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martes, 27 de julio de 2010

Hegel, Nietzsche y Voltaire

Estos ensayos corresponden al capítulo 3 del " Extracto"

Hegel, Nietzsche y Voltaire



La entera historia de las letras, tanto antiguas como modernas, no presenta ningún ejemplo de falsa fama que se pudiese comparar con el de la filosofía hegeliana. En ningún tiempo o lugar lo por completo malo, lo palmariamente falso y absurdo, lo patentemente falto de sentido, y además en su exposición repulsivo y repugnante en el más alto grado, ha sido tenido con tal indignante desvergüenza y tal cara dura por la más elevada sabiduría y lo más sublime que el mundo ha visto, como lo ha sido esa seudofilosofía carente de todo valor.
Arthur Schopenhauer, Paralipomena, parág. 242






Sábado 23 de septiembre del 2006/ 6,04 p.m.
La lectura de los escritos hegelianos, que se supone imprescindible para todo amante de la sabiduría, a mí me tiene por completo sin cuidado. He leído, hace más de seis años ya, su Introducción a la historia de la filosofía, y nadie podrá quitarme de la cabeza la idea de que las horas empleadas en ese insalubre menester podrían haber sido aprovechadas de manera más edificante incluso si las ocupaba con alguna novela de Paulo Coelho. Teniendo a mi disposición los tantísimos y tan variados volúmenes de las grandes bibliotecas porteñas, ni se me ocurrió en este siglo XXI solicitar uno de Hegel; pero ahora mi convalecencia me sugiere permanecer lo más que pueda en mi domicilio, y es así que debo conformarme con el escaso material bibliográfico que hay en él o con el que me proveen mis amigos, uno de los cuales, el señor Ernesto Sosso, me ha prestado el ensayo que sobre la Estética escribiera el autor alemán, en la creencia, desde luego, de que podría disfrutar y/o enriquecerme con su lectura. Pero no. Todo lo que me ha provocado este libro, del cual llevo leídas 80 páginas, es somnolencia y más somnolencia. La plumbidez de su estilo es tal, que me recuerda esas adolescentes misas a las que acudía por obligación y en las que mi cerebro, imposibilitado de prestar atención al opiáceo mensaje que recibía del cura, vagaba por senderos completamente independientes, y esto se le ocurría, creo yo, no como inconciente defensa natural contra los embates del dogma caduco y la superstición, sino como simple recreo. Mi mente volaba con despreocupación dentro de la Iglesia de Santa Lucía, y lo mismo volaba recién aquí en mi habitación y con el libro de Hegel en mis manos, hasta que por suerte llegó mi padre y me interrumpió.
¿Será que Hegel es demasiado profundo para mí?, ¿será que me supera? No lo descarto. En todo caso, yo me instruyo, como Borges, por placer y no por obligación[1], y si no encuentro placer en determinada instrucción, ésa para mí no sirve, no me interesa, por más que configure la quintaesencia del andamiaje metafísico del universo.
Mas no creo que el pensamiento de Hegel haya rozado esas aristas. Aquí me pongo de nuevo, como ayer, del lado de Karl Popper, quien después de criticar acerbamente lo que de muy criticable tiene Platón en cuanto a su visión política, la emprende contra el historicismo y el totalitarismo del alemán, aunque su diatriba es también aplicable a varios otros aspectos de su obra, si no a todos:

... deseo demostrar lo difícil, y al mismo tiempo lo urgente, que es proseguir la lucha iniciada por Schopenhauer contra esta superficial charlatanería (que el propio Hegel sondeó exactamente cuando dijo de su propia filosofía que era de «la más elevada profundidad»). De este modo contribuiremos, por lo menos, a que la nueva generación se libere de este fraude intelectual, el mayor quizá, en la historia de nuestra civilización [...]. Quizá ellos justifiquen, por fin, las expectativas de Schopenhauer, quien, en 1840, profetizó que «esta colosal mistificación» habría de proporcionar «a la posteridad una fuente inagotable de sarcasmo». (De donde se ve que el gran pesimista fue capaz de un insólito optimismo con respecto a la posteridad.) La farsa hegeliana ya ha hecho demasiado daño y ha llegado el momento de detenerla. Debemos hablar, aun al precio de mancharnos al tocar esta escandalosa abominación [...]. Demasiados filósofos han pasado por alto las advertencias incesantemente repetidas por Schopenhauer; pero las olvidaron, no tanto en detrimento propio (no les fue tan mal) como en perjuicio de aquellos a quienes enseñaban y de la humanidad toda (La sociedad abierta y sus enemigos, anteúltimo párrafo del cap. 12)[2].
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Domingo 24 de septiembre del 2006/ 12,17 a. m.
Distinto, completamente distinto es el caso de Nietzsche, de quien he leído en estos últimos días (gracias, nuevamente, a la buena voluntad de Ernesto) su Genealogía de la moral. No es distinto, claro está, porque haya podido Nietzsche arrancarle algún pelo de verdad a Dios; ni por asomo logró esta epopeya. No es distinto por el fondo (o tal vez sí, sólo que no tengo idea de cuál es el fondo del pensamiento de Hegel), sino por la forma. ¡Qué agradable resulta la lectura de este ensayo!, ¡qué de sugerencias nos transmite, por más que sospechemos que la mayoría de los conceptos allí vertidos, sobre todo el concepto central, no se corresponden, o se corresponden tangencialmente, con la verdadera realidad psicológica del ser humano! ¡Qué bien --digámoslo con todas las letras-- escribía este señor, por más que sospechemos que la razón no estaba de su lado y que la virtud, sea como la entendía él o como la entiendo yo, tampoco! Tenía sí la virtud de saber expresar su pensamiento, por diabólico que fuera, de modo divino, y eso fue lo que lo llevó a la fama, pues es mucho más placentero para la mayoría de los lectores (y aquí me autoincluyo) el ejercer su condición a través de una obra retóricamente deslumbrante y errónea que a través de otra certeramente fría y abstracta. El tema pasa, desde luego, por dejarse deslumbrar sin perder nunca de vista el sendero que nos conduce a buen puerto. Deslumbramiento sí, mareamiento no.
¿Qué fue lo que hizo que Nietzsche se convirtiera en el escritor y aun en el pensador favorito de miles y miles de personas en todo el Occidente? ¿Fue su ateísmo, su anticristianismo?, ¿su desprecio por la seguridad, la comodidad y demás valores burgueses?, ¿su insistencia en que no es la razón, sino los instintos primarios y la espontaneidad del hacer lo que se quiera y no lo que se deba, los mejores y más convenientes guías de nuestra conducta? Todo esto, ciertamente, contribuyó a engrandecerlo, pero Nietzsche nunca hubiera llegado a ser Nietzsche de no ser por la pasión con que recubría éstas sus obsesiones, por la calentura, por la fiebre con que escribía. Pensadores ateos hubo a montones, y aun que se jactaban de su ateísmo. Sartre por ejemplo; pero ¿alguien lo lee? Anticristiano era Feuerbach, y ¿quién lo conoce hoy en día? Y lo mismo con los cínicos criticones del statu quo y con los irracionales existencialistas: tendrán más o menos éxito literario algunos, pero nunca la fama desmedida y a veces idolátrica del martillero de la filosofía. Escribir con pasión es algo que muchos pensadores han hecho a lo largo de los siglos, pero lograr que los escritos de uno rezumen pasión... Eso es lo que no se ve todos los días.
La fórmula del éxito, no ya del éxito literario y seudofilosófico sino la del Éxito con mayúscula sería entonces la siguiente: Escribir de tal modo que nuestros escritos puedan rezumar pasión y razón a la vez. Forma nietzscheana con fondo tolstoiano; ¿podré lograrlo algún día?[3]
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Miércoles 4 de octubre del 2006/ 7,13 p. m.
Acabo de terminar --como Nietzsche en su momento-- Crimen y castigo, de Dostoievski, y --al igual que a Nietzsche-- me ha fascinado. Me ha devuelto la convicción de que leer novelas no es siempre una pérdida de tiempo.
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Jueves 5 de octubre del 2006/ 9,15 p. m.
No sucedió lo mismo, lamentablemente, con el Robinson Crusoe de Defoe. La profundidad psicológica del ruso no aparece por ningún lado en el relato del inglés, descriptivo hasta el cansancio. Es ésta una de aquellas escasas obras literarias que luce más a través del cine que de la palabra. Si se hizo tan famosa fue por su originalidad, no por su estilo.
Otra obra que no me gustó nada fue la Rebelión en la granja de Orwell. Escondiéndose bajo la crítica del régimen stalinista, este amante del periodismo le da palos también a la doctrina comunista en sí misma, lo que no deja de ser tendencioso y poco serio. Si se quiere criticar al comunismo porque tal sistema político permitió que un desgraciado como Stalin asumiera el poder, critíquese de igual modo a la democracia por permitir que no uno, sino dos Bushes asolaran la faz de la Tierra. Esto en cuanto a su contenido ideológico. Respecto del formato, parece una fábula infantil del tipo de El principito, pero sin la magia, la poesía y la filosofía de la obra de Saint-Exupéry. ¿Eran motivos políticos, como creía Orwell, o motivos estéticos los que impulsaban a los editores ingleses a desdeñar esta obrita?
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Viernes 6 de octubre del 2006/ 11,25 p. m.
Yo tendría que haber vivido en el siglo XIX. Me gusta la filosofía de aquel siglo[4], y me gustan sus novelas. El siglo XX, por el contrario, poco me atrae tanto literaria como filosóficamente, y el siglo XVIII lo mismo. Hablando de ideas e ideologías, lo que más me repugna del pasado siglo es el existencialismo y la corriente lingüística, la filosofía del lenguaje; y si nos remontamos al siglo de las luces, siento una particular aversión por...Voltaire. Este payaso de las letras quiso dárselas de pensador, pero estuvo muy lejos de aquel destino. Su intento, por ejemplo, de refutar y desprestigiar aquel famoso principio metafísico propagandeado --no inventado-- por Leibniz, ese que dice que vivimos en el mejor de los mundos posibles, es cándido e indignante a la vez. Justamente dio en llamar Cándido a su panfleto, pero la verdadera candidez está en la pluma de quien lo escribió y no en su personaje principal. Que en este mundo hay dolor, y dolor del grande, es algo que no podría negar ni el más empedernido escéptico, pero ¿es ése un argumento de peso en contra de la tesis leibniziana? No se puede derribar semejante bastión a pura pedrada, y Voltaire no disponía de munición gruesa; mejor se hubiese limitado a las anécdotas cortesanas y demás liviandades que tanto le atraían[5].
¿Podríase comparar, en cierto sentido, a Voltaire con Nietzsche? En el terreno del pensamiento, no lo creo. Nietzsche, estando equivocado de todo punto en la mayoría de sus apreciaciones basales, escribía de tal modo que levanta en uno la sospecha de que había en ese cerebro una gran profundidad. Sabía, por decirlo así, cavar muy bien, con rapidez y destreza, por más que no tuviera idea de la ubicación del tesoro, A Voltaire, en cambio, nadie le suministró una pala: cavaba con las manos. Por mucho que hubiese conocido la ubicación del cofre --y estoy persuadido de que no la conocía--, nunca lo habría podido desenterrar. Su estilo literario, lo concedo, es vivaz, pero con la sola vivacidad no hacemos gran cosa si nuestras pretensiones son elevadas. La forma debe surgir, debe ser consecuencia de un rico fondo si quiere servir de algo; cumpliendo este precepto, se puede ser incluso macilento que ya nuestros escritos tendrán garantía de perpetuidad y se leerán con fruición.
Al pan pan y al vino vino: Voltaire fue un elevado escritor, pero un pensador enano.
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[1] "Soy un lector hedónico: jamás consentí que mi sentido del deber interviniera en afición tan personal como la adquisición de libros, ni probé fortuna dos veces con autor intratable, eludiendo un libro anterior con un libro nuevo" (Jorge Luis Borges, "Paul Groussac", ensayo incluido en Discusión, p. 116).

[2] Otro que se percató de la farsa fue don Ramón de Campoamor: "Hegel me es el autor más antipático de todos los filósofos del mundo. Siempre me ha parecido risible ver a sus innumerables adeptos ocuparse del sistema de Hegel con toda formalidad. Este sistema carece de los dos méritos principales de toda obra científica: de la originalidad y de la claridad. Hegel es el gran mistificador del género humano. La mayor parte de las veces, no sólo no sabe lo que dice, sino que sabe que no lo sabe. Sentado Hegel en su trípode, expende sin misericordia oráculos sobre oráculos, sin más objeto que dejar hechas un bombo las cabezas del vulgo de nuestros sabios. Con los principios de este gran embaucador se crean centros, izquierdas y derechas; constitucionales, demócratas y monárquicos; deístas, ateos y místicos; en una palabra, de este sistema no se puede deducir nada, porque se deduce todo. Jamás puedo leer a Hegel sin que me figure que su sombra está detrás del libro riéndose de mi credulidad con un aire pedantesco. Si es así, su respetable sombra está muy equivocada, pues si alguna vez lo leí, no fue por gusto, sino por contagio, porque lo leía todo el mundo y porque algunas veces no tengo presente que la opinión común suele no ser más que la necedad común" (Obras completas, tomo l, p. 313).
[3] "Me has oído mil veces decir que los más de los espíritus me parecen dermatoesqueléticos, como crustáceos, con el hueso fuera y la carne dentro. Y cuando leí, no recuerdo en qué libro, lo doloroso y terrible que sería para un espíritu humano tener que encarnar en un cangrejo y servirse de los sentidos, órganos y miembros de éste, me dije: «Así sucede en realidad; todos somos pobres cangrejos encerrados en dura costra». Y el poeta es aquel a quien se le sale la carne de la costra, a quien le rezuma el alma. Y todos, cuando el alma en horas de congoja o de deleite nos rezuma, somos poetas" (Miguel de Unamuno, Soledad, pp. 39-40).
[4] (Nota añadida el 10/10/9.) ¿Por qué? Porque la filosofía de aquel siglo, pese a las apariencias, era profundamente religiosa. "Todo el siglo XIX --escribía Henry Miller-- estaba atormentado por el problema de Dios. Exteriormente, parece un siglo entregado al afán del progreso material, un siglo de descubrimientos e invenciones, todos relativos al mundo físico. Pero, en el fondo, donde los artistas y los pensadores suelen anclar, observamos una terrible confusión" (El tiempo de los asesinos, p. 36). Terrible y santa confusión la de aquellos hombres que por estar tan cerca de Dios, pierden la claridad mental y la paz espiritual por puro acoplamiento, lo mismo que un receptor de radio que se acerca demasiado al transmisor.
[5] El intento de Voltaire de refutar el optimismo metafísico se parece mucho al de su contemporáneo en Inglaterra Samuel Johnson con el idealismo de Berkeley, al que contradecía, según él, pateando una piedra. Esta gente se mete a filosofar con tan poco criterio como el que tendría yo si quisiese jugar al fútbol en un equipo de primera división. ¡Vergüenza debería darles!

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