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martes, 25 de febrero de 2014

Darwinismo y teleología en Eduard von Hartmann (segunda y última parte)

No querría despedirme de Hartmann sin haber citado algunos pasajes de su libro que dejen bien clara su postura evolucionista.
El de la p. 116 viene muy a propósito:

Si la especie ha perdido ya su flexibilidad para adaptarse en la lucha por la existencia y las condiciones de la lucha siguen variando en el mismo sentido, la especie desaparece de la localidad, reemplazándola las especies de las comarcas vecinas que están en posesión de condiciones de existencia análogas. Este es todo el resultado experimental de la lucha por la existencia; mas si una especie nueva surge de las antiguas, no suministrando la selección medios de explicar este hecho, tenemos que acudir a otro principio, a un impulso interno que determine la transformación. Entonces, si la especie nuevamente creada es más apropiada al nuevo medio que la antigua, naturalmente la expulsará y reemplazará, de la misma manera que expulsa y reemplaza a la antigua la especie recién introducida en el país.

Esta idea del impulso interno u ortogénesis rigiendo los destinos de la evolución de las especies fue muy estudiada y difundida en las últimas décadas del siglo XIX y primeras del XX. Después, cuando los pensadores filosóficos abandonaron la biología y la ciencia en general para dedicarse a la gramática y a la política, esta hipótesis, en manos de biólogos sin preparación filosófica, cayó en gran descrédito. Pero no lograron matarla. Y si la mataron, yo la resucitaré, de la mano del finado Hartmann:

La lucha por la existencia, y asimismo, toda la selección natural, son, respecto de la idea directriz [el impulso interno teleológico], simples auxiliares que desempeñan servicios inferiores en la realización de aquella idea, como si dijéramos, tallar las piedras medidas y típicamente determinadas de antemano por el arquitecto, y colocarlas en el lugar que les corresponde del edificio. Considerar la selección resultante de la lucha por la existencia como el principio esencial de la evolución del reino orgánico, equivaldría a tomar por arquitecto de la catedral de Colonia al peón que trabaja con otros en colocar las piedras del edificio (pp. 119-20).

El impulso interno, con el auxilio de la selección natural, crea y desarrolla las diferentes variabilidades, no interviniendo en este proceso ningún factor indeterminado o azaroso:

La variabilidad no es simplemente resultado de diferencias casuales en las circunstancias interiores o exteriores del proceso de formación, sino que es, sobre todo, una tendencia esencial a la variación en direcciones teleológicas determinadas, tendencia interna, espontánea, sometida a una ley (p. 128).

Yo propongo que asociemos esta ley de evolución interna con la palabra deseo en su sentido más lato, que puede incluir deseos inconcientes, por más que estos dos conceptos parezcan repelerse (¿cómo podríamos desear algo --pregunta el sentido común-- si no somos concientes de que lo deseamos?). Y aquí es donde volvemos a La finalidad de las actividades orgánicas de Russell (p. 55):

Tanto la hipertrofia como la atrofia, pueden no responder al simple uso y desuso sino que pueden estar esencialmente determinadas por las necesidades inherentes al cuerpo.

Russell está luchando contra el punto de vista lamarckiano que afirma que la causa principal de la variabilidad orgánica radica en el hábito, y para ello echa mano, como buen científico, de algunas observaciones y experimentaciones; por ejemplo, se fija en la regulación del número de glóbulos rojos en la sangre de los mamíferos, que aumenta o disminuye conforme disminuye o aumenta el porcentaje de oxígeno en el aire respirado; o presta fe a los experimentos de un tal Boycott, un cretino cuyo pasatiempo favorito consistía en extirpar hígados y riñones de perros y conejos para observar luego las respectivas atrofias o hipertrofias. Una vez agotadas las supuestas evidencias, Russell espeta la conclusión que nos interesa (p. 59):

Tanto el uso como el desuso no son las únicas «causas» de la hipertrofia y de la atrofia, respectivamente, ni tampoco es probable que sean los factores decisivamente reales, lo que es decisivo es la necesidad o deseo del cuerpo en cuanto totalidad; lo que se necesita será proporcionado por hipertrofia y lo que no se necesita será atrofiado o activamente extirpado (subrayado mío).

¿Quieren una mejor confirmación de este postulado que la que nos suministra Hagenbeck, quien "ha comprobado que a las jirafas que en invierno se les permite estar fuera del jardín zoológico de Hamburgo, les crece una gran cantidad de pelo, el cual hacia fines del invierno es dos veces y medio más largo que el pelaje normal"? (P. 68). Ir en contra de Lamarck, en este sentido, es ir en contra del mecanicismo estricto de las leyes biológicas y a favor de un contralor teleológico de las mismas. Este contralor --que Russell no llegó a admitir en la naturaleza inorgánica-- es el deseo.

       Llegados a este punto, cerremos el libro de Russell y despidámonos del autor con un caluroso saludo. Al cabo ¿qué otro detalle de su obra podría interesarnos después de haber degustado esa conclusión tan espirituosa?

domingo, 23 de febrero de 2014

Darwinismo y teleología en Eduard von Hartmann (primera parte)

Goldar se acerca más que Russell a la conciliación entre teleología (o teleonomía) y mecanicismo; pero ninguno de estos doctores parece desvelarse por esta cuestión, y esto se explica por el hecho de que son científicos y no pensadores filosóficos[1]. Busquemos entonces la opinión de un pensador filosófico hecho y derecho que se haya ocupado del asunto y lo haya resuelto --hasta donde puede resolverse-- de un modo plausible. Este señor es el alemán Eduard von Hartmann, a quién citaré desde el capítulo VIII ("Mecanismo y teleología") de su libro El darwinismo (1875), comenzando con un párrafo inscrito en las pp. 199-200 en donde atribuye al carácter teleológico de toda ley el hecho de que el universo sea explicable:

Si el mecanismo de las leyes de la naturaleza no fuese teleológico, no habría leyes que obraran de acuerdo, sino un monstruoso caos de poderes independientes chocando entre sí como toros. En tanto que la causalidad de las leyes inorgánicas borra el dictado de leyes muertas que se les había dado, y se presenta como «la matriz universal de la vida y del orden que se manifiesta en todas partes», merece el nombre de ley mecánica, así como un conjunto de ruedas y de órganos mecánicos hecho por el arte humano, que se mueven a un tiempo cada uno a su manera, merece el nombre de mecanismo o de máquina, desde que se manifiesta en ella la teleología inmanente del conjunto y de las diferentes partes.

Están así equivocados los pensadores mecanicistas que, como Haeckel, pretenden explicar la evolución de los órganos y de los organismos eludiendo la teleología:

Haeckel exagera tanto, que el mecanismo de una locomotora, cuyos movimientos asombran al salvaje que la cree animada por un espíritu poderoso, le parece un ejemplo adecuado para probar la posibilidad de concebir un aparato tan complicado como la locomotora o el ojo humano, puramente mecánico por su esencia, y disipar la ilusión teleológica. Pero el ejemplo prueba precisamente lo contrario; prueba a todas luces que, hablando con propiedad, no puede aplicarse el nombre de mecanismo sino a los conjuntos en que la teleología es inmanente en el mismo sentido que lo es en la locomotora, cuya existencia considera con razón el salvaje como prueba de una inteligencia superior a la suya, y cuya admirable conformidad a un fin no disminuye cuando se llega al conocimiento completo del organismo considerado como tal. Por la misma razón admiramos nosotros en el gran mecanismo, mucho más sorprendente aún, de la naturaleza, la manifestación de una inteligencia muy superior a la nuestra, y la admiración crece, en vez de disminuir, al paso y medida que nuestro entendimiento penetra en el conjunto de ese mecanismo (pp. 200-1).

Y esta unión o correlación entre las causas finales y eficientes, ¿cómo se explica? Se explica, contesta Hartmann, subordinándolas a un primer principio:

Contra semejante concepto de la subordinación de la naturaleza a las leyes, concepto que implica la teleología en vez de excluirla, nada puede objetarse; pero con esto, el problema filosófico, que consiste en discernir cómo la causalidad y la teleología se unen y confunden en las leyes de la naturaleza, queda estacionario sin adelantar un paso. Hemos visto, sí, que en todo mecanismo se implica una teleología; pero la manera de formarse este mecanismo teleológico, la razón que mueve a la causalidad según leyes tales que de su cumplimiento resulte un mecanismo verdadero, esto es, teleológico, todo esto queda tan oscuro como antes. Llegamos, pues, a esta disyuntiva: o se admite el milagro de una armonía preestablecida, o hay que recurrir a un principio superior de unidad del que la causalidad y la teleología sean aspectos distintos (p. 201).

Citaré ahora el extenso párrafo que figura en las pp. 202-3, y lo citaré completo porque la verdad y la belleza no deben ser mutiladas, sobre todo cuando es la misma verdad la que produce, la que secreta la belleza:

La teleología es la teoría de los fines; prueba la existencia de fines en la realidad, y averigua cómo la naturaleza realiza los que no son todavía reales, los ideales. ¿Pero cómo el fin ideal puede realizarse sin una materia en la que y por la que se realice? Y siendo esto así, ¿cómo puede el fin realizarse sin el concurso de esta materia que le sirve de medio de realización? ¿Existe el fin sin el medio correspondiente? ¿Es posible la teleología sin mediación natural de alguna clase, sin un sistema de medios naturales, esto es, un mecanismo? la materia en la que se realiza el fin y los medios mecánicos por lo que se realiza, no podemos concebirlos sino como un mecanismo, esto es, como una suma de fuerzas que provienen de la actividad de las leyes naturales. En otros términos, la teleología supone el mecanismo, es imposible sin él como, inversamente, el mecanismo es imposible sin la teleología. Si suponemos que existe un mecanismo absoluto, la teleología absoluta se realiza de suyo; si suponemos la teleología realizada de modo absolutamente teleológico, esta realización será absolutamente mecánica. Si los materialistas pudiesen probar que el mundo es el mecanismo absoluto, los teleólogos les quedarían agradecidos, porque probarían al mismo tiempo que la teleología se realiza en el mundo de manera absolutamente teleológica, de la manera más conforme a la finalidad que es posible concebir. Recíprocamente, si los teleólogos pudiesen probar que su Dios, absolutamente sabio y poderoso, no encuentra en la esencia ni en la forma de las cosas obstáculos que le impidan realizar sus fines de manera absolutamente teleológica, probarían por ende que el mundo es un mecanismo absoluto, esto es, que nada puede producirse en él fuera del dominio de las leyes mecánicas.

Hay en las pp. 204-5 otro grueso párrafo que aclara cuál es ese principio rector o primer principio mencionado hace instantes:

La teleología y el mecanismo se presentan exactamente como las ideas de fin y de medio: el uno no puede estar sin el otro; son recíprocos. Pero en el caso de tener que decidir sobre la preeminencia entre los dos, deberíamos concederla a la teleología; porque el medio es por el fin, no el fin por el medio. En el fondo, ambos son los momentos de un proceso lógico. La necesidad lógica es el principio de unidad que se presenta, por un lado, en la apariencia muerta de la causalidad de las leyes naturales mecánicas; por otro, en forma de teleología. Lo que se llama en el primero acción regular de una causa, se denomina aquí congruencia prevista del medio empleado: la finalidad vista por uno de sus lados aparece como causalidad, y ésta, en cuanto obra de acuerdo con aquélla para llegar a conclusión cierta, (en este intervalo) se muestra también como finalidad: no importa que nada de esto se haya observado en el proceso mecánico. Así, por una parte, la organización aparece como el producto (no exclusivo) del mecanismo de la naturaleza inorgánica; por otra parte, este mecanismo es un sistema de medios para la producción de la organización y de su finalidad. Estas dos proposiciones son igualmente verdaderas, y la una lo es precisamente porque lo es la otra.

Todo esto, empero, no significa que la naturaleza inorgánica sea análoga a la orgánica:

La naturaleza inorgánica se distingue de la orgánica, en que todo se realiza en ella, inclusas las acciones finales, sin el concurso de un principio organizador; y siendo esto así, ¡cómo es posible establecer entre ellas analogías, que sólo prueban la ignorancia de la diferencia específica que las distingue! (p. 208).

Claro está que los mecanicistas no tienen por qué alarmarse con la introducción de este principio organizador, que aun siendo de carácter metafísico no quiebra en ningún momento ninguna cadena causal:

Al protestar contra la hipótesis de un principio de organización, bajo el punto de vista estrictamente científico, se da por supuesto precisamente lo que es necesario probar, esto es, la no existencia de otras causas concurriendo con las fuerzas atómicas inorgánicas en los procesos naturales. Sólo admitiendo explícita o implícitamente esta hipótesis no probada, arbitraria, la convicción de que no hay más ley que la causal puede motivar la duda sobre la existencia de un principio metafísico, como generador de la ley de evolución orgánica; porque sólo entonces parecería que con la introducción de este principio se usurpaba a la ley causal parte de su dominio. Pero salta a la vista que esta objeción es insostenible; porque si existe tal principio metafísico, su colaboración en el proceso de evolución es también causal, esto es, obra conforme a la ley de causalidad, y no hay motivo, por tanto, para esas protestas fundadas en que se quebranta la rigidez del lazo causal natural (pp. 212-3).

Por mi parte, no alcanzo a discernir cuál sea la necesidad de esta hipótesis de un principio metafísico de organización que opera en la materia orgánica y no en la inorgánica. Si este principio es el que confiere finalidad a los procesos y sucesos, ¿por qué no ampliarlo hacia el mundo inorgánico, siendo que Hartmann admite la existencia de la teleología en este ámbito? Y ¿por qué catalogarlo como metafísico? ¿No sería mejor postularlo como una ley física, que opera en y desde el mundo material, tanto en los microcorpúsculos inorgánicos (que gracias a este principio tienden a organizarse) como en las macromoléculas orgánicas? Me parece que así, y sólo así, los mecanicistas no verán en la teleología una amenaza contra su tan preciado determinismo.
Es ésta la única objeción que tengo para con mi amigo Eduardo. En todo lo demás coincido, sobre todo en su lucha por liberar al concepto de evolución del mote mecánico-azaroso con el que lo han etiquetado los darwinistas y que aún perdura en los biólogos actuales:

Cierta composición química de la atmósfera es, sin duda, una condición para que el aire sea respirable y puedan vivir los pájaros y los mamíferos; pero la producción de esta composición de la atmósfera nunca será causa eficiente de que los pájaros y los mamíferos nazcan de peces de respiración branquial. La selección natural, aun siendo un principio puramente mecánico en el sentido darwinista, podría a lo sumo explicar la perfección de la adaptación fisiológica de un tipo de organización ya creado; pero precisamente se trata de este tipo al hablar de la evolución ascendente de la organización. Evidentemente, por tanto, este tipo de organización está fuera del dominio de los principios de explicación mecánica obrando por medio de adaptación externa, etcétera; y el concepto de la evolución teleológica interna no podrá ser destruido, o simplemente menoscabado, por tales expedientes mecánicos de evolución (pp. 222-3).



[1] (Nota añadida el 21/10/12.) Este desdén por la teleología por parte de los intelectuales de orientación científica parece que se remonta a Francis Bacon, quien, según Kuno Fischer (Historia de los orígenes de la filosofía crítica, II, I, 4), fue el primer pensador de renombre que intentó relegar las causas finales a un segundo plano del discurso filosófico al afirmar, con gran ingenio y diplomacia, que dichas causas finales aristotélicas eran santas y estériles como las monjas.

sábado, 15 de febrero de 2014

Teleología y mecanicismo bajo la mirada de dos disímiles científicos

Conocida es la definición que de la filosofía daba Cicerón llamándola «ciencia de lo divino y de lo humano y de las causas en que ellos se contienen»; pero en realidad, esas causas son para nosotros, fines. Y la Causa Suprema, Dios, ¿qué es sino el Supremo Fin? Sólo nos interesa el por qué en vista del para qué; sólo queremos saber de dónde venimos para mejor poder averiguar adónde vamos.
Miguel de Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida

Pero no todos los científicos devenidos en pensadores piensan cientificistamente. El mismo doctor Russell citado  en la anterior entrada poco tiene de cientificista. Su libro es un alegato en favor del teleologismo del mundo viviente, algo que sin duda no pasa por la cabeza de la mayoría de los cientificistas. La obra es bastante pesada por estar atiborrada de datos experimentales y observacionales, pero hay en ella ciertas conclusiones que me gustaría discutir o tan sólo difundir.
Citaré en primer lugar la más categórica:

No hago hipótesis alguna con respecto a la naturaleza o fundamento filosófico de la finalidad; la acepto como un hecho (La finalidad de las actividades orgánicas, p. 131).

Y es por eso, por no conjeturar acerca del fundamento filosófico de la finalidad, que el doctor Russell no la ve, no la concibe, más allá del mundo de los fenómenos orgánicos. No puede dirigirse, finalidad en mano, hacia el mundo de lo inorgánico, ni mucho menos hacia las puertas de la metafísica:

La «teleología» de los procesos vitales --si es que puede usarse esta expresión-- constituye [...] un proceso limitado; en él no hay nada «místico» o milagroso; es un fenómeno natural y sujeto a las restricciones naturales (ibíd., p. 164).

 Decir que un suceso causado por un órgano o un organismo es un suceso teleológico es algo bien científico para Russell, pero decir lo mismo de una tormenta o de un desplazamiento geológico entraría ya en lo místico, por no decir en lo supersticioso. Sin embargo, Russell atisba por un momento la realidad de la teleología inorgánica (pp. 224-5):

El llegar a un fin o término definido, per se no es carácter distintivo de la actividad dirigida, pues los procesos inorgánicos también se mueven hacia un término natural; la piedra en movimiento desciende por la colina hasta que llega al valle, o es detenida por algún obstáculo; el sistema inestable se mueve hacia un equilibrio estable; aun el mismo equilibrio estable puede alcanzarse desde muy distintos puntos de partida. La que es distintiva, es la activa persistencia de la actividad dirigida hacia su objetivo, el uso de medios alternantes dirigidos hacia el mismo fin, la obtención de los resultados a pesar de todas las dificultades. La actividad dirigida hacia un objetivo no es el simple resultado de las condiciones materiales como acontece con los sistemas inorgánicos; en ella hay en elemento impulsor o esfuerzo que, a veces, como nuestra propia conducta intencional, se hace conciente de sí y de sus tendencias, aunque más a menudo es inconsciente y ciega. No está dominada por las condiciones ni por las situaciones, pero lucha por sobrepasarlas o utilizarlas en su movimiento hacia su objetivo. Un impulso puede dominar a otro.

Y en el párrafo siguiente concluye que

este elemento de estímulo, de esfuerzo o impulso (que en su forma más altamente desarrollada experimentamos como impulso mental) es un factor de toda actividad vital, de comportamiento, fisiológica y morfogenética, la que esencialmente, la distingue de la actividad inorgánica. Por lo menos, esta es la concepción a la que he llegado.

Y admito que has llegado, amigo Russell, bastante más allá que la mayoría de tus colegas al admitir que los procesos inorgánicos "se mueven hacia un término natural", pero no pudiste continuar por esa senda porque no sospechaste que lo inorgánico también desea, o si lo sospechaste no sabías cómo demostrarlo, y me parece que fue esto último lo que sucedió en tu cabeza, me parece que el afamado y molesto prurito de las demostraciones empíricas te obligó a desdeñar ese hilozoísmo que hubiera cerrado el cuadro y lo hubiera hecho del todo coherente. "Coherente pero indemostrable" me dirás; lo admito. Siempre me atrajo más la coherencia que la evidencia.

Entraña dificultades el pensar que las actividades dirigidas hacia fines están completamente determinadas por sus orígenes. Si bien no sabemos cómo, de alguna manera el fin u objetivo interviene en la determinación de estas actividades; es decir, son dirigidas (ibíd., p. 220).

Esta es una de las diferencias entre la teleología orgánica y la inorgánica: en la primera, el objetivo se alcanza plásticamente; en la segunda, rígidamente. Una piedra que baja por una ladera para satisfacer su deseo de atracción gravitatoria tiene más posibilidades de quedar varada sin poder llegar al valle que aquella pantera que desciende por la misma pendiente para satisfacer su deseo de atracción sexual a través de la pantera hembra que ha divisado desde su atalaya. Si la piedra se topa en su descenso con una piedra mayor que la detiene, allí se quedará, pero si es la pantera la que choca con el obstáculo, rodeará la piedra y seguirá su camino sin mayores inconvenientes. Los movimientos de la pantera están tan determinados desde el origen del deseo como los de la piedra, sólo que a ésta las leyes físicas macromecánicas la determinan casi por completo, mientras que en la pantera son las leyes biológicas las que toman la voz de mando (aunque podría suceder que las leyes macromecánicas sometiesen a las biológicas; por ejemplo, si la pantera tropieza y rueda). Y digo que el descenso de la piedra está determinado casi por completo por leyes macromecánicas porque ese impulso, estímulo o esfuerzo (yo lo llamo conato) que Russell considera distintivo de la vida, opera también en lo inorgánico, sólo que con tan menguada potencia que nos es imposible percibirlo batallando contra una fuerza macromecánica y superándola. El ejemplo de la piedra que detiene su caída por chocar con otra mayor no viene aquí al caso, pues el deseo de la piedra, estrictamente hablando, no se ve contrariado por el choque: si se detuvo es porque la energía potencial adquirida en esas circunstancias le procuraba mayores satisfacciones que la energía cinética del desplazamiento1. La gravedad, con sus diferentes manifestaciones, es siempre placentera para lo inorgánico, y entonces el conato la sigue, nunca se le opone. Distinto sería si arrojásemos la piedra por los aires, desafiando a la gravedad; en ese caso el conato de la piedra sí se opondría a su movimiento, aunque cabe aclarar que nada (o casi nada) tiene que ver este miserable conatillo con el posterior descenso del proyectil.
El esfuerzo realizado en vistas a la consecución de un objetivo ya he afirmado que no es algo distintivo de la materia orgánica. Tampoco es distintiva de ella la persistencia en la actividad finalista: ¿hay algo más persistente, por ejemplo, que un río tormentoso esforzándose por llegar al nivel del mar? Sólo acierta Russell cuando hace la distinción a través de "el uso de medios alternantes dirigidos hacia el mismo fin" (aunque esto no implique, según me parece, el libre albedrío de la materia viva, el poder optar entre hacer tal cosa o tal otra, sino sólo la impredictibilidad práctica por parte del observador o incluso del actor). Pero al punto vuelve a equivocarse, pues "la obtención de los resultados a pesar de todas las dificultades" es más propio de lo inorgánico que de lo viviente (con la sola dificultad de que le cierre yo la puerta, mi perra no podrá satisfacer su deseo de salir al balcón; con el aire no sucede lo mismo)2. Un tal Grainger citado por Russell en las pp. 225-6 nos dice, con bastante criterio, que es "el movimiento autónomo o movimiento gobernado por el organismo mismo, lo que nos proporciona la primera pista real acerca de la cualidad de la vida. Los seres vivientes no están completamente a merced de su ambiente mientras que los no vivientes están sujetos en forma absoluta al medio externo. Una masa de proteína no viviente siempre desciende a lo largo de una ladera, obedeciendo indiscutiblemente a la acción de la ley de la gravedad; en determinadas formas, la proteína viviente puede ascender por la ladera, siguiendo su elección interna... La bacteria movible puede moverse en dirección contraria a la seguida por una débil corriente de líquido". No es que lo inorgánico no sea potencialmente capaz de movimiento autónomo; lo es, pero como esta capacidad es de una magnitud ínfima en comparación con la capacidad de efectuar movimientos que poseen los objetos merced a las fuerzas físicas que actúan por fuera de ellos, rara vez logra imponérseles, y cuando lo hace no nos damos por enterados debido a que nuestros órganos sensoriales no son lo suficientemente finos como para captar tan minúsculos movimientos --lo mismo que cualquier instrumento de observación inventado o por inventar (la observación alteraría los resultados, tal como sucede en la física cuántica). Por eso es que la capacidad de movimiento autónomo perceptible puede ser considerada como algo distintivo de los seres vivos, lo cual no habla en ningún momento en contra del carácter teleológico de los fenómenos inorgánicos que yo postulo. "No formulo hipótesis --insiste Russell desde el último párrafo de su libro-- con respecto a las bases filosóficas o «fundamentos» de la finalidad [...]. Simplemente acepto la evidencia patente de que son características de las cosas vivientes y sólo de ellas". La evidencia "patente" de que la finalidad existe dentro de los reinos animal y vegetal es bastante abrumadora, pero ¿dónde está la evidencia patente que demuestra que el reino mineral no se guía de acuerdo a fines?3 No hay evidencia, es cierto, de que la teleología inorgánica exista, pero esta falta de evidencia de ningún modo es a su vez evidencia de que no existe.
Esto en cuanto a la teleología. En cuanto al mecanicismo, ya sospecharán ustedes lo que opina Russell: lo considera incompatible con los procesos finalísticos reinantes en los seres vivos.

Aunque más no fuera por la razón de que un organismo es una unidad que se mantiene, reproduce y desarrolla por sí misma, debería resultar evidente que la analogía entre un organismo y una máquina es superficial y remota: ninguna máquina hace o puede desempeñar las funciones citadas. Sin embargo, el pensamiento humano se halla particularmente inclinado hacia la concepción mecanicista (p. 13).

En lo que no repara Russell es en que el mecanicismo, estrictamente hablando, no afirma que los organismos son máquinas, simplemente dice que los organismos se rigen por principios mecánicos, que no es lo mismo. (Entiéndase aquí por "mecánica" la ciencia que trata del movimiento en su totalidad, tanto el de las grandes masas como el de los más pequeños corpúsculos subatómicos.) Y aunque es verdad que muchos mecanicistas, tal vez la mayoría, suponen efectivamente que los seres vivos son máquinas, el aducir contra esto que tales seres se mantienen, reproducen y desarrollan por sí mismos no es un argumento válido, porque así como existe una máquina denominada "de coser", cuya función es privativa de ella (no podemos coser valiéndonos de una licuadora o de un ascensor), así también el mecanicista puede decir que el ser vivo es una máquina cuyas funciones privativas son (entre otras) las de mantenerse, reproducirse y desarrollarse por sí misma. Si definimos la palabra "máquina" como "un conjunto de partes o elementos que apuntan hacia el mismo fin" (Juan Carlos Goldar, Biología de la memoria, p. 38), no veo ningún despropósito en considerar como máquinas a los seres vivos siempre que se pruebe, o al menos se justifique, la idea de que los organismos están constituidos por una estructura susceptible (en teoría) de ser dividida en partes, y que la mera sumatoria de estas partes constituye la totalidad del organismo. Esto es precisamente lo que niegan los llamados holistas, para quienes la totalidad del ser vivo es algo más que la suma de sus elementos. El doctor Russell reniega del mecanicismo maquinista desde su holismo no vitalista; el antecitado doctor Goldar es su antítesis, y yo me inclino mucho más hacia este último que hacia el primero --siempre que nos limitemos, como en estos momentos, al mundo de los fenómenos, al mundo "científico", excluyendo de nuestra perspectiva toda idea o connotación metafísica.
Dice goldar:

Cuando no se quieren admitir elementos y asociaciones entre elementos, no queda otra solución que buscar las explicaciones en totalidades que, siempre, son tan difíciles de demostrar como lo son las entelequias o fuerzas «ocultas» de los epigenetistas. Por su misma naturaleza, el pensamiento holista es francamente animista. Nunca han logrado, los holistas, definir con precisión y mostrar objetivamente su «es más que». Digamos que introducen un nuevo «factor general», pero no lo pueden objetivar. Sus pretendidas «totalidades» suelen ser, a la corta o a la larga, tan ambiguas como la «vis essentialis» o la «vis plastica»(ibíd., pp. 37-8).

Goldar incluye a las asociaciones entre las partes como una nueva parte que necesariamente debe sumarse si deseamos abarcar al organismo íntegro:

Si las partes o elementos de la máquina o mecanismo orgánico forman una estructura, estas partes deben asociarse o relacionarse de alguna manera, para coincidir teleonómicamente. De este modo, cuando explicamos una estructura debemos tener presente no sólo sus elementos o partes, sino también las relaciones entre los elementos (es decir las asociaciones, que también son, por su parte, elementos). Una estructura es la suma de sus elementos más la suma de las relaciones entre esos mismos elementos. Pero siempre es una suma y, por lo tanto, puede analizarse y volver a sintetizarse sin adjuntar o anexar un «factor general». Para la ciencia, sus objetos siempre deben ser sumas. De lo contrario no podrían entenderse, o sea analizarse y volver a sintetizarse. [...] Cuando el científico analiza separa elementos y cuando sintetiza agrupa elementos. No hay que acudir a «factores generales» o entidades holísticas, siempre misteriosas. Es verdad que el organismo [...] es más que la suma de sus elementos, pues además es la suma de las relaciones entre los elementos (como las relaciones forman parte de la suma, también son elementos) (p. 39).

Goldar habla de coincidencia "teleonómica" y no teleológica porque reserva esta última palabra para los sistemas cuyas diferentes partes apuntan hacia un mismo fin valiéndose de una conciencia o psique reguladora que opera a tal efecto; y como para él ningún organismo, ni siquiera el humano, constituye un sistema teleológico, concluimos que el mecanicismo al que suscribe Goldar es de carácter epifenomenalista, es decir, considera a la conciencia y a las vivencias en general como fenómenos derivados de los movimientos del cerebro y demás órganos, no pudiendo estas vivencias influir causalmente sobre ningún desplazamiento corporal, tanto interno (secreciones, movimientos de las células) como externo (caminata, risa, dicción, etc.). El epifenomenalismo es un concepto que se aviene tan de lleno con mi sistema filosófico que no sé cómo pude desdeñarlo, sobre todo después de haber leído a ese gran epifenomenalista llamado Le Dantec. El doctor Goldar me abrió grandemente los ojos a este respecto. Dejaré para una próxima oportunidad la explicación y apología del epifenomenalismo tal como yo lo concibo; ahora, terminemos con Goldar:

Considerando que los progresos [científicos] más importantes y de mayor utilidad han sido inspirados por la ideología [...] mecanicista, y teniendo en cuenta que la ideología [...] holista permanece en la cotidianidad, resulta evidente que la primera es una ideología científica o reflexiva mientras que la segunda es una ideología ingenua popular (p. 229);

 y

las estructuras orgánicas son iguales a las máquinas, pues las máquinas tienen elementos, relaciones entre elementos y niveles de integración. Para el mecanicismo que aquí defendemos y presentamos como principio filosófico, el cerebro es una máquina o estructura, o sea un conjunto de partes que apuntan hacia el mismo fin o meta [...]. El cerebro es una máquina porque: 1) tiene un programa, 2) posee elementos, 3) estos elementos se relacionan por medio de niveles de integración y 4) todos los elementos apuntan hacia el mismo fin (pp. 239-40).

Esto es evidente, sostiene Goldar, para cualquiera que posea un cerebro reflexivo y adiestrado en el método científico, pero el hombre que conserva "una visión más o menos primitiva, vulgar e irreflexiva, no quiere (o, mejor dicho, no puede) reconocer lo asombrosamente mecánico de su naturaleza" (p. 240).



1 (Nota añadida el 30/5/3.) Error. La piedra se detiene debido a fuerzas mecánicas exteriores a su ser y no influenciables (apreciablemente) por sus deseos. El conato de la piedra no se contraría con su detención, pero esto no significa que sea la causa de la misma.

2 Es verdad que la mayoría de las moléculas de aire rebotarán contra la puerta y no podrán trasponerla, pero esto no las frustrará como frustrada estará mi perra, porque el resultado que se proponían alcanzar estas moléculas no era "salir al balcón", sino balancearse al son de la gravedad, y esto lo podrán hacer muy bien dentro de mi casa en cuanto se recuperen del dolor que la inercia del choque contra la puerta les provocara.
3 Fines inconcientes desde luego, pero no más que los de la gran mayoría de los seres vivos y los de los órganos de estos seres tomados individualmente.

martes, 11 de febrero de 2014

Los compuestos inorgánicos y su efecto en la salud

Hay en el libro del profesor Ehret Sistema curativo por dieta amucosa un par de ideas interesantes por lo chocantes que resultan para la ortodoxia biológica. Por ejemplo, lo que se pregunta desde las pp. 71-2:

¿Son los glóbulos blancos células vivientes de tal importancia para la protección y mantenimiento de la vida, para destruir gérmenes y para inmunizar al organismo contra la fiebre, infección, etc., como lo aseguran las doctrinas clásicas de la fisiología de la patología? ¿O son justamente lo opuesto, escoria, sustancias putrefactas e indigestas, mucus o elementos patógenos, [...] indigeribles por el cuerpo humano, antinaturales y por lo tanto completamente inasimilables? ¿Son ellos, en efecto, la escoria proveniente de las proteínas superiores y alimentos amiláceos, que con la dieta occidental son arrojados tres veces por día en el estómago? ¿Es lo que yo llamo mucus, la causa fundamental de toda enfermedad?

Y se responde en la p. 72:

Puesto que todo el mundo los tiene, la «ciencia médica» juzga la presencia de glóbulos blancos como una condición normal de la salud. No hay un hombre en la civilización occidental cuyo cuerpo no hay sido continuamente emporcado desde la niñez con leche de vaca, huevos, carne, papas y cereales. ¡No hay hoy en día, un hombre sin mucus! En el primer artículo que publiqué expuse la gigantesca idea de que la raza blanca es antinatural y enferma. Primeramente, le falta el pigmento colorante, por la ausencia de sales y minerales coloreadas; en segundo lugar, está continuamente sobresaturada de glóbulos blancos (mucus, escorias, de color blanco), a eso se debe el color blanco de todo el cuerpo.

Puesto que lo anterior fue publicado hace unos ochenta años, supongo que la ciencia médica ya se habrá encargado de refutar bien refutada esta heterodoxa teoría; pero hay otra teoría ehretiana tan o más heterodoxa que no es posible refutar con tanta facilidad. Me refiero al concepto de que tal vez, en ciertas condiciones, el ser humano sea capaz de asimilar minerales no sólo a través del alimento que ingiere, sino también del aire que respira:

Si la parte esencial de la proteína, el nitrógeno, es un factor importante para mantener la máquina humana; si de él depende enteramente la vitalidad, me parece entonces que bajo esas condiciones ideales [alimentándose sólo de frutas], el nitrógeno es asimilable del aire (p. 68).

Sin embargo, esta nutrición gaseosa parece contradecirse con otro postulado al que el autor suscribe once páginas adelante:

Hoy en día cada sustancia del cuerpo humano es analizada químicamente, y los médicos sueñan con los alimentos perfectos del futuro, químicamente concentrados, haciéndole posible llevar sus comidas en el bolsillo del chaleco. Eso no ocurrirá nunca, porque el cuerpo humano no asimila un átomo de ninguna sustancia alimenticia que no derive del reino vegetal.

(El subrayado es mío. Ver también, del mismo autor, el libro Ayuno racional, p. 35: "El organismo no asimila ni un solo átomo de sustancia mineral que no proceda de una planta, es decir, que no haya pasado por el estado orgánico"). Yo también creía dogmáticamente en este aserto, pero algo me dice que no es así como funcionan las cosas. Empecé a sospechar que los minerales podían nutrir sin necesidad de moléculas orgánicas intermediarias al ver en varios documentales de vida animal aciertos herbívoros comiendo tierras arcillosas. Hay una posible explicación no alimentaria para ese comportamiento: estos animales suelen comer plantas venenosas, y algunos componentes de la arcilla neutralizarían la ponzoña, facilitando la digestión. Esta contrarrefutación me conformó, pero ya la duda estaba instalada en mi cerebro; cualquier mínimo argumento la desataría nuevamente. Y el argumento apareció de la mano de un viejo libro: La finalidad de las actividades orgánicas, escrito por el doctor Edward Stuart Russell. Russell afirma en las pp. 121-2 que está demostrado

que las ratas suprarrenalectomizadas sienten que su necesidad de compensar la escasez de sal aumenta extraordinariamente, la cual se acompaña por un gran deseo de cloruro de sodio; por otra parte, ingieren alrededor de seis veces más que las ratas normales, cuyo menor consumo de sal responde estrictamente a sus necesidades. También demuestran un mayor deseo por el lactato de sodio y el fosfato de sodio; las ratas a las que se les permite elegir libremente entre un conjunto de soluciones minerales, seleccionan estas substancias (conjuntamente con el cloruro de calcio) y sobreviven a los resultados, comúnmente fatales, de la suprarrenalectomía.

Si las ratas son capaces de compensar deficiencias anatómicas o fisiológicas valiéndose de la ingestión de productos inorgánicos, ¿no equivale esto a decir que dicho productos inorgánicos tienen la propiedad de reparar deficiencias en los organismos? Sí. Y reparar deficiencias orgánicas, o evitar que estas deficiencias aparezcan, ¿no es la característica básica del alimento que comemos? No puedo dar una respuesta contundente a esta última pregunta. Si me respondo que sí, entonces los compuestos inorgánicos tienen la propiedad de alimentarlos; si me respondo que no, lo inorgánico tal vez no alimente, aunque queda claro que si no alimenta, por lo menos cura, lo que ya es decir mucho.
Si estos experimentos con ratas no han sido falseados o mal interpretados por el señor C. P. Richter que los ejecutara, entonces tengo que admitir mi error y afirmar, en concordancia con la farmacología moderna, que algunos compuestos inorgánicos son asimilables y beneficiosos para los seres vivos animales aunque no estén insertos en molécula orgánica ninguna. Que pueden ser asimilables para mal era cosa por todos conocida (como lo atestiguan las diferentes contaminaciones ambientales); lo nuevo, al menos para mí, estriba en su poder sanador, que yo creía exclusivo de los alimentos vegetales, de las radiaciones solares, del aire puro, del ayuno y de un estado de ánimo jovial y optimista.
Los frasquitos con píldoras y las pociones de trabalengüescos nombres me han ganado, al parecer, una gran batalla, pero lejos están de ganarme la guerra. No es en la superficie de razonamientos como el anterior, de razonamientos superficiales, en donde me conviene que se desarrollan los enfrentamientos. Yo soy como los guerrilleros vietnamitas: vivo en lo profundo, debajo del suelo firme del sentido común. Y si quieren ganarme los señores farmacéuticos esta guerra de guerrillas deberán descubrir mis catacumbas, abismarse por ellas y en ellas ametrallarme. Pero nunca lo harán. En mi guarida reina la oscuridad. No se puede avanzar siguiendo el dictado de los sentidos. Hay que mirar con otros órganos. Con esos órganos que los boticarios, igual que los cientificistas en general, tienen atrofiados desde mucho antes de la invención de la vacuna