Continuando con el spinozismo, pero
saliéndome por un momento del tema del pampsiquismo, quiero resaltar el
principal mérito que, según mi criterio, esta filosofía posee, y su mérito
principal es, paradójicamente, su rechazo del concepto de mérito.
El principal pensador religioso que le
puso un freno a la meritocracia metafísica del cristianismo fue Calvino. Según
él, la doctrina del mérito como justificativo para ganarse el cielo es una
especie de autoglorificación de la criatura ante Dios. La soberbia de creerse
lo suficientemente bueno como para merecer estar junto a Él es para Calvino la
esencia misma del pecado. Spinoza retoma esta postura —aunque dejando de lado
al Dios trascendente—: “Dado que el hombre es una parte de toda la naturaleza,
de la que depende y por la que también es regido, no puede hacer nada por sí
mismo para su salvación y felicidad” (Tratado
breve, cap. XVIII, §1). Ninguna acción humana es digna de recompensa, del
mismo modo que no lo es un árbol que da frutos, y “este conocimiento hace que,
después de realizar algo excelente, no presumamos de ello [...] sino que, por
el contrario, todo cuanto hacemos, lo atribuimos a Dios, ya que Él es la
primera y única causa de cuanto realizamos y ejecutamos”. Esta convicción, amén
de acrecentar nuestra humildad, “nos libera de la tristeza, la desesperación, la
envidia, el miedo y otras malas pasiones” (ibíd., cap. XVIII, §3 y §6). Mérito y demérito, nos informa Diego
Tatián,
solo
son formas de la imaginación que promueven conductas y pasiones sin lugar
alguno en el hombre libre, esto es en el hombre que entiende, que entiende que no es sujeto de su propia potencia —o,
más bien, de la potencia que él mismo es.
De manera que la vanidad, la burla, la alabanza, el desprecio, la admiración,
la honra, la vergüenza, la competencia y todo lo que pudiera resultar de la
comparación entre los hombres, no son sino formas de la ignorancia.
El meritum
no
solo aliena el ejercicio de nuestra libertad en la medida en que subordina
nuestros actos a premios y los regula mediante mandamientos [...] sino que
además configura la vida común de los hombres en razón no de aquello en lo que
se componen, sino en función de temores, rencores, envidia y desconfianza; de
una rivalidad en virtud de la cual se desata una lucha por el reconocimiento
determinada por la voluntad de sobreponerme a mi semejante [...] y que
establece así las relaciones como relaciones de dominio (Spinoza. Filosofía terrena, pp. 91, 93 y 94).
Relaciones de dominio. Erich Fromm argumentaba que las
potencialidades del hombre sano y biofílico se centran en el “poder de”,
mientras que el hombre enfermo y necrofílico siempre está dispuesto a
incrementar su “poder sobre”, es decir, su poder de dominio sobre la
naturaleza, sobre los animales y sobre las personas.
Y este “poder sobre” comienza a hacerse fuerte, en la historia de la humanidad,
desde el momento en que la mayoría de las personas se juzgaron a sí mismas como
merecedoras de lo que tienen y de lo que no tienen. Jean-Jacques Rousseau --que
había leído a Spinoza-- entendía que la agresividad sistemática de la criatura
humana no es inherente a su naturaleza sino posterior al concepto de mérito y
activada merced a esta convicción. A partir de ahí, los hombres
habitúanse a
considerar diversos objetos y a hacer comparaciones; insensiblemente [...]
producen sentimientos de preferencia. [...] Un sentimiento tierno y dulce se
insinúa en el alma, que a la menor oposición se cambia en furor impetuoso; los
celos se despiertan [...], triunfa la discordia, y la más dulce de las pasiones
recibe sacrificios de sangre humana. [...] Cada cual empezó a mirar a los demás
y a querer ser mirado él mismo, y la estimación pública tuvo un precio. Aquel
que mejor cantaba o bailaba, o el más hermoso, el más fuerte, el más diestro o
el más elocuente, fue el más considerado; y este fue el primer paso hacia la
desigualdad y hacia el vicio al mismo tiempo. De estas primeras preferencias
nacieron, por una parte, la vanidad y el desprecio; por otro, la vergüenza y la
envidia, y la fermentación causada por esta nueva levadura produjo al fin compuestos
fatales para la felicidad y la inocencia. Tan pronto como los hombres empezaron
a apreciarse mutuamente y se formó en su espíritu la idea de la consideración,
todos pretendieron tener el mismo derecho, y no fue posible que faltase para
nadie. De aquí nacieron los primeros deberes de la cortesía, aun entre los
salvajes; y de aquí que toda injusticia voluntaria fuera considerada como un
ultraje, porque con el daño que ocasionaba la injuria, el ofendido veía el
desprecio de su persona, con frecuencia más insoportable que el daño mismo. De
este modo, como cada cual castigaba el desprecio que se le había inferido de
modo proporcionado a la estima que tenía de sí mismo, las venganzas fueron
terribles, y los hombres, sanguinarios y crueles (Discurso sobre el origen y los
fundamentos de la desigualdad entre los hombres, p. 30).
El problema para el
meritócrata estriba en que considera la vida virtuosa como una especie de
tortura que hay que atravesar para llegar a buen puerto, como quien se resigna
a ser pinchado con una jeringa en la esperanza de que tal molestia lo librará
de males mayores. Pero ¿es de hombres sensatos reclamar premios por comportarse
virtuosamente? “Las estatuas, los emblemas y otros incentivos de la virtud más
bien son signos de esclavitud que de libertad, pues es a los esclavos y no a
los libres a quienes se otorgan premios por su virtud” (Spinoza, Tratado político, p. 217). La virtud no
reclama recompensas porque ella misma es su propia recompensa. La beatitud, el
estado más placentero que nos es dado alcanzar en esta vida, se logra por medio
de la virtud, cuando esta es virtud auténtica y no mero fariseísmo. Cualquier
otra recompensa sale sobrando. Y esto se remonta no ya hasta Calvino, sino
hasta Sócrates y Séneca.
En
una carta a Ostens, Spinoza toca el hueso de la cuestión mientras critica a un
opositor a su doctrina ética que lo acusa de ateísmo:
…creo ver dónde está empantanado
este hombre. En efecto, como no encuentra en la virtud misma ni en el
entendimiento nada que le agrade, preferiría vivir según el impulso de sus
afectos, si no se lo impidiera una sola cosa: que teme el castigo. Por
consiguiente, se abstiene de las malas acciones y cumple los preceptos divinos
como un esclavo, es decir, de mal grado y con ánimo vacilante, y por este
servicio espera ser agasajado por Dios con dones mucho más agradables que el
mismo amor divino, y tanto más cuanto mayor resistencia y menos atracción
siente hacia el bien que realiza. De ahí que él crea que todos aquellos que no
se contienen con ese miedo viven desenfrenadamente y dejan toda religión (Correspondencia, pp. 287-8).
No
hay mayor enemigo del espíritu religioso que aquel que, mercenariamente,
pretende comprar el paraíso con un capital de buenas acciones, o que aquel otro
que considera haberse “sacrificado” lo suficiente como para merecer alguna
recompensa. “El precepto supremo —concluye Spinoza— consiste en amar a Dios
como sumo bien, es decir, no por [...] amor a otra cosa con la que deseamos
deleitarnos (porque entonces no amaríamos a Dios, sino más bien a la cosa que
deseamos)” (ibíd., p. 289).
La
meritocracia lo arruina todo: lo social y lo metafísico. A Spinoza debemos el
hecho de haber sido el primero en condenar, de manera filosófica y sistemática
más que religiosa o aforística, este concepto que siempre ha producido más
enemistades que concordias entre quienes lo juzgan verdadero.