Quienes componen discursos difíciles, oscuros, complicados, ambiguos, es seguro que no saben bien qué quieren decir, sino que solamente tienen de ello una percepción poco clara y aún están buscando una idea, pero más frecuentemente aún lo que sucede es que tratan de ocultarse a sí mismos y a otros que en realidad no tienen nada que decir.
Arthur Schopenhauer, Paralipomena, parág. 283
Parece que los profesores universitarios encuentran conveniente para el alumnado de filosofía el estudio del pensamiento de Heidegger. Estudiemos, pues, a Heidegger –o mejor dicho, puesto que la prosa traducida de Heidegger me resulta indigerible, estudiemos a quienes pudieron leer a Heidegger y sacar de su lectura provechosas conclusiones.
En primer lugar, el dato más interesante a la hora de penetrar en la cabeza de un pensador: ¿era Heidegger creyente, agnóstico o ateo? Y ya de entrada, cuando pretendo responder esta simple pregunta, encuentro complicaciones. Por un lado tenemos a Sartre, que quiere llevárselo para su bando: “Entre los existencialistas ateos hay que colocar a Heidegger”, nos anuncia desde su famoso ensayo El existencialismo es un humanismo. Esta opinión es compartida incluso por pensadores que, creyentes y cristianos, no tienen nada que ver con el universo sartreano. Es el caso de José Camón Aznar: “Heidegger ha arrancado desde su misma esencia toda posibilidad de creencia en Dios. Este ateísmo […] condiciona hasta el último estrato de su pensamiento y sombrea toda su producción” (Cinco pensadores ante el Espíritu, p. 333). ¿Será entonces que Heidegger era ateo? No para Julián Marías, quien considera que hablar de un Heidegger ateo es una irresponsabilidad intelectual (cf. Sobre el cristianismo, p. xxx), ni tampoco para el doctor Enzo Solari, quien entiende que “el de Heidegger es un pensamiento que jamás prescindió del problema de Dios”, ni siquiera en su vejez, y añade el dato de que “es sabido que Heidegger pidió ser enterrado en el cementerio católico de Messkirch” (Aproximación al problema de Dios en el pensamiento de Heidegger, pp. 2 y 4). ¿En qué quedamos entonces?
Lo más sensato, para dilucidar esta cuestión, sería que el propio Heidegger hubiera dicho: soy creyente, o soy ateo, o soy agnóstico. Pero parece ser que a este alemán no le agradaban demasiado los enunciados sencillos y explanados. Ahora bien, si a una persona no le interesa que los demás la entiendan sin equivocaciones, ¿para qué publica? Y si publica, ¿para qué tomarnos la molestia de intentar descifrarlo? Habiendo pensadores que hacen todo lo posible por transmitir claridad, sobre metafísica inclusive, leer a Heidegger se me antoja innecesario, por lo menos hasta que haya terminado de leer a los autores que no se burlan de mí mientras escriben .
Parece que los profesores universitarios encuentran conveniente para el alumnado de filosofía el estudio del pensamiento de Heidegger. Estudiemos, pues, a Heidegger –o mejor dicho, puesto que la prosa traducida de Heidegger me resulta indigerible, estudiemos a quienes pudieron leer a Heidegger y sacar de su lectura provechosas conclusiones.
En primer lugar, el dato más interesante a la hora de penetrar en la cabeza de un pensador: ¿era Heidegger creyente, agnóstico o ateo? Y ya de entrada, cuando pretendo responder esta simple pregunta, encuentro complicaciones. Por un lado tenemos a Sartre, que quiere llevárselo para su bando: “Entre los existencialistas ateos hay que colocar a Heidegger”, nos anuncia desde su famoso ensayo El existencialismo es un humanismo. Esta opinión es compartida incluso por pensadores que, creyentes y cristianos, no tienen nada que ver con el universo sartreano. Es el caso de José Camón Aznar: “Heidegger ha arrancado desde su misma esencia toda posibilidad de creencia en Dios. Este ateísmo […] condiciona hasta el último estrato de su pensamiento y sombrea toda su producción” (Cinco pensadores ante el Espíritu, p. 333). ¿Será entonces que Heidegger era ateo? No para Julián Marías, quien considera que hablar de un Heidegger ateo es una irresponsabilidad intelectual (cf. Sobre el cristianismo, p. xxx), ni tampoco para el doctor Enzo Solari, quien entiende que “el de Heidegger es un pensamiento que jamás prescindió del problema de Dios”, ni siquiera en su vejez, y añade el dato de que “es sabido que Heidegger pidió ser enterrado en el cementerio católico de Messkirch” (Aproximación al problema de Dios en el pensamiento de Heidegger, pp. 2 y 4). ¿En qué quedamos entonces?
Lo más sensato, para dilucidar esta cuestión, sería que el propio Heidegger hubiera dicho: soy creyente, o soy ateo, o soy agnóstico. Pero parece ser que a este alemán no le agradaban demasiado los enunciados sencillos y explanados. Ahora bien, si a una persona no le interesa que los demás la entiendan sin equivocaciones, ¿para qué publica? Y si publica, ¿para qué tomarnos la molestia de intentar descifrarlo? Habiendo pensadores que hacen todo lo posible por transmitir claridad, sobre metafísica inclusive, leer a Heidegger se me antoja innecesario, por lo menos hasta que haya terminado de leer a los autores que no se burlan de mí mientras escriben .