Conocida es la definición que de
la filosofía daba Cicerón llamándola «ciencia de lo divino y de lo humano y de
las causas en que ellos se contienen»; pero en realidad, esas causas son para
nosotros, fines. Y la Causa Suprema, Dios, ¿qué es sino el Supremo Fin? Sólo
nos interesa el por qué en vista del para qué; sólo queremos saber de dónde
venimos para mejor poder averiguar adónde vamos.
Miguel de Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida
Pero no todos los científicos devenidos en pensadores piensan cientificistamente.
El mismo doctor Russell citado en la anterior entrada poco tiene de cientificista. Su libro es
un alegato en favor del teleologismo del mundo viviente, algo que sin duda no
pasa por la cabeza de la mayoría de los cientificistas. La obra es bastante
pesada por estar atiborrada de datos experimentales y observacionales, pero hay
en ella ciertas conclusiones que me gustaría discutir o tan sólo difundir.
Citaré en primer lugar la más categórica:
No hago hipótesis alguna
con respecto a la naturaleza o fundamento filosófico de la finalidad; la acepto
como un hecho (La finalidad de
las actividades orgánicas, p. 131).
Y es por eso, por no
conjeturar acerca del fundamento filosófico de la finalidad, que el doctor
Russell no la ve, no la concibe, más allá del mundo de los
fenómenos orgánicos. No puede dirigirse, finalidad en mano, hacia el mundo de
lo inorgánico, ni mucho menos hacia las puertas de la metafísica:
La «teleología» de los
procesos vitales --si es que puede usarse esta expresión-- constituye [...] un
proceso limitado; en él no hay nada «místico» o milagroso; es un fenómeno
natural y sujeto a las restricciones naturales
(ibíd., p. 164).
Decir que un suceso causado por un órgano o un
organismo es un suceso teleológico es algo bien científico para Russell, pero decir lo mismo de una tormenta o de un
desplazamiento geológico entraría ya en lo místico, por no decir en lo
supersticioso. Sin embargo, Russell atisba por un momento la realidad de la
teleología inorgánica (pp. 224-5):
El llegar a un fin o
término definido, per se no es carácter distintivo de la actividad
dirigida, pues los procesos inorgánicos también se mueven hacia un término
natural; la piedra en movimiento desciende por la colina hasta que llega al
valle, o es detenida por algún obstáculo; el sistema inestable se mueve hacia
un equilibrio estable; aun el mismo equilibrio estable puede alcanzarse desde
muy distintos puntos de partida. La que es distintiva, es la activa
persistencia de la actividad dirigida hacia su objetivo, el uso de medios
alternantes dirigidos hacia el mismo fin, la obtención de los resultados a
pesar de todas las dificultades. La actividad dirigida hacia un objetivo no es
el simple resultado de las condiciones materiales como acontece con los
sistemas inorgánicos; en ella hay en elemento impulsor o esfuerzo que, a veces,
como nuestra propia conducta intencional, se hace conciente de sí y de sus
tendencias, aunque más a menudo es inconsciente y ciega. No está dominada por
las condiciones ni por las situaciones, pero lucha por sobrepasarlas o
utilizarlas en su movimiento hacia su objetivo. Un impulso puede dominar a
otro.
Y en el párrafo
siguiente concluye que
este elemento de estímulo,
de esfuerzo o impulso (que en su forma más altamente desarrollada
experimentamos como impulso mental) es un factor de toda actividad vital, de
comportamiento, fisiológica y morfogenética, la que esencialmente, la distingue
de la actividad inorgánica. Por lo menos, esta es la concepción a la que he llegado.
Y admito que has
llegado, amigo Russell, bastante más allá que la mayoría de tus colegas al
admitir que los procesos inorgánicos "se mueven hacia un término
natural", pero no pudiste continuar por esa senda porque no sospechaste
que lo inorgánico también desea, o si lo sospechaste no sabías cómo
demostrarlo, y me parece que fue esto último lo que sucedió en tu cabeza, me
parece que el afamado y molesto prurito de las demostraciones empíricas te
obligó a desdeñar ese hilozoísmo que hubiera cerrado el cuadro y lo hubiera
hecho del todo coherente. "Coherente pero indemostrable" me dirás; lo
admito. Siempre me atrajo más la coherencia que la evidencia.
Entraña dificultades el
pensar que las actividades dirigidas hacia fines están completamente
determinadas por sus orígenes. Si bien no sabemos cómo, de alguna manera el fin
u objetivo interviene en la determinación de estas actividades; es decir, son
dirigidas (ibíd., p. 220).
Esta es una de las
diferencias entre la teleología orgánica y la inorgánica: en la primera, el
objetivo se alcanza plásticamente; en la segunda, rígidamente. Una piedra que
baja por una ladera para satisfacer su deseo de atracción gravitatoria tiene
más posibilidades de quedar varada sin poder llegar al valle que aquella
pantera que desciende por la misma pendiente para satisfacer su deseo de
atracción sexual a través de la pantera hembra que ha divisado desde su
atalaya. Si la piedra se topa en su descenso con una piedra mayor que la
detiene, allí se quedará, pero si es la pantera la que choca con el obstáculo,
rodeará la piedra y seguirá su camino sin mayores inconvenientes. Los
movimientos de la pantera están tan determinados desde el origen del deseo como
los de la piedra, sólo que a ésta las leyes físicas macromecánicas la
determinan casi por completo, mientras que en la pantera son las leyes
biológicas las que toman la voz de mando (aunque podría suceder que las leyes
macromecánicas sometiesen a las biológicas; por ejemplo, si la pantera tropieza
y rueda). Y digo que el descenso de la piedra está determinado casi por
completo por leyes macromecánicas porque ese impulso, estímulo o esfuerzo (yo
lo llamo conato) que Russell considera distintivo de la vida, opera también en lo
inorgánico, sólo que con tan menguada potencia que nos es imposible percibirlo
batallando contra una fuerza macromecánica y superándola. El ejemplo de la
piedra que detiene su caída por chocar con otra mayor no viene aquí al caso,
pues el deseo de la piedra, estrictamente hablando, no se ve contrariado por el
choque: si se detuvo es porque la energía potencial adquirida en esas
circunstancias le procuraba mayores satisfacciones que la energía cinética del
desplazamiento. La gravedad, con sus
diferentes manifestaciones, es siempre placentera para lo inorgánico, y
entonces el conato la sigue, nunca se le opone. Distinto sería si arrojásemos
la piedra por los aires, desafiando a la gravedad; en ese caso el conato de la
piedra sí se opondría a su movimiento, aunque cabe aclarar que nada (o casi
nada) tiene que ver este miserable conatillo con el posterior descenso del
proyectil.
El esfuerzo realizado en vistas a la consecución de un objetivo ya he
afirmado que no es algo distintivo de la materia orgánica. Tampoco es
distintiva de ella la persistencia en la actividad finalista: ¿hay algo más
persistente, por ejemplo, que un río tormentoso esforzándose por llegar al
nivel del mar? Sólo acierta Russell cuando hace la distinción a través de "el uso
de medios alternantes dirigidos hacia el mismo fin" (aunque esto no
implique, según me parece, el libre albedrío de la materia viva, el poder optar
entre hacer tal cosa o tal otra, sino sólo la impredictibilidad práctica por
parte del observador o incluso del actor). Pero al punto vuelve a equivocarse,
pues "la obtención de los resultados a pesar de todas las
dificultades" es más propio de lo inorgánico que de lo viviente (con la
sola dificultad de que le cierre yo la puerta, mi perra no podrá satisfacer su
deseo de salir al balcón; con el aire no sucede lo mismo). Un tal Grainger citado por Russell en las pp. 225-6 nos dice, con
bastante criterio, que es "el movimiento autónomo o movimiento gobernado
por el organismo mismo, lo que nos proporciona la primera pista real acerca de
la cualidad de la vida. Los seres vivientes no están completamente a merced de
su ambiente mientras que los no vivientes están sujetos en forma absoluta al
medio externo. Una masa de proteína no viviente siempre desciende a lo largo de
una ladera, obedeciendo indiscutiblemente a la acción de la ley de la gravedad;
en determinadas formas, la proteína viviente puede ascender por la
ladera, siguiendo su elección interna... La bacteria movible puede moverse en
dirección contraria a la seguida por una débil corriente de líquido". No
es que lo inorgánico no sea potencialmente capaz de movimiento autónomo; lo es,
pero como esta capacidad es de una magnitud ínfima en comparación con la
capacidad de efectuar movimientos que poseen los objetos merced a las fuerzas
físicas que actúan por fuera de ellos, rara vez logra imponérseles, y cuando lo
hace no nos damos por enterados debido a que nuestros órganos sensoriales no
son lo suficientemente finos como para captar tan minúsculos movimientos --lo
mismo que cualquier instrumento de observación inventado o por inventar (la
observación alteraría los resultados, tal como sucede en la física cuántica).
Por eso es que la capacidad de movimiento autónomo perceptible puede ser
considerada como algo distintivo de los seres vivos, lo cual no habla en ningún
momento en contra del carácter teleológico de los fenómenos inorgánicos que yo
postulo. "No formulo hipótesis --insiste Russell desde el último párrafo
de su libro-- con respecto a las bases filosóficas o «fundamentos» de la finalidad
[...]. Simplemente acepto la evidencia patente de que son características de
las cosas vivientes y sólo de ellas". La evidencia "patente" de
que la finalidad existe dentro de los reinos animal y vegetal es bastante
abrumadora, pero ¿dónde está la evidencia patente que demuestra que el reino
mineral no se guía de acuerdo a fines?
No hay evidencia, es cierto, de que la teleología inorgánica exista, pero esta
falta de evidencia de ningún modo es a su vez evidencia de que no existe.
Esto en cuanto a la teleología. En cuanto al mecanicismo, ya sospecharán
ustedes lo que opina Russell: lo considera incompatible con los procesos
finalísticos reinantes en los seres vivos.
Aunque más no fuera por la
razón de que un organismo es una unidad que se mantiene, reproduce y desarrolla
por sí misma, debería resultar evidente que la analogía entre un organismo y
una máquina es superficial y remota: ninguna máquina hace o puede desempeñar
las funciones citadas. Sin embargo, el pensamiento humano se halla particularmente
inclinado hacia la concepción mecanicista (p.
13).
En lo que no repara
Russell es en que el mecanicismo, estrictamente hablando, no
afirma que los organismos son máquinas, simplemente dice que los organismos se
rigen por principios mecánicos, que no es lo mismo. (Entiéndase aquí por
"mecánica" la ciencia que trata del movimiento en su totalidad, tanto
el de las grandes masas como el de los más pequeños corpúsculos subatómicos.) Y
aunque es verdad que muchos mecanicistas, tal vez la mayoría, suponen
efectivamente que los seres vivos son máquinas, el aducir contra esto que tales
seres se mantienen, reproducen y desarrollan por sí mismos no es un argumento
válido, porque así como existe una máquina denominada "de coser",
cuya función es privativa de ella (no podemos coser valiéndonos de una
licuadora o de un ascensor), así también el mecanicista puede decir que el ser
vivo es una máquina cuyas funciones privativas son (entre otras) las de
mantenerse, reproducirse y desarrollarse por sí misma. Si definimos la palabra
"máquina" como "un conjunto de partes o elementos que apuntan
hacia el mismo fin" (Juan Carlos Goldar, Biología de la memoria, p. 38), no veo
ningún despropósito en considerar como máquinas a los seres vivos siempre que
se pruebe, o al menos se justifique, la idea de que los organismos están
constituidos por una estructura susceptible (en teoría) de ser dividida en
partes, y que la mera sumatoria de estas partes constituye la totalidad del
organismo. Esto es precisamente lo que niegan los llamados holistas, para
quienes la totalidad del ser vivo es algo más que la suma de sus elementos. El
doctor Russell reniega del mecanicismo maquinista desde su holismo no
vitalista; el antecitado doctor Goldar es su antítesis, y yo me inclino mucho
más hacia este último que hacia el primero --siempre que nos limitemos, como en
estos momentos, al mundo de los fenómenos, al mundo "científico",
excluyendo de nuestra perspectiva toda idea o connotación metafísica.
Dice goldar:
Cuando no se quieren
admitir elementos y asociaciones entre elementos, no queda otra solución que
buscar las explicaciones en totalidades que, siempre, son tan difíciles de
demostrar como lo son las entelequias o fuerzas «ocultas» de los epigenetistas.
Por su misma naturaleza, el pensamiento holista es francamente animista.
Nunca han logrado, los holistas, definir con precisión y mostrar objetivamente
su «es más que». Digamos que introducen un nuevo «factor general», pero no
lo pueden objetivar. Sus pretendidas «totalidades» suelen ser, a la corta o a
la larga, tan ambiguas como la «vis essentialis» o la «vis plastica»(ibíd., pp.
37-8).
Goldar incluye a las asociaciones entre las partes como una
nueva parte que necesariamente debe sumarse si deseamos abarcar al organismo
íntegro:
Si las partes o elementos
de la máquina o mecanismo orgánico forman una estructura, estas partes deben
asociarse o relacionarse de alguna manera, para coincidir teleonómicamente. De
este modo, cuando explicamos una estructura debemos tener presente no sólo sus
elementos o partes, sino también las relaciones entre los elementos (es decir
las asociaciones, que también son, por su parte, elementos). Una estructura es
la suma de sus elementos más la suma de las relaciones entre esos mismos
elementos. Pero siempre es una suma y, por lo tanto, puede analizarse y volver
a sintetizarse sin adjuntar o anexar un «factor general». Para la ciencia, sus
objetos siempre deben ser sumas. De lo contrario no podrían entenderse, o sea
analizarse y volver a sintetizarse. [...] Cuando el científico analiza separa
elementos y cuando sintetiza agrupa elementos. No hay que acudir a «factores
generales» o entidades holísticas, siempre misteriosas. Es verdad que el
organismo [...] es más que la suma de sus elementos, pues además es la
suma de las relaciones entre los elementos (como las relaciones forman parte de
la suma, también son elementos) (p. 39).
Goldar habla de coincidencia "teleonómica" y no
teleológica porque reserva esta última palabra para los sistemas cuyas
diferentes partes apuntan hacia un mismo fin valiéndose de una conciencia o
psique reguladora que opera a tal efecto; y como para él ningún organismo, ni
siquiera el humano, constituye un sistema teleológico, concluimos que el
mecanicismo al que suscribe Goldar es de carácter epifenomenalista, es
decir, considera a la conciencia y a las vivencias en general como fenómenos
derivados de los movimientos del cerebro y demás órganos, no pudiendo estas
vivencias influir causalmente sobre ningún desplazamiento corporal, tanto
interno (secreciones, movimientos de las células) como externo (caminata, risa,
dicción, etc.). El epifenomenalismo es un concepto que se aviene tan de lleno
con mi sistema filosófico que no sé cómo pude desdeñarlo, sobre todo después de
haber leído a ese gran epifenomenalista llamado Le Dantec. El doctor Goldar me abrió grandemente los ojos a
este respecto. Dejaré para una próxima oportunidad la explicación y apología
del epifenomenalismo tal como yo lo concibo; ahora, terminemos con Goldar:
Considerando que los
progresos [científicos] más importantes y de mayor utilidad han sido inspirados
por la ideología [...] mecanicista, y teniendo en cuenta que la ideología [...]
holista permanece en la cotidianidad, resulta evidente que la primera es una
ideología científica o reflexiva mientras que la segunda es una ideología
ingenua popular (p. 229);
y
las estructuras orgánicas
son iguales a las máquinas, pues las máquinas tienen elementos, relaciones
entre elementos y niveles de integración. Para el mecanicismo que aquí
defendemos y presentamos como principio filosófico, el cerebro es una máquina o
estructura, o sea un conjunto de partes que apuntan hacia el mismo fin o meta
[...]. El cerebro es una máquina porque: 1) tiene un programa, 2) posee
elementos, 3) estos elementos se relacionan por medio de niveles de integración
y 4) todos los elementos apuntan hacia el mismo fin (pp. 239-40).
Esto es evidente,
sostiene Goldar, para cualquiera que posea un cerebro reflexivo y
adiestrado en el método científico, pero el hombre que conserva "una
visión más o menos primitiva, vulgar e irreflexiva, no quiere (o, mejor dicho,
no puede) reconocer lo asombrosamente mecánico de su naturaleza" (p. 240).
(Nota
añadida el 30/5/3.) Error. La piedra se detiene debido a fuerzas mecánicas
exteriores a su ser y no influenciables (apreciablemente) por sus deseos. El
conato de la piedra no se contraría con su detención, pero esto no significa
que sea la causa de la misma.
Es verdad que la
mayoría de las moléculas de aire rebotarán contra la puerta y no podrán
trasponerla, pero esto no las frustrará como frustrada estará mi perra, porque
el resultado que se proponían alcanzar estas moléculas no era "salir al
balcón", sino balancearse al son de la gravedad, y esto lo podrán hacer
muy bien dentro de mi casa en cuanto se recuperen del dolor que la inercia del
choque contra la puerta les provocara.
Fines inconcientes
desde luego, pero no más que los de la gran mayoría de los seres vivos y los de
los órganos de estos seres tomados individualmente.