que sea, sin jamás serle infiel a su bebida de cabecera, mientras que una persona lujuriosa, por definición, anhela la variedad, desea yogar con cuanta persona se le cruza por su camino --de preferencia, personas desconocidas.

Continúo la entrada en donde la dejé: "Uno puede intentar contenerse, pero un alcohólico es un alcohólico y un lascivo es un lascivo: en cuanto bajan la guardia, recaen. Yo soy un lascivo". Yo también. Y mi guardia, desde hace unos tres años, está bien alta y no me permite sucumbir a ninguno de los platillos que se me ofrecen. ¡Pero me muero de ganas!...

martes, 17 de junio de 2014

¿La gloria o la virtud?

"Soy viejo", dice Tolstoi ¡cuando apenas cuenta con 23 años! Pero continúo, que lo más interesante viene ahora:

Soy viejo, el tiempo del desarrollo ya pasó o está pasando; sin embargo a mí me sigue atormentando la sed... no de gloria, no quiero la gloria, la desprecio, sino de ejercer una gran influencia para la felicidad y el bienestar de los hombres (Diarios, 29/3/1852).


"No quiero la gloria, la desprecio", dice Tolstoi cuando es un perfecto ignoto. Pero dos años después, cuando la fama golpea a su puerta y su apellido es ya reconocido en el ámbito literario ruso, escribe: "Soy tan ambicioso, y este sentimiento ha sido tan poco satisfecho, que con frecuencia temo que si tuviera que elegir entre la gloria y la virtud elegiría la primera" (7/7/1854). Primero, cuando no posee ni la virtud ni la gloria, elige ir en busca de la virtud; pero luego, ni bien la gloria le muestra una pequeña porción de su corpulencia, se aferra a ella con tal ímpetu que parece olvidarse de su gran aspiración al perfeccionamiento ético. ¿Me sucedería lo mismo a mí en el caso de que la gloria golpease a mi puerta con anterioridad a mi sepelio? Seguramente sí; entonces prefiero seguir siendo un ente anónimo[1].


[1] La esposa de Tolstoi confirma este defecto de su marido: "El origen de todos sus actos es la vanidad, el apetito de fama y el deseo de que la gente hable de él sin parar. Nadie me va a convencer de lo contrario" (Sofía Tolstoi, Diarios (1862-1919), 19/9/1891).

lunes, 16 de junio de 2014

León Tolstoi y Sofía Bers: del amor incondicional al odio profundo

¡Cómo son las cosas!, una tiende a pensar que el genio se ocupa en exclusiva de asuntos filosóficos, o éticos e históricos, pero luego sucede que los privilegiados cerebros también se distraen con nimiedades y montan unos cristos del diablo cuando sus esposas leen a escondidas páginas de sus diarios y van ellos mismos y leen a hurtadillas los diarios de sus esposas pensando que éstas les ponen cuernos… en fin, un catálogo de pequeñas miserias sin cuento.
  Alicia Giménez Bartlett, Días de amor y engaños

Horas antes de casarse con Sofía (o Sonia[1]) Bers, le comenta Tolstoi a una gran amiga: "... Para que pudiera hacerse una idea de lo que esta criatura [su futura esposa] es, tendría que escribir volúmenes y volúmenes. Soy feliz como no lo había sido desde que nací" (carta a Alexandra Tolstaia del 17/9/1862, citada en Correspondencia, p. 247). Y el 5 de enero de 1863, transcurridos tres meses y pico desde la boda, escribe en su diario:

La amo cuando por la noche o por la mañana me despierto y veo que me mira y me ama. [...] Amo cuando se sienta a mi lado, y ambos sabemos que nos amamos [...]. Amo cuando estamos mucho tiempo solos y yo digo: "¿qué hacemos? Sonia, ¿qué hacemos?" Y ella se ríe. Amo cuando se enoja conmigo y de pronto, en un abrir y cerrar de ojos, su pensamiento y su palabra se vuelven ásperos: "déjame, me aburres"; un minuto más tarde ya me sonríe con timidez. Amo cuando no me ve y no sabe que estoy allí y yo la amo a mi manera. Amo cuando es una niña con su vestido amarillo y adelanta la mandíbula inferior y la lengua, amo cuando veo su cabeza echada hacia atrás, y su carita seria y asustada, infantil y apasionada, amo cuando...

26 años después, desde su novela más desgarradoramente autobiográfica, describe Tolstoi los sentimientos del protagonista hacia su pareja:

Experimentaba como una necesidad de pegarla, de machacarla los sesos; pero sabía que eso no era posible, y por lo tanto me contuve, pero para dar escape a mi furor, agarré un pisapapeles, y gritando otra vez: "¡Vete!", lo tiré al suelo hacia donde ella estaba. [...] Entonces se marchó, pero se detuvo en el umbral. Y en ese momento, mientras aún me veía (lo hacía para que me viera) empecé a agarrar cosas, candeleros, el tintero, y los tiré también, sin dejar de gritar: "¡Vete, que no respondo de mí!" Ella se fue y me calmé inmediatamente. Una hora después entró en mi cuarto el ama de casa, diciendo que mi mujer estaba con un ataque de histerismo (La sonata a Kreutzer, cap. XXII).

En 26 años, el enamoramiento incandescente y la mayor felicidad soñada se transformó en "una necesidad de pegarla, de machacarla los sesos". La santidad de Tolstoi, al tacho por una mujer.
¡Ah, la convivencia!...[2]




[1] Tolstoi prefería llamarla Sonia, que es en el idioma ruso el diminutivo de Sofía.
[2] El punto de inflexión, el momento en el cual, al parecer, dejaron definitivamente de quererse, ocurrió en 1870. Esto se deduce de una reveladora entrada en el diario de Tolstoi, la del 26/5/1884: "Estoy terriblemente mal. Los dos extremos: arranques de espiritualidad y el poder de la carne. [...] Una sola causa: la ausencia de una mujer amada y amante. Esto comenzó hace catorce años cuando se rompió una cuerda y adquirí conciencia de mi soledad. Pero eso tampoco es una razón. Debo encontrar a mi mujer justamente en ella. Debo y puedo y la encontraré. Señor, ayúdame". Pero nunca la encontró. El 18/6/1884, escribe resignado: "La ruptura con mi mujer no se puede decir que sea más grave: es total". Y por fin, el 20/8/1910, a pocos días de su muerte, sentencia: "Hoy pensé, cuando hacía memoria de mi matrimonio, que estaba predestinado. Nunca estuve siquiera enamorado".