Una
nueva contribución al problema de si la ética debe tratarse o no como una
ciencia, o si la ciencia tiene algo que aportar dentro del ámbito de la ética.
¿Es
una vana ilusión la idea de una ética demostrada "matemáticamente",
tal como la propusieron Hobbes, Locke, Spinoza y algunos otros pensadores
posteriores? Henri Poincaré responde que sí, que es una
ilusión, porque en cuestiones de ética lo que prima no es la razón sino el
sentimiento:
Toda moral dogmática, toda
moral demostrativa, están destinadas de antemano a un fracaso seguro; ocurre
como con una máquina que tuviese transmisiones de movimientos y careciera de
energía motriz. El motor moral, el que puede poner en movimiento a todo ese
aparato de bielas y engranajes, no puede ser sino un sentimiento. No se nos
puede demostrar que debemos sentir piedad por los desgraciados; pero póngasenos
en presencia de miserias inmerecidas, espectáculo ¡ay! demasiado frecuente, y
experimentaremos un sentimiento de rebeldía; nacerá en nosotros una energía
indefinible que no escuchará ningún razonamiento y nos arrastrará
irresistiblemente y a pesar nuestro (Últimos pensamientos, capítulo VIII,
"La moral y la ciencia").
Yo estoy en
general de acuerdo con este aserto, pero acotaría que no son los sentimientos per se los que movilizan nuestras
energías éticas, sino la percepción axiológica, la percepción de algún valor a
cumplimentar --percepción que necesariamente llega acompañada de sentimientos.
Y además debo aclarar que esta inincumbencia de la razón en las "ligas
mayores" de la ética es atinada siempre cuando se hable de lo que yo llamo
la parte práctica de la ética, es decir, los actos y las acciones. En cuanto a
la parte teórica de la ética, es decir, a la indagación acerca de lo que es
bueno y lo que es malo, aquí sí juzgo pertinente y necesario el concurso de la
razón y la experiencia.
Este
desdén por las demostraciones en cuestiones de moral podría inducir a creer que
Poincaré desestima las contribuciones que la ciencia puede aportar en esta
materia, pero esto no es tan así. Si bien entiende que "la ciencia no
puede [...] crear por sí sola una moral", sugiere que la ciencia, o más
bien la habituación al procedimiento científico, puede ejercer una "acción
indirecta" que permita ampliar las perspectivas éticas del individuo. Fiel
a su emotivismo, opina que si la ciencia no puede ayudarnos demasiado en estas
cuestiones, lo que sí puede ayudarnos es el
amor a la ciencia y lo que este amor implica dentro del espíritu del
científico. La ciencia, dice,
nos pone en relación constante con
algo más grande que nosotros; nos ofrece un espectáculo siempre renovado y cada
vez más amplio. Detrás que lo que nos muestra de grande, nos hace adivinar algo
más grandioso todavía. Este espectáculo nos causa placer, pero un placer
moralmente sano, porque por él nos olvidamos de nosotros mismos.
El amor a la
ciencia es desinteresado, lo mismo que tiene que ser desinteresado el accionar
ético en asuntos trascendentes. Luego --razona Poincaré--, si nos habituamos a
olvidarnos de nosotros mismos para adentrarnos en los laberintos de la ciencia,
a la larga seguramente nos desinteresaremos de nosotros mismos para auxiliar a
nuestro entorno:
Quien haya apreciado o haya
observado, aunque sea de lejos, la espléndida armonía de las leyes naturales,
estará mejor dispuesto para despreciar sus pequeños intereses egoístas; tendrá
un ideal que preferirá a sí mismo. Ese es el único terreno en que se puede
construir una moral. Por este ideal, trabajará sin escatimar esfuerzos y sin esperar
ninguna de esas groseras recompensas que son esenciales para ciertos hombres.
Cuando haya adquirido así el hábito del desinterés, este hábito lo acompañará
por doquier; su vida entera quedará como perfumada por él.
Y viene aquí lo
más interesante, lo más ambicioso de esta comparación entre el científico y el
santo, y es su amor incondicionado y reverente hacia la verdad. Porque al
científico
la pasión que lo inspira es el amor
a la verdad; un amor así, ¿no es toda una moral? ¿Hay algo más importante que
combatir la mentira, ya que es uno de los vicios más frecuentes en el hombre
primitivo y uno de los más degradantes? Y bien, cuando hayamos adquirido el
hábito de los métodos científicos, de su escrupulosa exactitud, y sintamos
horror por toda modificación hecha a la experiencia; cuando estemos
acostumbrados a tener como el mayor deshonor, el reproche por haber alterado un
poco, aun inocentemente, nuestros resultados; cuando eso se haya convertido
para nosotros en un hábito profesional indeleble, en una segunda naturaleza,
¿no mostraremos en todas nuestras acciones esa preocupación por la sinceridad
absoluta, hasta el punto de no explicarnos más por qué otros hombres son
impulsados a mentir? ¿Y no es éste el mejor medio para adquirir la más rara y
difícil de todas las sinceridades, la que consiste en no engañarse a sí mismo?
Lamentablemente,
los científicos al estilo Poincaré, que andan en busca de la verdad y solo de
la verdad, me parece que ya van escaseando, siendo remplazados por aquellos
científicos que solo buscan respaldar las ideas, los proyectos y las economías
del patrocinador de turno. Pero es ésta una cuestión puramente tangencial y a
la moda, que no conmueve en su base la analogía y la deducción que Poincaré nos
regala: aquel que se acostumbra a no mentir dentro de su ámbito y profesión, a
tenerle asco a la mentira y al falseamiento de datos, a la larga terminará por
aborrecer a la mentira en todo ámbito y en toda circunstancia. Aristóteles, con
su ideal del virtuosismo por acostumbramiento, estaría de acuerdo.
Pero
lo más interesante de la reflexión poincareneana se deja ver en la última
pregunta que nos desliza, sugiriendo, ya sin ninguna base científica, ni lógica
ni experimental, por una pura y maravillosa corazonada metafísica, que el hecho
de aborrecer la mentira y de decir siempre y en toda circunstancia la verdad conspira
para que se vaya corriendo, de delante de nuestros ojos, ese velo de Maya que
ofusca nuestro entendimiento en todos los órdenes, no solo ante los problemas
de la ética, y que no nos permite pensar y vivir como piensan los sabios y como
viven los santos --si es que existen los sabios o los santos en estas épocas y
en estas latitudes. Y aquí coincide, en esta aseveración que, repito, es más
bien metafísica que no lógica o empírica (al menos hasta que se haga una
completa --y muy difícil de implementar-- investigación de campo a este
respecto), aquí coincide con Poincaré un pensador contemporáneo suyo que
también supo ver esta verdad, o esto que a nosotros tres nos parece ser verdad:
Eso que
llamamos realidad, verdad objetiva o lógica, no es sino el premio concedido a
la sinceridad, a la veracidad. Para quien fuese absolutamente y siempre veraz y
sincero, la Naturaleza no tendría secreto alguno. ¡Bienaventurados los limpios
de corazón, porque ellos verán a Dios! Y la limpieza de corazón
es la veracidad, y la verdad es Dios (Miguel de Unamuno, Soledad, pág.
161, ensayo titulado “¿Qué es verdad?”).
¡Decid la verdad siempre, tu propia y subjetiva verdad, y la verdad
objetiva, la verdad científica o epistemológica, y hasta la verdad ética, todas
estas verdades danzarán en corro alrededor de ti, y no tendrás más que extender
la mano para acariciarlas! Y serás más sabio desde luego, porque te atosigarás
de verdades, pero también serás más santo, porque la veracidad, el ser veraz,
forja, a través de misteriosos procedimientos, generosidad y buen proceder:
Dejad la
reforma de todo vicio, de toda flaqueza; humillaos al azote de la soberbia, de
la ira, de la envidia, de la gula, de la lujuria, de la avaricia; pero
proponeos no mentir nunca ni por comisión ni por omisión; proponeos no sólo no
decir mentiras, sino tampoco callar verdades; proponeos decir la verdad siempre
y en cada caso, pero sobre todo cuando más os perjudique y cuando más
inoportuno lo crean los prudentes, según el mundo: hacedlo así y estaréis
salvos, y todos esos pecados capitales no podrán hacer mella en vuestras almas.
[...] Abrigo la fe de que todos, absolutamente todos los males que creemos son
la causa de nuestras miserias, [...] todos desaparecerían si fuéramos
veraces" (Miguel de Unamuno, ibíd.,
pp. 154 y 162).
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