Estos ensayos corresponden al capítulo 4 de La ética y la moral
Capítulo 4
Popper y Marx
No sólo del hombre vive el pan.
Sui Generis, Pequeñas delicias de la vida conyugal
Lunes 25/09/2006; 7,10 p.m.
Las afirmaciones vertidas el pasado 13 de septiembre parecen auspiciar un alejamiento de mi proverbial postura psicologista en favor del sociologismo. Veremos si es tan así, y de paso estudiaremos, aprovechando este magnífico libro de Popper que me han prestado y que se titula La sociedad abierta y sus enemigos, estudiaremos el fondo sociológico del pensamiento del autor y también, por qué no, el de Marx, del cual se habla largamente durante los capítulos 13 a 22.
En principio, dejemos en claro lo que yo entiendo por psicologismo puro y por sociologismo puro. El psicologismo puro es la teoría que afirma que todas las acciones del hombre, incluidas las acciones sociales o conjuntas, dependen de leyes psicológicas y sólo de leyes psicológicas. El sociologismo puro, por el contrario, afirma que dichas acciones dependen sólo de leyes sociológicas, o sea que la psicología de cada individuo está determinada enteramente con su entorno social. En palabras de Karl Marx: "No es la conciencia del hombre la que determina su vida, sino más bien la vida social la que determina su conciencia".
Yo siempre fui, desde que comencé a darles prioridad a mis intelecciones por encima de cualesquiera otras preocupaciones ordinarias (o sea desde el comienzo del libro tercero de este diario aproximadamente), siempre fui sicologista, no sé si puro, pero sicologista al fin y a todo trance. Y lo sigo siendo pese a lo esbozado en aquella oportunidad y en algunas otras. Es verdad, me parece, que sin el entorno social adecuado el prospecto de filósofo tiende a quedarse en eso, en mero prospecto sin posibilidades de gloriosa maduración, pero esto no amerita decir que la psicología de aquel sujeto pueda ser modificada, para bien o para mal, por las leyes sociológicas que imperan en su entorno. Yo no niego la existencia de dichas leyes y su monumental poder de persuasión y disuasión, pero afirmo que toda ley sociológica es reducible a leyes psicológicas, o sea que la maduración o no del prospecto de filósofo depende, sí, de otras personas, pero no de una ley sociológica independiente de las leyes psicológicas que rigen el comportamiento de cada uno de los integrantes de su entorno. La autarquía del filósofo tal vez necesite de un empujón exterior para desarrollarse, pero tal empujón será siempre psicológico por más que provenga de la conjunción de una miríada de mentalidades.
Dos cosas quiero decir antes continuar este análisis. La primera es que considero esta hipótesis como estrictamente metafísica en el sentido popperiano del término, vale decir, indemostrable por procedimientos empíricos, y, por lo mismo, irrefutable. La segunda indica que dentro de la psicología y de las leyes psicológicas yo meto tanto la parte racional y emocional del individuo como también los instintos, las intuiciones y el componente memético de la conducta.
Ahora sí, habiendo apisonado convenientemente la tierra en la que se yergue mi postura, podré ocuparme, sin temor de ser malinterpretado, de la difusión y crítica de la sociología popperiana y de la marxista, empezando por aquella sentencia que afirma que no es la conciencia del hombre la que determina su vida, sino más bien la vida social la que determina su conciencia.
La conciencia del hombre promedio está determinada por su vida social desde que nace hasta que alcanza un mínimo grado de madurez. Este grado es alcanzado por algunos a los 10 años de vida, por otros a los 15 o a los 20, por los más a los 25 o a los 30, y existen individuos cuyo punto inicial de maduración de su conciencia tiene que buscarse más allá de sus 40 años de edad, lo mismo que hay otros que no maduran jamás, que mueren verdes. Hasta que se alcanza, o no se alcanza, este punto, el individuo vive más de acuerdo con la psiquis colectiva de su entorno que con la suya propia, pues la suya está siendo ensamblada por su entorno y no desea trabajar hasta estar completamente, o mínimamente, formada. (Aclaro nuevamente que hablo del hombre promedio. Existen personas que nacen más o menos refractarias al influjo social y que ya de muy pequeñas van formando su conciencia con un mínimo aporte sociológico y un máximo psicológico, que se nutren de su propia psiquis basal, de su inconciente.) Hasta aquí le doy la razón a Marx. Sin embargo, una vez que la conciencia comienza su maduración, tiende, en los individuos más esclarecidos, a cobrar autonomía respecto del medio social que la formateó, pudiendo incluso dejar de lado y hasta oponerse a los principios doctrinarios, morales, científicos, etc., insertos en el tejido social que fue su cuna y su sangre. No es común que suceda con el hombre promedio, pero tampoco es improbable; llega un punto en que algunas personas dejan de ser moldeadas por su ámbito cultural y comienzan el proceso inverso, a saber, comienzan a ser ellas las moldeadoras de la cultura de su entorno. Las nociones, sentimientos, modales y demás parafernalia inculcados socialmente sólo se graban a fuego, se petrifican, en el espíritu de aquellos hombres genéticamente malformes; quienes han nacido mejor organizados desde el punto de vista espiritual (y que suelen ser, según ya vimos, también los más bellos en cuanto a su conformación física), éstos macerarán su conciencia en las aguas del designio social y por cierto esta impronta los acompañará, de un modo u otro, durante toda su existencia, pero, salvo los casos en que su entorno haya sido lo suficientemente enfermizo como para desbaratar cualquier intento de rebelión contra él, estas conciencias cobrarán "libertad" y podrán volar hacia esas cumbres prohibidas desde donde se divisan las bondades y miserias de nuestra sociedad objetivamente, para luego descender y trabajar en pro de las primeras y en contra de las últimas.
Lo que Marx quiso significar al decir eso es que no podemos pretender de los hombres que se tornen virtuosos por sí mismos; en un entorno social insalubre, la virtud está impedida de aparecer. Esto, como quedó establecido en el anterior párrafo, es aproximadamente correcto, aunque no en el ciento por ciento de los casos. El tema es que, según Marx, un entorno social insalubre significa, prioritariamente, si no exclusivamente, un entorno económicamente insalubre, y hasta ese punto yo ya no me atrevo a seguirlo. Tampoco lo seguiría si es que con su famoso aforismo quiso decir lo que interpreta Popper: que "los hombres --a saber, las mentes humanas, las necesidades, las esperanzas, los temores y expectativas, los móviles y aspiraciones de los seres humanos-- son, a lo sumo, el producto de la vida en sociedad y no sus creadores" (cap. 14). Este pensador no cree que a nadie se le ocurra “sostener seriamente" la hipótesis del psicologismo puro, pues
existen todas las razones para creer que los hombres, o mejor dicho, sus antepasados, fueron sociales antes de ser humanos (teniendo en cuenta, por ejemplo, que el idioma presupone una sociedad). Pero esto significa que las instituciones sociales y, con ellas, las uniformidades sociales típicas o leyes sociológicas deben haber existido con anterioridad a lo que alguna gente parece complacerse en llamar «naturaleza humana» y a la psicología humana. Si hemos de intentar reducción alguna, será más conveniente, por lo tanto, tratar de efectuar la reducción o interpretación de la psicología en función de la sociología, que a la inversa.
Es evidente que a Popper no se le antoja reconocer como metafísica la hipótesis del psicologismo puro, pues de lo contrario no habría creído poder refutarla con estos argumentos (ni con otros). A mí, por lo pronto, me parece que no la refuta, porque si somos consecuentes con lo que afirma en este párrafo tenemos que concluir que todos los animales no sociables, lo mismo que la totalidad de las plantas, carecen en absoluto de cualquier tipo de actividad psicológica, lo cual es falso según mi modesto criterio. El idioma, ciertamente, lo mismo que cualquier otro tipo de comunicación subidiomática (gritos, ademanes, posturas amenazadoras o de sometimiento, extracción de parásitos o limpieza de un compañero), presupone una sociedad, pero esto ¿qué prueba? Prueba que sin socialización no hay posibilidad de aprender un lenguaje, y como la lengua es el vehículo del pensamiento[1], prueba también que sin socialización no se puede pensar. Ahora bien, ¿se puede colegir que donde no hay pensamiento discursivo no hay psiquis? Las emociones, las intuiciones, los instintos, ¿no son engendrados también por la actividad psicológica? Y ellos no necesitan de idioma alguno para poder manifestarse. Luego, es probable, y sólo probable (no nos olvidemos que estamos pisando suelo metafísico), que los primeros organismos que acertaron un esbozo de socialización lo hicieran en base a conveniencias inconcientes, instintivas o desiderativas[2], de modo análogo a las primeras células que se agruparon unas con otras para formar un individuo multicelular o, más adelante, para formar un órgano diferenciado dentro del propio individuo. Estas células crearon una comunidad celular perfectamente organizada sin necesidad de comunicarse nada concientemente, sin necesidad de hablar, gesticular o pensar discursivamente. Lo mismo debe de haber ocurrido, me imagino, con las primeras sociedades animales. Después aparecerían, auspiciados por la contigüidad y el roce de aquellos individuos entre sí, los primeros intentos de comunicación conciente que desembocarían, en el ser humano, en la creación del idioma y del pensamiento discursivo. Es correcto, pues, suponer que sin sociedad no existiría la comunicación conciente, pero también es correcto, si mis hipótesis metafísicas no me engañan, suponer que sin actividad psicológica inconciente o pre-racional ninguna sociedad ni ley sociológica existirían en este planeta o en cualquier otro rincón del universo. Las leyes sociológicas están y estarán siempre subordinadas a los procesos psicológicos individuales, pero no necesariamente, ni mucho menos, a los procesos racionales-discursivos que forman parte de algunas de las tantas mentes que andan dando vueltas por ahí. No se puede arreglar el mundo, amigo Marx y amigo Popper, sin antes arreglar las mentes que lo pueblan. Ni el comunismo del uno ni el capitalismo intervencionista del otro serán capaces nunca de resucitar al muerto. La virtud se ríe (por no llorar) de estos masajes cardíacos que sólo le producen cosquillas.
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Martes 26/09/2006; 3,21 a.m.
... Y sin embargo se ríe. Luego, ha resucitado. Al fin, alguno de estos dos pensadores ciertamente tenía nociones de primeros auxilios. Mis sospechas recaen, a primera vista, en el alemán.
Pensaba Marx que bajo la influencia de un sistema económico similar al que propugnaba, la gente disfrutaría de una mejor calidad de vida en lo que al aspecto material se refiere, y que al mejorar el aspecto material mejoraría, por añadidura, su aspecto espiritual, vale decir, sería más feliz y, por qué no, más virtuosa. Yo creo que el marxismo, aplicado tal como lo entendía su creador, no como lo entendieron los rusos, efectivamente mejoraría el aspecto material de la inmensa mayoría del pueblo; sin embargo, de ahí a que mejore su vida espiritual hay un paso muy grande que no siempre, por no decir casi nunca, se cumple. Me niego a creer que la clase media de un determinado país aporte más felicidad y virtud que su clase baja. Los únicos terrenos en donde la virtud está impedida de ingresar (excepto casos muy puntuales) son los de la opulencia y la indigencia[3]. Y aquí está, según mi criterio, el gran acierto espiritual del comunismo marxista: eliminando tanto la pobreza extrema como la extrema riqueza, dos grandes polos infecciosos desaparecerían de la civilización, quedando el camino de la virtud bastante más allanado. Marx desconoce la ruta que, transitándola, nos conduce al virtuosismo, pero suple tal desconocimiento pavimentando todas las rutas, una de las cuales, forzosamente, será la que transite la humanidad madura en su anhelo de paz material, de lucha espiritual y de armonía divina.
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Jueves 28/09/2006; 5,36 p.m.
El desastre marxista no está en los fines, sino en los medios. Eliminando la burguesía e implantando la igualdad económica por coacción, producimos en la sociedad, o mejor dicho en las mentes de los individuos que la componen, una perturbación negativa que habrá de marcarlos para siempre. Serán, si la revolución política triunfa, más prósperos económicamente, pero menos virtuosos y, por ende, menos felices. Tal vez el amor al prójimo, al prójimo lejano, sea, como creía Popper, imposible de manifestarse, y peor aún el amor hacia quien consideramos nuestro enemigo; pero si el amor no aparece, que aparezca la decisión racional de respetarlo a como dé lugar, sin importarnos cuán errado sea su accionar y/o su pensamiento de acuerdo a nuestro propio punto de vista. Si no lo hacemos, instalamos en la mente de nuestro pueblo el germen del autoritarismo y el de la venganza, y entonces la dicha --la dicha relativa, se entiende, nunca la absoluta-- estará más lejos que nunca, por más que no falten el pan, el abrigo y algunos lujos en la vida diaria de cualquier ciudadano.
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Viernes 29/09/2006; 12,12 a.m.
¿Cuál fue la verdadera cuna del marxismo? Respuesta: la compasión que sintió Marx por los obreros ingleses del siglo XIX, en especial por las mujeres y los niños. Luego, el movimiento social más influyente del siglo XX fue auspiciado por un proceso psicológico individual; una mente, tan sólo una --o quizá dos si añadimos la de Engels--, fue la causa de aquel oleaje sociológico que aún en nuestros días permanece activo agitando a las masas, a las mareas humanas, en cualquier rincón del globo en donde la riqueza económica de algunos pocos se acumule junto a la pobreza de la mayoría. Si no estuviera yo tratando con un supuesto que considero metafísico, diría que acabo de refutar categóricamente y de raíz el antisicologismo popperiano[4].
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Sábado 30/09/2006; 7,17 p.m.
Dejando de lado la insistencia de Marx en la revolución violenta como medio apropiado de imponer su sistema económico (insistencia que fue decreciendo con el correr de los años debido, entre otras consideraciones, a ciertas mejoras laborales obtenidas por consenso patronal-obrero), dejando de lado este factor, el pensamiento marxista, las ideas marxistas, tienen mucho más de positivo que de negativo. Vuelvo a Popper:
El aserto frecuentemente repetido de que Marx no reconoce cosa alguna más allá de los aspectos «inferiores» o «materiales» de la vida humana constituye una desfiguración particularmente ridícula de la verdad.
Marx amaba la libertad, la libertad real [...]. Y hasta donde a mí se me alcanza, siguió los pasos de Hegel en su equiparación de la libertad con el espíritu, en la medida en que creyó que sólo podíamos ser libres en nuestra calidad de seres espirituales. Al mismo tiempo, reconoció en la práctica [...] que somos espíritu y carne y, con bastante realismo, que la carne es, de los dos, el elemento fundamental. [...] Pero aunque reconociendo que el mundo material y sus necesidades constituían el lado fundamental, no experimentó amor alguno por el «reino de la necesidad», como él mismo denominó a las sociedades esclavizadas por sus necesidades materiales. Marx estimaba tanto el mundo material, el «reino de la libertad» y el lado espiritual de la «naturaleza humana» como cualquier dualista cristiano, y en sus escritos se encuentran a veces, incluso, rastros de odio y desprecio por lo material.
En un pasaje del tercer tomo de El capital[5], Marx describe adecuadamente el lado material de la vida social y, especialmente, su aspecto económico, el de la producción y el consumo, considerándolo una extensión del metabolismo humano, es decir, del intercambio humano de la materia con la naturaleza. Señala allí claramente que nuestra libertad debe hallarse siempre limitada por las necesidades de este metabolismo. Todo cuanto puede alcanzarse en el camino hacia una mayor libertad --nos dice-- es la «conducción racional de este metabolismo [...], con un gasto mínimo de energía y en las condiciones más adecuadas y dignas para la naturaleza humana. No obstante lo cual, seguirá siendo todavía el reino de la necesidad. Sólo fuera de éste, más allá de sus límites, puede comenzar ese desarrollo de las facultades humanas que constituye un fin en sí mismo: el verdadero reino de la libertad. Pero éste sólo puede prosperar en el terreno ocupado por el reino de la necesidad, que sigue siendo su base [...]». Inmediatamente antes de esto, Marx escribió: «El reino de la libertad sólo empieza efectivamente donde terminan las penurias del trabajo impuesto por los agentes y necesidades externos; se encuentra, pues, naturalmente, más allá de la esfera de la producción material propiamente dicha». El pasaje entero finaliza con una conclusión práctica que muestra bien a las claras que su único propósito era el de abrir el camino hacia el reino inmaterial de la libertad para todos los hombres por igual: «La reducción de la jornada de trabajo es el requisito previo fundamental». A mi juicio, ese pasaje no deja ninguna duda acerca de lo que hemos llamado el dualismo de la concepción práctica de la vida, de Marx. [...] Como Hegel, identifica el reino de la libertad con el de la vida espiritual del hombre. Pero reconoce que no somos seres puramente espirituales, que no somos plenamente libres ni capaces de alcanzar alguna vez la libertad completa, imposibilitados como estamos --y lo estaremos siempre-- de emanciparnos por completo de las necesidades de nuestro metabolismo y, de este modo, de la obligación de trabajar para producir. Todo lo más que podemos lograr es mejorar las condiciones de trabajo agobiantes e indignas, ponerlas más acordes con los ideales del hombre y reducir la labor a una medida tal que todos nosotros seamos libres durante cierta parte de nuestras vidas. Esta es, a mi juicio, la idea central de la «concepción de la vida» de Marx (ibíd., cap. 15, secc. I).
Después de todo esto, no puedo menos que agradecerle a Popper el que me haya reconciliado con el judío.
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Domingo 01/10/2006; 8,01 p.m.
Según la profecía marxista, la miseria de los pueblos incrustados en el sistema capitalista debería ir en aumento hasta que esa misma miseria provocase la rebelión y la subsiguiente caída del modelo económico, reemplazado entonces por el comunismo. Pues bien, esto no se dio ni en Inglaterra ni en ningún otro país del primer mundo: la clase obrera de aquellas regiones ha logrado llegar a un nivel económico impensado para el Marx de 1850. Incluso en vida pudo este pensador percatarse de tal tendencia, solucionando la brecha que se abría en su doctrina con un argumento para mí perfectamente válido, aunque no para Popper: Marx y Engels, comenta este crítico procapitalista,
comenzaron a elaborar una hipótesis auxiliar destinada a explicar las razones por las que la ley del aumento de la miseria no operaba de acuerdo con sus previsiones. Según esta hipótesis, la tendencia hacia [...] el aumento de la miseria, es contrarrestada por los efectos de la explotación colonial o, como suele llamárselo, por el «imperialismo moderno». La explotación colonial es, según esta teoría, un método de transmitir la presión económica al proletariado colonial, grupo que, tanto económicamente como políticamente, es más débil aún que el proletariado industrial interno. «El capital invertido en las colonias» --expresa Marx-- «puede producir un porcentaje superior de beneficios por la sencilla razón de que el coeficiente de beneficio es superior allí donde el desarrollo capitalista se halla todavía en una etapa atrasada y por la razón adicional de que los esclavos, indígenas, etc., permiten una explotación más exhaustiva del trabajo. No hay ninguna razón para que estos porcentajes de beneficios superiores [...] no pasen a engrosar, al ser remitidos al país de origen, el coeficiente medio del beneficio, contribuyendo a mantenerlo elevado». [...] Engels avanzó un paso más que Marx en el desarrollo de la teoría. Obligado a admitir que en Gran Bretaña la tendencia prevaleciente no era hacia el aumento de la miseria sino más bien hacia un mejoramiento considerable, señaló como su causa probable el hecho de que Gran Bretaña «explotara a todo el mundo», y atacó despectivamente a «la clase trabajadora británica» que, en lugar de sufrir según lo previsto por la teoría, «se tornaba cada vez más burguesa». Y prosigue diciendo: «Pareciera que Inglaterra, la más burguesa de todas las naciones, quisiera llevar las cosas a un punto tal en que la aristocracia burguesa y el proletariado burgués convivieran, codo con codo, con la burguesía». [...] No creo que esta hipótesis auxiliar pueda salvar la ley del aumento de la miseria, pues la experiencia la ha refutado. Existen países, por ejemplo las democracias escandinavas, Checoslovaquia, Canadá, Australia, Nueva Zelanda, etc., por no decir nada de los Estados Unidos, donde el intervencionismo democrático ha asegurado a los obreros un alto nivel de vida, pese a no haber gozado allí de la explotación colonial o de haberla llevado a cabo en grado insuficiente para justificar la hipótesis. Además, si comparamos a ciertos países que «explotan» colonias, como Holanda y Bélgica, con Dinamarca, Suecia, Noruega y Checoslovaquia, que no «explotan» colonias, no hallamos que los obreros industriales se beneficien por la posesión de colonias pues la situación de la clase trabajadora en todos estos países es sorprendentemente similar. Por otra parte, si bien la miseria infligida a los indígenas mediante la colonización constituye uno de los capítulos más sombríos de la historia de la civilización, no puede afirmarse que dicha miseria se haya acrecentado con posterioridad a Marx. Muy por el contrario, las condiciones de vida han mejorado considerablemente y no obstante, si fueran correctas la hipótesis auxiliar y la teoría original, la miseria tendría que ser allí más que ostensible (ibíd., cap. 20, secc. VI).
No es el caso, estimado Popper, que los países colonialistas, y sólo ellos, se beneficien de la materia prima y de la mano de obra económica de las colonias; así no funciona el capitalismo. En el capitalismo bien entendido cada quien exprime lo que le es dable exprimir, y luego el jugo se reparte hacia todos los distritos económicamente poderosos, sin importar si tales distritos poseen o no colonias. ¿Cuál era, en el siglo XVI, el país colonialista por excelencia? ¡España, desde luego! Y sin embargo no fueron los españoles, sino los ingleses, quienes más se capitalizaron en ese siglo por causa del saqueo ibérico a las Américas. Primera ley del capitalismo: "El poder económico vale más que cualquier colonia; mejor es saber negociar que saber colonizar". La brutal explotación colonial cubrió de prosperidad a las grandes potencias económicas, y los obreros industriales de aquellos países ligaron algo de rebote; esa es la verdad, mi verdad, mejor dicho.
Dice Popper que la miseria de los pueblos colonizados no se acrecentó con posterioridad a Marx, que las condiciones de vida "han mejorado considerablemente" también en aquellas latitudes. Pero ¿de qué habla Popper cuando se refiere a las condiciones de vida? En 1850, obviamente, un habitante de Sudamérica no podía prepararse un licuado de banana ni podía mirar el noticiero de las doce; ¿hemos de concluir por eso que el nivel de vida de los sudamericanos ha mejorado? Yo entiendo que no. Una cosa son los adelantos tecnológicos, muchos de los cuales llegan tarde temprano a las capas económicamente menos favorecidas del mundo subdesarrollado, permitiendo que hasta ellas los disfruten, y otra cosa es el nivel real de disfrute de la propia existencia, para lo cual es indispensable, en principio, tener comida, algo que siempre tuvieron, con excepción de algunas ocasionales hambrunas, los indígenas precolombinos, y algo de lo que hoy en día carecen muchas personas incluso en una ciudad tan moderna y desarrollada como Buenos Aires, en donde la gente aguarda el cierre nocturno de los McDonalds para procurarse algún recorte de hamburguesa que aparezca en sus bolsas de residuos. Esta gente hambrienta tal vez posea un aparato de radio; tal vez lo escuche mientras espera, muerta de frío en la vereda, la promisoria llegada de su "botín". Los aztecas no podían darse ese lujo, no podían escuchar los partidos de fútbol por radio. Pero comían, y comían todos los días. ¿De qué mejora en las condiciones de vida me están hablando?
Y después está el tema del tiempo libre. No se puede pretender que las condiciones de vida son hoy mejores en el subdesarrollo que lo que lo eran en la etapa precolonialista sabiendo como sabemos que si un operario quiere alimentarse bien y alimentar a su familia deberá permanecer en su puesto de trabajo muchas más horas que las que podría dedicar a otros fines más elevados, al "reino de la libertad" que tanto agradaba, y con razón, a Marx y a Engels. Desde ya que el reino de la libertad, el reino del cultivo del espíritu, estaba casi negado a los amerindios por causa de su retraso cultural y por más que dispusieran del tiempo suficiente como para disfrutarlo; no, lo que hacían ellos cuando les sobraba el tiempo era dormir u organizar juergas. En este sentido, y por muy saturadas que hoy estén las agendas de los trabajadores, ellos pueden acceder a este reino con mayor facilidad que sus antepasados. Podrán también holgazanear y enfiestarse durante los fines de semana siguiendo la tradición, y de hecho la mayoría continúa vaciando su ahora escaso tiempo libre de acuerdo a esas antiguas pautas, pero siempre queda la opción de cultivarse que antes no existía. Por otra parte, sería necio atribuir esta nueva bendición a los avances del imperialismo capitalista en suelo americano. El habitante promedio de América es más espirituoso ahora que hace unos siglos porque la cultura europea, la cultura toda, y no su sistema económico, se impuso en parte dentro de la mentalidad del indígena. El capitalismo, con su ideal del destajo, quema el tiempo del obrero de modo inmisericorde, obligándolo a producir superfluidades para luego consumirlas en lugar de producir, o cuando menos consumir, espiritualidad y cultura. La jornada reducida de trabajo, sabiamente propagandeada por Marx y por su yerno Lafargue, abriría de par en par las puertas del ocio para que todo trabajador disfrute de sus bondades. Si después este ocio se transforma en el ocio improductivo y hasta perjudicial de los indígenas, o si resulta un acicate para el crecimiento espiritual de la sociedad, eso es algo que una ley laboral nunca podrá determinar. La ley, la ley social, prepara el campo, pero son los hombres y su individualidad psicológica los que deciden sembrar --y cosechar-- en él o echarse a dormir una siesta. Hay que darles, en fin, la posibilidad de que opten; haciéndolos trabajar como burros o como máquinas, el capitalismo no les concede alternativa. Se me dirá que varios países capitalistas, encabezados casi siempre por Francia, han reducido notablemente las jornadas laborales. ¡Enhorabuena!... Cuando eso mismo suceda en los países colonizados como el mío, comenzaré a dudar de la malevolencia intrínseca del capitalismo.
Si las condiciones de vida del trabajador promedio han mejorado o empeorado en los países del subdesarrollo con respecto a la época precapitalista, eso es algo que no está claro, y menos claro aún está el hecho de que, en el caso de haber mejorado, la causa detonante de la mejoría sea la implantación del sistema económico capitalista en esas tierras. Lo que sí está claro, según mi modesto parecer, es que en el mundo, y sobre todo en el mundo subdesarrollado, se produce muchísimo alimento, y sin embargo este alimento no siempre llega a las bocas de los hambrientos. También está claro que, pese al descontrolado --y a mi criterio deseable-- avance del maquinismo, la industria tercermundista es incapaz de darle un respiro al operario --o se lo da de golpe y lo transforma en un desocupado. Todo esto me hace suponer que lo que Popper veía de bueno en el capitalismo lo veía desde Inglaterra, y que si no echaba pestes sobre él era porque nunca se mezcló con su componente residual, con su residuo metabólico, que hace ya tiempo no aparece por las calles londinenses porque se ha decidido enderezarlo hacia estos alejados contornos para que su hedor no afecte las delicadas narices de quienes cobijan la esperanza de construir un mundo mejor en base a un postulado económico emparentado indisolublemente con el egoísmo, un egoísmo tal vez atenuado por el intervencionismo estatal, pero egoísmo al fin y por siempre. Y es que no se puede tener compasión --Popper mismo lo admitió-- por aquellos seres demasiado alejados de nosotros. Los intelectuales primermundistas lucharon contra el capitalismo mientras la estela de miseria que a su paso sigue se dejaba ver, se dejaba palpar, en su atmósfera, asfixiándolos. Ahora los que sufren están lejos; por más esfuerzos que hagan los noticieros, es imposible compadecerlos. Cierto que para eso, para reemplazar la compasión esfuminada, tenemos la reflexión profunda y el análisis; pero un hombre que se ha casado con la palabra democracia como se casó Karl Popper, y que de yapa tiene que convivir con su suegra --la economía capitalista-- sin avergonzar a su mujer, ese hombre ya no puede pensar claramente ni desinteresadamente sobre ningún asunto político y/o económico. Y un hombre que no puede pensar claramente ni tampoco compadecer claramente, será fácil presa del egoísmo institucionalizado que hoy impera en el planeta por más buena voluntad que desee poner en arreglar las cosas. Porque, eso sí, buena voluntad era lo que le sobraba, pero ¡qué poco que se hace con sólo ella!
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[1] (Nota añadida el 17/08/2007.) Todavía está por verse si esto es siempre así. Por lo pronto, Peter Singer (Ética práctica, cap. 5, secc. 1) ha encontrado un chimpancé que, según él, razona sin haber aprendido nunca un lenguaje de signos.
[2] El deseo, conciente o inconciente, es la base de las actividades psíquicas de todo ser, y en consecuencia la base de todas las conductas o movimientos, como ya expliqué, por ejemplo, en mis anotaciones del 23/01/1999 (ver el Apendicitis del presente extracto).
[3] Respecto de la indigencia, dijo sabiamente Dostoievski a través de un corrompido personaje de su obra cumbre: "Cuando se es pobre, uno conserva el orgullo nativo de sus sentimientos; pero cuando se es indigente no se conserva nada. La indigencia no se arroja entre los humanos a palos, sino a escobazos, lo que con razón resulta más humillante, porque el indigente es siempre el primero que está dispuesto a envilecerse por sí mismo" (Crimen y castigo, primera parte, cap. II).
[4] En rigor de verdad, y para ser consecuente con lo escrito el 15/02/2006 (párrafo segundo), a Marx no lo guió la compasión, pues la compasión es una emoción y como tal está impedida de promover acciones por sí misma. Digamos entonces que lo guió su razón (o quizá sus memes), aunque continúo sosteniendo que la compasión, sin ser la causa eficiente de la elaboración de su doctrina, estuvo siempre presente --al menos hasta que se hizo famoso-- en su estado anímico.
Y ahora, digresión mediante, me alejo del marxismo y me cuestiono el hecho de haber basado mi sistema ético en la compasión siendo que la compasión, según lo antedicho, no puede motivar por sí misma ningún tipo de conducta. El cuestionamiento es válido, pero mi postura se salva si sostengo que la compasión es el sentimiento por excelencia que acompaña toda incursión de la metafísica intuición en nuestro aparato psicomotor. Las intuiciones vendrían a ser la causa eficiente de nuestra conducta ética, mientras que la compasión sería tan sólo un signo palpable por nuestra psiquis de que aquella operación metafísica se está realizando. De presentarse ante nosotros una intuición del tipo ético (las hay también del tipo gnoseológico), necesariamente vendría de la mano del sentimiento compasivo --lo que no amerita decir que toda vez que aparece la compasión en nuestro espíritu estamos bajo el influjo de una intuición metafísica.
[5] Cap. 48, secc. III.
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