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viernes, 23 de julio de 2010

La ética y la moral (II)

Este es el capítulo 2 de mi "Extracto de un diario impersonal tibiamente gnoseológico". Si te interesa, está mejor presentado buscándolo en Google: Cornelio Cornejín, la ética y la moral, monografía.


Capítulo 2
Platón, Jesús y otros más


Cristo debió de ser un hombre violento.
Jorge Luis Borges, citado por Adolfo Bioy Casares en Borges, p. 336




Sábado 02/09/2006; 2,18 p.m.
Estuve releyendo en parte la Filosofía de las leyes naturales de Desiderio Papp. En este libro se niega que la inducción y el trabajo experimental del científico sean el paso inicial del descubrimiento de toda ley natural; se afirma que el método hipotético-deductivo es el verdadero responsable. A mí me parece que la hipótesis precede siempre al experimento propiamente dicho, pero ¿de dónde surge la hipótesis? Surge de observaciones, de miramientos hacia el mundo exterior al sujeto que mira, y de experimentos mentales, o inducciones mentales si se quiere, realizados a partir del material observado. La palabra intuición, de la que Papp es tan amigo, no creo que tenga cabida en este proceso, a menos que se hable de una intuición de tipo kantiana o similar; si hablamos de la intuición intelectual o metafísica, aquí no aparece, ya que son nuestros sentidos, externos o internos, los que nos proporcionan los primeros datos.
La intuición metafísica nada tiene que hacer en el terreno de la ciencia. Opera, como su nombre lo indica, revelándonos verdades metafísicas (o quizá, como creía Bergson, más bien evidenciándonos los errores o los malos caminos al estilo del demonio socrático), y opera también en la ética por estar ésta incluida, a diferencia de la moral, en el ámbito metafísico. Pero en la ciencia no; aquí gobiernan la observación y la inducción. La única ciencia intuitiva o semintuitiva es la matemática, y esto es porque la matemática es el nexo, es el puente, que une al mundo físico con el mundo metafísico.
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Lunes 04/09/2006; 3,59 p.m.

Empiezo a creer que la cuestión religiosa sólo preocupa en España a usted y a los pocos que sentimos con usted. Ya oiría usted al doctor Simarro [...] felicitarse de que el sentimiento religioso estuviera muerto en España. Si esto es verdad, medrados estamos, porque ¿cómo vamos a sacudir el lazo de hierro de la Iglesia Católica que nos asfixia? Esta iglesia espiritualmente huera, pero de organización formidable, sólo puede ceder al embate de un impulso realmente religioso. El clericalismo español sólo puede indignar seriamente al que tenga un fondo cristiano. [...] A las señoras puede parecerles de buen tono no disgustar al Santo Padre y esto se puede llamar vaticanismo; y la religión del pueblo es un estado de superstición milagrera que no conocerán nunca esos pedantones incapaces de estudiar nada vivo. Es evidente que el Evangelio no vive hoy en el alma española, al menos no se le ve en ninguna parte.
Extracto de una carta de Antonio Machado a don Miguel de Unamuno (1907), citada por Manuel García Blanco en En torno a Unamuno, p. 231

10, 58 p.m.
... Y tres horas después de citar estas palabras de Machado, empiezo a ver nuevamente Las sandalias del pescador (1968). La última vez que vi esta película fue hace cinco años, y le digo a quien quiera creerme que yo no sabía que la transmitirían mientras copiaba la precedente cita.
Tal vez el Evangelio ya no viva en el alma española, pero aún respira en el alma de Kiril Lakota, aquel papa ficticio que algún día se hará real.
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Domingo 10/09/2006; 2,20 p.m.
El médico --ya lo dije-- me recomendó reposo. Es por eso que trato de salir lo menos posible de mis aposentos, y en ese tren, he dejado de lado mis visitas a las bibliotecas. Y como la mía personal es harto reducida y de dudosa calidad, me veo en la necesidad de releer ciertos libros que han satisfecho mi curiosidad en algún sentido y que por suerte descansan en mi viejo y querido escritorio. Ya mencioné la Filosofía de las leyes naturales de Desiderio Papp; ahora estoy embarcado en la relectura de La República de Platón. En ella encontré un pasaje donde se grafica espléndidamente la diferencia entre los buscadores de normativas morales y los que indagan acerca de los inmutables principios de la ética. En realidad Platón no emplea esta parábola a este respecto exactamente, pero yo sí, y eso es lo que importa en este momento:

Figúrate a un hombre que hubiese observado los movimientos instintivos y los apetitivos de un animal grande y robusto, el punto por el que se podrá aproximar a él y tocarle, cuándo y por qué se enfurece o se aplaca, qué voz produce en cada ocasión, y qué tono de la del hombre le apacigua o le irrita, y que, después de haber aprendido todo esto con el tiempo y la experiencia, formase una ciencia que se pusiese a enseñar sin servirse por otra parte de ninguna regla segura para discernir lo que en estos hábitos y apetitos es honesto, bueno y justo, de lo que es vergonzoso, malo e injusto; conformándose en sus juicios con el instinto del animal, llamando bien a todo lo que le halaga y le causa placer, mal a todo lo que le irrita; justo y bello a todo lo que satisface las necesidades de la naturaleza; sin hacer otra distinción, porque no sabe la diferencia esencial que hay entre lo que es bueno en sí y lo que es bueno relativamente; diferencia que no conoció jamás, ni está en estado de hacerla conocer a los demás. ¿No te parecerá en verdad bien ridículo un maestro semejante? (libro sexto).

Las normas morales buscan el halago y la no irritación del hombre promedio, de la masa de un determinado pueblo circunscrita en un determinado espacio y un determinado tiempo[1]. La indagación ética busca la esencia del bien, de la belleza y --tal vez-- de la justicia. Los moralistas aspiran a ser políticos; los eticistas, a ser filósofos. Por eso Platón decía que su Estado ideal debía ser conducido por filósofos, por buscadores de esencias y no por buscadores de aplausos, y creía que no había incompatibilidad entre la praxis política y la especulación filosófica. Ahora bien; si al verdadero Sócrates, no al Sócrates titiriteado por Platón, le hubiesen ofrecido algún cargo gubernamental, ¿habría estado dispuesto a ejercerlo? Tengo para mí que no, por más que su discípulo se revuelva en su Areópago.
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Lunes 11/09/2006; 12,33 p.m.
La proposición que afirma que consumir jugos naturales es éticamente deseable, ¿proviene de una intuición metafísica o de la experiencia? Si no me engaño, proviene de una intuición metafísica; pero entonces habría en apariencia un error en el aserto mío de hace nueve días respecto de que la intuición metafísica no tiene cabida en la ciencia.
El nutricionismo avanza. Lentamente, pero avanza. Algunos bioquímicos, partiendo de la hipótesis de que la ingestión de jugos naturales contribuye a prevenir ciertas enfermedades, han realizado diversos experimentos con un sinnúmero de voluntarios y en un extenso período de tiempo, y han concluido que, por ejemplo, tomando medio litro de jugos de frutas o verduras crudas por día disminuye grandemente la probabilidad de que aparezcan los síntomas de la enfermedad de Alzheimer en las personas mayores. ¿Se valieron estos investigadores de una sugerencia metafísica para llegar a esa conclusión meramente científica? En principio no, porque no partieron de la proposición "el consumo de jugos naturales es éticamente deseable" sino de esta otra: "El consumo de jugos naturales contribuye a prevenir ciertas enfermedades". Si estuviese demostrado que el hecho de prevenir ciertas enfermedades corporales o mentales es éticamente deseable, entonces sí habrían partido desde la metafísica; pero no lo está, por más que a simple vista parezca evidente que sí, y es por eso que la hipótesis que dio pie a la investigación es de carácter científico, vale decir, inductivo.
Sin embargo, pudo haber sucedido que cierto investigador haya tenido una revelación metafísica relativa a la deseabilidad ética de consumir jugos y que la haya intrapolado hacia el terreno científico. En este caso la hipótesis de trabajo no habría partido de la experiencia sino de la intuición, o sea que sí es posible que la metafísica sea el punto de partida del descubrimiento de proposiciones y leyes científicas. Claro que la intrapolación efectuada es incorrecta desde el punto de vista lógico, pero eso no significa que la hipótesis de trabajo surgida de la tal intrapolación sea necesariamente falsa.
La idea de que el universo entero, con todos sus componentes, orgánicos e inorgánicos, evoluciona desde lo neutro hacia lo agradable, es una proposición metafísica. Verdadera o falsa, pero metafísica. ¿No será que Darwin y Wallace se inspiraron en ella para concebir luego la hipótesis del transformismo? ¿No será que todas sus expediciones, todas sus recolecciones, estuvieron guiadas por este faro extracientífico, sin que tal vez ni ellos mismos lo supieran? Karl Popper calificó al transformismo darwiniano como "programa metafísico de investigación", y no para denigrarlo sino para ensalzarlo. A mí me parece ahora que detrás de toda gran investigación científica se oculta una hipótesis metafísica que la sostiene, que la mantiene firme frente al embate de los hechos y experimentos que pretenden contradecirla. La metafísica, la ciencia de Dios, inspira la ciencia de los hombres. Por eso no está de más que los pensadores filosóficos se acerquen de vez en cuando a esa ciencia translúcida y humilde[2]. Porque podría suceder lo inverso: que una proposición científica despierte al gigante metafísico que dormía dentro de nosotros, un gigante que ama la bondad y que sale a pasear de su mano, pero que también ama la verdad y la belleza, y hay proposiciones científicas tan verdaderas y tan bellas que hacen que el gigante titubee a la hora de optar por un compañero de juerga.
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Miércoles 13/09/2006; 2,46 p.m.
Vuelvo a utilizar a Platón para graficar una hipótesis propia:

Todo el mundo sabe que la planta y el animal que nacen en un clima poco favorable, y que por otra parte no tienen ni el alimento ni la temperatura que necesitan, se corrompen tanto más cuanto su naturaleza es más robusta, porque el mal es más contrario a lo que es bueno, que a lo que no es ni bueno ni malo. También es una verdad que un mal régimen daña más a lo que es excelente por su naturaleza, que a lo que no es más que mediano. Podemos asegurar igualmente que las almas mejor nacidas se hacen las peores mediante una mala educación. ¿Crees tú, que los grandes crímenes y la maldad consumada parten de un alma ordinaria, o más bien de una naturaleza fuerte, que la educación ha corrompido? De las almas vulgares puede decirse que jamás harán ni mucho bien ni mucho mal. Por consiguiente, de dos cosas una; si la índole natural filosófica es cultivada por las ciencias que le son propias, necesariamente ha de llegar de grado en grado hasta la misma virtud; si por el contrario, declina, crece y se desenvuelve en un suelo extraño, no hay vicio que no produzca algún día, a no ser que algún dios vele por su conservación de una manera especial (La República, libro sexto).

Yo dije alguna vez que la belleza exterior de una persona está íntimamente relacionada con su belleza interna, con la belleza de su alma, pero que esta relación era un tanto oscura en la mayoría de los casos. La mayoría de la gente bonita o hermosa, las modelos por ejemplo, demuestran una opacidad de cerebro y un desapego por los valores éticos que no se condicen con el exterior de su persona. ¿Qué ha pasado en estos casos? ¿Falló la relación antedicha? De ningún modo; lo que falló fue el entorno que rodeó y rodea al sujeto hermoso y espiritualmente bien dotado, arrinconándolo con tentaciones mundanas y materiales de las cuales se hace difícil escapar y que terminan ocultando el fondo de virtuosismo innato de tal modo que uno tiende a sospechar que ese fondo nunca existió en esa persona. Aquellos personajes bellamente cincelados en su figura y en sus facciones poseen el don de la sabiduría, de la compasión y del heroísmo en grado superlativo, pero estas extraordinarias energías potenciales nunca se manifiestan, pues "nacen en un clima poco favorable"; nunca tienen ni el alimento filosófico ni la temperatura mística que necesitan para bien desarrollarse, y degeneran. ¿Por qué la mayoría de los pensadores filosóficos son tímidos, mal encarados o físicamente desagradables? Pues porque a las personas con estas características el mundo les cierra las puertas, y entonces se refugian en los libros, en las computadoras o en su propio interior al no poder sacar partido de los placeres mundanos. No son estos hombres los más a propósito para filosofar; lo hacen porque no les queda otra. Después tal vez descubren que la filosofía esconde placeres tan o más interesantes que los que el mundo ofrece; bienvenido este descubrimiento, pero no es a ellos a quienes están reservados estos divinos deleites, sino a los otros, a los que nunca se acercarán a esa dimensión por estar atrapados en las redes de los bajos deseos ("a no ser que algún dios vele por su conservación de una manera especial").
Sigo con Platón:

Cuando en las asambleas públicas, en el foro, en el teatro, en el campo, o en cualquier otro sitio donde la multitud se reúne, aprueban o desaprueban ciertas palabras y ciertas acciones con gran estruendo, grandes gritos y palmadas [...]. ¿Qué efecto producirán tales escenas en el corazón de un joven? [...] ¿no tiene que naufragar por precisión en medio de estas oleadas de alabanzas y de críticas? ¿Podrá resistir a la corriente que le arrastra? ¿No conformará sus juicios con los de la multitud sobre lo que es bueno o vergonzoso? ¿No hará estudio en imitarla? (Ibíd., libro sexto).

Para la persona de alto porte y alto espíritu, aun en la juventud, los halagos y las recompensas materiales están siempre a la orden del día. Si no tiene un buen maestro, o mejor, varios maestros a su lado que le enseñen a desdeñar estos vanos ornamentos, el educando se hundirá en ellos y jamás egresará de la crasitud y la ignorancia. Y los filósofos del mundo, si es que existen en la actualidad, olvidarán por un instante su ataraxia y se rasgarán los harapos pensando en el amigo que no fue, en el compañero predestinado que no supo llegar hasta ellos. Y exclamarán, junto con Robert Browning: "Borrad su nombre, después, añadid al recuerdo de las almas perdidas una más, un deber más sin cumplir, un sendero más sin pisar, un triunfo más para el demonio, una pena más para los ángeles, una injusticia más contra el hombre y un ultraje más a Dios"[3].
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Miércoles 20/09/2006; 8,31 a.m.
Dice Platón en La República que al gobernante justo le es lícito mentir, que le es lícita la mentira, siempre y cuando esta mentira redunde "en beneficio de la comunidad". Y después quiere que Sócrates gobierne. ¿Se imaginan ustedes a Sócrates mintiendo, mintiendo concientemente, sea en provecho de sus gobernados o de quien fuere? Estas incoherencias ocurren cuando un pensador filosófico, que estuvo así de cerca de ser un filósofo hecho y derecho como su maestro, se mete a político, o se le despierta el animal político que todos, por desgracia, llevamos dentro[4]. ¡Aspirante a la sabiduría, aléjate del poder político si no quieres que te pase lo que a Platón! ¡Aspirante a la santidad, aléjate del poder político si no quieres que te pase lo que a Gandhi![5]

8,53 a.m.
Tengo en mi poder un librito que le regalaron a mi hermana. Más que un carpintero se llama, y lo escribió un tal McDowell. Es un texto apologético en el que se pretende demostrar, en base a evidencias históricas, tanto sea la divinidad de Jesús en sí misma como la certeza que él tenía de ser el mesías, el enviado y el hijo de Dios.
Mi postura respecto de estas dos cuestiones metafísicas (metafísicas, sí, y por lo tanto indemostrables, señor McDowell, mediante argumentos basados en testimonios históricos), mi actual postura relación a esto[6] indica que no creo que Jesús haya sido más hijo de Dios que yo o que cualquier otro hijo de vecino (aunque puedo estar equivocado, y dejo abierta la puerta para una posible voltereta, intuición mediante, en un futuro que raras veces preveo hacia dónde me arrastrará). Lo que ha cambiado en mi parecer es que antes creía que Jesús nunca creyó seriamente que fuera él el mesías, y ahora me parece que sí, que lo creyó, que su entorno terminó por convencerlo.
A mí nunca me cerró, nunca pude compatibilizar al Jesús del sermón de la montaña con el Jesús de las imprecaciones y los improperios, con ese "¡raza de víboras!" o ese "crujir de dientes" que tan fácil se le soltaba si hemos de creer en los evangelios. Tampoco me cierra la imagen del maestro del amor y la dulzura destrozando a bastonazos los puestos de los mercaderes. ¿Cómo explicar este ataque de iracundia en un hombre santo? (porque suponer que semejante vandalismo se llevó a cabo sin cólera es el colmo del infantilismo psicológico). Pues todo esto podría explicarse, y yo me adhiero a esa explicación, suponiendo que el temperamento de Jesús, o mejor, su carácter, fue cambiando con el correr de su apostolado, y que fue cambiando debido a, y justamente con, sus aspiraciones mesiánicas. Esta idea me la sirvió en bandeja el señor Carlos Ayarragaray desde su libro La justicia en la Biblia y en el Talmud, pp. 39 y 40. Citaré el párrafo casi completo:

Jesús no concibe la lucha. El que no está con nosotros es de los nuestros, dijo. [...] Es, pues, sencillo y bueno. El amor ha sustituido en él la acción. Mas la acción de sus acompañantes concluye por arrastrarlo y le convencen de su misión divina. Es en este momento cuando Jesús deja de ser dueño de sí mismo y se transforma, trasmutando la caridad, el perdón, la mansedumbre, la docilidad y su alegría de vivir, para satisfacer el designio divino que le es atribuido. Hay una evolución evidente en Jesús. La beatitud originaria y subyugante y la prédica de la bienaventuranza se inflaman, y su plática y sermón se trastornan, volviéndose agresivo y malhumorado, susceptible, colérico, hasta anunciar crueldades, odios y venganzas. Su proverbial docilidad y suavidad, su preocupación por los pobres y simples, se vuelven acritud y violencia contra los incrédulos, los fariseos y los que le ponen en duda. A los ojos escudriñadores del Evangelio, esta transformación pareciera enfermiza en Jesús, y así, entre el recuerdo del sermón de la montaña y la expulsión de los mercaderes del templo, entre el hombre que se deja querer por María y el que maldice una higuera al aproximarse hambriento y encontrarla sin fruto, hay una división tajante que prueba una modificación sustancial en el pensamiento de Jesús. Admitimos que en todo cambio político, es necesaria cierta rudeza y que las promesas originarias sean seguidas del olvido, frente al llamamiento de la realidad, pero no podemos callar nuestra sorpresa ante la transformación de la humildad de Jesús en combate agresivo.

"La conciencia profética --dijo David Strauss-- había precedido en él a la conciencia mesiánica"[7]. Y ese cambio de conciencia, ese agrandarse, ese creérseela, fue lo que opacó su prístino y primoroso mensaje.
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Jueves 21/09/2006; 12,28 p.m.
Karl Christian Friedrich Krause, ese oscuro pensador y devotísimo ser humano, aquel que me rescatara de las fauces de mi estéril panteísmo y me depositara en el fértil suelo de su brilloso panenteísmo, ese gran metafísico tampoco creía en la divinidad de Jesús:

Constituye un retroceso, una monstruosidad, en el Cristianismo, el hacer del venerable hombre Jesús un ídolo, desconociendo así la unidad de Dios, la unidad de la Humanidad y la igualdad íntima de la relación de Dios y de la Humanidad, colocando así al Cristianismo aún más abajo que el Islamismo.

Sin embargo,

en la adoración de Jesús como Dios, por muy idolátrica que pueda aparecer, hay con todo una anticipación parcial de la Humanidad-original-en-Dios [...]. Por tanto, quien se dirija con corazón puro, en oración pura de unión con Dios, a Jesús como si fuese Dios, y a través de Jesús a Dios, es entendido por Dios mismo en esa anticipación imperfecta, por muy imperfecta que sea (diario personal, citado por Enrique Ureña en Krause, educador de la humanidad, pp. 331-2).

A no burlarse, pues, de estos creyentes, que son más sensatos --¡y más felices!-- que los agnósticos y los ateos.
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Viernes 22/09/2006; 12,36 a.m.
Así le responde Kant al tristemente politizado Platón de La República:

No es probable que los reyes se conviertan en filósofos o los filósofos en reyes ni tampoco hemos de desearlo, puesto que la posesión del poder afecta invariablemente el libre juicio de la razón. Es indispensable, sin embargo, que los reyes --o los pueblos, cuando éstos se gobiernan a sí mismos-- no eliminen a los filósofos, concediéndoles el derecho, en cambio, de opinar libre y públicamente (Sobre la paz perpetua, segundo suplemento)[8].

Y otro gran pensador, ya más encolerizado, también arremete contra la propuesta del Divino:

¡Qué monumento a la pequeñez humana es esta idea del filósofo rey! ¡Qué contraste entre ella y la simplicidad y humanidad de Sócrates, que se pasó advirtiendo al hombre de estado contra el peligro de dejarse deslumbrar por su propio poder, excelencia y sabiduría, y que tanto se preocupó por enseñar que lo que más importa es nuestra frágil calidad de seres humanos! ¡Qué decadencia, qué distancia desde este mundo de ironía, razón y sinceridad, al reino platónico del sabio cuyas facultades mágicas lo elevan por encima de los hombres corrientes, aunque no tan alto como para evitar el uso de las mentiras o para ahorrarse las tristezas del oficio médico: la venta o la fabricación de tabúes, a cambio del poder sobre sus conciudadanos! (Karl Popper, La sociedad abierta y sus enemigos, párrafo final del cap. 8)[9].

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[1] La misma etimología de la palabra “moral” (derivada de las latinas “mos” y “moris”, que significan “costumbre”) nos da a entender que va siempre a favor del tradicionalismo imperante. Si nos atenemos a este rigorismo etimológico, cualquier acción establecida fuera de los cánones normales de conducta tendría que ser considerada inmoral, se trate ya de un asesinato o de una resucitación.
[2] “A medida que profundizo en las otras ciencias entiendo mejor la filosofía” (Novalis, carta a Schlegel fechada el 26/12/1797, citada en Estudios sobre Fichte y otros escritos, p. 19).
[3] (Nota añadida el 2/9/9.) Pero así como la buena semilla se corrompe si cae fuera del buen terreno, así también la mala semilla puede dar fruto comestible si por fortuna cae en suelo fértil. ¿Y qué suelo más fértil para el intelecto humano que la Grecia de Pericles? Digo esto en relación a Sócrates, pues todos coinciden en considerarlo feo, y si mi teoría es correcta, su fealdad de rostro sería indicativa de su fealdad interna, de la fealdad de su espíritu. Este punto de vista es rubricado por el propio interesado, si hemos de creerle a Cicerón: "Como en una reunión hubiese colegido muchos vicios contra él Zopiro, que se jactaba de percibir el carácter de cualquiera con base en la fisonomía, se rieron de él los demás que no reconocían en Sócrates aquellos vicios; pero fue confortado por Sócrates mismo, pues dijo que aquéllos habían estado innatos en él, pero que los había alejado de sí con ayuda de la razón" (Disputas tusculanas, libro IV, cap. XXXVII, secc. 80). Sócrates conformaría uno de aquellos excepcionales casos en que la predisposición al vicio es contrarrestada por el conocimiento del bien; y así, por propia experiencia, fue que se convenció de aquella gran verdad por él propagandeada que indica que el malo no es malo voluntariamente, y que si conociese profundamente (no superficialmente --ver a este respecto los capítulos 9 y 12 del presente extracto--) lo que es la bondad, se transformaría en bueno por ese solo conocimiento, por mucho que sus genes le jueguen en contra. Pero sería este de Sócrates, ya lo he dicho, un caso excepcionalísimo, pues configura una epopeya personal el torcer una predisposición viciosa de manera tan radical como lo ha conseguido el padre de la filosofía occidental.

[4] "El hombre --dice Aristóteles-- es por naturaleza un animal político [...] aquel que no pertenece a una ciudad, o es un ser miserable o es un dios" (La política, libro I, 1253 a). Acertado estuvo Nietzsche al comentar que los filósofos, con su cosmopolitismo a cuestas, son un poco de ambas cosas, un poco dioses, un poco seres miserables. Y así tiene que ser.

[5] No me refiero a su asesinato sino al hecho de no haber podido llegar a ser santo.

[6] Un momento. Cometí un error. La primera de las dos cuestiones sí es metafísica, la segunda no.
[7] David Strauss, Nueva vida de Jesús, secc. XXXVII.

[8] Algo muy parecido decía José Ortega y Gasset, incluyendo además una crítica que comparto plenamente respecto de los quehaceres propios del filósofo o del pensador filosófico: "Para que la filosofía impere no es menester que los filósofos imperen --como Platón quiso primero--, ni siquiera que los emperadores filosofen --como quiso, más modestamente, después--. Ambas cosas son, en rigor, funestísimas. Para que la filosofía impere, basta con que la haya; es decir, con que los filósofos sean filósofos. Desde hace casi una centuria los filósofos son todo menos eso --son políticos, son pedagogos, son literatos o son hombres de ciencia" (La rebelión de las masas, cap. XIII).
[9] Respecto del supuesto "beneficio" de las mentiras gubernamentales propagandeadas por Platón, Denis Diderot tiene algo que decir: "La mentira tiene sus ventajas y la verdad sus inconvenientes; pero las ventajas de la mentira son de un momento, y las de la verdad son eternas; las consecuencias desagradables de la verdad, cuando las hay, pasan rápidamente, y las de la mentira no terminan sino con ella (El sueño de d’Alembert).

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