No querría despedirme de Hartmann sin haber citado algunos pasajes de su
libro que dejen bien clara su postura evolucionista.
El de la p. 116 viene muy a propósito:
Si la especie ha perdido
ya su flexibilidad para adaptarse en la lucha por la existencia y las
condiciones de la lucha siguen variando en el mismo sentido, la especie
desaparece de la localidad, reemplazándola las especies de las comarcas vecinas
que están en posesión de condiciones de existencia análogas. Este es todo el
resultado experimental de la lucha por la existencia; mas si una especie nueva
surge de las antiguas, no suministrando la selección medios de explicar este
hecho, tenemos que acudir a otro principio, a un impulso interno que determine
la transformación. Entonces, si la especie nuevamente creada es más apropiada
al nuevo medio que la antigua, naturalmente la expulsará y reemplazará, de la
misma manera que expulsa y reemplaza a la antigua la especie recién introducida
en el país.
Esta idea del impulso
interno u ortogénesis rigiendo los destinos de la evolución de las
especies fue muy estudiada y difundida en las últimas décadas del siglo XIX y
primeras del XX. Después, cuando los pensadores filosóficos abandonaron la biología
y la ciencia en general para dedicarse a la gramática y a la política, esta
hipótesis, en manos de biólogos sin preparación filosófica, cayó en gran
descrédito. Pero no lograron matarla. Y si la mataron, yo la resucitaré, de la
mano del finado Hartmann:
La lucha por la
existencia, y asimismo, toda la selección natural, son, respecto de la idea
directriz [el impulso interno teleológico], simples auxiliares que desempeñan
servicios inferiores en la realización de aquella idea, como si dijéramos,
tallar las piedras medidas y típicamente determinadas de antemano por el
arquitecto, y colocarlas en el lugar que les corresponde del edificio.
Considerar la selección resultante de la lucha por la existencia como el
principio esencial de la evolución del reino orgánico, equivaldría a tomar por
arquitecto de la catedral de Colonia al peón que trabaja con otros en colocar
las piedras del edificio (pp. 119-20).
El impulso interno,
con el auxilio de la selección natural, crea y desarrolla las diferentes
variabilidades, no interviniendo en este proceso ningún factor indeterminado o
azaroso:
La variabilidad no es
simplemente resultado de diferencias casuales en las circunstancias interiores
o exteriores del proceso de formación, sino que es, sobre todo, una tendencia
esencial a la variación en direcciones teleológicas determinadas, tendencia
interna, espontánea, sometida a una ley (p.
128).
Yo propongo que
asociemos esta ley de evolución interna con la palabra deseo en su sentido más
lato, que puede incluir deseos inconcientes, por más que estos dos conceptos
parezcan repelerse (¿cómo podríamos desear algo --pregunta el sentido común--
si no somos concientes de que lo deseamos?). Y aquí es donde volvemos a La
finalidad de las actividades orgánicas de Russell (p. 55):
Tanto la hipertrofia como
la atrofia, pueden no responder al simple uso y desuso sino que pueden estar
esencialmente determinadas por las necesidades inherentes al cuerpo.
Russell está luchando contra el punto de vista lamarckiano
que afirma que la causa principal de la variabilidad orgánica radica en el
hábito, y para ello echa mano, como buen científico, de algunas observaciones y
experimentaciones; por ejemplo, se fija en la regulación del número de glóbulos
rojos en la sangre de los mamíferos, que aumenta o disminuye conforme disminuye
o aumenta el porcentaje de oxígeno en el aire respirado; o presta fe a los
experimentos de un tal Boycott, un cretino cuyo pasatiempo favorito consistía
en extirpar hígados y riñones de perros y conejos para observar luego las
respectivas atrofias o hipertrofias. Una vez agotadas las supuestas evidencias,
Russell espeta la conclusión que nos interesa (p. 59):
Tanto el uso como el
desuso no son las únicas «causas» de la hipertrofia y de la atrofia,
respectivamente, ni tampoco es probable que sean los factores decisivamente
reales, lo que es decisivo es la necesidad o deseo del cuerpo en cuanto
totalidad; lo que se necesita será proporcionado por hipertrofia y lo que
no se necesita será atrofiado o activamente extirpado (subrayado mío).
¿Quieren una mejor
confirmación de este postulado que la que nos suministra Hagenbeck, quien
"ha comprobado que a las jirafas que en invierno se les permite estar
fuera del jardín zoológico de Hamburgo, les crece una gran cantidad de pelo, el
cual hacia fines del invierno es dos veces y medio más largo que el pelaje
normal"? (P. 68). Ir en contra de Lamarck, en este sentido, es ir en contra del mecanicismo
estricto de las leyes biológicas y a favor de un contralor teleológico de las
mismas. Este contralor --que Russell no llegó a admitir en la naturaleza inorgánica-- es
el deseo.
Llegados a este punto, cerremos el libro
de Russell y despidámonos del autor con un caluroso saludo. Al
cabo ¿qué otro detalle de su obra podría interesarnos después de haber
degustado esa conclusión tan espirituosa?
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