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jueves, 22 de julio de 2010

La ética y la moral (I)

A partir de hoy, y en sucesivas ediciones, comenzaré a publicar mi obra cumbre. Su lectura requerirá de tiempo y paciencia; espero que el lector no se agote antes de llegar a la orilla.

El formato de la obra aparecerá aquí un tanto deslucido. Si se desea mayor prolijidad, remitirse al siguiente archivo:

http://www.monografias.com/trabajos-pdf2/etica-moral/etica-moral.pdf

 Demora unos cuantos segundos en bajar, ¡no seáis impacientes!

Empezaré con una imprescindible y muy escueta introducción:

A QUIEN LEYERE

Los ensayos que a continuación presento a la consideración general pueden contener alguna que otra idea o término inexplicados dentro del contexto en que se desarrollan. Cuando sea posible dar una explicación aceptable sin extenderme o diversificarme demasiado, lo haré valiéndome de las notas al pie; cuando no, apelaré a la condescendencia del lector, que nunca debe olvidar el carácter fragmentario de lo que aquí se publica. De todos modos, los términos que permanezcan inexplicados no impedirán la comprensión cabal de las ideas centrales (con excepción, tal vez, de los conceptos temperamentológicos que aparecen sobre el final de estas páginas, los cuales me vi obligado a explicitar desde un voluminoso apéndice). Algún día se publicará la totalidad de mis escritos; se verá entonces que los cabos que aquí aparentan soltura bien atados estaban. Si estos larguísimos cabos, si estas cuerdas interminables hechas no de hilos torcidos sino de derechas razones, pueden jactarse de algo más que de ser un agradable pasatiempo para gentes cultas que no se llevan bien con el televisor, sólo podrás conjeturarlo tú, privilegiado testigo de esta mi primera publicación, a medida que te vayas adentrando en este mar de letras y no te me ahogues. Y si por repugnancia o por hastío te quieres ahogar y no lo logras (como dicen que les ocurre a los suicidas en el Mar Muerto) y atraviesas este marcito, mal que te pese, hasta la orilla final, o si lo flotas con ganas y gozo y necesitas que el chapuzón se repita, en cualquier caso conspira para que lo no explicado se explique mediante nuevas publicaciones. Esa sería la mejor estrategia para convertir este mar bituminoso en el que todos flotan y nadie se sumerge en un océano cristalino apto para el buceo mental y el avistamiento de nuevas especies.


UNA ACLARACIÓN Y UNA RECOMENDACIÓN DEL EDITOR


Aclaración
Cornelio no maneja ningún otro idioma que no sea el español; debido a esto, las citas de autores de habla no hispana que aparecen en esta obra están tomadas de los respectivos traductores y no de los textos originales. Esta forma de proceder, tan poco rigurosa en una investigación filosófica que se supone concienzuda, me produce vergüenza ajena; pero el autor no ve ningún pecado intelectual en ello --o a lo sumo un pecado venial--, aunque me ha solicitado que aclarara este punto al comienzo para que nadie se sienta defraudado en su buena fe una vez que hubo avanzado en la lectura.
Para más detalles relacionados con este inaudito atropello al poliglotismo, llave imprescindible del buen pensar, remítase el lector a la última nota al pie de las anotaciones del 25/3/8, en donde el autor intenta justificar su ignorancia valiéndose de argumentos teñidos de demagogia.


Recomendación
Si a pesar de lo antedicho se desea incursionar en este trabajo, téngase presente que la literatura del señor Cornelio es algo así como un enorme plasma condensado, como un coágulo; se asimila mejor de a trocitos, las jornadas de lectura maratónica no le hacen justicia y empalagan agriamente al lector. Siguiendo este consejo se podrán evitar numerosos malentendidos y se le sacarán a estas páginas buena parte del jugo que contienen.
Capítulo 1
Primeros esbozos de una teoría de la ética, que incluyen una seca y brutal advertencia



Tiene que surgir un nuevo Renacimiento, mucho más grande que el Renacimiento que nos permitió emerger de la Edad Media: el Gran Renacimiento, gracias al cual la humanidad descubrirá que la ética es la verdad más alta y el fin más elevado, y podrá liberarse del miserable sentido de la realidad en que se arrastra actualmente. Quisiera ser un modesto heraldo de ese Renacimiento, y encender como una antorcha en la oscuridad de nuestra época, la fe en una nueva humanidad.
Albert Schweitzer, Cultura y ética

Sábado 19 de julio del 2003/6,19 p.m.
Hace cinco años, el 27 de agosto del ´98, escribía en este diario lo siguiente:

No se tomen como pruebas de mis ideas los razonamientos que hago para defenderlas. Yo creo en lo que creo porque sí, no porque haya llegado a esa creencia razonando. Mis razones no son más que firuletes trazados en el aire cuyo principal propósito es darle un marco de referencia a la idea que van rodeando, pero nunca son los firuletes los que crean esa idea. Y si alguna vez sucediese que mis argumentos fuesen totalmente correctos, de suerte que constituyan una prueba inapelable de la veracidad de la idea central, entonces me reprocharé a mí mismo el haber perdido el tiempo pensando en una idea tan poco trascendente como para dejarse demostrar así nomás mediante unos cuantos silogismos y experiencias.

Hoy agregaría, en la primera oración del párrafo, las palabras "éticas y metafísicas" después de la palabra "ideas", porque ahora creo que el resto de mis ideas, es decir mis ideas más vulgares, sí han desembocado en mi conciencia gracias a los firuletes de mi razonamiento. Es en el ámbito de las ideas éticas y metafísicas en donde las razones, como decía Unamuno[1], "no son sino abogacía y sofistería" [...].
o o o
[1]Miguel de Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida, p. 85.
Lunes 28 de julio del 2003/6,28 p.m.

Mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos.
Dios, citado por Isaías en La Biblia, 55.8
o o o

Martes 29 de julio del 2003/11,25 p.m.

... En cuanto a las «pruebas» filosóficas de la existencia de una sustancia anímica especial, de su simplicidad e incorruptibilidad: también antes de Kant fueron justificaciones posteriores de un contenido de una intuición inmediata y de una experiencia vital no reflexiva, justificaciones de las que se necesitó sólo en la medida en que la claridad y agudeza de esta intuición palidecían.
Max Scheler, Muerte y supervivencia, p. 20
o o o

Miércoles 30 de julio del 2003/11, 15 p.m.
¿Cuáles son nuestros caminos, para diferenciarlos de los caminos de Dios? Nuestros caminos son los de la lógica humana, los de la lógica psicológica. ¿Cuales son "las cosas de Dios" (Lucas, 9.45) que nosotros nunca entenderemos? Esas cosas son todas aquellas que impliquen algún tipo de infinitud, concepto éste imposible de aprehender lógicamente para cualquier conciencia finita.
Nuestros caminos mentales carecen de curvas, son completamente lineales. Vamos de un punto a otro de nuestro razonamiento siguiendo el camino más corto, que es, en nuestra plana y euclídea conciencia, inexorablemente un camino recto. Esto está muy bien y es la forma más rápida y económica de "viajar"... siempre que nos movamos dentro del ámbito de nuestra circunferencia psicológica (cs), debiendo abandonar este tipo de transportación, so pena de morder la banquina o de chocar frontalmente, ni bien deseemos egresar de la cs para ir al encuentro de una verdad trascendente.
Ahí está, por ejemplo, la creencia en el determinismo. El hombre común, que se guía siempre por impresiones superficiales, no tiene ninguna duda de que su libre albedrío existe, que puede "elegir" hacer tal o cual cosa en vez de otra y que su elección modifica su futuro, que no estaría "escrito" como sugieren los fatalistas. A nosotros, empero, no nos interesa en este momento la opinión del hombre común sino la opinión del pensador, la del hombre que razona. Este pensador sabe que no puede "ver" las causas de los sucesos que sí ve, mas no por esto niega, como Hume, la existencia de la causalidad, antes bien la presupone, la deduce de los movimientos que percibe a su alrededor, y la deduce tan necesariamente que afirma que ningún movimiento, ni el más pequeño ni el más grande que pueda darse dentro del universo físico, carece de al menos una causa que lo justifique como tal. Ahora bien: esta última proposición, ¿es racional? Sí, es racional, pero está mal aplicada, pues estamos fuera de la cs por haber hablado de todos los movimientos universales, que son infinitos. Y asimismo, las causas que intervienen en el movimiento de un cuerpo pueden también ser infinitas, con lo que nos volvemos a salir de nuestra cs. Dijo Laplace desde su Ensayo filosófico sobre las probabilidades (p. 13):

Una inteligencia que, en un momento dado, conociese todas las fuerzas que animan a la naturaleza y la situación respectiva de los entes que la componen, y fuese, a la vez, suficientemente amplia como para someter esos datos al análisis, abarcaría en una única fórmula los movimientos de los mayores cuerpos del universo y los del más leve átomo; nada sería incierto para ella y lo mismo el pasado que el futuro estarían presentes ante sus ojos.

Esta famosa proposición es de las más racionales que se hayan dicho jamás (parece "caerse de madura" de nuestros razonamientos y observaciones); pero además de racional es metafísica, pues nosotros, los humanos, nunca podríamos conocer "todas las fuerzas que animan a la naturaleza" por ser estas fuerzas tan infinitas como el universo. Y sin conocerlas a todas, nunca podremos estar seguros de que no existen fuerzas que operan desde fuera de la cadena causal física y se inmiscuyen luego en ella, o de que no existen movimientos incausados dentro de nuestro universo (por muy "irracional" que nos parezca esta idea). Sigo siendo, que nadie lo dude, un convencido determinista, sólo que ahora creo (o quiero creer) que mi creencia en el determinismo no se apoya en mis razonamientos sino en mi deseo de que el determinismo universal exista. [...]
o o o

Jueves 7 de agosto del 2003/9,19 p.m.
No existen las excepciones: cualquiera sea el campo del saber humano que nos ocupe, ni bien se presenta la noción de infinitud nuestra razón desbarranca.
Ni siquiera la ciencia exacta por excelencia, la matemática, es inmune a este veneno irracionalista. Podrá suponer el lector poco avisado que en matemáticas nada es opinable, que sólo existe lo evidentemente verdadero y lo evidentemente falso. Falso. Ya lo dijo Teodoro Sánchez de Bustamante:

Cuando en matemáticas aparece o interviene el infinito, es muy frecuente que el acuerdo entre los matemáticos se rompa; origínanse apasionadas discusiones y los polemistas se agrupan en bandos irreconciliables. Estos desacuerdos empezaron en la Grecia antigua y continúan al presente (El infinito, p. 5).

Uno de estos "bandos irreconciliables" --encabezado entre otros por los matemáticos Kronecker, Gauss y Poincaré-- afirmaba la existencia de un único tipo de infinito, el infinito potencial. "Yo protesto --decía el alemán Gauss-- del uso del grandor infinito como de alguna cosa acabada, lo cual no es jamás admisible en matemáticas. El infinito es puramente una manera de hablar" (ídem, p. 6). Del otro lado de la disputa estaban Cantor y Hilbert, matemáticos que concebían, además del infinito potencial, un infinito actual, que en palabras de Sánchez sería "algo acabado, constante, fijo, completo, colocado más allá de todos los grandores finitos" (p. 7). Cantor terminó en el manicomio, y su teoría de los números transfinitos, si bien no se ha descartado por completo, no forma parte de la ortodoxia matemática de nuestros días. Yo me alisto (aunque más no sea por una vez) con la ortodoxia, y digo con Poincaré: "No hay infinito actual; los cantoristas lo han olvidado y ellos han caído en contradicción. [...] Las generaciones venideras considerarán la teoría de los grupos como una enfermedad de la cual se ha sanado" (p. 8).
Y lo que comenzó como una exorcización matemática se propagó luego al terreno de la epistemología: "Las reglas ordinarias de la lógica --se preguntaba Poincaré-- ¿pueden ser aplicadas sin cambio cuando se consideran colecciones que comprenden un número infinito de objetos? Esta es una cuestión que no se había planteado antes, pero cuyo examen se ha impuesto cuando los matemáticos que se han especializado en el estudio del infinito han chocado de golpe con ciertas contradicciones por lo menos aparentes. ¿Estas contradicciones provienen de que las reglas de la lógica fueron mal aplicadas, o de que ellas dejan de ser válidas fuera de su dominio propio, que es el de las colecciones formadas solamente por un número finito de objetos?" (p. 9). Yo me inclino, naturalmente, por la segunda opción. "No hay ninguna razón --dijo el matemático Brouwer-- para suponer que una lógica adecuada para lo finito continuará produciendo resultados exentos de contradicción cuando se aplique a lo infinito". Sánchez extrae de todo esto una moraleja:

Es muy fácil incurrir en paralogismos, o sea en razonamientos incorrectos o erróneos, formulados con buena fe, cuando se pretende emplear al infinito como si él fuese una cosa acabada, completa, física, constante, esto es, como infinito actual (p. 10).

Llegando por fin a nuestro suelo favorito, a la filosofía propiamente dicha, nos preguntamos con Sánchez: "¿Es dado a nuestra razón, finita y limitada, identificarse con el infinito y abrazarlo como un todo entero, o el infinito es incomprensible e incognoscible?" (p. 18). Y Poincaré nos contesta que no, que nunca podremos razonar exitosamente sobre infinitos: "Como nosotros mismos somos finitos, no podemos operar más que sobre objetos finitos" (p. 19)[1]. "Hemos advertido --comenta Sánchez-- los riesgos que se corren cuando, en matemáticas, se emplea el infinito como si fuese una cosa acabada, esto es, como infinito actual. Podemos preguntarnos ahora: ¿se corren riesgos análogos cuando en otras especulaciones, en la física, en filosofía, se emplea también el infinito como un todo, esto es, como una cosa acabada? En otras palabras: ¿es fácil incurrir en paralogismos cuando se aplica a lo que es infinito, conclusiones que fueron obtenidas para lo que es finito?" "A mi juicio --se contesta él mismo--, la respuesta debe ser afirmativa: es muy fácil cometer errores, involuntariamente, cuando se especula con el infinito como si fuese una totalidad lograda" (p. 19). "Hemos comprobado, así espero, que podemos imaginarnos el infinito potencial, y que, cuando se cree concebir un infinito actual y razonar con él, fácilmente se naufraga" (p. 29)[2].
Así, concluye Sánchez de Bustamante,
ni la ciencia positiva ni la filosofía niegan, pues, al alma humana, cuando a ésta le falta la fe cierta y luminosa que anima a los bienaventurados, el derecho a una serenidad que desafíe las limitaciones azarosas de esta vida y que no se turbe ante el drama punzante de la muerte. Frente a nuestra imposibilidad, álzase, insondable, el misterio, y en él cabe toda esperanza.
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[1] Eso de que "nosotros mismos somos finitos" es verdadero tanto en relación a nuestro cuerpo como a nuestra conciencia, pero no lo es en relación a nuestro inconciente. Luego, nuestra inconciencia sí puede operar sobre colecciones u objetos infinitos; pero esto ya no es razonar, sino intuir.
[2] “Hay un concepto que es el corruptor y el desatinador de los otros. No hablo del Mal cuyo limitado imperio es la ética; hablo del infinito” (Jorge Luis Borges, “Avatares de la tortuga”, ensayo incluido en su libro Discusión, p. 161).
Martes 12 de agosto del 2003/8,32 p.m.
Los postulados de la ética, ¿son metaempíricos? Sí señor, toda vez que hablan de colecciones infinitas de sucesos.
¿Qué es la moral? La moral es el conjunto de normas conductuales que determinada sociedad esgrime (por escrito o de palabra; que implican, de transgredirlas, castigos explícitos --cárcel, multas-- o implícitos --desprecio general--) y que, si son correctas y la sociedad las acata, redundarán en un mayor bienestar o en un menor malestar en el seno de aquella puntual sociedad circunscrita tanto en un determinado espacio como en un determinado tiempo. Los límites espaciales y temporales dentro de los cuales se aplica cada moral no están, generalmente, bien determinados; pero existen, y esto es lo que posibilita el estudio y discernimiento de las diferentes normativas morales por medios racionales y empíricos, es decir, científicos.
La ética, en cambio, es la moral ilimitada, la moral esparcida por todo nuestro universo espaciotemporal. Es el conjunto de normas conductuales que determinados pensadores esgrimen y que, de ser correctas y acatadas por la gente, redundarán en un mayor bienestar o en un menor malestar en el seno de la totalidad de la biomasa proyectada en el infinito tiempo que tendrá de vida y en el infinito espacio que podrá colonizar. Y como toda infinitud [...] es incompatible con el pensamiento humano, concluyo que las normas éticas (si es que pueden aislarse de cada caso particular en el que operan; de no ser así, concluyo que las decisiones éticas) no pueden fundamentarse racionalmente. La ética, pues, no podría estudiarse --ni aprenderse-- tal como uno estudia y aprende cualquier ciencia empírica, incluida la moral. [...]
o o o

Jueves 28 de agosto del 2003/7,40 p.m.
En apoyo a lo escrito el próximo pasado 12 de agosto, cito al profesor Alexander F. Skutch:

Si examinamos los más altos ideales morales que la humanidad ha alcanzado, nos damos cuenta que tales ideales no son las conclusiones, deliberadamente alcanzadas, de los pensadores más penetrantes, y que tampoco se ha llegado a ellos siguiendo las líneas de pensamiento más profundas. Los estoicos tardíos compartían un concepto moral muy superior al de los filósofos griegos más tempranos, y sin embargo aquéllos fueron en general pensadores menos fértiles. Albert Schweitzer, en dos pasos, alcanzó una visión moral muy superior a la resultante de la laboriosa síntesis de Spinoza o del penetrante análisis de Kant. En una fecha muy temprana, India produjo una perspectiva moral más amplia en rango que cualquiera que hasta recientemente haya emergido en Occidente, a pesar de que los pasos que se dieron para hacerla crecer están perdidos en la niebla de la antigüedad. [...] Parece justo concluir que un ideal moral no es, al menos no primeramente, producto de un filosofar deliberado. Su germen está ya en nosotros cuando empezamos a pensar sistemáticamente en el tema. Nuestra filosofía moral es un esfuerzo por proveer soporte racional a una intuición que no es ella misma hija de la razón. Nos esforzamos por construirle bases a una imagen que está de antemano presente, flotando vagamente en nuestras mentes. [...] La investigación filosófica sirve para definir, para clarificar, para hacer consistente y articulado nuestro ideal moral --y esto es una inmensa ventaja-- pero no sirve para crearlo. El germen de toda moralidad es una intuición.
Fundamentos morales, cap. l, secc. 7

Sin embargo, "sería erróneo desechar la ética analítica como algo inservible", pues

aunque alguien que aprecie una visión moral sin duda continuará teniéndola como sagrada ya sea que pueda o no explicar su origen, quizá encontrará alguna satisfacción en entender cómo surgió en él y cómo se relaciona con su naturaleza total. Tal conocimiento podría darle confianza y un sentimiento de estabilidad en esos momentos de duda y vacilación que son experiencias comunes de todo aquel que haya luchado por avanzar algunos pasos allende la multitud.

El basamento de la ética es intuitivo, pero luego, una vez intuida la base, es lícito levantar racionalmente sobre ella "un edificio más extenso que aquel que los filósofos que contemplaron la vida moral con tanta estrechez se atrevieron a construir" (ídem, l, 7). Según esto, y contra lo dicho el 19/7/3, no habría que descartar de plano la posibilidad de un correcto razonamiento en lo que se refiere a las cuestiones éticas secundarias (derivadas de las intuiciones basales).
No queda muy en claro si conviene o no considerar a la ética como una ciencia; pero aunque no sean estrictamente científicos los métodos utilizados para conocerla, lo cierto es que puede conocerse. Los moralistas (o mejor dicho los "eticistas") no estarían perdiendo el tiempo al investigar estos asuntos.
No, no pierden el tiempo los moralistas intuitivos, pero sí pueden perder la tranquilidad, como bien nos advierte Skutch en este largo y acertadísimo pasaje:

Es obvio que la finalidad primaria o inmediata de la ética, como cualquier clase de ciencia o estudio, es el conocimiento. Pero algunos tipos de conocimiento los deseamos por sí mismos, mientras que otros los buscamos principalmente por sus aplicaciones prácticas. Conocer sobre las estrellas, la historia geológica de nuestro planeta, o los hábitos de los animales y plantas que nos rodean, es satisfactorio en sí mismo, incluso si no afecta de ninguna manera el curso de nuestras vidas. Por otro lado, aprender carpintería sin la intención de construir casas o hacer muebles, o estudiar patología sin la intención de aplicar la información en la cura de enfermedades, parecen esfuerzos desperdiciados. De igual forma, parece no tener mucho sentido estudiar ética si uno no está preparado a modificar su conducta a la luz de sus investigaciones. Aunque pueda ser gratificador seguir la órbita de un planeta aun cuando no podamos alterarla el ancho de un cabello, habrá muy poca satisfacción en saber que nos es posible llevar vidas mejores y más armónicas si no damos ni un paso para conseguirlo. Muy al contrario, la mujer o el hombre espiritualmente vivos encontrarían intolerable tener por seguro que sus vidas pueden mejorarse y aun así no hacer nada para ello. Por lo tanto, la ética es un estudio peligroso. Tal como cualquier otra investigación, la emprendemos sin saber con certeza adónde nos conducirá. Bien puede ser que alcancemos conclusiones que nos harán imposible persistir en nuestros hábitos confortables pero moralmente insatisfactorios. Alguien que emprenda el serio estudio de la ética debe saber que toma el riesgo de hacer descubrimientos que le demandarán un arduo esfuerzo; e incluso si rehúsa enfrentar el reto que tiene delante, nunca podrá, a no ser que sea moralmente insensible en un grado extraordinario, continuar en sus viejos y fáciles hábitos con la misma complacencia de antes. Sólo parece justo advertirles, a quienes se acercan a este estudio, sobre el riesgo en que incurren (ibíd., I, 7).

¡Tarde piaste, Alejandro![1]
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Lunes 8 de septiembre del 2003; 10:21 p.m.
... Y después de afirmar que la ética más profunda es la ética intuitiva y no la discursiva, Skutch se despacha con un impecable (pero pedestre) razonamiento que "demuestra" la inmoralidad que impregna las raíces del sermón de la montaña. De la más alta intuición concebida por el más alto espíritu que haya pisado el planeta, dice Skutch, burlonamente y a modo de corolario, que "aunque puede mejorar las probabilidades de ganarse el cielo, no es lo que mejor sirve a los intereses de la comunidad viviente" (ibíd., XIII, 3).
Aquí no caben las razones. Skutch desea que el sermón de la montaña sea inmoral, y luego silogiza contemplando esta posibilidad. Y ¿por qué sería capaz de desear esto? Porque el sermón de la montaña se opone antitéticamente al concepto de castigo, y el profesor Skutch se haya hipnotizado por este vocablo.
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Martes 9 de septiembre del 2003; 2:45 p.m.
Sin embargo no es Jesús, sino Sócrates, el propietario del cópirrait de la idea central del sermón de la montaña.
Según documenta Platón, Sócrates cruzó estas palabras con su discípulo Critón luego de que fuera condenado a muerte (cuatro siglos antes de que Jesús naciera):

SÓCRATES. --No hay que devolver injusticia por injusticia, como piensan los más, puesto que en manera alguna hay que faltar a la justicia.
CRITÓN. --Parece que no.
SÓCRATES. --Pero ¿qué dices a esto, Critón: hay que hacer el mal o no?
CRITÓN. –No, Sócrates, no hay que hacerlo jamás.
SÓCRATES. --Y ¿qué dices de estotro: devolver mal por mal, es, como creen los más, justo o no lo es?
CRITÓN. --No lo es en modo alguno.
SÓCRATES. --Y no lo es porque en nada se diferencia hacer mal y faltar a la justicia.
CRITÓN. --Dices verdad.
SÓCRATES. --Así que según esto, no hay que devolver injusticia por injusticia, ni hacer mal a nadie, sea cual fuere el mal que uno reciba. Y mira, Critón, que, al convenir en esto, no admitas algo contra tus convicciones, pues sé muy bien que a muy pocos parecen y parecerán así tales cosas, y que no hay manera de poner de acuerdo a los que les parecen así y a los que no les parece lo mismo; más aún, se desprecian por necesidad mutuamente, viendo los unos las opiniones de los otros.
Considera, pues, una vez más y con mayor cuidado si convienes en esto y compartes conmigo esta opinión que va a servirnos de principio en nuestras deliberaciones, a saber: que en modo ni manera alguna es correcto ser injusto, ni aun serlo con quien lo fue, ni, por haber sufrido un mal, defenderse haciendo por contrapartida otro mal. O ¿es que rechazas y no compartes conmigo este principio? Que a mí desde siempre y aun ahora me parece ser así, pero si a ti te ha parecido y parece, por el motivo que sea, otra cosa, dilo e instrúyeme.

También Séneca llegó a una parecida conclusión independientemente de lo dicho por Jesús:

La venganza es una palabra inhumana, aunque se tenga por justa, y la pena del Talión no difiere mucho de ella sino por su rango; quien al vengarse domina su dolor, tiene mayor excusa para su pecado. [...] Es de un ánimo grande despreciar las injurias [...]. Muchos, al vengarlas, hicieron más profundas ligeras ofensas. Es grande y noble quien, como acostumbran las grandes fieras, oye tranquilo los ladridos de los perros chiquitines (De la ira, II, 32).

Esto fue escrito más o menos en el año 41; es altamente improbable que Séneca conociera el sermón de la montaña en ese entonces[2].
Supongo que algún lector querrá conocer el pedestre razonamiento de Alexander Skutch que invalida la deseabilidad de la puesta en práctica del inmortal sermón. Helo aquí: Si un individuo A cede completa y voluntariamente ante otro individuo B,

se priva a B, si es un ser inteligente, de la oportunidad de crecer por comprender y simpatizar con A, el cual voluntariamente renuncia a sus legítimas aspiraciones y puede no llegar a completar su crecimiento. Si A sucumbe debido a esta abnegación, el mundo perdería al ser más moralmente avanzado de los dos; pues B, que permite este sacrificio, evidentemente no es capaz de ser tan generoso como demostró ser A. Los sacrificios repetidos de este tipo resultarían en el empobrecimiento moral del mundo mediante la eliminación prematura de sus más valiosos habitantes (op. cit., XIII, 3).

Mal haría yo si después de lo escrito el próximo pasado 12 de agosto pretendiese fundamentar racionalmente un principio ético como el que postula el sermón. No señor, no voy a fundamentarlo, simplemente voy a evidenciar la falta de criterio de la objeción skutchiana.
Si un ladrón intenta robarme la billetera y yo, en defensa de mis posesiones, le rompo la cara de un piedrazo y llamo a la policía para que lo encarcele, no se ve claro en dónde le doy al ratero la oportunidad de crecer por comprenderme y simpatizar conmigo. Si, en cambio, ante la primera amenaza le entrego no sólo mi billetera sino mi saco y mi camisa, y hasta lo persigo en calzoncillos para que acepte mis pantalones, el sujeto B, lo admito, difícilmente me comprenderá, pero que crecerá moralmente y simpatizará conmigo ante tan inesperada reacción, de eso pocas dudas tengo[3].
Dice Skutch que los individuos virtuosos no deben sacrificarse por causa de alguien menos virtuoso, pues así el virtuosismo decrecería en el universo. Según esto, Jesús se habría comportado con más decoro si hubiera intentado escaparse como rata para evitar ser crucificado, y Sócrates sería un ejemplo de rectitud si, en vez de tomar la cicuta, se dejaba convencer por las súplicas de Critón y fugaba de la cárcel --cosa que le habría resultado sencillísima, pues todos los atenienses, incluidos los jueces que lo condenaron, preferían la fuga y no el ajusticiamiento. Si el virtuosismo fuera exclusivamente genético, al mundo le habría convenido que Jesús huyese del martirio y se ayuntase con María Magdalena y con cuanta mujer se le cruzase; pero el virtuosismo, sin negar la necesaria predisposición innata, es predominantemente cultural, y la historia de la crucifixión de Jesús ha hecho mil veces más santos que todos los hijos que un semental judío pudiera engendrar en su vida (amén de que el componente genético de la virtud no se manifiesta como el color de ojos: rara vez un virtuoso tiene hijos que le hagan sombra). Skutch aclarará que él no se opone a este tipo de autosacrificios en tanto sean esporádicos y no se tomen como modelo a imitar por la masa del pueblo, pero ¿cómo podríamos tener por elogiable el comportamiento de estos hombres si no elogiamos a su vez a quienes intentaren imitarlos? Si los buenos nos dejamos crucificar mansamente por los malos --replica Skutch--, éstos se apoderarán del mundo. Correcto: se apoderarán del mundo, pero no sin volverse buenos en el intento. Cada santo crucificado es un tumor maligno erradicado del alma necrofílica del crucificador. ¿Por qué los nazis no escarmentaron? Porque no mataron suficientes judíos (o porque no los vieron morir), y fundamentalmente porque los judíos no bebieron su cicuta ni cargaron su madero voluntariamente.
"Un hombre --cuenta Séneca-- pegó en los baños públicos a Catón, al que no conocía, porque ¿quién, conociéndolo, le hubiese pegado? Al excusarse, Catón le dijo: «No recuerdo que me hayan pegado». Pensó que era mejor no reconocer la injuria que vengarla. ¿Después de tanta insolencia, preguntas, no le sucedió nada malo? Al contrario, mucho bien; empezó a conocer a Catón" (op. cit., II, 32). Los Catones muertos a golpes resucitarán en el espíritu de sus golpeadores, y también en el espíritu de quienes admiren su santa indefensión.
Y la virtud, según coligen mis deseos, aumentará.
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Sábado 30 de abril del 2005; 12:26 a.m.
¡Qué cara de vampiro tiene el nuevo Papa![4]
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Lunes 22 de agosto del 2005; 3:36 p.m.
Haciendo una concesión, y sólo una, al tema que hoy está de moda en los medios de difusión --el terrorismo--, me permitiré publicitar el encantador ensayo del señor Manuel Vicent que figura en la última página de la revista del diario La Nación del día 31/7/5. El mismo se intitula "Sólo bombas":

¿Qué diferencia hay entre poner bombas y bombardear? Muy sencillo: las bombas las ponen los malos, las bombas las arrojan desde los aviones los buenos. Para alcanzar una gloria semejante los buenos y los malos han recorrido caminos muy dispares. Los buenos se han levantado tranquilamente de la cama por la mañana después de un sueño reparador; han desayunado zumo de naranja, café y tostadas; han besado a los niños que se iban al colegio y al bebé adorable que se quedaba en la cuna; luego se han dado una buena ducha y en el espejo del baño, mientras se afeitaban, se ha reflejado su mirada limpia sin rastro de culpa; su mujer les ha despedido con otro beso en el rellano y unos se han ido a trabajar a las oficinas del Gobierno, otros al cuartel, otros a la fábrica de armas. En esas instituciones y empresas del Estado los buenos se han movido entre grandes ideales y palabras sagradas, que serían puro flato si detrás no hubiera cañones, misiles y bombarderos. Cada uno ha cumplido con su deber, bien remunerado, que les permite llenar la cesta de la compra todos los días y llevar de fin de semana a la familia feliz a pescar truchas al río. En cambio, los malos esa misma noche han dormido bajo una convulsa pesadilla en un camastro maloliente y les ha despertado una llamada de teléfono con una contraseña para convocarlos de madrugada en un sótano infame de extrarradio donde otros seres nocturnos, que también están en busca y captura, les esperaban para mezclar sustancias explosivas en unos bidones o cebar un coche robado con ollas repletas de tornillos y dinamita, pero todos tienen por igual la mente deslumbrada y en el hueco del cráneo, como en una campana neumática, les suenan obsesivamente las mismas voces proféticas que oían los redentores y visionarios. El resultado del esfuerzo de los buenos y los malos puede ser parecido y en ambos casos converge en un cúmulo de sangre. Un mismo día, mientras un bombardero de alta precisión, cuyo diseño es un modelo de arte conceptual, lanza un misil equivocado contra un colegio o un hospicio, un coche bomba de aspecto polvoriento estalla en un mercado popular. Cumplido su respectivo ideal, que ha creado una carnicería ambivalente, los malos vuelven a la ratonera y allí celebran el éxito asando un cordero clandestino; los buenos desfilan, reciben medallas, invocan a la patria y después del trabajo llegan a casa y le preguntan a su mujer: ¿ha hecho caquita el niño? Los malos han puesto una bomba, los buenos sólo han bombardeado.
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Martes 23 de agosto del 2005; 10:19 a.m.
Esto escribía Tolstoi en su Diario hace 150 años (el 5/3/1855):

Me siento capaz de consagrar mi vida a conseguir la realización de un pensamiento. Es la fundación de una nueva religión conforme al progreso de la humanidad, religión de Cristo, pero desembarazada de la fe y de los misterios, religión práctica que no prometería la beatitud eterna, mas la conseguiría aquí abajo (citado por François Porché en Tolstoi, cap. V, secc. II).

Tenía 26 años y en ese entonces participaba, como oficial del ejército ruso, en la guerra de Crimea.
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Jueves 25 de agosto del 2005; 10:52 a.m.

He hallado que existe la inmortalidad, que existe el amor, y que es preciso vivir para los demás a fin de ser eternamente feliz.
Carta a la condesa Alejandra Tolstoi del 3 de mayo de 1859, citada en ibíd., cap. X).
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Miércoles 19 de octubre del 2005; 1:33 a.m.

La gula es el primer indicio de una vida licenciosa.
Tolstoi, Placeres crueles, cap. VIII[5]
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Sábado 29 de octubre del 2005; 8:30 p.m.

Los jóvenes buenos y puros, sobre todo, las mujeres y las jóvenes, comprenden, de un modo instintivo, que la virtud no se armoniza con el bistec, y así, cuando quieren ser buenos, abandonan el alimento animal.
¿Qué quiero probar? ¿Acaso que los hombres, para ser buenos, deben cesar de comer carne? No. Quiero solamente demostrar que, para conseguir llevar una vida moral, es indispensable adquirir progresivamente las cualidades necesarias, y que de todas las virtudes, la que primero hay que conquistar es la sobriedad, la voluntad de dominar las pasiones. Tendiendo hacia la abstinencia, el hombre seguirá, necesariamente, cierto orden bien definido, y en el tal orden, la primera virtud será la sobriedad en la alimentación, el ayuno relativo.
Tolstoi, ibíd., cap. X
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Martes 6 de diciembre del 2005; 1:14 p.m.

Cada vez hay más hombres que renuncian al consumo de la carne en Alemania, en Inglaterra y en América [...]. Este movimiento debe alegrar a los hombres que tratan de realizar el reinado de Dios en la tierra, no porque al vegetarianismo sea por sí mismo un paso hacia ese reino, sino porque es el indicio de que la tendencia hacia la perfección moral del hombre es seria y sincera, ya que esta tendencia implica un orden invariable que le es propio y que empieza por la primera etapa.
Hay que regocijarse por ello, y esta alegría es comparable a la que deben experimentar los hombres que, queriendo alcanzar el piso más alto de un edificio, hubieran pensado primeramente en escalar la pared y advirtieran, por fin, que el medio más sencillo es empezar por el primer peldaño de la escalera.
Tolstoi, ibíd., cap. X
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Sábado 17 de diciembre del 2005; 9:59 a.m.
Sí, cada día son más los adeptos al vegetarianismo, pero nunca pasan de ser, aquí en Occidente, más que un grupo enfervorizado por esa idea pero reducido en número en comparación con la masa del pueblo. Y esto es así porque la fuerza de las papilas gustativas es inmensamente superior, en el hombre de hoy, a la fuerza que pudiera ejercer sobre su voluntad una ideología o incluso un sentimiento.
Y esta sujeción, esta tiranía del sentido más innoble, menos espiritual como lo es el sentido del gusto, no se limita solamente al ámbito humano: han caído bajo su influjo también los perros. Al menos esa es la opinión de Julio Camba. ¿Creen ustedes --nos pregunta este amante del buen comer--,

creen ustedes que los perros sean tan amigos del hombre como se dice por ahí? Yo opino que son amigos de la cocina, y nada más. Los alimentos no condimentados les repugnan tanto como a nosotros, pero como ellos son incapaces de condimentarlos, hacen toda suerte de bajezas para que nosotros se los condimentemos. Andan en dos pies, saltan por un aro, lamen las manos, mueven la cola... Algunos hasta tiran de unos carritos, o guardan las propiedades, o se meten a policías. No hay duda alguna de que el hombre ha conquistado al perro sacándolo del estado salvaje y reduciéndolo a una condición de domesticidad, pero esta conquista se la debe única y exclusivamente a la cocina. La sumisión del perro es un triunfo del arte culinario (La casa de Lúculo o el arte de comer, p. 21).
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Domingo 18 de diciembre del 2005; 9:11 a.m.

El heroísmo es el triunfo brillante del alma sobre la carne, es decir, sobre el temor: temor a la pobreza, al sufrimiento, a la calumnia, a las enfermedades, al aislamiento y a la muerte. No hay piedad seria sin heroísmo. El heroísmo es la condición deslumbradora y gloriosa del valor.
Henri Amiel, Diario íntimo, 1° de octubre de 1849
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Lunes 19 de diciembre del 2005; 9:09 p.m.

Nada más que lo semejante puede obrar sobre lo semejante. Así, no tratéis de mejorar por medio del razonamiento, sino por el ejemplo, no conmováis sino por medio de la emoción, y no esperéis excitar el amor sino por medio del amor. Sed lo que deseáis que otros sean. Que vuestro ser mismo, y no vuestras palabras, hagan la predicación. [...] Se necesita de los santos y de los héroes para completar la obra de los filósofos. La ciencia es la potencia del hombre, y el amor es su fuerza. El hombre no llega a ser hombre sino por su inteligencia, pero no es hombre sino por el corazón. Saber, amar y poder: he ahí la vida completa.
Amiel, ibíd., 7 de abril de 1851
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Martes 20 de diciembre del 2005; 9:23 p.m.
Estaba releyendo algunas de mis anotaciones cuando me topé con la que tiene fecha del 28/8/3. En ella, el profesor Alexander Skutch me lanza una seca y brutal advertencia. Y yo, sin inmutarme, le vuelvo a contestar: ¡Qué tarde, pero qué tardísimo piaste, Alejandro!
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Jueves 22 de diciembre del 2005; 5:56 a.m.
Alexander Skutch escribió un artículo en la Revista de Filosofía de la Universidad de Costa Rica (volumen XXXII, número 77, julio de 1994) titulado "Responsabilidad y castigo". En él se afirma, contrariamente a lo que la mayoría de los pensadores viene suponiendo desde hace tiempo, que "la doctrina del libre albedrío destruye totalmente la responsabilidad". En este punto estoy enteramente de acuerdo con él: si las voliciones escapasen a toda determinación, incluida la determinación por el intelecto, nuestro accionar sería tan caótico que a nadie se le ocurriría catalogarlo como responsable[6]. Aclarado esto, Skutch se pone del lado de los deterministas, afirmando que nadie tiene "sólidos fundamentos para atribuir a alguien una responsabilidad absoluta", en primer término porque nuestras decisiones son, al menos en parte, "consecuencias inevitables de situaciones muy anteriores a nuestro nacimiento". No sabemos, afirma Skutch, si el libre albedrío existe o no existe, pero la que no podría existir nunca, exista o no el libre albedrío, es la responsabilidad radical.
Uno estaría tentado, después de llegar a semejante conclusión, de mofarse de todo código penal, o al menos de aquellos que ven un carácter más bien punitivo que correctivo en la condena (que son todos o casi todos, a pesar del esfuerzo de la escuela correccionalista, impotente para vencer a la vengativa naturaleza humana). No es esto, sin embargo, lo que hace Skutch. Su solución para el problema es asombrosa --y sospechosa-- mente sencilla: como la responsabilidad radical no existe objetivamente, inventa la responsabilidad radical subjetiva, esto es, el considerarse uno auténticamente responsable de sus actos a pesar de tener la firme sospecha intelectiva de que tal postulado es absurdo. En otras palabras, para salvar a la ética (porque de eso se trata, ya que sin la responsabilidad radical la ética se hundiría[7]), para salvar a la ética todo es posible, incluso el mentirse a sí mismo. Y esto, que ya de por sí es tonto y peligroso para la propia psicología, se torna maquinalmente demoníaco cuando se sugiere, como sugiere Skutch, que este engaño subjetivo se traslade asimismo hacia otros sujetos, los criminales, que en ningún momento se han planteado este problema y que seguramente no se lo plantearán nunca debido a su proverbial atrofia filosófica. Saber que uno no es culpable de algo y sin embargo hacer fuerza para que la culpabilidad aparezca en nuestra conciencia es un ejercicio... tal vez didáctico. Estúpido pero didáctico. En todo caso, cada uno hace con sus procesos mentales y emocionales lo que más en gana le viene. Pero de ahí a meterse con los procesos mentales y emocionales del prójimo, insertándoles una responsabilidad subjetiva que el propio sujeto desconoce, y todo esto con el único y cobarde objetivo de mandar a la cárcel a quien nos robó la heladera, esto es el colmo de la inmoralidad y de la ineticidad, exista o no exista el libre albedrío.
"No nos detenemos --dice Skutch-- a discutir frustrantes cuestiones metafísicas de causalidad y responsabilidad radical: por voluntaria decisión, nos hacemos responsables de todo lo que hacemos, y por esta libre aceptación de nuestra personalidad defendemos nuestra dignidad y aseguramos nuestra autonomía". Yo me pregunto: ¿Qué pensador filosófico se puede sentir "frustrado" ante una discusión metafísica de la cual no sabe salir a pie firme? --como sucede con toda discusión metafísica--, o lo que es peor: ¿cuál de ellos "no se detiene" a discutir sobre metafísica debido al temor de que aparezca la frustración antedicha? Y me respondo: quienes así se sintieren o comportaren, poco y nada tienen de pensadores filosóficos.
"No vamos a esperar --se impacienta en otro pasaje-- hasta que la sociedad, por sus propios intereses, decida que somos responsables, porque tal responsabilidad imputada es una ficción. Nos anticipamos a la sociedad reclamando responsabilidad como un derecho inalienable, afirmando así nuestra dignidad moral". Yo pensaba que moralmente digna era toda persona que se comportaba bien con su prójimo, con su medio ambiente, con sí misma y con su dios si lo tuviere; pero no: robemos a cien viejas, violemos a cien doncellas, matemos a cien camaradas, abandonemos a cien bebés y contaminemos cien ríos y cien mares. Total, después nos declaramos responsables de todos esos actos y ¡listo!, nuestra dignidad moral estará resguardada.

Pero ¿qué hay de aquellos que rehúsan echarse al hombro la carga de la responsabilidad, prefiriendo culpar de sus fracasos y omisiones a circunstancias que no pudieron controlar? Así como en el trato social toleramos defectos obvios, tratando gente impedida como si fuera normal, así, quizás, deberíamos ignorar en aquellos su pretensión posiblemente correcta de que sus malas acciones fueron las inevitables consecuencias de condiciones que no podían prevenir y tratarlos como si fueran plenamente responsables. Por este medio nosotros los honramos más de lo que ellos mismos se honran y tal vez así podamos ayudarles a tomar una visión optimista de su habilidad al asumir el gobierno de sus vidas.

Así procedía la Inquisición: mataba, torturaba y encarcelaba no por sadismo ni nada parecido, sino para salvar las almas de los reos en primerísimo lugar, aunque también lo hacían, "secundariamente", para salvaguardar los bienes terrenales y espirituales de la Iglesia. Skutch castiga para "honrar" a los delincuentes; si después su situación económica y su patrimonio todo se ve aliviado merced a esta honra, eso es secundario...

El asunto de la responsabilidad asume un aspecto más oscuro cuando alguien es convicto de un crimen serio. El asesino puede, de hecho, ser un foco de influencias malignas que desde un pasado distante han convergido sobre él desde todos lados.

Podría incluso demostrarse hasta cierto punto que su educación malforme y su descolorida herencia son causas detonantes de su mal comportamiento, pero esto no es disculpa, antes al contrario:

La pretensión de que él no pudo haber decidido de otra manera, lejos de desvincularlo de su crimen, es una afirmación de que tal acto estaba inseparablemente conectado con su carácter. Así como bondad y belleza son frutos de tendencias benéficas que desde largo tiempo han estado trabajando en el cosmos, así un carácter vicioso o un acto perverso son resultantes de tendencias malignas antiguas y dispersas en el Universo y que han encontrado un foco en la persona infortunada del criminal. Al condenarlo a él, condenamos algo mucho mayor que él, pero no por ello debemos refrenarnos de castigarlo.

Es la doctrina del chivo expiatorio, que uno ya creía muerta, sepultada y en paz descansando. Esto pasa cuando se quiere racionalizar algo que todos sabemos muy bien por qué sucede. Todos sabemos que hay cárceles porque tenemos instintos vengativos e instintos propietarios; pero claro, después vienen los pensadores "elevados" que no se conforman con esto, que quieren darle un carácter más profundo y enaltecedor a esa institución --el servicio penitenciario-- que tan cara les resulta. He ahí la explicación de tamaño desvarío en la mente de un hombre que, de por sí, tiene las cosas bastante claras (como queda demostrado leyendo sus Fundamentos morales).
En otro pasaje, en el cual Skutch aboga por la implantación de la pena de muerte, se pregunta:

¿Por qué habría de ser tratado [el criminal] con mayor suavidad que la que él tuvo para con sus víctimas, quienes probablemente eran personas mucho mejores que su asesino?

No conforme con querer resucitar la doctrina del chivo expiatorio, este bíblico señor le dice a la ley del Talión: ¡Levántate y anda!, para solaz y esparcimiento de aquellos musulmanes que, aún hoy día, gozan con el espectáculo de una mano amputada. Según Skutch, este pueblo semibárbaro está más cerca del ideal ético que los permisivos occidentales[8].
Después, jugando ya con fuego, y con fuego sagrado, que es el que más quema, espeta:

Aunque perdonar a quienes nos han hecho daño se ha considerado por largo tiempo la actitud de un ser noble, no nos corresponde perdonar a quienes han dañado a otros.

Cierto. Perdonar a quienes han dañado a otros es improcedente, tan improcedente como condenarlos.
Pero hay que condenarlos, y no fríamente como condena un juez, sino con odio e indignación. Cuanto más odio e indignación presente una persona ante un delincuente, más puro y sano será su encastre dentro de la sociedad en que habita.

A despecho de las enseñanzas de ciertos profetas y moralistas, yo dudo que podamos sobreponernos a la indignación moral y a la demanda de un apropiado castigo sin la atrofia de una importante faceta de nuestra adaptación social.

Toda cultura, hasta la más tradicionalista, vive permanentemente atrofiando y regenerando modismos. Los Estados Unidos han debido "padecer" la eliminación de su famosa ley de Lynch, y sin embargo su población no se ha vuelto más neurótica o inadaptada debido a esa carencia. (En cambio sus vecinos, los mejicanos, siguen linchando gente a patadas, lo que indicaría, según Skutch, que los del sombrero raro están mejor adaptados socialmente que los norteamericanos.) Simplemente sucedió que a los linchadores, o a los que gozaban con el espectáculo, comenzó a presentárseles un sentimiento que rivalizaba con el sentimiento vengativo y con el sadismo. Ese sentimiento se llama compasión, el fruto mejor de la evolución social del universo. Fue gracias a ese sentimiento, y no gracias a la voluntad de los legisladores que los prohibieron, que los linchamientos terminaron en ese país. Dentro de algunos años, miles quizá, la indignación moral que presidía a todo linchamiento desaparecerá tal como el linchamiento mismo, pero esto no atrofiará ninguna faceta ni adaptación social deseables, antes bien incrementará la sociabilidad bien entendida, pues tiene que haber una relación directa entre nuestro amor al prójimo y nuestro acercamiento a él. Esto en lo que respecta al futuro; pero hoy, ¿podríamos sobreponernos a un mundo sin "justicia", a un lugar en donde no se castigue al que se presume culpable de algún delito? No lo sé. Lo que sí sé, o creo saber, es que la persona que se sobreponga a esta falta de linchamientos tercerizados y encubiertos, será una persona moralmente más sana que aquellos, más numerosos de seguro, que se neuroticen o se les atrofien las ideas ante la noticia de un indulto.
Skutch me dirá que él también siente compasión, pero no por los criminales sino por las víctimas y por sus familiares y amigos. Y ¿por qué esa discriminación? Puestos a aceptar la compasión como algo positivo (lo que no está plenamente demostrado; pregúntenle si no a los estoicos o a Nietzsche), hay que ser compasivos con todos y con todo. Compasivo con el corazón o con el entendimiento; a los efectos prácticos da lo mismo. Skutch seguramente no era vegetariano.
Para que la justicia prospere no basta con encerrar y/o reformar al criminal; es necesario también maltratarlo:

Si adoptamos el principio de que el malhechor no ha sido incomodado sino sólo reformado o de otra manera impedido de repetir sus crímenes, la justicia parece retirarse unos pocos pasos más del mundo, y nuestra confianza en su gobierno moral se debilita todavía más. Aquellos que aprecian el ideal de la justicia [...] se sentirán cada vez más solos dentro de una sociedad que está perdiendo sus imperativos morales.

Esto no es, aunque así lo parezca, el quejido de un sádico al ver a su ejército replegándose. No, porque quien mayores beneficios obtendrá de los latigazos ha de ser por fuerza el propio flagelado:

Afortunadamente, el castigo de un criminal no es incompatible con su reformación y ciertamente puede ser el medio para lograrlo. Castigar es infligir sufrimiento, que en una mente no desprovista de imaginación ni totalmente endurecida por la brutalidad, a menudo estimula el pensamiento y efectúa cambios en actitudes y valores que alteran el curso de una vida.

Las posiciones están impecablemente planteadas: tanto el profesor Skutch como nosotros[9] entendemos que los ideales éticos actuales dejan mucho que desear. La diferencia estriba en que nosotros pensamos que el mundo está podrido porque aún hay en él demasiado castigo, mientras que Skutch considera que habría que, por lo menos, volver a castigar a las gentes indeseables tanto y en tantas formas como se las castigaba en la Edad Media. Son puntos de vista irreconciliables, y como además constituyen lo que dimos en llamar intuiciones éticas basales (ver anotaciones del 28/8/3), no tiene sentido razonar en favor o en contra de estos postulados, hay que aceptarlos o rechazarlos con el corazón o con el deseo.
Quien cree a todo trance que hay algo de mágico y sagrado en el sentimiento de perfección moral, estará con nosotros, sin importarle demasiado las consecuencias prácticas que pudieran derivarse de tal toma de posiciones. Quien cree que la perfección moral es sólo un ideal al que se llegará dentro de mucho tiempo --como también lo pensamos nosotros--, pero que no es éticamente deseable ir preparando el camino individualmente, mediante unas cuantas puntas de lanza que le indiquen a la masa el camino a seguir; esos que dicen que ser anarquista hoy es inmoral, pese a querer un mundo que se encamine inexorablemente hacia el anarquismo (Fundamentos morales, cap. XVI, secc. 6), esos tibios acomodaticios concordarán con el autor del artículo que venimos citando. Serán como esos bestiales potentados que afirman a diestra y siniestra que el comunismo es hermoso... en teoría, pero que no funciona en los hechos. Si no funciona en los hechos --les diría yo-- es porque ustedes no lo practican. Practíquenlo ustedes, háganse comunistas por propia iniciativa, sin esperar a que una revolución se los imponga, y verán que el comunismo sí funciona en los hechos. "Sí, podríamos nosotros vivir muy comunistamente, pero nunca la sociedad en su conjunto", me replicarán. Pues háganse ustedes comunistas, señores, y después esperen a ver qué pasa con su sociedad. Pero no, nunca se harán comunistas, porque no simpatizan con el comunismo, pese a que lo sostengan en teoría. Y lo mismo pasa con los que "sueñan" con el anarquismo.
Pero no descarto que sea Skutch quien lleve la razón en estos entredichos; al fin y al cabo su punto de vista es apoyado por la inmensa mayoría de la gente. Tal vez sea cierto eso de que "quien perdona a una persona culpable, la compromete espiritualmente"; pero me niego a creerlo. Y como en mi negación me acompaña el mayor santo que haya existido --el señor Jesús-- y también el mayor filósofo --el señor Sócrates--, me apoyo en ellos y ya no me siento tan sólo remando contra la corriente.
El último párrafo quedará en manos del profesor Skutch. Escúchenlo y saquen sus propias conclusiones:

Toda civilización moderadamente avanzada ha sustentado la fe en el gobierno moral del mundo, que de alguna manera y en alguna parte, la rectitud debería premiarse con la felicidad, mientras que aquellos que hicieron sufrir a sus prójimos deberían ser reembolsados con la misma moneda. Un mundo en que el bien reciba su recompensa y el mal se castigue, les ha parecido a todos los pueblos con cierto sentido moral algo desarrollado, ser más habitable, más humano que un mundo en que se hace caso omiso de nuestra pequeña dignidad humana mientras la naturaleza prosigue hacia adelante en su curso impersonal. Evidentemente es por preservar la fe en un mundo tal, más que por el mero carácter vindicativo o el placer sádico de contemplar los aprietos del condenado, que la gente benévola, que se sustrae de dañar a criatura alguna, se angustia cuando un crimen flagrante queda impune o es castigado inadecuadamente[10].
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Lunes 13 de febrero del 2006; 6:52 p.m.
Los grandes pensadores cometen a veces grandes errores. Sin embargo, estos errores son provechosos, porque sirven para clarificar el asunto cuando ese mismo pensador, u otro, se da cuenta del paso en falso y procura subsanarlo. Pero no nos empantanemos en los errores, busquemos más bien los aciertos, porque Alexander Skutch, según mi modesto criterio, acertó muchas más veces que las que pifió.
Uno de sus grandes aciertos aparece con su postura hedonista-eudemonista:

Algunas personas viven absorbidas por la búsqueda puramente egoísta de placeres. Muchos de estos placeres no serían aprobados por un hedonista egoísta e inteligente, pues después deberán ser pagados con dolores más fuertes que ellos; pero incluso el hedonista perspicaz puede llevar una vida repugnantemente egoísta. Dado que es una gran parte de nuestros placeres la que se deriva de adquisiciones materiales, aquellos necesariamente son egoístas, pues lo que uno consume deja de estar disponible para los otros, y en este mundo la mayoría de los bienes materiales son escasos, inadecuados para satisfacer las demandas exigidas por la prolífica vida. El motivo personal para buscar posesiones intelectuales puede ser tan egoísta como el que nos lleva a la búsqueda de cosas materiales. Sin embargo, el efecto beneficioso de adquirir conocimiento está menos concentrado en el yo; pues los bienes intelectuales y espirituales pueden compartirse entre un número indefinido de mentes sin disminuir la cantidad que cada una recibe, mientras que, en general, las cosas materiales que usa una persona dejan de estar disponibles para otra.
A pesar de que parece obvio que puede haber una búsqueda completamente egoísta de placeres, no es tan seguro que pueda haber una felicidad completamente egoísta. [...] La felicidad instintiva requiere, entre otras cosas, la satisfacción de profundos impulsos vitales. [...] Algunos de estos impulsos sirven a la conservación del individuo, mientras que otros están dirigidos externamente hacia la multiplicación de la especie y, en los animales sociales, al bienestar del grupo. Para muchos hombres y mujeres en la flor de la vida, la felicidad instintiva parece escasamente posible sin el matrimonio, la procreación, la tierna crianza de los hijos, y quizá también una posición reconocida aunque humilde en la comunidad, tal como sólo puede ser merecida ocupándose de sus más amplios intereses.
Parece fútil discutir si uno hace todas estas cosas meramente para incrementar su propia felicidad. Si por naturaleza estamos constituidos de forma tal que nos es imposible estar moderadamente felices sin dedicar una porción de nuestra fuerza al servicio de otros, no podemos ser egoístas sin ser altruistas, y no podemos ser altruistas sin ser egoístas. A pesar de que sin duda hay mucho egoísmo no mitigado en nuestra naturaleza, en un segmento amplio del esfuerzo humano la distinción entre ambos es en gran parte artificial, y estaríamos justificados si llamáramos egoísta o altruista al mismo motivo, dependiendo del lado desde el que lo miremos. Dado que en muchos animales el bienestar del individuo y el de la especie no son antitéticos sino complementarios, es ilógico suponer que haya podido surgir una brecha entre el egoísmo y el altruismo. Un animal social parece estar hecho de forma tal que no puede ser feliz sin realizar ciertos servicios a los de su clase, y no puede realizar estos servicios sin incrementar su felicidad; y esto es prácticamente todo lo que puede ser dicho al respecto. Lo que parece seguro es que no puede aumentar su felicidad volcando hacia sí mismo impulsos que la vida ha dirigido hacia fuera de sí mismo; creer que esto puede hacerse es la trágica falacia del egoísmo.
Además, es dudoso que podamos trazar una frontera válida entre el egoísmo y el altruismo excepto en mentes capaces de distinguir claramente entre beneficios privados y públicos. Una acción difícilmente puede llamarse egoísta o altruista antes de que uno la analice y trate de separar las ventajas que proveerá para sí mismo y para los otros. Dado que mucha felicidad instintiva parece ser disfrutada por animales e incluso personas que se aparean, engendran hijos, y los atienden fielmente sin haber calculado en cuánto incrementará el desarrollo de ellos sus placeres y en cuánto promoverá el bienestar de su clase, es inútil tratar de separar sus componentes egoístas y altruistas. Mucho del llamado egoísmo es simplemente estrechez de miras. Lo más que podemos decir es que la felicidad instintiva está basada en un egoísmo específico en lugar de individual, lo que quiere decir que depende de la satisfacción de impulsos que sirven a la especie antes que al individuo. Es egoísta, entonces, comparada con un altruismo que mire más allá del bienestar de una única especie biológica, hasta el de todas las criaturas sensibles o todos los seres vivos (Fundamentos morales, cap. VIII, secc. 10).

Esto viene a reforzar mi proposición referente a la existencia de una regla eudemonista tripartita[11]. Skutch completa su punto de vista en el cap. IX, secc. 5:

Estamos innatamente dotados tanto de motivos altruistas como autocentrados. Prácticamente no podemos dudar que los impulsos del primer tipo a veces tienen lugar en acciones espontáneas, no calculadas, como cuando compartimos una sorpresiva buena suerte con los que nos rodean, o cuando una madre se precipita irreflexivamente al peligro para salvar a su hijo. Pero compartir sin premeditación los placeres o algún peligro obviamente no involucra previsión; es más un acto instintivo. Lo que nos interesa ahora es la acción más deliberada, la que se planea con antelación, ponderando cursos alternativos, como cuando decidimos cuál de entre los procedimientos sugeridos deberemos seguir. En este tipo de casos, siempre que pensamos en actuar por otros, casi siempre podemos imaginar algún curso de acción alternativo dirigido únicamente hacia nuestro beneficio. ¿Debería donar este dinero a la caridad, o usarlo para comprar ropa nueva? ¿Debería dedicar la tarde a ayudar en alguna causa civil, o pasarla más a gusto en el teatro? ¿Debería permitir que mis asistentes compartan el honor que ha generado nuestro trabajo, o asumir yo todo el crédito? ¿Debería dedicar mis últimos años a una causa generosa, o disfrutar de un descanso bien merecido? Son preguntas de esta clase las que nos interesan ahora.
En toda actividad deliberada realizada en beneficio de otros, primero imaginamos algún cambio que deseamos producir en su condición. Están enfermos, y preferiríamos verlos sanos; hambrientos, y quisiéramos que estuvieran adecuadamente alimentados; en harapos, y quisiéramos contemplarlos decentemente vestidos; sin hogar, y quisiéramos ponerlos a cubierto; ignorantes, y quisiéramos saberlos educados; miserables, y los haríamos felices. [...]
Cuando decido trabajar en beneficio de alguna persona, lo que realmente determinan mi actividad es mi noción actual del cambio que intento producir en y por esa persona. La idea, aunque dirigida hacia el futuro, existe en mi mente en el presente. Está rodeada por un matiz de placer, satisfacción, o sentido de realización, que a menudo contrasta agudamente con el sentimiento de tristeza, repugnancia o incomodidad que revolotea alrededor de la noción que tengo de la desgracia o angustia presentes de aquel que he decidido beneficiar. Sin embargo, el mero pensamiento de la condición mejorada de algún otro ser no basta para incitarme a hacer un esfuerzo que lo beneficie. Si simplemente por imaginarlo en un estado más feliz podía sentir tanta satisfacción como la que siento al imaginarme a mí mismo realmente luchando por crear este estado, descansaría en mi generoso sueño, sin ocuparme jamás de afanarme por él. Además del cambio de la tristeza que acompaña mi idea del estado actual de algún otro ser, por la alegría que rodea mi noción de la condición en la cual me propongo colocarlo, algo más parece necesario para motivar mi actuar, y esto es la satisfacción con la que contemplo la actividad que me propongo dirigir hacia esa meta. Más aún, para que la felicidad que siento al imaginar este esfuerzo en beneficio de otro ser pueda convertirse en acción, esa felicidad debe ser mayor que la asociada con cualquier otro curso de acción presentado ante mi consideración al mismo tiempo.
¿Qué otra cosa sino la anticipación de gozos futuros, o la evitación de inminentes dolores, puede acelerar nuestros pensamientos hacia el futuro? Podría argumentarse que la anticipación de la felicidad de algún otro ser puede tener el mismo efecto. Pero no podemos tener noción alguna de la satisfacción de otros, excepto como consecuencia de experimentar la propia. Antes de que podamos usar la previsión para procurarle gozos a otros, debemos haber formado ya el hábito de hacerlo para nosotros; y como todos los hábitos, éste será difícil de vencer. Lo mejor que la mayoría de nosotros puede hacer es compartir las propias satisfacciones con otros.
Aunque es evidente que a menudo sentimos un deseo totalmente desinteresado de ayudar a otros, es igualmente claro que experimentamos dentro de nosotros alguna felicidad o satisfacción al hacerlo, o al menos al contemplar tal acción o sus resultados, y que sin esto no podríamos promover el bienestar de otros seres deliberadamente (aunque podríamos hacerlo impulsivamente). Esta es la cuestión que faltaba resolver antes de aceptar la conclusión de que, al actuar deliberadamente, siempre elegimos el curso de acción que promete proveernos la mayor satisfacción final.
Tal promesa, como todos sabemos a nuestro pesar, a menudo no llega a cumplirse, lo cual es la verdad que confiesa este refrán común: «La anticipación es mejor que la realización». Para evitar la sugerencia de que el futuro incierto y aún inexistente es una causa efectiva de la acción presente, podemos plantear nuestra conclusión con mayor precisión diciendo que al actuar deliberadamente siempre elegimos, de entre varios cursos de acción, aquel bajo cuya contemplación experimentamos la mayor satisfacción. [...]
Esta verdad sobre las bases de la elección humana fue clara y repetidamente denunciada en los escritos tardíos de Platón, el cual ciertamente no carecía de idealismo moral. Algunas veces es llamada la ley del «hedonismo psicológico», y ha tenido una historia accidentada en el pensamiento ético moderno. Combatida por Butler y Hume, en la opinión de algunos filósofos fue finalmente demolida por ellos, aunque a mí me parece que Butler probó que podemos actuar desinteresadamente, y no que podamos elegir un curso de acción que no pueda satisfacernos. En las largas y complicadas discusiones sobre esta doctrina, tendemos a perder de vista su significado preciso. Si significa que las personas no pueden realizar actos generosos impulsivos, por sus hijos o incluso por extraños, como lanzarse a aguas profundas para salvar a alguien que se ahoga, entonces quedaría desmentida por una cantidad abrumadora de evidencia. Me parece igualmente falsa si se toma en el sentido de que no tenemos deseos totalmente desinteresados por el bienestar de otros seres. La regla del hedonismo psicológico se impone sólo cuando estamos eligiendo deliberadamente entre cursos alternativos de acción en los cuales la felicidad o el bienestar futuro de otros está en juego tanto como el propio, y en tales casos mantengo que siempre elegimos el curso bajo cuya contemplación experimentamos la mayor satisfacción o felicidad, incluso si este curso termina proveyendo a otros de múltiples y verdaderos beneficios y a uno solamente el gozo de haber realizado una acción generosa.
El análisis precedente no revela un egoísmo innato, sino un altruismo fundamental en la mente humana. Si nuestra motivación primaria fuera invariablemente asegurar nuestra propia felicidad y sólo eso, y llegáramos a descubrir empíricamente que es a menudo posible incrementar nuestra felicidad beneficiando a otros, nos veríamos obligados a reconocer un egoísmo radical en nuestra naturaleza. Pero la situación verdadera es precisamente la contraria. [...] La vida implantó en todos los animales sociales ciertos impulsos que operan en beneficio de sus dependientes retoños y compañeros sociales; y al hacernos reflexivos, los humanos descubrimos que dejar operar estos impulsos aumentaba nuestra satisfacción, lo cual por supuesto constituyó un incentivo adicional para emprender tales actividades. Si pudiera dar excelentes servicios a otros seres sin sentir un júbilo espiritual gratificante, creería mi existencia mucho más pobre y lastimosa de lo que es; y creo que una persona puede experimentar una felicidad tan grande al realizar un acto que mejoraría materialmente la condición de todos los seres sensibles, que se sometería a una tortura cruel por ello, y aún así sentir que ganó y no que perdió al enfrentar la muerte de esta manera.
Es este chispazo de simpatía que experimentamos al contemplar una acción dirigida al bienestar de otros lo que a menudo nos permite preferir tal curso y no otro que nos prometía únicamente ventajas egoístas; esta es la verdad que reconcilia el altruismo con el hedonismo psicológico. Esta ley es una mera declaración de hecho que no debe confundirse con el hedonismo ético: la doctrina que mantiene que procurarse el máximo de placer, para uno mismo o para otros, es la meta correcta y apropiada del esfuerzo moral. Aún así, en la palabra «hedonismo» quizá resuena demasiado la búsqueda de placeres sensuales, y a los ojos de muchos esto lanza sobre la doctrina del hedonismo psicológico una ignominia que sin duda no merece. Ya hemos sostenido que las personas pueden negarse frecuentemente placeres de todo tipo --y que de hecho lo hacen-- pero que no pueden dejar de luchar por su felicidad última. De aquí que sería mejor llamar «eudemonismo psicológico» a la perspectiva que hemos venido defendiendo. O, mejor todavía, podemos llamarla «La Ley de la Elección».
Un corolario de esta ley es que no podemos distribuir beneficios con un desprecio olímpico hacia la felicidad que engendramos, sino que siempre, en alguna medida, debemos participar de las bendiciones que otorgamos, que no podemos realizar buenas acciones con una orgullosa indiferencia, sino que siempre un chispazo de simpatía debe recordarnos que tenemos mucho en común con la más inferior de las criaturas que beneficiamos.
Otro corolario es que la persona buena no se diferencia de la malvada en que ésta busque solamente satisfacciones personales, mientras que la buena lucha únicamente por hacer lo que es correcto, sino que difieren en las clases de actividades que les son agradables. Cada una, según la ley de su naturaleza, sigue el curso de acción en cuya contemplación encuentra mayor satisfacción y el cual cree que le proveerá la mayor felicidad; pero difieren profundamente en las clases de comportamiento que cumplen esta condición para cada uno. La persona malvada quizá se equivoca más a menudo en su cálculo que la persona buena, de modo que lo que anticipa con placer a menudo lo experimenta con pesar. En gran medida, esto parece ser resultado de una educación y un entrenamiento defectuosos, de no saber qué es lo bueno, cuando no de defectos psíquicos innatos. Pero esta semejanza fundamental en la determinación de la elección en los buenos y en los malvados es la mejor esperanza para la regeneración de los últimos.
[...]. De dos cursos alternativos, no podemos evitar elegir aquel que, en conjunto, nos promete la mayor satisfacción. Cuando un ser consciente elige, inevitablemente debe preferir aquello que sea más agradable a la conciencia, ¿pues qué otro criterio de valor posee? El determinante último de la elección debe ser siempre algún sentimiento en la mente. Llámelo felicidad, llámelo satisfacción, llámelo paz interior, llámelo un sentido de realización; estos son nombres para el mismo estado subjetivo visto desde diversos aspectos. Cualesquiera que sean las convincentes razones que aduce nuestra religión o nuestra filosofía para preferir cierta manera de vida, no la adoptaremos libremente mientras no nos satisfaga de alguna manera. Pero el hedonismo, o incluso el eudemonismo, a algunas personas les parece inadecuado. La doctrina misma no nos brinda ese sentido de plenitud que tanto anhelamos. Sospechamos que la virtud debe tener cierta autoridad o apoyo más altos que nuestros sentimientos personales; que debe de haber en el cosmos, o más allá, algún estándar al cual debamos conformarnos. La única manera de superar esta dificultad es reconociendo que el mismo proceso creativo que determina la última virtud nos ha creado a nosotros de forma tal que en esta virtud encontramos nuestra felicidad y paz más verdaderas.

La sospecha de Skutch, creo yo, está bien fundamentada. Existe, más allá del cosmos, un estándar ético al cual debemos conformarnos si queremos llegar a ser realmente hombres de bien, y tal estándar no siempre apunta para el lado de nuestra felicidad y paz más verdaderas. Cuando actuamos reflexivamente, buscamos ante todo nuestro mayor bienestar, y es secundario, a los efectos de esta teoría, que lo busquemos ora en la cocaína, ora en la salvación de nuestro prójimo. Y cuando actuamos impulsivamente (instintivamente), ampliamos nuestro radio egoísta: buscamos no sólo nuestro bienestar, sino también el de nuestros seres más queridos e incluso el de la especie toda, y esto a veces a costa de nuestro propio y puntual buen pasar. Podrán nuestras acciones estar conformes con la ética absoluta tanto en el primer como en el segundo caso, pero no es de rigor que así sea. Solamente nos compenetramos con el estándar supracósmico del Bien cuando actuamos intuitivamente, cuando seguimos los dictados de nuestra intuición en lugar de preferir a nuestros pensamientos o a nuestros instintos. En este discernimiento, en el saber discernir cuándo nos acicatea una intuición, cuándo una reflexión y cuándo un instinto, debería írsenos la vida.
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Miércoles 15 de febrero del 2006; 6:54 p.m.
Y sin embargo, me parece que a la regla eudemonista tripartita le falta una pata.
Esta regla dice que los humanos podemos actuar motivados (conciente o inconcientemente) por nuestros pensamientos, por nuestros instintos o por nuestras intuiciones y nada más que por ellos (las emociones, según esta hipótesis, no inducen por sí mismas al movimiento: son meras acompañantes que colorean al pensamiento, instinto o intuición de turno). Habría entonces tres imperativos en el accionar humano: el imperativo lógico, el biológico y el metafísico. En las personas demasiado rudimentarias (somatoróticas, para emplear el término acuñado por el genial William Sheldon) predominaría el imperativo biológico, en las introvertidas (cerebróticas) reinaría el imperativo lógico, mientras que los seres de alta y noble condición espiritual (los santos, sabios y revolucionarios) basarían su accionar en imperativos de orden metafísico. (Me faltan los visceróticos, que son los seres a los que les resulta excesivamente difícil ocultar sus emociones. Ellos, a falta de un imperativo propio --pues las emociones, como ya se dijo, nunca determinan por sí mismas nuestras decisiones--, se manejan de acuerdo a una mezcla entre los dos primeros imperativos enunciados, aunque siempre la emoción tapa, en la conciencia del individuo, al determinante lógico o al biológico.) Todo esto está muy bien y lo mantengo, pero me parece que habría que agregar a la lista un nuevo determinante: el imperativo cultural.
Cuando un científico se afana día y noche por descubrir (o refutar) cierta teoría, poniendo su máximo empeño en esa tarea, al punto de olvidarse de comer, de dormir, de socializar, de divertirse..., ¿a qué obedece semejante obstinación? Descartemos el imperativo biológico: ningún instinto tiene nada que decir cuando de buscar leyes naturales se trata. El imperativo metafísico tampoco encajaría, pues la metafísica no tiene ningún interés puesto en la ciencia, le da lo mismo que ésta progrese o se estanque. Todo apunta para el lado del imperativo lógico; sin embargo, este imperativo se rige por el principio de placer individual, y los sacrificios a los que se someten ciertos hombres de ciencia en pos de sus ideas difícilmente son compensados por la fama, el dinero o la propia estima, y esto en los casos en que se llega a buen puerto, que son uno de cada cien con mucha suerte. Hay algo de "mal negocio" en eso de dedicarse, a todo trance, a la investigación científica[12]; y si bien el imperativo lógico dista mucho de ser infalible a la hora de volcar hacia el placer nuestra balanza hedonista, no es dable comparar a un inteligente e instruido científico con un ignorante borracho que cree que hay más placer que dolor en la bebida. La dedicación a la ciencia es un trago amargo que no podría engañar a una razón raciocinante. Y no la engaña, porque no es la razón la que impulsa al científico a ser científico, sino la memética.
Yo digo que al animal lo guían sus instintos, que al hombre semi animalizado lo guían sus instintos y alguno que otro pensamiento, que al hombre pensante lo guían tanto sus instintos como sus pensamientos y que al hombre altamente virtuoso lo guían sus instintos, sus pensamientos y también sus intuiciones. Pero entre el hombre pensante y el hombre virtuoso hay un hombre cegado por el imperativo cultural, un hombre que hace todo, o casi todo, con la única intención (conciente o inconciente) de legar una idea, o una imagen, a la posteridad. Este hombre puede ser un científico, en el caso de que se interese por las ideas, o un artista, en el caso de las imágenes.
Los memes son las unidades de replicación cultural. Su descubrimiento (o su invención) se lo debemos al señor Richard Dawkins, quien postuló su existencia en el memorable último capítulo de El gen egoísta[13]. Según Dawkins, todo lo que hacemos lo hacemos con el fin de facilitar la replicación de nuestros genes... o de nuestros memes. Yo, como ya expliqué, abro mi espectro e incluyo aquí a la razón (que según los sociobiólogos no es independiente del imperativo genético) y a la intuición, y me quedo nomás con estos memes que han de explicar algunas cuestiones que yo no sabía cómo encasillar[14].
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Lunes 16 de febrero del 2006; 7:16 p.m.
La timidez, por ejemplo.
¿Podría explicarse, bajo el marco de la selección natural, la existencia de la timidez de los hombres hacia las mujeres? La situación inversa sí podría explicarse: la mujer necesita estar segura de que quien la corteja será un fiel compañero y un excelente padre, y entonces descarta, por medio de su actitud excesivamente cautelosa, las intentonas eróticas de los múltiples y consabidos paracaidistas que siempre le andan revoloteando. Es por eso, y sólo por eso, que la mujer promedio no es ni por las tapas tan promiscua como el hombre.
El imperativo biológico dice: "Mujer que se acuesta con cualquiera, es mujer que no tendrá un hombre a su lado para cuidar a sus hijos", y entonces la selección natural tiende a premiar a la mujer melindrosa. Pero al hombre su imperativo biológico le dice muy otra cosa: "Eres una máquina de fabricar esperma. Espárcelo a discreción, no te lo guardes, que su producción es asombrosamente barata. Riégalo sobre cuanta mujer se te cruzare y podrás tener cientos de hijos por año. Quédate, si quieres, con una o dos de esas mujeres y cuida de sus retoños, pero que esto no te haga olvidar tu verdadera misión: descargar tu simiente ante toda mujer núbil y, de preferencia, apetecible"[15]. ¿Cómo es entonces que al hombre tímido le cuesta tanto llevar a cabo esa tarea?; ¿por qué la selección natural no elimina de una vez por todas a esas lacras genéticamente indeseables?
Si nos atenemos exclusivamente a los postulados de la sociobiología más ortodoxa, difícilmente podamos encontrar una explicación plausible de la gran proliferación de hombres tímidos[16]. Si la naturaleza en su estado crudo los odia pero los tolera, será porque hay otro mecanismo paralelo al genético que los protege. Aquí es donde entra en juego la memética.
¿Por qué será que los científicos y en menor medida los artistas tienden a ser, en general, más tímidos y solitarios que la gente común? La respuesta es sencilla: un científico excesivamente sociable y mujeriego descuidará su trabajo, y su trabajo no pasará a la historia. Y lo mismo para los artistas. Así, mientras la selección natural se ocupa de destruir al gen (y con él al meme) de la timidez, la selección cultural lo busca y lo cobija como su hijo predilecto, porque donde hay un tímido hay una persona con mucho tiempo de sobra, y donde hay una persona con mucho tiempo de sobra puede haber una preocupación científica o artística que rellene las horas que otros dedican a la socialización[17]. Los hacedores de cultura tienden a ser más tímidos que el hombre común, y como las sociedades crecen y se multiplican en relación directa con su nivel cultural[18], el tímido termina siendo una pieza clave de la evolución y aceptado incluso dentro del imperativo biológico, pues cumple una función similar a la de nuestros abuelos, que si bien no engendran hijos por sí mismos, ayudan a cuidar a los hijos de sus hijos, y es por eso que la selección natural permite que los humanos vivamos tanto tiempo. El tímido tampoco engendra hijos, pero engendra cultura, y como la cultura sí engendra hijos y los protege, las sociedades culturalmente más avanzadas verán aumentar día a día la cantidad de hombres tímidos que pasean por sus calles, para desesperación de las mujeres y de los propios tímidos que no acepten jugar el papel que la naturaleza les otorgó en esta dramática comedia.
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Viernes 17 de febrero del 2006; 7:49 p.m.
La explicación de ayer parece concluir que, una vez más, ha triunfado la sociobiología; hasta la timidez parece subordinarse a ella. Pero no creo que sea tan así. Sin el impulso memético, los tímidos, en vez de dedicarse a las artes o a las ciencias, se dedicarían a jugar al solitario o a navegar por Internet.
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Martes 21 de febrero del 2006; 7:31 p.m.
He aquí algunos memes científico-literarios que merecen pasar a la posteridad:

Es necesario que el proletariado [...] vuelva a sus instintos naturales, que proclame los derechos a la pereza, mil y mil veces más nobles y sagrados que los tísicos derechos del hombre, concebidos por los abogados metafísicos de la revolución burguesa; que se empeñe en no trabajar más de tres horas diarias, holgando y gozando en el resto del día y de la noche.
Paul Lafargue, El derecho a la pereza, p. 96

En la Edad Media, las leyes de la Iglesia garantizaban a los obreros noventa días de reposo en el año --cincuenta y dos domingos y treinta y ocho feriados-- en los cuales estaba terminantemente prohibido trabajar. Cuando llegó la Revolución, apenas asumió el poder, abolió los días de fiesta y reemplazó la semana por la década, a fin de que el pueblo no tuviera más que un día de descanso cada diez. Libertó a los obreros del yugo de la Iglesia para someterlos mejor al yugo del trabajo. He aquí [...] la causa primera de la irreligiosidad de la burguesía industrial y comerciante.
Lafargue, ibíd., p. 148

El odio contra los días feriados empieza a notarse cuando la moderna burguesía industrial y comerciante toma cuerpo; es decir, entre los siglos XV y XVI. [...] El protestantismo, es decir, la religión cristiana amoldada a las nuevas necesidades industriales y comerciales de la burguesía, [...] destronó a los santos del cielo para abolir sus fiestas en la tierra. La reforma religiosa y el libre pensamiento filosófico no fueron más que pretextos de los cuales se valió la burguesía jesuítica y rapaz para escamotear al pueblo los días festivos.
Ibíd., pp. 148-9

El Padre Nuestro de los cristianos, redactado por mendigos y vagabundos para pobres diablos abrumados de deudas, pedía a Dios el perdón de éstas: dimite nobis debita nostra, dice el texto latino. Pero, cuando los propietarios y los usureros se convirtieron al cristianismo, los Padres de la Iglesia alteraron el texto primitivo y tradujeron descaradamente «debita» por pecados, ofensas. Tertuliano, doctor de la Iglesia y rico propietario, que sin duda era acreedor de muchas personas, escribió una disertación sobre la «Oración dominical», y sostuvo que era preciso entender la palabra «deudas» en el sentido de pecados, únicas deudas que los cristianos absuelven. La religión del capital, más avanzada que la religión católica, debía reclamar el pago íntegro de las deudas, siendo, como es, el crédito el alma de las transacciones capitalistas.
Ibíd., pp. 252-3

Yo fui a misa casi todos los domingos desde que tomé la comunión hasta el año ‘87 más o menos, y recuerdo perfectamente que por aquel entonces pedíamos a Dios que perdonase "nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores". Grande fue mi sorpresa cuando volví, en la década del 90, a escuchar una ocasional misa en la que se solicitaba que se perdonasen "nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a quienes nos ofenden". Y esta modificación continúa implementándose al día de la fecha.
La década del 90 vio explotar el capitalismo salvajemente globalizado. ¿Fue casualidad que justo ahí a la Iglesia se le ocurriera modificar el enunciado de su oración más representativa?
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Miércoles 22 de febrero del 2006; 2:54 p.m.

Quede [...] meridianamente clara la evidencia, para todo aquel que no tenga gafas de ciego en los ojos ni ruedas de molino en los oídos, de que la política no me interesó ni --por definición, por congruencia, por lógica de mi doctrina-- podía interesarme nunca y de que, por consiguiente, jamás intervine en ella. Creo haberte dicho [...] que la salvación es siempre individual, nunca gregaria, y no digamos la iluminación, que era, en definitiva, lo único que yo buscaba, proponía y me interesaba.
Jesús de Nazaret, citado por Fernández Sánchez Dragó en Carta de Jesús al Papa, p. 139

... Esa interpretación de mis actos [la de suponer que Jesús fue un guerrillero zelote], esa manipulación de mi doctrina, esa tergiversación de mi mensaje, esa brutal deformación de mi identidad y personalidad, me espanta, hijo mío, me espanta... Ya me veo --¡maldición!-- en pasquines, carteles, camisetas y banderolas tremolantes blandidas por los cachorros, hijos de papá, becarios y gamberretes reaccionarios de las jaurías del movimiento contra la globalización en las augustas narices de los señores del capital, del Banco Mundial, de las Naciones Unidas al servicio de la Casa Blanca y del Pentágono, de la Unión Europea y de otros puertos o rascacielos de arrebatacapas. Lobos, Wojtila, todos ellos, aunque con distintos collares, colmillos, espumarajos, armas y grilletes [...]. E inclúyase, Papa de Roma, en la lista a los llamados «teólogos de la liberación», que no ofician, como ellos creen, en los altares de la caridad y la esperanza, sino en los de la ciega fe puesta al servicio de los asuntos del César. Tanto da que éste lo sea --para la galería y el juego de las urnas-- de derechas, de centro o de izquierdas. Al alma no le importan tales naderías, que son sólo ilusión, engaño, maya, aire en el aire, viento en el viento, nubecillas que llegan, pasan y se van.
Ibíd., p. 138

¿Debo aclarar, Wojtila, aunque la afirmación lo sea de Perogrullo, que capitalismo y socialismo son [...] anverso y reverso consanguíneos e inseparables de la falsa moneda (nunca mejor dicho lo de moneda) acuñada por la adoración del Becerro de Oro?
Ibíd., p. 140

Siempre fui feo, incluso deforme, porque deforme y feo nací. [...] Es posible que te sorprenda lo que a cuento de mi fealdad y tosco pergeño acabo de escribir, pero también cabe la posibilidad de que la noticia no te pille de nuevas. Se te supone, al fin y al cabo, un mínimo de formación patrística: la necesaria, espero, para que conozcas de oídas o de leídas lo que Justino, Tertuliano, Comodiano y san Irineo dijeron de mi palmito. Deforme, escribió el primero; casi inhumano, opinó el segundo; de figura abyecta, añadió el tercero, e informus, inglorius, indecorus, me llamó el último. Quizá fue por eso, hijo mío, por lo que Pablo, también contrahecho, se fijó en mí, simpatizo conmigo y me eligió como percha de una doctrina que yo jamás impartí ni compartí.
Ibíd., pp. 134-5-6

Yo no vine a fundar iglesias, sino, en todo caso, a desmantelarlas, a desarraigarlas, a superarlas, a suprimirlas. Día llegará, y está cercano, en el que los niños y los adultos, los jóvenes y los viejos, los varones y las mujeres, interpelarán directamente al Espíritu y con Él conversarán desde su propio pecho, de tú a tú, en sordina, sin muletas, sin reclinatorios, sin catecismos ni liturgias, sin sacerdotes, sin intermediarios.
Ya lo hacen muchos. Pronto serán legión. El negocio se tambalea. Yo que tú descolgaría el teléfono rojo del Vaticano, convocaría a los brookers con capelo de la sociedad no precisamente anónima (aunque sí limitada, muy limitada) que presides y les avisaría del inminente hundimiento de los santos valores bursátiles de la empresa.
No utilices mi nombre, Wojtila, no lo desvirtúes, no lo yuxtapongas a algo --la Iglesia-- en lo que jamás pensé.
Ibíd., p. 57
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Lunes 27 de febrero del 2006; 7:27 p.m.

El triunfo del evangelio es su dulzura, su mística, su poesía y su ensueño, en los que se excedía indudablemente Jesús. Su quietud, su serenidad y su buen sentido popular le granjearon la admiración y el entusiasmo de quienes le conocieron. Esta prédica verbal [...] contiene un don de simpatía que, alcanzada con el discurso, apenas se refleja en lo que quedó escrito. Jamás la violencia pasional y exacerbada de San Pablo [...] hubiera conquistado el honor de ser el fundador de una mística: de sus páginas salta el pedantismo y otros enbelecos teológicos que Jesús ni vislumbraba, ni necesitaba. Su propia personalidad, junto a su timidez, bastábale para conquistar adeptos sin transmitir doctrina. De los evangelios surge evidente que está ardiendo la condena contra la tiranía del sacerdocio y del Estado.
Carlos Ayarragaray, La justicia en la Biblia y en el Talmud, p. 40

Para los miembros de su familia, Jesús era un loco, y cautelosamente intentan hacerlo detener como demente soñador. [...] Los propios parientes de Jesús, poco se acercan a él en su vida pública [...]. No creemos que María, su madre, estuviera en el calvario, no obstante los esfuerzos de sus apologistas y de la mariología, y pese a la expresión de uno de los evangelistas. Fue después del martirio de Jesús cuando sus familiares se reunieron, despiertos sus sentimientos de piedad y de admiración, así como por el efecto que produce en los vivos, el recuerdo de los muertos. María, a su vez, muere en el anonimato: su culto nacerá después.
Ibíd., pp. 41-2

Controversia muy seria es la divinidad de María. Esa idea no se conocía en los VII primeros siglos y el concepto de inmaculada, como tal fue proclamado en el siglo XIV por una asamblea cismática y confirmado en el siglo XIX.
Ibíd., p. 42

Quien olvide las prescripciones evangélicas de perdón y de renuncio a sus reclamos, limitados a un reclamo de conciliación, quedará fuera del evangelio y será objeto de apartamiento como falso creyente. En una sociedad en que no hay lugar a reclamaciones y no hay temor a litigios, es innecesaria la organización de tribunales.
Ibíd., p. 45

En ningún momento, proclamó Jesús su origen divino; este fue el fruto de una creación espontánea de gente que lo seguía. En ningún instante invocó ser la encarnación de Dios, comenzando esta tradición a partir de la aparición del IV evangelio. Al principio se le llamó el Rabí y lentamente fue aceptando que tuviera con Dios relaciones superiores.
Ibíd., p. 71
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Sábado 8 de abril del 2006; 6:36 p.m.
Dijo Lao Tsé: "Cuando todos en el mundo entienden la belleza como bella, están creando la fealdad; cuando todos entienden la bondad como buena, están creando el mal". A este inefable oriental le habría gustado que no existiesen la fealdad y la maldad, y ¿a quién no? Pero si el precio a pagar es la eliminación de la belleza y la bondad, paso.
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Domingo 9 de abril del 2006; 12:02 a.m.
Dijo Émile Boutroux: "Si me obligan a ser claro, renuncio a filosofar"[19]. La filosofía, y sobre todo quienes pretenden estudiarla, habrían estado más que agradecidos[20].
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Sábado 15 de abril del 2006; 10:31 a.m.
Yo no puedo creer que un hombre de genio, o al menos de talento, no consiga explicarse, incluso cuando trata de temas esencialmente abstrusos. Y si no pregúntele a Einstein, quien así diserta respecto de su teoría del campo unificado:

Por naturaleza soy enemigo de las dualidades. Dos fenómenos o dos conceptos que parecen opuestos o diversos me ofenden. Mi mente tiene un objetivo supremo: suprimir las diferencias. Obrando así permanezco fiel al espíritu de la ciencia que, desde el tiempo de los griegos, ha aspirado siempre a la unidad. En la vida y en el arte, si se fija usted bien, ocurre lo mismo. El amor tiende a hacer de dos personas un solo ser. La poesía, con el uso perpetuo de la metáfora, que asimila objetos diversos, presupone la identidad de todas las cosas.
En las ciencias este proceso de unificación ha realizado un paso gigantesco. La astronomía, desde el tiempo de Galileo y de Newton, se ha convertido en una parte de la física. Riemann, el verdadero creador de la geometría no-euclídea, ha reducido la geometría clásica a la física; las investigaciones de [...] Max Born han hecho de la química un capítulo de la física, y como Loeb ha reducido la biología a hechos químicos, es fácil deducir que incluso la biología, no es, en el fondo, más que un párrafo de la física. Pero en la física existían, hasta hace poco tiempo, datos que parecían irreductibles, manifestaciones distintas de una entidad o de grupos de fenómenos. Como, por ejemplo, el tiempo y el espacio; la masa inerte y la masa pesada, esto es, sujeta a la gravitación; y los fenómenos eléctricos y los magnéticos, a su vez diversos de los de la luz. En estos últimos años, estas manifestaciones se han desvanecido y estas distinciones han sido suprimidas. No solamente [...] he demostrado que el espacio absoluto y el tiempo universal carecen de sentido, sino que he deducido que el espacio y el tiempo son aspectos indisolubles de una sola realidad. Desde hace mucho tiempo Faraday había establecido la identidad de los fenómenos eléctricos y de los magnéticos y más tarde los experimentos de Maxwell y de Lorenz han asimilado la luz al electromagnetismo. Permanecían, pues, opuestos en la física moderna, sólo dos campos: el campo de la gravitación y el campo electromagnético. Pero he conseguido, finalmente, demostrar que también éstos constituyen dos aspectos de una realidad única. Es mi último descubrimiento: «La teoría del campo unitario». Ahora, espacio, tiempo, materia, energía, luz, electricidad, inercia, gravitación, no son más que nombres diversos de una misma y homogénea actividad. Todas las ciencias se reducen a la física y la física se puede ahora reducir a una sola fórmula. Esta fórmula, traducida al lenguaje vulgar, diría poco más o menos así: «Algo se mueve». Estas tres palabras son la síntesis última del pensamiento humano (citado por Giovanni Papini en Gog, pp. 71-2).
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[1] (Nota añadida el 5/10/9.) Para terminar de desalentar a cualquier aprendiz de filósofo que no se amedrente con facilidad, aquí van estas sapientísimas palabras de Walter Savage Landor: "La filosofía no siempre juega limpio con nosotros. Después de invitarnos, frecuentemente rehuye nuestra compañía, y nos abandona cuando nos ha alejado de nuestra casa por caminos sumamente extraviados" (Pericles y Aspasia, CXII). ¡Y qué intrincados y contradictorios pueden ser esos extravíos!
[2] (Nota añadida el 12/5/7.) Algunos historiadores, entre los que destaca Denis Diderot (Ensayo sobre la vida de Séneca, cap. LXII), afirman que Séneca conoció a San Pablo y que existen 14 cartas de intercambio que lo prueban. Dicen también, lo cual está fuera de discusión, que San Pablo estuvo cautivo en Roma hacia el año 61, y que la cómoda prisión en la que recaló fue otorgada por el pretoriano Burro, en ese entonces íntimo amigo de Séneca. Si esto es así, es probable que Séneca conociera la doctrina evangélica; pero como ya se dijo, De la ira fue redactado cerca del 41, 20 años antes de que el apóstol fuera encerrado en Roma, y la mayoría de los historiadores modernos afirman que aquel intercambio epistolar es falso.
[3] "El misericordioso --dice San Agustín-- de tal manera no resiste, que lo hace para que se corrija aquel que por su resistencia se tornaría peor" (El sermón de la montaña, I, 55). Sin embargo, en I, 63 espeta que "es mejor vengar un pecado con amor que dejarlo impune, deseando con ello ver al pecador, no afligido por el castigo, sino feliz por la corrección". Para Agustín, entonces, ora conviene dejar impune un pecado, ora conviene vengarlo (con amor), según sea la impunidad o la venganza, de acuerdo a las circunstancias, la mejor medicina para el pecador. Este sincretismo se explica en I, 66: "He aquí la regla que debe observar el cristiano en este género de injuria que puede ser reparada por la venganza: que la injuria recibida no se resuelva en odio; sino que estemos dispuestos a padecer más, compadecidos de la debilidad ajena, sin descuidar por ello la corrección, que puede llevarse a cabo con el consejo, con la autoridad o con el poder". Yo me pregunto: ¿Se deduce todo esto de algún pasaje del sermón de la montaña?, y ¿no hay contradicción en los términos cuando se habla de "vengar con amor"? Una venganza que no surja del odio, ¿no sería como un limón engendrado sin el concurso de un limonero? Dejo a cada quien las respuestas a estos interrogantes. Por lo demás, no me extrañaría que los inquisidores católicos se hayan agarrado, incluso de buena fe, del "es mejor vengar un pecado con amor que dejarlo impune" a la hora de torturar a los herejes, sobre todo si va apoyado con una crítica a los que "se ceban airadamente contra los castigos corporales del Antiguo Testamento, sin saber en absoluto a qué intención y circunstancias de tiempo obedecían" (I, 65) y con una mención de honor a los "grandes y santos varones que [...] castigaron algunos pecados con la muerte". Estos alados matarifes, según Agustín, "no procedieron temerariamente", pues achuraron a sus víctimas "con el deseo de mirar por el bien de los humanos" (I, 64). Si Torquemada y sus secuaces estaban enfermos de la cabeza como yo supongo, entonces respira San Agustín. Si no, es este obispo de Hipona y no los herejes torturados el que, si existe el infierno, se está cocinando en él. La buena intención de esta exégesis habría posibilitado la hecatombe, y como el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones...
[4] Según Gastón Corbata, sería un "vampiro rosa".
[5] (Nota añadida el 31/1/7.) Evagrio del Ponto, asceta cristiano del siglo IV, amplía el concepto: "La gula es la madre de la lujuria, alimento de los malos pensamientos, pereza en el ayuno, obstáculo para el ascetismo, peligro para los propósitos morales, imaginar comida y esbozar aliños, potro desbocado, frenesí desenfrenado, receptáculo de enfermedad, envidia de la salud, obstrucción de los conductos, ruido de tripas, la más extrema atrocidad, corrupción del intelecto, debilidad del cuerpo, dificultad para conciliar el sueño, muerte lúgubre" (citado por Francine Prose en Gula, p. 24).
[6] Karl Popper fue otro de los que reconoció esta incoherencia de los librealbedristas (cf. su Conocimiento objetivo, cap. 6, secc. X y ss.).

[7] ¡Qué triste para la ética que la parangonen con el presidio!
[8] Y si se quiere una respuesta tajante a la infantil pregunta de Skutch, aquí va: Porque nosotros, a diferencia del criminal, no somos criminales, ni nos produce goce alguno la idea de imitarlo. (Recomiendo, toda vez que alguien se topare con alguno de estos escritores "justicieros", volver a la realidad ética leyendo los imperecederos Esbozos de una moral sin obligación ni sanción del francés Guyau, o en su defecto la sección II del Apéndice del presente extracto, en donde cito y gloso algunos pasajes de dicha obra).
[9] Me refiero a mí y a mis neuronas.
[10] Me permito aclarar algo. Yo dije que, según Skutch, es socialmente deseable odiar al delincuente. Sin embargo, en uno de los últimos pasajes de su artículo, este pensador afirma que debemos "castigarlo como se merece, no con odio, sino profundamente entristecidos". Esto me dejaría descolocado si no fuera porque Skutch habla todo el tiempo de la indignación moral ante un crimen como algo completamente deseable, y ¿en qué otra cosa podría resolverse la indignación moral si no en odio hacia el delincuente? Yo, al menos, aún no conocí a nadie que no acompañara sus "justas indignaciones" con sendos resentimientos. Y no se diga que hay quienes odian el crimen pero no al criminal, porque yo (en teoría) soy uno de esos, y a mí la justa indignación, o la indignación moral --como quieran llamarla-- me pasa completamente de largo. No hay indignación sin odio. Castigar indignado es castigar odiando al delincuente. Y además rara vez se vislumbra, en el rostro de las víctimas, algo parecido a la tristeza cuando el reo es sentenciado a una pena que ellos consideran justa. Antes bien ejecutan una mueca de alegría mal reprimida y se les encienden los ojos con un brillo rojizo. Y emiten baba. Generalmente hacia adentro, pero la emiten.
[11] Esta regla figura en el "Apendicitis" del libro cuarto de mi diario y dice lo siguiente: A) La conciencia lógica de cualquier individuo, animal, vegetal o mineral, en tanto que tal, o sea en su estado puro, sin mezclarse con ningún instinto ni con ninguna intuición, no puede hacer otra cosa más que buscar su mayor bienestar o menor malestar individual, ya sea en el corto, en el mediano o en el largo plazo según el nivel corto, mediano o largo de desarrollo intelectual que posea dicho individuo; B) el inconciente instintivo de cualquier individuo animal, vegetal o mineral, en tanto que tal, o sea en su estado puro, sin mezclarse con ninguna conjetura lógica ni con ninguna intuición, no puede hacer otra cosa más que buscar el mayor bienestar o el menor malestar de la especie o grupo específico que integra, aun a costa del bienestar del individuo mismo. Este bienestar específico se buscará en el corto, mediano o largo plazo según el menor o mayor desarrollo instintivo de la especie en general y del individuo en particular; y C) el inconciente intuitivo de cualquier individuo animal, vegetal o mineral, en tanto que tal, o sea en su estado puro, sin mezclarse con ninguna conjetura lógica ni con ningún instinto, no puede hacer otra cosa más que buscar el mayor bienestar o el menor malestar posible para todos los seres concientes en conjunto y en el largo plazo, aun a costa del bienestar del individuo mismo y de la especie que integra, e inclusive a costa del bienestar del conjunto biomásico en el corto o mediano plazo. Téngase muy en claro que en estos tres principios se habla de buscar y no de encontrar. La conciencia busca su propio bienestar, pero a veces lo busca en el vicio, que suele la larga traerle más consecuencias dolorosas que placenteras. Asimismo, el instinto no es infalible; hay algunos que, por haberse detenido en el tiempo sin adaptarse a las nuevas condiciones de vida, pueden llevar a una especie incluso a la extinción. Un ejemplo clásico de instinto mal empleado es el que lleva a las polillas hacia el fuego y las calcina. Con la intuición, en cambio, no se puede caer en error alguno: siempre que sea una verdadera intuición y no un presentimiento malinterpretado, ésta nos conducirá necesariamente o bien hacia una verdad en el caso de la intuición científica, o bien hacia una elección correcta de alternativas, correcta en sentido ético, es decir, que a la larga la sumatoria de sus consecuencias será favorable al bienestar del conjunto de seres concientes existentes o por existir en el universo.
[12] La gran santa de la ciencia, María Curie, estaría de acuerdo en esto.

[13] Otros autores anteriores ya le habían allanado el camino. El biólogo C. H. Waddington, por ejemplo, habló en El animal ético, cap. XII, de la existencia de “un mecanismo sociogenético que transmite información de una generación a la siguiente".

[14] Para tener una idea bien clara de lo que significa e implica la memética, recomiendo leer La máquina de los memes, de Susan Blackmore.
[15] Schopenhauer afirma en su Metafísica del amor sexual, p. 50, que nos agradan las mujeres pechugonas porque son las que mejor amamantarán a nuestros potenciales hijos, y yo creo que también nos gustan las caderudas porque, debido a su amplitud, suelen tener partos menos problemáticos. Esto, desde ya, lo elabora nuestro inconciente instintivo, no nuestra conciencia ordinaria, que tan sólo se atiene a disfrutar del espectáculo.

[16] La única hipótesis que se me antojaría válida sería la de que la timidez está relacionada causalmente con alguna otra cualidad genéticamente deseable --pongamos por caso la híper fertilidad espermática--, de suerte que la aparición de esta cualidad en el fenotipo de un hombre implique necesariamente la aparición de la timidez.

[17] "El ocio es la madre de la filosofía" (Thomas Hobbes, Leviatán, 46). Y respecto del tema central que ahora nos ocupa, dijo Anatole France en La rotisería de la reina Patoja que "la timidez es un pecado grave contra el amor". ¡Qué triste verdad es ésta para nosotros los tímidos!

[18] El islamismo parece desmentir este aserto, pero su proliferación, me parece, no es más que un fenómeno temporal que no durará más de unos cuantos siglos. Además, las leyes sociales no son leyes matemáticas: pueden tener excepciones, y como último descargo diré que los musulmanes están creciendo mucho... en número, pero su extensión geográfica difícilmente aumentará en los tiempos venideros, pues su cultura bélica se halla muy poco desarrollada.
[19] Citado por Manuel García Blanco en En torno a Unamuno, p. 211.

[20] Dedicada a Boutroux, aquí va esta disertación del gran maestro de la claridad filosófica: "Del mismo modo que para ostentar la belleza de las formas corporales el cuerpo debe estar desnudo, y un hombre esbelto, si tuviera buen gusto y pudiera abandonarse a él no vestiría otro traje que el antiguo, así el hombre de gran inteligencia y fértil en pensamientos se expresará siempre de la manera más natural y sencilla cuando, para soportar el aislamiento a que todos estamos condenados en este mundo, tratase de comunicar sus juicios a los demás cuando ello es posible. En cambio, el pobre de espíritu, el que no ve las cosas con claridad y exactitud, tratará siempre de revestir sus discursos con las formas más afectadas y oscuras, adornando con palabras pomposas y con frases huecas sus mezquinos, insignificantes, insípidos y vulgares pensamientos, al modo que el individuo que para remediar la fealdad de su cuerpo y darle la apariencia majestuosa de la belleza se cubre de adornos bárbaros, de plumas, de oropeles, de gorgueras rizadas, de postizos y de mantos. Tan perplejo como éste, si tuviera que presentarse desnudo, se vería más de un autor si estuviere obligado a traducir en lenguaje liso y llano el oscuro contenido de su pomposa obra" (Arthur Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación, tomo I, pp. 451-2). Schopenhauer, al escribir esto, pensaba en Hegel, pero lo dicho le cabe tanto a éste como a tantísimos otros escritores filosóficos que no han hecho otra cosa más que promover, con su oscuridad expresiva, la deserción de las filas de la filosofía de innumerable cantidad de jóvenes que se acercan a ella con el espíritu abierto y chocan contra una cerrada trabazón de ideas impenetrables y en exceso revocadas, después de lo cual terminan insultando a la filosofía y negándole todo efecto de utilidad personal para luego dedicar su vida entera a la venta de zapatos o al tecleo de computadoras. ¡Intenten por otro lado, muchachos!

2 comentarios:

  1. lástima que defendienda una idea que justo es completamente contraria a aquello con lo que comienza su texto "El verdadero sistema filosófico tiene que unir libertad e infinitud; o, dicho de un modo sorprendente, tiene que poner en un sistema la falta de sistema. Sólo un sistema de este tipo puede evitar los errores del sistema y no ser acusado de injusto o de anárquico." en fin, quizá por eso viviana le dice que no es un genio, porque parece estar confundido.

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  2. Excelente!
    A palabras necias, oídos sordos.

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