En el ámbito académico de la filosofía se suele considerar “poco serio” el estudio del pensamiento de un determinado autor valiéndose de traducciones y no de los textos en su lengua original. Este punto de vista, que por cierto ya he criticado en otra ocasión , no tiene razón de ser en nuestros días y presenta grandes contraindicaciones. Podría juzgarse relativamente correcto transportándolo al siglo XIX, en el que los pensadores de renombre no escribían en otro idioma que no fuera el inglés, el francés o el alemán, amén de que las traducciones confiables escaseaban en aquellos tiempos. Hoy día, si queremos abarcar el arco entero del pensamiento filosófico no podemos desdeñar los trabajos de los pensadores de origen español, nórdico, ruso, checoslovaco, húngaro, italiano, chino, japonés, indio, árabe y acá me detengo aunque debería continuar. Aprender a leer todos estos idiomas no es imposible, pero se requeriría una inversión excesiva de tiempo y dinero, tiempo que el verdadero pensador filosófico debería ocupar en otros menesteres que le incumben más de lleno, porque no creo que se demoren menos de 30 años en ser aprendidas de un modo cabal todas estas lenguas, y entonces al pensador se le va la vida, se le van los años de madurez intelectual en el aprendizaje de meras herramientas, herramientas inútiles las más de las veces, pues las traducciones de que hoy disponemos, a diferencia de las antiguas, son harto numerosas y, en la mayoría de los casos, elaboradas por profesionales que saben muy bien lo que hacen y que seguramente manejan el idioma traducido de un modo mucho más exacto del que podríamos manejarlo nosotros si nos dispusiéramos a estudiarlo. Seré yo muy burro, pero hace 40 años que manejo un único idioma y todavía no terminé de aprenderlo; ¿cómo podría aprender cuatro o cinco idiomas más de un modo suficientemente puntilloso como para aplicarlo a proposiciones filosóficas, mismas que no se suelen caracterizar por su sencillez sintáctica? En vez de leer la Crítica de la razón pura en alemán, lo que me insumiría unos 10 años por lo menos (nueve años y medio para aprender a conciencia el idioma y medio año para leer y analizar el texto), lo leo traducido al español, traducido no por una computadora o por Juan Mondongo, sino por alguien que haya mamado el alemán desde tan pequeño que sea una segunda lengua para él, no una lengua de tantas como lo sería para mí si me dispusiese a estudiar todo los idiomas que mencioné. Este hombre, que además de saber alemán disfrutará de una correcta formación filosófica, me servirá el pensamiento de Kant en bandeja, condimentándolo, lo admito, a su manera y no a la mía, pero mejor así, porque si yo lo condimentara valiéndome de mis propias herramientas idiomáticas, el sabor del plato a degustar sería muchísimo más pobre, y lo más probable es que el manjar también esté crudo si es que yo mismo lo cocino. Ir en contra de la especialización, de la división del trabajo en este ámbito, denota miopía reaccionaria e ínfulas elitistas. Sí, elitistas, así hay que definir a quienes sostienen que el estudio de la filosofía debe estar reservado exclusivamente a los políglotas. Aprender un idioma cuesta mucho dinero, tanto si lo aprendemos desde nuestra ciudad como si lo hacemos viajando. No hay políglotas pobres, esa es la realidad, y si pretendemos que el poliglotismo es la condición necesaria del pensamiento elevado, estamos excluyendo por fuerza de la filosofía a todas aquellas personas de bajos recursos que intentan acercársele. Esto es lo que viene sucediendo desde hace muchos siglos ya, pero ha llegado la hora de acabar con esta cofradía.
Un profesor mío, el señor José Flíguer, me planteó la duda sobre si Sócrates no escribía porque no le interesaba escribir o porque no sabía. Esta duda, en todo caso, es superflua: suponiendo que no sabía escribir, no lo sabía porque no le interesaba. Si le hubiera interesado, con su inteligencia y sus amigos, en un par de meses habría aprendido. Y no le interesaba escribir por la sencilla razón de que lo que le interesaba era pensar; lo demás era pérdida de tiempo.
A diferencia de Sócrates, yo necesito escribir, porque mi pensamiento se desarrolla a través de mi escritura, de suerte que si no escribo, mis pensamientos giran locos en mi mente y no cobran su real significado. Y también necesito leer, porque como dije alguna vez, yo cavilo con bastón: necesito apoyarme en el pensamiento de otro para poder avanzar. Pero eso, y sólo eso, es el pensamiento ajeno para mí: un bastón. Y lo mismo debería serlo para los demás aspirantes a filósofos. Poco importa, pues, quién ha fabricado ese implemento, y mucho menos quién le ha dado el acabado final. Sólo interesa que me sostenga y que me permita movilizarme. Si le doy más importancia al bastón que a mis propios pasos, terminaré rindiéndole culto a la prótesis y olvidándome de caminar. Un paralítico adorando un bastón: curioso cuadro que se multiplica como una pandemia entre nuestros plurilingües profesores.
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