Vistas de página en total

lunes, 30 de abril de 2018

El falso pampsiquismo de Diderot


Denis Diderot, influido por Maupertuis, acepta de buen grado la hipótesis pampsiquista: “Todo animal es más o menos hombre; todo mineral es más o menos planta; toda planta es más o menos animal. Nada hay de preciso en la naturaleza” (El sueño de D'Alembert). Pero hay en el creador de la Enciclopedia una trampa. Según él, lo inorgánico solo presenta una sensibilidad inerte, al estilo de la energía potencial, que está latente dentro de la materia bruta pero sin manifestarse. Cuando un organismo incorpora, a través de la alimentación, esta materia bruta, recién ahí cobra sensibilidad:

¿Será —le pregunta D'Alembert— que reconocéis una sensibilidad activa y una sensibilidad inerte [...]; una sensibilidad activa que se caracteriza por ciertas acciones notables en el animal y quizá en la planta; y una sensibilidad inerte de la que se estará seguro por el paso al estado de sensibilidad activa.
DIDEROT.—De maravilla. Vos lo habéis dicho.
D'ALAMBERT.—De este modo, la estatua no tiene más que una sensibilidad inerte; y el hombre, el animal, incluso quizá la misma planta, están dotados de una sensibilidad activa.
DIDEROT.—Sin lugar a dudas hay esa diferencia entre el bloque de
mármol y el tejido de carne (Conversación entre D'Alembert y Diderot).

Y antes de la redacción de este diálogo, en una carta a Duclos del 10/10/1765, famosa porque en ella manifiesta que “la sensibilidad es una propiedad universal de la materia”, lo mismo relativiza la cuestión admitiendo que en los cuerpos brutos esta sensibilidad se mantiene apagada. Solo se activa “en los mismos cuerpos por su asimilación con una sustancia animal viva [...]. El animal es el laboratorio donde la sensibilidad, de inerte que era, deviene activa” (citado por Javier de Lorenzo en Ciencia y artificio, p. 47). De más está decir que así el hilozoísmo y el pampsiquismo se diluyen. El pampsiquismo sostiene que la materia bruta, ya mismo, sin necesidad de ser incorporada por un cuerpo animal o vegetal, posee sensibilidad y movimiento per se. La sensibilidad latente no cuenta como pampsiquismo. Sería como admitir que el queso es susceptible de enamorarse con el argumento de que, cuando me lo como, se incorpora a mi espíritu enamoradizo y forma parte de él. Esto es un completo sofisma, y lo mismo lo de la sensibilidad escondida de la materia bruta. Diderot no era pampsiquista.

domingo, 22 de abril de 2018

El pampsiquismo de Maupertuis


Algunos de los materialistas franceses del siglo XVIII han sido pampsiquistas o hilozoístas. Entre ellos destaca Pierre Louis Maupertuis, pensador que comprendió, cien años antes de El origen de las especies, que la hipótesis del transformismo no es demasiado convincente si no aceptamos que en la materia bruta, per se, existen vestigios de vida. En su breve opúsculo titulado Sistema de la naturaleza. Ensayo sobre la formación de los cuerpos organizados (1753) sentó las bases de un pampsiquismo científico o metacientífico necesario para la buena lubricación de la hipótesis del transformismo. En el § XIV, por ejemplo, aclara por qué se necesita del pampsiquismo para entender la evolución de la vida si se descarta el creacionismo:


Una atracción uniforme y ciega, difundida en todas las partes de la materia, no podría servir para explicar cómo se ordenan estas partes para formar el cuerpo cuya organización es la más simple. Si todas tienen la misma tendencia, la misma fuerza, de unirse unas con las otras, ¿por qué estas forman el ojo, por qué aquellas la oreja?, ¿por qué ese maravilloso arreglo? Y ¿por qué no se unen todas ellas de cualquier manera? Si se quiere decir sobre esto cualquier cosa concebible, aunque basados en analogías, es preciso recurrir a algún principio de inteligencia, a alguna cosa semejante a lo que llamamos deseo, aversión, memoria.

Y como se ve venir la burla, la sorna y la incredulidad de los científicos de su época, los ataja desde el § XV:

No se alarmen con las palabras que acabo de pronunciar; no crean que quiero establecer aquí una opinión peligrosa. Ya oigo murmurar a todos aquellos que toman por un celo piadoso la obstinación en sus sentimientos, o la dificultad que tienen en recibir nuevas ideas. Dirán que se pierde todo si se admite el pensamiento en la materia, pero les pido que me escuchen y me respondan.

Solo pide a sus lectores que, antes de reírse de su hipótesis, tengan a bien meditarla y encajarla dentro de un sistema coherente de pensamiento. Porque si el creacionismo es una falacia, todo nos conduce al pampsiquismo:

En la explicación de los fenómenos sólo tenemos una regla a observar: que empleemos el menor número de principios y los principios más simples posibles. Pero, puede decirse, ¿es emplear principios simples admitir el pensamiento en la materia? Si se pudieran explicar los fenómenos sin esa propiedad, cometeríamos un error por admitirlo; si, suponiendo solo la extensión y el movimiento en la materia, podríamos ofrecer explicaciones suficientes, Descartes habría sido el mayor de todos los filósofos. Si al añadir las propiedades que otros fueron forzados a admitir podríamos quedar satisfechos, no deberíamos recurrir a unas nuevas propiedades: pero si, con todas esas propiedades, la naturaleza permanece inexplicable, no es infringir la regla que establecimos admitir nuevas propiedades. Una filosofía que no explica los fenómenos no podría jamás pasar por simple, y aquella que admite propiedades que la experiencia muestra ser necesarias nunca es suficientemente compuesta (§ XXIV).

Las elucidaciones del cartesianismo no eran suficientes. Con Newton se avanzó, pero la atracción gravitatoria no es la última palabra:

Los fenómenos más universales y más simples de la naturaleza, los fenómenos del choque de los cuerpos, no se han podido deducir de los principios propuestos por Descartes. Los otros filósofos tampoco fueron muy felices, hasta que se introdujo la atracción. Desde entonces se pudieron explicar todos los fenómenos celestes, y muchos de aquellos que se observan sobre la tierra. Cuantos más fenómenos tenemos que explicar, más se necesita cargar la materia con propiedades (§ XXV).

Cargar la materia con propiedades. Si no cargamos la vida dentro de la materia bruta, las afinidades electivas que llevaron a las moléculas a complejizarse más y más hasta transformarse en los primeros compuestos orgánicos no podrían explicarse ni siquiera apelando a las estadísticas y a la ley de probabilidades. La conclusión de Maupertuis es terminante:

Nunca se explicará la formación de algún cuerpo organizado solamente por las propiedades físicas de la materia: desde Epicuro hasta Descartes basta leer los escritos de todos los filósofos que lo intentaron para quedarse persuadidos (§ XXVIII)[1].


[1]  Estos parágrafos que acabo de citar del Sistema de la naturaleza de Maupertuis han sido extraídos del libro Historia de la biología comparada desde el Génesis hasta el Siglo de las Luces, de Nelson Papavero (coordinador), volumen IV, parte II. La obra de Maupertuis aparece en el apéndice IV.

sábado, 14 de abril de 2018

El desdén por el mérito en Karl Marx


El capitalismo dice: A cada cual según sus méritos. Cuanto más meritoria sea la labor de una persona, mayor riqueza poseerá. Las riquezas son el premio al mérito. El marxismo contrapone a este principio, otro de muy diferente naturaleza: De cada cual según sus capacidades; a cada cual según sus necesidades (Karl Marx, Crítica del programa de Gotha). Una persona, por muy meritoria que sea, no recibirá como recompensa a su trabajo cotidiano nada más ni nada menos que lo estrictamente necesario para su subsistencia material y espiritual, de modo que podrá suceder, en una sociedad estrictamente marxista, que un asalariado torpe, lerdo y poco dotado intelectualmente, pero con grandes necesidades, gane más dinero que otro mucho más ágil, servicial e inteligente que no necesite tanto para bien vivir. Vemos así que el marxismo (en la teoría), por dejar de lado tan radicalmente a la meritocracia, se acerca mucho más al ideal de la vida social plena, armoniosa y pacífica que el sistema de reparto de ganancias que propone el capitalismo.

lunes, 9 de abril de 2018

El concepto de mérito en Spinoza


Continuando con el spinozismo, pero saliéndome por un momento del tema del pampsiquismo, quiero resaltar el principal mérito que, según mi criterio, esta filosofía posee, y su mérito principal es, paradójicamente, su rechazo del concepto de mérito.
El principal pensador religioso que le puso un freno a la meritocracia metafísica del cristianismo fue Calvino. Según él, la doctrina del mérito como justificativo para ganarse el cielo es una especie de autoglorificación de la criatura ante Dios. La soberbia de creerse lo suficientemente bueno como para merecer estar junto a Él es para Calvino la esencia misma del pecado. Spinoza retoma esta postura —aunque dejando de lado al Dios trascendente—: “Dado que el hombre es una parte de toda la naturaleza, de la que depende y por la que también es regido, no puede hacer nada por sí mismo para su salvación y felicidad” (Tratado breve, cap. XVIII, §1). Ninguna acción humana es digna de recompensa, del mismo modo que no lo es un árbol que da frutos, y “este conocimiento hace que, después de realizar algo excelente, no presumamos de ello [...] sino que, por el contrario, todo cuanto hacemos, lo atribuimos a Dios, ya que Él es la primera y única causa de cuanto realizamos y ejecutamos”. Esta convicción, amén de acrecentar nuestra humildad, “nos libera de la tristeza, la desesperación, la envidia, el miedo y otras malas pasiones” (ibíd., cap. XVIII, §3 y §6). Mérito y demérito, nos informa Diego Tatián,

solo son formas de la imaginación que promueven conductas y pasiones sin lugar alguno en el hombre libre, esto es en el hombre que entiende, que entiende que no es sujeto de su propia potencia —o, más bien, de la potencia que él mismo es. De manera que la vanidad, la burla, la alabanza, el desprecio, la admiración, la honra, la vergüenza, la competencia y todo lo que pudiera resultar de la comparación entre los hombres, no son sino formas de la ignorancia.

El meritum

no solo aliena el ejercicio de nuestra libertad en la medida en que subordina nuestros actos a premios y los regula mediante mandamientos [...] sino que además configura la vida común de los hombres en razón no de aquello en lo que se componen, sino en función de temores, rencores, envidia y desconfianza; de una rivalidad en virtud de la cual se desata una lucha por el reconocimiento determinada por la voluntad de sobreponerme a mi semejante [...] y que establece así las relaciones como relaciones de dominio (Spinoza. Filosofía terrena, pp. 91, 93 y 94).

Relaciones de dominio. Erich Fromm argumentaba que las potencialidades del hombre sano y biofílico se centran en el “poder de”, mientras que el hombre enfermo y necrofílico siempre está dispuesto a incrementar su “poder sobre”, es decir, su poder de dominio sobre la naturaleza, sobre los animales y sobre las personas[1]. Y este “poder sobre” comienza a hacerse fuerte, en la historia de la humanidad, desde el momento en que la mayoría de las personas se juzgaron a sí mismas como merecedoras de lo que tienen y de lo que no tienen. Jean-Jacques Rousseau --que había leído a Spinoza-- entendía que la agresividad sistemática de la criatura humana no es inherente a su naturaleza sino posterior al concepto de mérito y activada merced a esta convicción. A partir de ahí, los hombres

habitúanse a considerar diversos objetos y a hacer comparaciones; insensiblemente [...] producen sentimientos de preferencia. [...] Un sentimiento tierno y dulce se insinúa en el alma, que a la menor oposición se cambia en furor impetuoso; los celos se despiertan [...], triunfa la discordia, y la más dulce de las pasiones recibe sacrificios de sangre humana. [...] Cada cual empezó a mirar a los demás y a querer ser mirado él mismo, y la estimación pública tuvo un precio. Aquel que mejor cantaba o bailaba, o el más hermoso, el más fuerte, el más diestro o el más elocuente, fue el más considerado; y este fue el primer paso hacia la desigualdad y hacia el vicio al mismo tiempo. De estas primeras preferencias nacieron, por una parte, la vanidad y el desprecio; por otro, la vergüenza y la envidia, y la fermentación causada por esta nueva levadura produjo al fin compuestos fatales para la felicidad y la inocencia. Tan pronto como los hombres empezaron a apreciarse mutuamente y se formó en su espíritu la idea de la consideración, todos pretendieron tener el mismo derecho, y no fue posible que faltase para nadie. De aquí nacieron los primeros deberes de la cortesía, aun entre los salvajes; y de aquí que toda injusticia voluntaria fuera considerada como un ultraje, porque con el daño que ocasionaba la injuria, el ofendido veía el desprecio de su persona, con frecuencia más insoportable que el daño mismo. De este modo, como cada cual castigaba el desprecio que se le había inferido de modo proporcionado a la estima que tenía de sí mismo, las venganzas fueron terribles, y los hombres, sanguinarios y crueles (Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, p. 30).

El problema para el meritócrata estriba en que considera la vida virtuosa como una especie de tortura que hay que atravesar para llegar a buen puerto, como quien se resigna a ser pinchado con una jeringa en la esperanza de que tal molestia lo librará de males mayores. Pero ¿es de hombres sensatos reclamar premios por comportarse virtuosamente? “Las estatuas, los emblemas y otros incentivos de la virtud más bien son signos de esclavitud que de libertad, pues es a los esclavos y no a los libres a quienes se otorgan premios por su virtud” (Spinoza, Tratado político, p. 217). La virtud no reclama recompensas porque ella misma es su propia recompensa. La beatitud, el estado más placentero que nos es dado alcanzar en esta vida, se logra por medio de la virtud, cuando esta es virtud auténtica y no mero fariseísmo. Cualquier otra recompensa sale sobrando. Y esto se remonta no ya hasta Calvino, sino hasta Sócrates y Séneca.
En una carta a Ostens, Spinoza toca el hueso de la cuestión mientras critica a un opositor a su doctrina ética que lo acusa de ateísmo:

…creo ver dónde está empantanado este hombre. En efecto, como no encuentra en la virtud misma ni en el entendimiento nada que le agrade, preferiría vivir según el impulso de sus afectos, si no se lo impidiera una sola cosa: que teme el castigo. Por consiguiente, se abstiene de las malas acciones y cumple los preceptos divinos como un esclavo, es decir, de mal grado y con ánimo vacilante, y por este servicio espera ser agasajado por Dios con dones mucho más agradables que el mismo amor divino, y tanto más cuanto mayor resistencia y menos atracción siente hacia el bien que realiza. De ahí que él crea que todos aquellos que no se contienen con ese miedo viven desenfrenadamente y dejan toda religión (Correspondencia, pp. 287-8).

No hay mayor enemigo del espíritu religioso que aquel que, mercenariamente[2], pretende comprar el paraíso con un capital de buenas acciones, o que aquel otro que considera haberse “sacrificado” lo suficiente como para merecer alguna recompensa. “El precepto supremo —concluye Spinoza— consiste en amar a Dios como sumo bien, es decir, no por [...] amor a otra cosa con la que deseamos deleitarnos (porque entonces no amaríamos a Dios, sino más bien a la cosa que deseamos)” (ibíd., p. 289).
La meritocracia lo arruina todo: lo social y lo metafísico. A Spinoza debemos el hecho de haber sido el primero en condenar, de manera filosófica y sistemática más que religiosa o aforística, este concepto que siempre ha producido más enemistades que concordias entre quienes lo juzgan verdadero.


[1] Cf. Erich Fromm, El miedo a la libertad, cap. V.
[2] Meritus, participio pasado de mereo y de mereor, "merecedor", "que merece", remite al mismo campo etimológico al que pertenecen los sustantivos merces (salario), mercennarius ("mercenario", también "sobornado", y otras acepciones como liberalitas mercennaria, "generosidad interesada", etc.), mercatus (mercado), mercatura ("mercancía", pero también "tráfico", "comercio") (Cf. Tatián, op. cit., p. 90).