Goldar se acerca más que Russell a la conciliación entre teleología (o teleonomía) y
mecanicismo; pero ninguno de estos doctores parece desvelarse por esta
cuestión, y esto se explica por el hecho de que son científicos y no pensadores
filosóficos[1].
Busquemos entonces la opinión de un pensador filosófico hecho y derecho que se
haya ocupado del asunto y lo haya resuelto --hasta donde puede resolverse-- de
un modo plausible. Este señor es el alemán Eduard von Hartmann, a quién citaré desde el capítulo VIII
("Mecanismo y teleología") de su libro El darwinismo (1875),
comenzando con un párrafo inscrito en las pp. 199-200 en donde atribuye al
carácter teleológico de toda ley el hecho de que el universo sea explicable:
Si el mecanismo de las
leyes de la naturaleza no fuese teleológico, no habría leyes que obraran de
acuerdo, sino un monstruoso caos de poderes independientes chocando entre sí
como toros. En tanto que la causalidad de las leyes inorgánicas borra el dictado
de leyes muertas que se les había dado, y se presenta como «la matriz
universal de la vida y del orden que se manifiesta en todas partes», merece el
nombre de ley mecánica, así como un conjunto de ruedas y de órganos
mecánicos hecho por el arte humano, que se mueven a un tiempo cada uno a su
manera, merece el nombre de mecanismo o de máquina, desde que se manifiesta en
ella la teleología inmanente del conjunto y de las diferentes partes.
Están así equivocados
los pensadores mecanicistas que, como Haeckel, pretenden explicar la evolución de los órganos y de
los organismos eludiendo la teleología:
Haeckel exagera tanto, que el
mecanismo de una locomotora, cuyos movimientos asombran al salvaje que la cree
animada por un espíritu poderoso, le parece un ejemplo adecuado para probar la
posibilidad de concebir un aparato tan complicado como la locomotora o el ojo
humano, puramente mecánico por su esencia, y disipar la ilusión
teleológica. Pero el ejemplo prueba precisamente lo contrario; prueba a todas
luces que, hablando con propiedad, no puede aplicarse el nombre de mecanismo
sino a los conjuntos en que la teleología es inmanente en el mismo sentido que
lo es en la locomotora, cuya existencia considera con razón el salvaje como prueba
de una inteligencia superior a la suya, y cuya admirable conformidad a un fin
no disminuye cuando se llega al conocimiento completo del organismo considerado
como tal. Por la misma razón admiramos nosotros en el gran mecanismo, mucho más
sorprendente aún, de la naturaleza, la manifestación de una inteligencia muy
superior a la nuestra, y la admiración crece, en vez de disminuir, al paso y
medida que nuestro entendimiento penetra en el conjunto de ese mecanismo (pp. 200-1).
Y esta unión o
correlación entre las causas finales y eficientes, ¿cómo se explica? Se
explica, contesta Hartmann, subordinándolas a un primer principio:
Contra semejante concepto
de la subordinación de la naturaleza a las leyes, concepto que implica la
teleología en vez de excluirla, nada puede objetarse; pero con esto, el
problema filosófico, que consiste en discernir cómo la causalidad y la
teleología se unen y confunden en las leyes de la naturaleza, queda
estacionario sin adelantar un paso. Hemos visto, sí, que en todo mecanismo se
implica una teleología; pero la manera de formarse este mecanismo teleológico,
la razón que mueve a la causalidad según leyes tales que de su cumplimiento
resulte un mecanismo verdadero, esto es, teleológico, todo esto queda tan
oscuro como antes. Llegamos, pues, a esta disyuntiva: o se admite el milagro de
una armonía preestablecida, o hay que recurrir a un principio superior de
unidad del que la causalidad y la teleología sean aspectos distintos (p. 201).
Citaré ahora el
extenso párrafo que figura en las pp. 202-3, y lo citaré completo porque la
verdad y la belleza no deben ser mutiladas, sobre todo cuando es la misma
verdad la que produce, la que secreta la belleza:
La teleología es la teoría
de los fines; prueba la existencia de fines en la realidad, y averigua cómo la
naturaleza realiza los que no son todavía reales, los ideales. ¿Pero cómo el
fin ideal puede realizarse sin una materia en la que y por la que se realice? Y
siendo esto así, ¿cómo puede el fin realizarse sin el concurso de esta materia
que le sirve de medio de realización? ¿Existe el fin sin el medio
correspondiente? ¿Es posible la teleología sin mediación natural de alguna
clase, sin un sistema de medios naturales, esto es, un mecanismo? la
materia en la que se realiza el fin y los medios mecánicos por lo que se
realiza, no podemos concebirlos sino como un mecanismo, esto es, como una suma
de fuerzas que provienen de la actividad de las leyes naturales. En otros
términos, la teleología supone el mecanismo, es imposible sin él
como, inversamente, el mecanismo es imposible sin la teleología. Si suponemos
que existe un mecanismo absoluto, la teleología absoluta se
realiza de suyo; si suponemos la teleología realizada de modo absolutamente
teleológico, esta realización será absolutamente mecánica. Si los
materialistas pudiesen probar que el mundo es el mecanismo absoluto, los
teleólogos les quedarían agradecidos, porque probarían al mismo tiempo que la
teleología se realiza en el mundo de manera absolutamente teleológica, de la
manera más conforme a la finalidad que es posible concebir. Recíprocamente, si
los teleólogos pudiesen probar que su Dios, absolutamente sabio y poderoso, no
encuentra en la esencia ni en la forma de las cosas obstáculos que le impidan
realizar sus fines de manera absolutamente teleológica, probarían por ende que
el mundo es un mecanismo absoluto, esto es, que nada puede producirse en él
fuera del dominio de las leyes mecánicas.
Hay en las pp. 204-5
otro grueso párrafo que aclara cuál es ese principio rector o primer principio
mencionado hace instantes:
La teleología y el
mecanismo se presentan exactamente como las ideas de fin y de medio: el uno no
puede estar sin el otro; son recíprocos. Pero en el caso de tener que decidir
sobre la preeminencia entre los dos, deberíamos concederla a la teleología;
porque el medio es por el fin, no el fin por el medio. En el fondo, ambos son
los momentos de un proceso lógico. La necesidad lógica es el
principio de unidad que se presenta, por un lado, en la apariencia muerta de la
causalidad de las leyes naturales mecánicas; por otro, en forma de teleología.
Lo que se llama en el primero acción regular de una causa, se denomina aquí
congruencia prevista del medio empleado: la finalidad vista por uno de sus
lados aparece como causalidad, y ésta, en cuanto obra de acuerdo con aquélla
para llegar a conclusión cierta, (en este intervalo) se muestra también como
finalidad: no importa que nada de esto se haya observado en el proceso
mecánico. Así, por una parte, la organización aparece como el producto (no
exclusivo) del mecanismo de la naturaleza inorgánica; por otra parte, este
mecanismo es un sistema de medios para la producción de la organización y de su
finalidad. Estas dos proposiciones son igualmente verdaderas, y la una lo es
precisamente porque lo es la otra.
Todo esto, empero, no
significa que la naturaleza inorgánica sea análoga a la orgánica:
La naturaleza inorgánica
se distingue de la orgánica, en que todo se realiza en ella, inclusas las
acciones finales, sin el concurso de un principio organizador; y siendo
esto así, ¡cómo es posible establecer entre ellas analogías, que sólo prueban
la ignorancia de la diferencia específica que las distingue! (p. 208).
Claro está que los
mecanicistas no tienen por qué alarmarse con la introducción de este principio
organizador, que aun siendo de carácter metafísico no quiebra en ningún momento
ninguna cadena causal:
Al protestar contra la
hipótesis de un principio de organización, bajo el punto de vista estrictamente
científico, se da por supuesto precisamente lo que es necesario probar, esto
es, la no existencia de otras causas concurriendo con las fuerzas
atómicas inorgánicas en los procesos naturales. Sólo admitiendo explícita o
implícitamente esta hipótesis no probada, arbitraria, la convicción de que no
hay más ley que la causal puede motivar la duda sobre la existencia de un
principio metafísico, como generador de la ley de evolución orgánica; porque
sólo entonces parecería que con la introducción de este principio se usurpaba a
la ley causal parte de su dominio. Pero salta a la vista que esta objeción es
insostenible; porque si existe tal principio metafísico, su colaboración en el
proceso de evolución es también causal, esto es, obra conforme a la ley
de causalidad, y no hay motivo, por tanto, para esas protestas fundadas en que
se quebranta la rigidez del lazo causal natural (pp.
212-3).
Por mi parte, no
alcanzo a discernir cuál sea la necesidad de esta hipótesis de un principio
metafísico de organización que opera en la materia orgánica y no en la
inorgánica. Si este principio es el que confiere finalidad a los procesos y
sucesos, ¿por qué no ampliarlo hacia el mundo inorgánico, siendo que Hartmann
admite la existencia de la teleología en este ámbito? Y ¿por qué catalogarlo
como metafísico? ¿No sería mejor postularlo como una ley física, que opera en
y desde el mundo material, tanto en los microcorpúsculos inorgánicos (que
gracias a este principio tienden a organizarse) como en las macromoléculas
orgánicas? Me parece que así, y sólo así, los mecanicistas no verán en la
teleología una amenaza contra su tan preciado determinismo.
Es ésta la única objeción que tengo para con mi amigo Eduardo. En todo
lo demás coincido, sobre todo en su lucha por liberar al concepto de evolución
del mote mecánico-azaroso con el que lo han etiquetado los darwinistas y que
aún perdura en los biólogos actuales:
Cierta composición química
de la atmósfera es, sin duda, una condición para que el aire sea
respirable y puedan vivir los pájaros y los mamíferos; pero la producción de
esta composición de la atmósfera nunca será causa eficiente de que los
pájaros y los mamíferos nazcan de peces de respiración branquial. La selección
natural, aun siendo un principio puramente mecánico en el sentido darwinista,
podría a lo sumo explicar la perfección de la adaptación fisiológica de un tipo
de organización ya creado; pero precisamente se trata de este tipo al hablar de
la evolución ascendente de la organización. Evidentemente, por tanto,
este tipo de organización está fuera del dominio de los principios de
explicación mecánica obrando por medio de adaptación externa, etcétera; y el
concepto de la evolución teleológica interna no podrá ser destruido, o
simplemente menoscabado, por tales expedientes mecánicos de evolución (pp. 222-3).
[1] (Nota añadida
el 21/10/12.) Este desdén por la teleología por parte de los intelectuales
de orientación científica parece que se remonta a Francis Bacon, quien, según
Kuno Fischer (Historia de los orígenes de
la filosofía crítica, II, I, 4), fue el primer pensador de renombre que
intentó relegar las causas finales a un segundo plano del discurso filosófico
al afirmar, con gran ingenio y diplomacia, que dichas causas finales
aristotélicas eran santas y estériles como las monjas.
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