Acabo de terminar las pruebas de un pequeño libro llamado
“Pragmatismo” [...]. No me sorprendería que dentro de diez años se lo evaluara
como un libro “que hizo época”, pues no puedo abrigar duda alguna respecto del
triunfo definitivo de ese modo general de pensar.
Carta de William James a su hermano, 4 de mayo de 1907
Sea lo que fuere la verdad, no es [para William James] nada
estático. Ella cambia con las conveniencias de vuestra experiencia. Y, por consiguiente,
aquellos que conciben el reino de la verdad como esencialmente eterno son
objeto de la furia filosófica más encantadora de mi colega.
Josiah Royce, Filosofía
de la fidelidad, VII, III
Habiendo
glosado, el pasado año, varios textos de Rudolf Carnap, fiel representante del
Círculo de Viena, me propongo glosar ahora a quien fuera su gran predecesor.
Porque el pragmatismo fue eso, fue la antesala de aquel salvaje intento del
positivismo lógico de descartar los problemas filosóficos más interesantes, más
acuciantes y más desesperantes como si fueran trastos viejos que para nada
sirven y a nada conducen. Y si hablamos de pragmatismo, hablamos, por
antonomasia, de William James. Carnap, sin James y los pragmatistas,
seguramente no habría sido el mismo pensador antimetafísico que ahora
conocemos, por eso viene a cuento estudiar ahora el pragmatismo de James. ¿Que
hubiese sido mejor glosar primero a James y luego a Carnap? Seguramente; pero
como mis análisis se mueven al antojo de mis deseos y no con rigorismo
cronológico, y como mis deseos, el año pasado, se dirigían hacia el pensamiento
de Carnap y no al de James, comencé por el primero y desdeñé al último. En fin,
siempre me mereció más respeto la figura de Carnap que la de James, y también
por eso lo prioricé. El pragmatismo, filosóficamente hablando, era para mí algo
indigno de ser refutado, algo que se refuta solo, sin necesidad de
contraargumentos. Esta actitud, sin embargo, no es digna de un pensador que se
precie de serlo, y es por eso que no puedo declarar culpable de charlatanería a
tal o cual orientación filosófica sin un juicio previo que sustente mi postura.
Pues bien, ¡que comience la sesión!
Para
William James, las discusiones que se suscitan en torno a determinados
postulados metafísicos (hay excepciones) son una pérdida de tiempo, puesto que
cualquier postura que se adopte no influirá en lo más mínimo en los quehaceres
diarios de la persona que la sostenga. El pragmatismo, dice, no es una
filosofía,
es un método para apaciguar las
disputas metafísicas que de otro modo serían interminables. ¿Es el mundo uno o
múltiple? ¿Libre o determinado? ¿Material o espiritual? He aquí unas cuantas
nociones, cada una de las cuales puede o no adaptarse al mundo, y las
discusiones sobre estas nociones son interminables. El método pragmático en
tales casos trata de interpretar cada noción, trazando sus respectivas
consecuencias prácticas. ¿Qué diferencias de orden práctico supondría para
cualquiera que fuera cierta tal noción en vez de su contraria? Si no puede
trazarse cualquier diferencia práctica, entonces las alternativas significan
prácticamente la misma cosa y toda disputa es vana. Cuando la discusión es
seria, debemos ser capaces de mostrar la diferencia práctica que implica el que
tenga razón una u otra parte (Pragmatismo,
conferencia segunda, p. 46).
No empezamos bien, porque en este párrafo James
parece dar a entender que el problema metafísico del libre albedrío y el
determinismo no influye en la vida práctica de las personas, y esto no puede
ser más errado. Si las gentes estuviesen completamente convencidas de que la
hipótesis determinista es verdadera en esencia, desaparecería del planeta todo
sistema penal punitivista; las cárceles, tal como las conocemos habitualmente,
carecerían de sentido y serían demolidas. Nadie, hablando en general, culparía
a nadie de nada, porque las culpabilidades se desplazarían desde el individuo
hacia el sistema educativo que lo moldeó y hacia la herencia genética con la
que fue dotado. Yo pienso que un convencimiento cabal de la veracidad del
determinismo estricto modificaría la vida práctica de las personas de manera
mucho más radical que cualquier otra idea o suceso o invención o desastre
natural o lo que fuere. Todo el andamiaje mental del convencido daría una
vuelta de campana y esto repercutiría inexorablemente sobre sus diarios
movimientos y sus diarias decisiones.
Unas
páginas más adelante, después de afirmar que la mayoría de las querellas
metafísicas constituyen una pérdida de tiempo, no tiene reparos en ponerse del
lado del cientificismo en la disputa causa eficiente-causa final: “El
darwinismo desalojó de una vez para siempre de la mente de los hombres de ciencia
la idea de una causa final” (ibíd., p. 58), como si este problema tuviese
importancia solo en la ciencia y no en metafísica. La existencia o no de una
teleología intrínseca en el universo es la cosa más metafísica que puede
plantearse, y ni Darwin ni Laplace por un lado, ni Eduard von Hartmann y
Teilhard de Chardin por el otro, han sido capaces de arrojar ni media prueba
tan contundente o irrefutable como para que podamos decir que en el universo
existen o no existen las causas finales. Han tirado ideas, han sugerido, pero
probado, no han probado nada. A lo sumo, lo que puede decirse es que después de
Darwin las explicaciones científicas han tendido a eliminar el factor
teleológico, pero esta teleología, saliendo de la ciencia y entrando en la
metafísica, permaneció inconmovible, y aun no pocos científicos la siguen
utilizando, a no ser que les prohibamos llamarse científicos a los psicólogos,
a los sociólogos y a los economistas, que razonan, en variadas ocasiones, de
manera teleológica.
Pensar
teleológicamente —ya lo he dicho—, es pensar religiosamente. La pregunta sobre
el porqué de un suceso es una pregunta filosófica; la pregunta sobre el para
qué, es una pregunta religiosa. ¿Por qué sucedió tal cosa?, pregunta alguien, y
ese alguien es un aprendiz de filósofo; pero quien, ante el mismo suceso,
pregunta ¿para qué sucedió eso, con qué finalidad?, este otro será seguramente
un hombre de fe. La fe, la teología, Dios, ¿son para James cuestiones
metafísicas? Sí, lo son; pero no es necesariamente inútil armarse con alguna de
estas ideas y adoptarla en la vida cotidiana:
Si las ideas teológicas prueban
poseer valor para la vida, serán verdaderas para el pragmatismo en la medida en
que lo consigan (ibíd., p. 60).
Según los principios
pragmatistas, si la hipótesis de Dios actúa satisfactoriamente, en el más
amplio sentido de la palabra, es verdadera (p. 187).
¿Qué significa esto? Significa que si creemos
en Dios, y esta nuestra creencia multiplica nuestra vitalidad, entonces esta
creencia nos es útil y, por tanto, verdadera (lo que no se puede hacer es debatir sobre estas cuestiones, porque
no son empíricas). Si esta creencia, por el contrario, nos trajese más
conflictos que armonías, sería falsa. Te pido lector que no sonrías
socarronamente y que continúes con el análisis del pensamiento pragmatista. El
mismo James parece darse cuenta de que ha dicho una burrada e intenta
recomponer la situación:
Comprendo bien la extrañeza que
debe producir a algunos oírme decir que una idea es «verdadera» en tanto que
creerla es beneficioso para nuestras vidas. [...] Seguramente admitirán
ustedes que si no fueran buenas para
la vida las ideas verdaderas o si su conocimiento fuera positivamente
desventajoso y las ideas falsas las únicamente útiles, entonces la noción de
que la verdad es divina y preciosa, y su consecución un deber, nunca habría
llegado a convertirse en dogma. En un mundo como este, nuestro deber sería
evitar la verdad, más bien (ibíd., p. 61).
Yo estoy de acuerdo en que la verdad es divina
y preciosa, pero no divina y preciosa para mí, ni para William James, sino
divina y preciosa en sí, para quien sepa captar lo que de divino y precioso
tienen las cosas de este mundo. Que la mierda tiene buen sabor es un aserto de
lo más verdadero para una mosca, pero para mí no lo es, y para James creo que
tampoco. Estamos en la senda del más rancio relativismo: lo que es verdadero
para una mosca es falso para un ser humano, y lo que es verdadero para ciertas
personas es igualmente falso para otras. ¿Es esto ilógico? De ninguna manera,
siempre y cuando no se insista en que este relativismo epistemológico es
verdadero, que es lo que hace James. En todo caso será verdadero para él, si es
que tal idea lo vitaliza. Para mí es falso, y no en razón de que me desvitaliza
sino porque me conduce hacia las más disparatadas consecuencias. Y aquí viene
en mi apoyo Max Horkheimer:
Todo hombre, aunque esté instruido, se inclina a pensar en una cosa según el dictado del sentido común
[...]. Nuestras últimas y más críticas filosofías son meras modas y fantasías
comparadas con esta natural lengua madre del pensamiento.
Así, pues, aparece el
sentido común como un estadio perfectamente definido de nuestra comprensión de
las cosas; estadio que satisface de un modo extraordinariamente acertado los
propósitos por los que pensamos. Las cosas existen, incluso cuando no las vemos.
Sus géneros existen también; actúan por sus cualidades y sobre estas cualidades actuamos
nosotros; y estas cualidades también existen. [...] En este estadio de la
filosofía han permanecido sin excepción todos los pueblos no europeos. Es
suficiente para todos los fines prácticos necesarios de la vida; entre los de
nuestra raza, sólo algunos temperamentos sofistas, espíritus pervertidos por el
saber, como Berkeley los llama, han podido sospechar que el sentido común no es
absolutamente cierto (pp. 119-20).
Respondo a esto con la definición que del sentido
común nos da Voltaire desde su Diccionario
filosófico:
“Un estado intermedio entre la estupidez y el ingenio". Para Voltaire, decirle
a un hombre que tiene sentido común es más una injuria que un halago,
"porque es significar que no es completamente estúpido, pero que carece de
inteligencia”. El sentido común es la inteligencia del vendedor de zapatos,
inteligencia puesta al servicio de un fin práctico y nada más. Para los
pragmatistas, este tipo de inteligencia es más que suficiente, con ese grado de
inteligencia se conforman. Algunos de nosotros, sin negar que nuestro cerebro
sea un producto evolutivo que nació pura y exclusivamente con fines de
supervivencia tal como las alas de la mariposa o las espinas del cardo, algunos
de nosotros aspiramos a rebasar esa prístina finalidad y encaminarlo hacia
otras orillas.
En esta empresa tuvo James un inesperado aliado procedente de estas
pampas: "El marqués de Laplace, hacia 1814, juega con el
proyecto de cifrar en una sola fórmula matemática todos los hechos que componen
un instante del mundo, para luego extraer de esa fórmula todo el porvenir y
todo el pasado… James interviene; conjetura que el universo tiene un plan
general, pero que la recta ejecución de ese plan queda a nuestro cargo. Nos
propone así un mundo vivo, un mundo inacabado, cuyo destino incierto y precioso
depende de nosotros [...]. Para un criterio estético, los universos de otras
filosofías pueden ser superiores [...]; éticamente, es superior el de William
James. Es el único, acaso, en el que los hombres tienen algo que hacer” (Jorge
Borges, Textos recobrados (1931-1955)).
Se pliega Borges a la idea —que en general yo también considero correcta— de
que los pueblos fatalistas tienden a la inacción y los pueblos albedristas todo
lo contrario; pero de ahí a decir que es éticamente superior la acción al
pensamiento y a la contemplación hay un trecho muy grande. Jesús, por de
pronto, que de ética sabía algo, opinaba todo lo contrario (cf. Lucas 10:38-42).