Hay en el libro del profesor Ehret Sistema curativo por dieta amucosa un par de
ideas interesantes por lo chocantes que resultan para la ortodoxia biológica.
Por ejemplo, lo que se pregunta desde las pp. 71-2:
¿Son los
glóbulos blancos células vivientes de tal importancia para la protección y
mantenimiento de la vida, para destruir gérmenes y para inmunizar al organismo
contra la fiebre, infección, etc., como lo aseguran las doctrinas clásicas de
la fisiología de la patología? ¿O son justamente lo opuesto, escoria,
sustancias putrefactas e indigestas, mucus o elementos patógenos, [...]
indigeribles por el cuerpo humano, antinaturales y por lo tanto completamente
inasimilables? ¿Son ellos, en efecto, la escoria proveniente de las proteínas
superiores y alimentos amiláceos, que con la dieta occidental son arrojados
tres veces por día en el estómago? ¿Es lo que yo llamo mucus, la causa
fundamental de toda enfermedad?
Y
se responde en la p. 72:
Puesto que
todo el mundo los tiene, la «ciencia médica» juzga la presencia de glóbulos
blancos como una condición normal de la salud. No hay un hombre en la
civilización occidental cuyo cuerpo no hay sido continuamente emporcado desde
la niñez con leche de vaca, huevos, carne, papas y cereales. ¡No hay hoy en día, un hombre sin mucus!
En el primer artículo que publiqué expuse la gigantesca idea de que la raza
blanca es antinatural y enferma. Primeramente, le falta el pigmento colorante,
por la ausencia de sales y minerales coloreadas; en segundo lugar, está
continuamente sobresaturada de glóbulos blancos (mucus, escorias, de color
blanco), a eso se debe el color blanco de todo el cuerpo.
Puesto
que lo anterior fue publicado hace unos ochenta años, supongo que la ciencia
médica ya se habrá encargado de refutar bien refutada esta heterodoxa teoría;
pero hay otra teoría ehretiana tan o más heterodoxa que no es posible refutar
con tanta facilidad. Me refiero al concepto de que tal vez, en ciertas
condiciones, el ser humano sea capaz de asimilar minerales no sólo a través del
alimento que ingiere, sino también del aire que respira:
Si la parte
esencial de la proteína, el nitrógeno, es un factor importante para mantener la
máquina humana; si de él depende enteramente la vitalidad, me parece entonces
que bajo esas condiciones ideales [alimentándose sólo de frutas], el nitrógeno
es asimilable del aire (p. 68).
Sin
embargo, esta nutrición gaseosa parece contradecirse con otro postulado al que
el autor suscribe once páginas adelante:
Hoy en día
cada sustancia del cuerpo humano es analizada químicamente, y los médicos
sueñan con los alimentos perfectos del futuro, químicamente concentrados,
haciéndole posible llevar sus comidas en el bolsillo del chaleco. Eso no
ocurrirá nunca, porque el cuerpo humano
no asimila un átomo de ninguna sustancia alimenticia que no derive del reino
vegetal.
(El
subrayado es mío. Ver también, del mismo autor, el libro Ayuno racional, p. 35: "El organismo no asimila ni un solo
átomo de sustancia mineral que no proceda de una planta, es decir, que no haya
pasado por el estado orgánico"). Yo también creía dogmáticamente en este
aserto, pero algo me dice que no es así como funcionan las cosas. Empecé a
sospechar que los minerales podían nutrir sin necesidad de moléculas orgánicas
intermediarias al ver en varios documentales de vida animal aciertos herbívoros
comiendo tierras arcillosas. Hay una posible explicación no alimentaria para
ese comportamiento: estos animales suelen comer plantas venenosas, y algunos
componentes de la arcilla neutralizarían la ponzoña, facilitando la digestión.
Esta contrarrefutación me conformó, pero ya la duda estaba instalada en mi
cerebro; cualquier mínimo argumento la desataría nuevamente. Y el argumento apareció
de la mano de un viejo libro: La
finalidad de las actividades orgánicas, escrito por el doctor Edward Stuart
Russell. Russell afirma en las pp. 121-2 que está demostrado
que las ratas
suprarrenalectomizadas sienten que su necesidad de compensar la escasez de sal
aumenta extraordinariamente, la cual se acompaña por un gran deseo de cloruro
de sodio; por otra parte, ingieren alrededor de seis veces más que las ratas
normales, cuyo menor consumo de sal responde estrictamente a sus necesidades.
También demuestran un mayor deseo por el lactato de sodio y el fosfato de
sodio; las ratas a las que se les permite elegir libremente entre un conjunto
de soluciones minerales, seleccionan estas substancias (conjuntamente con el
cloruro de calcio) y sobreviven a los resultados, comúnmente fatales, de la
suprarrenalectomía.
Si
las ratas son capaces de compensar deficiencias anatómicas o fisiológicas
valiéndose de la ingestión de productos inorgánicos, ¿no equivale esto a decir
que dicho productos inorgánicos tienen la propiedad de reparar deficiencias en
los organismos? Sí. Y reparar deficiencias orgánicas, o evitar que estas
deficiencias aparezcan, ¿no es la característica básica del alimento que
comemos? No puedo dar una respuesta contundente a esta última pregunta. Si me
respondo que sí, entonces los compuestos inorgánicos tienen la propiedad de
alimentarlos; si me respondo que no, lo inorgánico tal vez no alimente, aunque
queda claro que si no alimenta, por lo menos cura, lo que ya es decir mucho.
Si estos experimentos con ratas no han sido falseados
o mal interpretados por el señor C. P. Richter que los ejecutara, entonces
tengo que admitir mi error y afirmar, en concordancia con la farmacología
moderna, que algunos compuestos inorgánicos son asimilables y beneficiosos para
los seres vivos animales aunque no estén insertos en molécula orgánica ninguna.
Que pueden ser asimilables para mal era cosa por todos conocida (como lo
atestiguan las diferentes contaminaciones ambientales); lo nuevo, al menos para
mí, estriba en su poder sanador, que yo creía exclusivo de los alimentos
vegetales, de las radiaciones solares, del aire puro, del ayuno y de un estado
de ánimo jovial y optimista.
Los frasquitos con píldoras y las pociones de
trabalengüescos nombres me han ganado, al parecer, una gran batalla, pero lejos
están de ganarme la guerra. No es en la superficie de razonamientos como el
anterior, de razonamientos superficiales, en donde me conviene que se
desarrollan los enfrentamientos. Yo soy como los guerrilleros vietnamitas: vivo
en lo profundo, debajo del suelo firme del sentido común. Y si quieren ganarme
los señores farmacéuticos esta guerra de guerrillas deberán descubrir mis
catacumbas, abismarse por ellas y en ellas ametrallarme. Pero nunca lo harán.
En mi guarida reina la oscuridad. No se puede avanzar siguiendo el dictado de
los sentidos. Hay que mirar con otros órganos. Con esos órganos que los
boticarios, igual que los cientificistas en general, tienen atrofiados desde
mucho antes de la invención de la vacuna
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