Acabo de terminar las pruebas de un pequeño libro llamado
“Pragmatismo” [...]. No me sorprendería que dentro de diez años se lo evaluara
como un libro “que hizo época”, pues no puedo abrigar duda alguna respecto del
triunfo definitivo de ese modo general de pensar.
Carta de William James a su hermano, 4 de mayo de 1907
Sea lo que fuere la verdad, no es [para William James] nada
estático. Ella cambia con las conveniencias de vuestra experiencia. Y, por consiguiente,
aquellos que conciben el reino de la verdad como esencialmente eterno son
objeto de la furia filosófica más encantadora de mi colega.
Josiah Royce, Filosofía
de la fidelidad, VII, III
Habiendo
glosado, el pasado año, varios textos de Rudolf Carnap, fiel representante del
Círculo de Viena, me propongo glosar ahora a quien fuera su gran predecesor.
Porque el pragmatismo fue eso, fue la antesala de aquel salvaje intento del
positivismo lógico de descartar los problemas filosóficos más interesantes, más
acuciantes y más desesperantes como si fueran trastos viejos que para nada
sirven y a nada conducen. Y si hablamos de pragmatismo, hablamos, por
antonomasia, de William James. Carnap, sin James y los pragmatistas,
seguramente no habría sido el mismo pensador antimetafísico que ahora
conocemos, por eso viene a cuento estudiar ahora el pragmatismo de James. ¿Que
hubiese sido mejor glosar primero a James y luego a Carnap? Seguramente; pero
como mis análisis se mueven al antojo de mis deseos y no con rigorismo
cronológico, y como mis deseos, el año pasado, se dirigían hacia el pensamiento
de Carnap y no al de James, comencé por el primero y desdeñé al último. En fin,
siempre me mereció más respeto la figura de Carnap que la de James, y también
por eso lo prioricé. El pragmatismo, filosóficamente hablando, era para mí algo
indigno de ser refutado, algo que se refuta solo, sin necesidad de
contraargumentos. Esta actitud, sin embargo, no es digna de un pensador que se
precie de serlo, y es por eso que no puedo declarar culpable de charlatanería a
tal o cual orientación filosófica sin un juicio previo que sustente mi postura.
Pues bien, ¡que comience la sesión!
Para
William James, las discusiones que se suscitan en torno a determinados
postulados metafísicos (hay excepciones) son una pérdida de tiempo, puesto que
cualquier postura que se adopte no influirá en lo más mínimo en los quehaceres
diarios de la persona que la sostenga. El pragmatismo, dice, no es una
filosofía,
es un método para apaciguar las
disputas metafísicas que de otro modo serían interminables. ¿Es el mundo uno o
múltiple? ¿Libre o determinado? ¿Material o espiritual? He aquí unas cuantas
nociones, cada una de las cuales puede o no adaptarse al mundo, y las
discusiones sobre estas nociones son interminables. El método pragmático en
tales casos trata de interpretar cada noción, trazando sus respectivas
consecuencias prácticas. ¿Qué diferencias de orden práctico supondría para
cualquiera que fuera cierta tal noción en vez de su contraria? Si no puede
trazarse cualquier diferencia práctica, entonces las alternativas significan
prácticamente la misma cosa y toda disputa es vana. Cuando la discusión es
seria, debemos ser capaces de mostrar la diferencia práctica que implica el que
tenga razón una u otra parte (Pragmatismo,
conferencia segunda, p. 46).
No empezamos bien, porque en este párrafo James
parece dar a entender que el problema metafísico del libre albedrío y el
determinismo no influye en la vida práctica de las personas, y esto no puede
ser más errado. Si las gentes estuviesen completamente convencidas de que la
hipótesis determinista es verdadera en esencia, desaparecería del planeta todo
sistema penal punitivista; las cárceles, tal como las conocemos habitualmente,
carecerían de sentido y serían demolidas. Nadie, hablando en general, culparía
a nadie de nada, porque las culpabilidades se desplazarían desde el individuo
hacia el sistema educativo que lo moldeó y hacia la herencia genética con la
que fue dotado. Yo pienso que un convencimiento cabal de la veracidad del
determinismo estricto modificaría la vida práctica de las personas de manera
mucho más radical que cualquier otra idea o suceso o invención o desastre
natural o lo que fuere. Todo el andamiaje mental del convencido daría una
vuelta de campana y esto repercutiría inexorablemente sobre sus diarios
movimientos y sus diarias decisiones.
Unas
páginas más adelante, después de afirmar que la mayoría de las querellas
metafísicas constituyen una pérdida de tiempo, no tiene reparos en ponerse del
lado del cientificismo en la disputa causa eficiente-causa final: “El
darwinismo desalojó de una vez para siempre de la mente de los hombres de ciencia
la idea de una causa final” (ibíd., p. 58), como si este problema tuviese
importancia solo en la ciencia y no en metafísica. La existencia o no de una
teleología intrínseca en el universo es la cosa más metafísica que puede
plantearse, y ni Darwin ni Laplace por un lado, ni Eduard von Hartmann y
Teilhard de Chardin por el otro, han sido capaces de arrojar ni media prueba
tan contundente o irrefutable como para que podamos decir que en el universo
existen o no existen las causas finales. Han tirado ideas, han sugerido, pero
probado, no han probado nada. A lo sumo, lo que puede decirse es que después de
Darwin las explicaciones científicas han tendido a eliminar el factor
teleológico, pero esta teleología, saliendo de la ciencia y entrando en la
metafísica, permaneció inconmovible, y aun no pocos científicos la siguen
utilizando, a no ser que les prohibamos llamarse científicos a los psicólogos,
a los sociólogos y a los economistas, que razonan, en variadas ocasiones, de
manera teleológica.
Pensar
teleológicamente —ya lo he dicho—, es pensar religiosamente. La pregunta sobre
el porqué de un suceso es una pregunta filosófica; la pregunta sobre el para
qué, es una pregunta religiosa. ¿Por qué sucedió tal cosa?, pregunta alguien, y
ese alguien es un aprendiz de filósofo; pero quien, ante el mismo suceso,
pregunta ¿para qué sucedió eso, con qué finalidad?, este otro será seguramente
un hombre de fe. La fe, la teología, Dios, ¿son para James cuestiones
metafísicas? Sí, lo son; pero no es necesariamente inútil armarse con alguna de
estas ideas y adoptarla en la vida cotidiana:
Si las ideas teológicas prueban
poseer valor para la vida, serán verdaderas para el pragmatismo en la medida en
que lo consigan (ibíd., p. 60).
Según los principios
pragmatistas, si la hipótesis de Dios actúa satisfactoriamente, en el más
amplio sentido de la palabra, es verdadera (p. 187).
¿Qué significa esto? Significa que si creemos
en Dios, y esta nuestra creencia multiplica nuestra vitalidad, entonces esta
creencia nos es útil y, por tanto, verdadera (lo que no se puede hacer es debatir sobre estas cuestiones, porque
no son empíricas). Si esta creencia, por el contrario, nos trajese más
conflictos que armonías, sería falsa. Te pido lector que no sonrías
socarronamente y que continúes con el análisis del pensamiento pragmatista. El
mismo James parece darse cuenta de que ha dicho una burrada e intenta
recomponer la situación:
Comprendo bien la extrañeza que
debe producir a algunos oírme decir que una idea es «verdadera» en tanto que
creerla es beneficioso para nuestras vidas[1]. [...] Seguramente admitirán
ustedes que si no fueran buenas para
la vida las ideas verdaderas o si su conocimiento fuera positivamente
desventajoso y las ideas falsas las únicamente útiles, entonces la noción de
que la verdad es divina y preciosa, y su consecución un deber, nunca habría
llegado a convertirse en dogma. En un mundo como este, nuestro deber sería
evitar la verdad, más bien (ibíd., p. 61).
Yo estoy de acuerdo en que la verdad es divina
y preciosa, pero no divina y preciosa para mí, ni para William James, sino
divina y preciosa en sí, para quien sepa captar lo que de divino y precioso
tienen las cosas de este mundo. Que la mierda tiene buen sabor es un aserto de
lo más verdadero para una mosca, pero para mí no lo es, y para James creo que
tampoco. Estamos en la senda del más rancio relativismo: lo que es verdadero
para una mosca es falso para un ser humano, y lo que es verdadero para ciertas
personas es igualmente falso para otras. ¿Es esto ilógico? De ninguna manera,
siempre y cuando no se insista en que este relativismo epistemológico es
verdadero, que es lo que hace James. En todo caso será verdadero para él, si es
que tal idea lo vitaliza. Para mí es falso, y no en razón de que me desvitaliza
sino porque me conduce hacia las más disparatadas consecuencias. Y aquí viene
en mi apoyo Max Horkheimer:
El sentido de
conceptos tales como Dios, causa, número, substancia o alma no consiste en otra
cosa, según asevera James, que en la tendencia de la noción dada a inducirnos a
actuar o a pensar. Si el mundo llegara a una etapa en la que no solo dejase de
preocuparse por tales entidades metafísicas, sino también por los asesinatos
que se cometieran tras de fronteras cerradas o simplemente bajo la protección
de la oscuridad, habría de concluir que los conceptos acerca de tales
asesinatos no significan nada, que no representan “ideas definidas” o verdades,
puesto que “no modifican sensiblemente” nada para nadie. ¿Cómo habría de
reaccionar alguien notoriamente contra tales conceptos si diera por establecido
que su único significado consistiría en esa reacción suya? (Crítica de la razón instrumental, I, p.
46).
Un
hombre viola a un inocente niño. ¿Realmente lo violó? Si esta violación a mí no
me interesa, o no me conduce hacia ninguna inclinación práctica, o me
desvitaliza, la tal violación es falsa, nunca existió. Esto es lo que se deduce
de la filosofía de James. La risa socarrona, pues, estaba bastante justificada[2]. El problema —problema para James, si es que quiere pasar a la historia
como un pensador que respetaba las leyes de la lógica— es que unas páginas más
adelante, este crudo relativismo muta en clásico y cordial objetivismo al
referirse a las verdades matemáticas y a los juicios analíticos a priori en
general, afirmando que aquí se habla de verdades que tratan no con objetos
sensoriales sino con objetos mentales, y que este tipo de verdades posee un
carácter “eterno” (VI, p. 135). Estas verdades no son determinadas por la
experiencia sino
por la propia estructura de
nuestro pensar. Y así como no podemos jugar con las experiencias sensibles,
mucho menos podemos hacerlo con las relaciones abstractas. Nos obligan y
debemos tratarlas en forma consecuente, nos gusten o no los resultados (p.
136).
¿Nos
gusten o no los resultados? ¿No habíamos quedado en que los juicios que no nos
sirven para nada o que nos estorban son redondamente falsos? Acá dice James que
no, que uno más uno sigue siendo dos para los pragmatistas, por más que alguno
de ellos considere inútil o desagradable este resultado y prefiera que sumen
veinticuatro. Será entonces que la verdad, para James, es relativa al gusto de
cada quien (o de cada conglomerado humano, para que no se enoje Dewey) cuando
se habla de juicios sintéticos a posteriori, siendo absoluta y objetiva cuando
se habla de juicios analíticos a priori. Muy bien, pero ¿por qué no aclaró antes
esta excepción? Es una excepción demasiado extensa como para haberla pasado por
alto en el primer razonamiento[3].
Y ahora, una nueva incongruencia. Había dicho James que una idea es “verdadera” en tanto que creerla es
beneficioso para nuestras vidas; ahora, desde la conferencia sexta, dice que
las ideas verdaderas “son las que podemos asimilar, hacer válidas,
corroborar, y verificar; ideas falsas, son las que no” (p. 131). Setenta páginas atrás había dicho que las ideas
teológicas, en la medida en que puedan vitalizarnos, son verdaderas, pero ahora
dice que una idea es verdadera si y solo si puede verificarse, y evidentemente
las ideas teológicas carecen de la virtud de la verificabilidad, de modo que
son verdaderas por un lado y falsas por el otro, y todo esto para un mismo
sujeto que las analiza, no verdaderas para una persona y falsas para otra como
decía en un principio, sino verdaderas y falsas a un mismo tiempo y dentro de
la cabeza de un mismo sujeto: esto es lo incomprensible. Alguien podrá suponer que
el pensamiento de James “evolucionó” desde la primera dirección hacia la
segunda, pero estas conferencias se dictaron una tras otra en continuado, lo
que hace decididamente improbable esta evolución. Todo esto es, simplemente,
una insensatez. Dejó de lado, nuevamente sin explicarnos por qué, el criterio
del beneficio y la utilidad para centrarse en el criterio, más carnapiano, de
la verificabilidad. Ya no le interesa que tal o cual proposición nos resulte
útil: si no podemos verificarla, es falsa.
La verdad acontece a una idea. Llega a ser cierta, se hace
cierta por los acontecimientos. Su verdad es,
en efecto, un proceso, un suceso, a saber: el proceso de verificarse (p. 131).
De
lo que se deduce, por ejemplo, que la Teoría de la Relatividad General fue
falsa hasta el eclipse de 1919, que ofició como prueba de una de sus
predicciones, y a partir de ahí verdadera. Einstein la parió falsa en 1915,
pero cuatro años después, gracias a los esfuerzos del astrónomo
británico Sir Arthur Eddington, la teoría se tornó auténtica. Si lo apurasen un
poco, James afirmaría sin dudarlo que el mayor mérito es de Eddington y no de
Einstein, pues para él es más importante verificar un estado de cosas que
descubrirlo y describirlo.
Todo hombre, aunque esté instruido, se inclina a pensar en una cosa según el dictado del sentido común
[...]. Nuestras últimas y más críticas filosofías son meras modas y fantasías
comparadas con esta natural lengua madre del pensamiento.
Así, pues, aparece el
sentido común como un estadio perfectamente definido de nuestra comprensión de
las cosas; estadio que satisface de un modo extraordinariamente acertado los
propósitos por los que pensamos. Las cosas existen, incluso cuando no las vemos.
Sus géneros existen también; actúan por sus cualidades y sobre estas cualidades actuamos
nosotros; y estas cualidades también existen. [...] En este estadio de la
filosofía han permanecido sin excepción todos los pueblos no europeos. Es
suficiente para todos los fines prácticos necesarios de la vida; entre los de
nuestra raza, sólo algunos temperamentos sofistas, espíritus pervertidos por el
saber, como Berkeley los llama, han podido sospechar que el sentido común no es
absolutamente cierto (pp. 119-20).
Respondo a esto con la definición que del sentido
común nos da Voltaire desde su Diccionario
filosófico:
“Un estado intermedio entre la estupidez y el ingenio". Para Voltaire, decirle
a un hombre que tiene sentido común es más una injuria que un halago,
"porque es significar que no es completamente estúpido, pero que carece de
inteligencia”. El sentido común es la inteligencia del vendedor de zapatos,
inteligencia puesta al servicio de un fin práctico y nada más. Para los
pragmatistas, este tipo de inteligencia es más que suficiente, con ese grado de
inteligencia se conforman. Algunos de nosotros, sin negar que nuestro cerebro
sea un producto evolutivo que nació pura y exclusivamente con fines de
supervivencia tal como las alas de la mariposa o las espinas del cardo, algunos
de nosotros aspiramos a rebasar esa prístina finalidad y encaminarlo hacia
otras orillas[4].
Pero vamos a lo que, metafísicamente hablando, más nos interesa: nuestra
conciencia individual, ¿se diluye o no se diluye tras nuestra muerte física?
Esta pregunta, cuya respuesta concreta nadie (que esté vivo) parecía conocer,
es despachada sumariamente, como de taquito, por Guillermo James:
Si existiera alguna idea que,
si la admitiéramos, nos ayudara para mejor orientarnos en la vida, entonces
sería realmente mejor para nosotros
creer en tal idea [...]. Lo que nos conviene es verdadero (ibíd., p. 62).
Lo que nos conviene es verdadero. O sea que si nos hace bien creer en la vida después de la muerte, el problema
está resuelto: ¡la vida después de la muerte existe! Claro que a quienes les
perturba esta idea no tienen más que rechazarla e inmediatamente la vida
posmorten será una superchería. Este era el caso del propio James, quien
objetaba la existencia de Dios y de cualquier tipo de escatología porque ideas
de esa calaña lo enredaban
en paradojas metafísicas que
son inaceptables. [...] como ya tengo en la vida bastantes dificultades sin
necesidad de soportar estas inconsistencias intelectuales, personalmente
renuncio a lo Absoluto (p. 63).
Se
produce aquí una nueva modificación del criterio de demarcación entre verdad y
falsedad. Niega lo Absoluto no porque le parezca una idea inútil o
desvitalizadora sino porque produce inconsistencias dentro de su sistema de
pensamientos. Pero esto mismo es lo que yo hago: adopto criterios metafísicos
en base a si se insertan o no dentro del rompecabezas mental que voy armando
sin importarme si esa metafísica me resulta útil o inútil en la vida cotidiana.
Pretendo evitar la paradoja, y esto no tiene nada que ver con el criterio
pragmatista. Si mi metafísica me exigiera desterrar lo Absoluto, pero a la vez
necesitara este concepto para mejor vivir, desterraría lo Absoluto de mi
sistema de pensamientos y me resignaría a ello. Seguramente seguiría, como
Unamuno, necesitando a Dios, pero lo
necesitaría con el corazón y ya no con la cabeza. William James, si quiere ser
consecuente con su pragmatismo, tiene que afirmar que lo Absoluto es falso no
porque este concepto lo enrede en inconsistencias intelectuales, sino porque la
idea de lo Absoluto lo desvitaliza, le quita fuerzas para vivir —como dice que
les ocurre a los orientales que adhieren al fatalismo—. Si es así que lo diga
claro y lo aceptaremos, pero que no meta la lógica o la buena trabazón de
conceptos en el medio, porque no es esto lo que había considerado necesario
para captar verdades que no sean por sí mismas evidentes como las de la
matemática.
Hemos tocado el tema de la existencia de Dios y el de la inmortalidad de
las conciencias individuales; falta tocar, para completar el podio de los
grandes misterios metafísicos, el tema del determinismo y el libre albedrío. En
realidad se ha tocado al comienzo de este análisis, y daba la sensación de que
a James no le interesaba el problema porque consideraba que no se diferenciaban
ambas posturas en sus consecuencias prácticas. Pues ahora, llegando al término
de su alocución, parece que cambió de parecer, volcándose decididamente hacia
la opción albedrista[5]. En su conferencia séptima da a entender que las consecuencias
prácticas de creer en el libre albedrío son mucho más alentadoras para los
espíritus activos que las consecuencias prácticas de creer en la dupla racionalismo-determinismo:
Para el racionalismo la
realidad está ya hecha y completa desde la eternidad, en tanto que para el
pragmatismo está aún haciéndose y espera del futuro parte de su estructura. De
un lado se ve al Universo como absolutamente seguro, de otro como siguiendo
todavía sus aventuras (p. 163).
El
Dios de James (cuando se decidía a creer en él, pues hemos visto que en general
lo desdeñaba) le dejaba al ser humano un papel fundamental en su plan cósmico:
Supongamos que el autor del
mundo presentara el caso antes de la creación diciendo: «Voy a hacer un mundo
no ciertamente para ser salvado, sino un mundo cuya perfección será meramente
condicional, siendo la condición que cada uno de sus agentes obre lo mejor que
pueda. Os ofrezco la oportunidad de vivir en tal mundo. Su seguridad, como
veis, carece de garantía. Es una aventura real, con un peligro real y, sin
embargo, puede ser vencido. [...] La mayoría de nosotros daría la bienvenida a
la proposición y añadiría su fíat al fíat del creador (conferencia octava, p.
183).
Necesitaba
James, para sentirse un aventurero, un universo abierto en el cual nuestras
propias decisiones tuvieran peso y no fueran un simple reflejo de las
decisiones divinas[6]. Lo vemos así transformado en un perfecto católico, sí, católico y no
protestante como sus compatriotas, porque son los católicos los que creen en la
salvación por las obras y no en la salvación por la fe. Sin embargo, estos
zangoloteos de James entre el ateísmo y el catolicismo, entre no creer en lo
Absoluto porque tal hipótesis le perjudica su consistencia intelectual y creer
en un Absoluto de una manera tan integral que el propio Absoluto sea él mismo,
decidiendo la salvación o la destrucción del universo… me desconciertan un
poco. Un malpensado podría suponer que esta defensa del libre albedrío, que es
el concepto religioso que mayor adhesión provoca en la grey cristiana —incluida
también la masa de protestantes no eruditos—, se le hizo necesaria teniendo en
cuenta su manía propagandística, su deseo de captar ovejas para su rebaño, y el
hecho de que los norteamericanos han sido siempre, en general, un pueblo muy
devoto. De ahí que culmine sus conferencias con una declaración de principios
que el mismo papa Francisco podría envidiar:
Podemos creer, por
las pruebas que la experiencia religiosa nos ofrece, que existen poderes
superiores y que actúan para salvar al mundo con arreglo a líneas ideales
semejantes a las nuestras (conferencia octava, p. 188).
Pero
es esta una cuestión personal, no corresponde imponer la fe a quien no la
necesita o la considera inútil, lo mismo que no corresponde imponer el ateísmo
a los creyentes. Aquí está el punto fuerte del pragmatismo, su tolerancia para
con los que piensan distinto, su eclecticismo pluralista. Lamentablemente, un
solo punto fuerte no alcanza para recuperar a una filosofía (o un método
filosófico, como solía decir James) que ha caído, excepto en los Estados Unidos,
en un saludable olvido.
[1] Lo mismo pensaba Nietzsche: el conocimiento humano cumple la función de
mantenernos en la existencia, tiene un valor meramente utilitario. Posiblemente
James haya bebido de esta fuente.
[2] John Dewey protesta
con ardor contra esta interpretación del principio fundamental del pragmatismo: “Un concepto de la verdad que hace de ella un simple instrumento de
ambición y exaltación privada es tan repulsivo que causa asombro que haya
críticos que han atribuido ese concepto a unos hombres en su sano juicio. En
realidad, verdad como utilidad significa servicio para contribuir a la
reorganización de la experiencia que la idea o teoría proclama que es capaz de
realizar. No se mide la utilidad de una carretera por el grado en que se presta
a los designios de un salteador de caminos. Se mide por cómo funciona en la
realidad como tal carretera, como medio fácil y eficaz de transporte y de
comunicación pública. Lo mismo ocurre con la aprovechabilidad de una idea o de
una hipótesis como medida de su verdad" (La
reconstrucción de la filosofía, cap. VI, p. 169). No es el provecho
individual el criterio de verdad de los pragmatistas, sino el provecho común,
pero entonces la cosa se complica ya demasiado, porque ¿quién define lo que es
el provecho común? ¿Común para quién? ¿Para la familia de Dewey, para el pueblo norteamericano, para el mundo en general?
Porque está visto que lo que suelen hacer los norteamericanos cuando buscan un
aumento en su vitalidad es precisamente desvitalizar al resto de los mortales, ¡no
me venga Dewey a decir que sus
intereses son comunitarios! Si son convenientes para los norteamericanos las
guerras por motivos económicos que frecuentemente incentivan, no lo son para mí
ni para la mayoría de los habitantes del planeta, de modo que su criterio de verdad sigue siendo harto
precario y harto subjetivo. Ceñirse a los propios apetitos es más lógico cuando
se equipara verdad con utilidad, porque cada uno conoce sus propios deseos y no
puede equivocarse: esta es la verdad, porque a mí me sirve, y se acabó el
problema. Pero Dewey quiere ajustar el criterio de verdad a un deseo
generalizado, a un bienestar ecuménico, lo cual es imposible, porque todos
deseamos cosas diferentes, todos nos vitalizamos de modos muy distintos, de
manera que lo único repulsivo aquí es pretender hablar por todos, hacer creer
que se busca el interés de todos, cuando lo que se busca es imponer un
provincianismo filosófico cuyo imperativo es la acción a todo trance y la
retribución, imperativo que por fortuna no ha cruzado la frontera del país que
lo vio nacer y que pretendió exportarlo.
[3] ¿Será que James no tenía
bien en claro la diferencia entre juicios analíticos y sintéticos? Transcribo
desde la conferencia séptima, p. 166: "En una operación quirúrgica, oí una
vez preguntar a un espectador a un médico por qué el paciente respiraba tan
profundamente. «Porque el éter es un excitante respiratorio», contestó el
doctor. [...] Pero esto es como decir [...] que tenemos cinco dedos porque
somos pentadáctilos". No, no es lo mismo. La definición de
"pentadáctilo" es "que tiene cinco dedos", luego es este un
juicio analítico, porque el predicado del juicio está incluido en el sujeto; en
el primer juicio, el predicado no está incluido en el sujeto, porque en la
definición del éter no aparece que sea un excitante respiratorio, este dato lo
agrega el médico por su cuenta, debido a que observó este fenómeno en todos los
pacientes sometidos a este anestésico. Luego es este un juicio sintético a
posteriori.
[4] Un cerebro programado con
fines adaptativos o evolutivos propicia lo que doy en llamar "inteligencia
utilitaria" o inteligencia a secas; un cerebro que anhela sobrepasar esa
función de mera supervivencia propicia lo que doy en llamar "inteligencia
trascendente" (ver entrada del 20/7/97).
[5] (Nota añadida el 17/1/17.) Los padres de
James eran calvinistas y lo educaron en esa fe, y todos sabemos lo que opinan
los calvinistas consecuentes del libre albedrío. Pero James, hacia los
veintiocho años de edad, logró dejar atrás el calvinismo, creencia que lo sumía
en tal desesperación que algunas veces llegó a coquetear con el suicidio. En
1870, después de una crisis de fe, escribió en su diario: “Mi primer acto de
libre albedrío será creer en el libre albedrío” (cf. el Cuaderno amarillo de Salvador Pániker, p. 300), y a partir de ahí
su actitud hacia la vida se tornó mucho más optimista.
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