Acabo de terminar la lectura de un libro bastante interesante: Historia de un Ave Fénix. El mecanicismo,
desde sus orígenes hasta la actualidad, escrito por Guillermo Boido y
Eduardo Flichman. Según los autores, el mecanicismo clásico, que se hizo fuerte
a partir de los siglos XVIII y XIX debido al avance del conocimiento científico
y de los adelantos tecnológicos, sufrió un duro revés en el siglo XX a partir
de las teorías relativista y cuántica de la física, en las cuales se otorga
categoría de entidad a los campos de fuerza, en pie de igualdad con la clásica
y única entidad aceptada por los mecanicistas, la materia. Los campos de fuerza
carecen de materia y sin embargo se mueven por el espaciotiempo, lo cual
pondría en cuestión el paradigma clásico de las hipótesis que admiten, para
cualquier movimiento, la sola explicación de la interacción mecánica entre cuerpos. Esta objeción al mecanicismo
clásico fue parcialmente subsanada, nos
cuentan los autores, mediante una teoría denominada "mecanicismo con base
ampliada". Así, en lugar de afirmar
que la base del mecanicismo es la explicación de todo fenómeno a través de una hipótesis mecánica, esta
nueva teoría dice que todos los fenómenos que se suceden en el espaciotiempo se
explican o pueden explicarse a partir de teorías de la física y de la química;
y como los campos de fuerza, tengan o no tengan materia que mover, se encuadran
dentro de la física, el mecanicismo queda, así, salvado, o resucitado, como el
ave Fénix. No es tan descabellado, pues, considerarse mecanicista en pleno
siglo XXI.
Y ahora la pregunta que se cae de madura: ¿me
considero yo un pensador mecanicista? Según el Diccionario filosófico de Ferrater Mora, "mecanicismo se
llama a la teoría que reduce todos los hechos a procesos puramente mecánicos y,
por lo tanto, que elimina el dinamismo del ser y niega la finalidad de los
aconteceres". Lo de los procesos "puramente mecánicos" ya hemos
visto que puede reemplazarse, sin eliminar el espíritu de la hipótesis
mecanicista, por "procesos fisicoquímicos", y entonces yo podría, en
este caso, adherir al mecanicismo. Pero el tema es que yo afirmo que estos
procesos fisicoquímicos conllevan una intrínseca finalidad, una intrínseca
teleología; y como el desprecio por la teleología es, según Ferrater mora y
según también Guillermo Boido y Eduardo Flichman, la nota distintiva de
cualquier tipo de mecanicismo, me veo entonces en la obligación de renegar de
esta escuela de pensamiento que, por suscribir desde sus comienzos y hasta el
comienzo de la teoría cuántica a la hipótesis del estricto determinismo de todo
acontecimiento, se me hacía tan simpática.
Mi reduccionismo fisicoquímico, entiéndase bien,
depende de mi adhesión al paralelismo psicofísico, de
suerte que lo que yo digo es que los entes materiales (o los campos de fuerza)
y sus relaciones dependen pura y exclusivamente de procesos fisicoquímicos,
pero no sucede lo mismo con las vivencias, que pertenecen al costado psíquico del
mundo, costado que de ningún modo se toca ni se relaciona con su costado físico
o fisicoquímico. Pero dejando de lado el tema de las vivencias, los propios
sucesos o procesos espaciotemporales, tanto los que se operan en la materia orgánica
como en la inorgánica, no por obedecer a leyes fisicoquímicas dejan de ser
teleológicos u orientados a un fin específico. Las leyes que determinan el
crecimiento de un árbol son pura y exclusivamente fisicoquímicas, pero además
de fisicoquímicas, son teleológicas. Y esto mismo sucede con las leyes que
determinan el movimiento de los hombres y de los pueblos, y también --cosa
curiosa y harto difícil de interpretar-- con las leyes que determinan el
movimiento de las mareas, de los planetas o de la corriente eléctrica. Nada
sucede por azar, todo tiene una finalidad en la naturaleza, sólo que la
naturaleza, la naturaleza física, no lo sabe ni podría saberlo; los que podemos
saberlo (o en todo caso conjeturarlo) somos nosotros, a partir de nuestro
costado psíquico o vivencial.
Ahora bien; esta imbricación teleológica que le atribuyo
a la física y a la química no tiene por qué ser tenida en cuenta en el marco de
las investigaciones científicas rigurosas, y hasta es conveniente que no lo
sea, para evitar malentendidos. El científico especialista en ciencias
"duras" hará bien en continuar investigando a partir de meras causas
eficientes y desdeñando las causas finales, las cuales sólo lo estorbarían --a
no ser que quisiese abrir su espectro hacia las cuestiones metafísicas. La
teoría de las causas finales, científicamente hablando, sólo debería sostenerse
en el terreno de las ciencias "blandas" (psicología, sociología y sus
derivadas), y quizá también en la biología --aunque no estoy cierto de su
conveniencia en este terreno. Las preguntas que debe hacerse el físico, el
químico, el astrónomo, el geólogo, el ingeniero, deben comenzar con un
"por qué", nunca con un "para qué", por mucho que este
"para qué" tenga fundamental incumbencia dentro de esas mismas
disciplinas en un sentido metafísico. E inversamente, el psicólogo, el
sociólogo, el antropólogo, deben preguntarse con qué finalidad se hizo esto o
lo otro y no tanto por qué causa sucedió esto o lo otro, si bien esta última
pregunta no es tan improcedente aquí como el "para qué" dentro de las
ciencias duras. Y en la biología, en la magna biología... dejo por ahora las
puertas abiertas para que cada quien adopte la causación que le plazca. Darwin
tomó como patrón la causación eficiente, Lamarck prefirió basar sus hipótesis
en las causaciones finales; y cada cual, partiendo de tan distintas (aunque no
antitéticas) posiciones, aportó lo suyo para mejorar la hipótesis general del
transformismo. Se puede, pues, estudiar la biología evolucionista desdeñando la
teleología... siempre y cuando no se decida hacer, además de biología,
filosofía. Si nos metemos a filósofos y procuramos entender la evolución en su
sentido más lato y trascendente, nos resultará imprescindible, me parece, la
hipótesis finalista con todas sus consecuencias. El azar y la aleatoriedad
quedan así restringidas a la teoría de la evolución en un sentido científico, y descartadas de dicha teoría cuando se
la explica en sentido filosófico. Quienes pretendan "ontologizar" el
azar y la aleatoriedad, otorgándoles credenciales metafísicas (como algunos
físicos trascendentalizadores del principio de incertidumbre de Heisenberg),
deberán remar fuerte y acomodar esta hipótesis dentro de una metafísica general
que, me imagino, se le presentaría al lector como algo bastante caótico de
comprender y asimilar.
En fin, este libro sobre el mecanicismo que acabo de
leer me ha dado la excusa para explayarme sobre este tema, fundamental dentro
de mi esquema de ideas, de la relación entre el determinismo fisicoquímico
operante dentro de la naturaleza espaciotemporal y el determinismo teleológico
operante dentro de la naturaleza espiritual de cada ente. El determinismo,
junto con la matematización platonizante del mundo de los fenómenos, me acercó
al mecanicismo, pero la repulsa del mecanicismo por cualquier tipo de
teleología terminó por enemistarme con él, y el divorcio se ha hecho
inevitable. No importa; al fin y al cabo el mecanicismo es primo hermano del
cientificismo, y con esa prole...
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