La materia, como tal, no es
sustancia, sino solo una extrínseca y
accidental modificación de la sustancia espiritual.
Francisco Mercurio van Helmont,
Dialogus Kabbalisticus
Cuando mencioné a los pensadores cuya
visión de la naturaleza podría llamarse “organicista”, en oposición a los
mecanicistas, no incluí a Spinoza. Esto fue una omisión, porque Spinoza, pese a
su tendencia a explicar la realidad en base a causas eficientes, también pertenecía
a la escuela pampsiquista:
… Lo que hasta aquí hemos
mostrado es del todo común, y no se refiere más a los hombres que a los otros
individuos, todos los cuales, aunque en diversos grados, están animados. De
cada cosa hay en Dios necesariamente una idea, de la cual Dios es causa del
mismo modo que lo es de la idea del cuerpo humano, y, por ello, todo cuanto
hemos dicho acerca de la idea del cuerpo humano debe decirse necesariamente
acerca de la idea de cualquier cosa (Ética, parte II, proposición XIII, escolio).
Sí, todo está animado, pero este animismo universal no
significa, para Spinoza, que el cuerpo humano y el resto de la naturaleza obre
bajo el impulso del deseo de lo que le conviene, de lo que le es útil. Le
parece al indocto que toda acción es provocada por el deseo de utilidad cuando
en realidad no hay detrás de cada movimiento sino puro mecanicismo:
Aquí me bastará con tomar como
fundamento lo que todos deben reconocer, a saber: que todos los hombres nacen
ignorantes de las causas de las cosas, y que todos los hombres poseen apetito
de buscar lo que les es útil, y de ello son conscientes. De ahí se sigue, primero, que los hombres se imaginan ser
libres, puesto que son conscientes de sus voliciones y de su apetito, y ni
soñando piensan en las causas que les disponen a apetecer y querer, porque las
ignoran. Se sigue, segundo, que los
hombres actúan siempre con vistas a un fin, a saber: con vistas a la utilidad
que apetecen, de lo que resulta que sólo anhelan siempre saber las causas
finales de las cosas que se llevan a cabo, y, una vez que se han enterado de
ellas, se tranquilizan, pues ya no les queda motivo alguno de duda. [...] Además,
como encuentran, dentro y fuera de sí mismos, no pocos medios que cooperan en
gran medida a la consecución de lo que les es útil, como, por ejemplo, los ojos
para ver, los dientes para masticar, las hierbas y los animales para
alimentarse, el sol para iluminar, el mar para criar peces, ello hace que
consideren todas las cosas de la naturaleza como si fuesen medios para
conseguir lo que les es útil. Y puesto que saben que esos medios han sido
encontrados, pero no organizados por ellos, han tenido así un motivo para creer
que hay algún otro que ha organizado dichos medios con vistas a que ellos los
usen. Pues una vez que han considerado las cosas como medios, no han podido
creer que se hayan hecho a sí mismas, sino que han tenido que concluir,
basándose en el hecho de que ellos mismos suelen servirse de medios, que hay
algún o algunos rectores de la naturaleza, provistos de libertad humana, que
les han proporcionado todo y han hecho todas las cosas para que ellos las usen.
[...] Pero al pretender mostrar que la naturaleza no hace nada en vano (esto
es: no hace nada que no sea útil a los hombres), no han mostrado —parece— otra
cosa sino que la naturaleza y los dioses deliran lo mismo que los hombres.
[...] Con esto he explicado suficientemente lo que prometí en primer lugar. Mas
para mostrar ahora que la naturaleza no tiene fin alguno prefijado, y que todas
las causas finales son, sencillamente, ficciones humanas (ibíd., parte I,
proposición XXXVI, apéndice).
Se desprenden de estas aserciones dos negaciones: la del
libre albedrío humano, la del hombre que cree que alcanza sus objetivos en base
al mero deseo y que este deseo le surge en la conciencia sin ninguna causa
eficiente que lo anteceda, y la de un Dios trascendente que cuida de sus
criaturas y les provee lo necesario para su subsistencia. Asocia Spinoza, no sé
por qué, la teleología con el libre albedrío; supone que solo la causación
eficiente es necesaria en un sentido determinista, mientras que la causación
teleológica es libre. Henri Bergson refutó esta idea[1];
yo también la niego, porque tengo para mí que las causas finales determinan a
las substancias espirituales con la misma rigurosidad con la que los cuerpos
materiales son determinados por las causas eficientes. Lo de la existencia o
inexistencia de un Dios trascendente no viene ahora al caso, lo importante
sería investigar si las causas finales constituyen o no una ficción del
entendimiento humano. Spinoza creía que sí:
La naturaleza no obra a causa de
un fin, pues el ser eterno e infinito al que llamamos Dios o Naturaleza obra en
virtud de la misma necesidad por la que existe. Hemos mostrado, en efecto, que
la necesidad de la naturaleza, por la cual existe, es la misma en cuya virtud
obra [...]. Así, pues, la razón o causa por la que Dios, o sea, la Naturaleza,
obra, y la razón o causa por la cual existe, son una sola y misma cosa. Por
consiguiente, como no existe para ningún fin, tampoco obra con vistas a fin
alguno, sino que, así como no tiene ningún principio o fin para existir,
tampoco los tiene para obrar. Y lo que se llama «causa final» no es otra cosa
que el apetito humano mismo, en cuanto considerado como el principio o la causa
primera de alguna cosa. Por ejemplo, cuando decimos que la «causa final» de tal
o cual casa ha sido el habitarla, no queremos decir nada más que esto: un
hombre ha tenido el apetito de edificar una casa, porque se ha imaginado las
ventajas de la vida doméstica. Por ello, el «habitar», en cuanto considerado
como causa final, no es nada más que ese apetito singular, que, en realidad, es
una causa eficiente, considerada como primera, porque los hombres ignoran
comúnmente las causas de sus apetitos. Como ya he dicho a menudo, los hombres
son, sin duda, conscientes de sus acciones y apetitos, pero inconscientes de
las causas que los determinan a apetecer algo (ibíd., parte IV, prefacio).
Yo puedo —decía Hobbes— hacer lo que quiero, pero no
puedo no querer lo que quiero. Esto está claro, como también está claro
—paralelismo psicofísico mediante— que un deseo, por ser una vivencia y no una
entidad espacio-temporal, no puede ser la causa de ningún acto ni de ningún
movimiento de ningún tipo. El deseo, la utilidad, coincido con Spinoza que son
ficciones… dentro del universo espacio-temporal, pero eternas realidades si nos
circunscribimos al universo espiritual. Mi cuerpo se mueve debido a causas
eficientes, pero mi espíritu se activa y
reacciona (no digamos se mueve, porque no existe en el espacio) debido al
deseo, al deseo propio o al deseo ajeno contrarrestando al propio. Yo entiendo
que Spinoza, si quiere ser consecuente con la afirmación que aparece al
principio de esta entrada, tiene que olvidar el carácter ficcional que le
otorga a la teleología: no se puede decir que todas las cosas están animadas y
luego negar al deseo cualquier tipo de poder causal. Si están animadas, tienen
apetitos, y si tienen apetitos, sus espíritus tenderán, tarde o temprano, a
saciarlos. Pero no soy un especialista en Spinoza ni mucho menos. Tal vez su
filosofía transija en algún punto con la teleología del espíritu y yo no lo
haya entendido así. Le había yo criticado a Leibniz su jugar a dos puntas, su
manejo de una filosofía “oficial”, que no moleste a sus protectores, y una
interna, que era la que él consideraba más valiosa y verdadera. Spinoza era
mucho más honesto. Sus escritos eran tan cristalinos como los lentes que pulía.
Pero eran cristalinos en el sentido de ser sinceros y no tanto en el sentido de
ser inteligibles. Dijo Borges que la Ética
es un libro más arduo que el Averno; yo
diría que la obra cumbre de Spinoza es en exceso espinosa, de muy difícil
acceso y que pide, o más que pide suplica, exégesis. Y no es una buena carta de
presentación para un libro filosófico el hecho de que necesite de ciertos
exégetas o iniciados que nos lo hagan comprender. Por ahora me basta saber que
Spinoza creía, para decirlo de un modo seco, que las piedras piensan. Lo demás
será cosa de interpretación.