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domingo, 1 de mayo de 2011

Sobre la tolerancia y los insultos (extracto de mi "Cita a ciegas")

CORNEJÍN. --A mí me revienta la gente inconsecuente, y más todavía los que, siendo inconsecuentes, se jactan de lo contrario. Vea por ejemplo el asunto éste de la tolerancia. La idea de la tolerancia se puso de moda, razón por la cual el pensador de rebaño, ese que por nada del mundo contradice a las mayorías, la levanta como inclaudicable bandera. (Sirva esto, entre paréntesis, para decir que no siempre las modas están equivocadas.) Ahora bien: ¿qué pasa con la tolerancia cuando se la quiere practicar hasta sus últimas consecuencias? Pasa, le respondo, que se debe ser tolerante con todos, incluso, y principalmente, con los intolerantes. Pero no, los tolerantes rebañegos no llegan a esto, porque son sordos a esa voz de la razón que los intima con un "ea, ¿por qué te detienes aquí? ¡La tolerancia no discrimina!" No discriminarás; he ahí el principal mandamiento que las sociedades actuales adoran. "¡No nos discriminen!" gritan los negros, y el hombre civilizado aplaude; "¡a nosotros tampoco!" se pliegan los judíos y el aplauso se acrecienta. Pero ¡guay de los amantes del Ku-Klux-Klan o de los nazis que se atrevan a confesar su ideología! Todo el rebaño de tolerantes, con su irracional principio de no discriminación a cuestas, la emprenderá contra ellos con la más descarada intolerancia, discriminándolos como al más judío de los judíos alemanes de la preguerra o como al más negro de los negros cosechadores de algodón de la Norteamérica secesionista. La tolerancia, señor Campoamor, no tiene límites; y si alguno que dice ser tolerante los pone, es porque le gusta cómo suena la palabra en sus oídos, sin haber escuchado jamás con el espíritu la música interior que la idea de la tolerancia lleva consigo.

CAMPOAMOR. --¿No estás siendo un poco intolerante con quienes no concordamos con este tu principio de tolerancia absoluta?

CORNEJÍN. --Estamos hablando de un principio práctico. Mis palabras, por hirientes que sean, viven en el terreno de la teoría, en donde los términos tolerancia y discriminación carecen de validez. Esté usted seguro de que si me topo con uno de estos intolerantes encubiertos, no utilizaré (excepto si me surgiese una motivación instintiva) la acción violenta para reconvenirlo; me limitaré, a lo sumo, a la reconvención violenta de palabra, y acaso al insulto, actitudes que de ningún modo pueden calificarse de intolerantes, si bien suelen ser el preludio del acto violento.


CAMPOAMOR. --¿El insulto no es un acto de intolerancia?

CORNEJÍN. --El insulto a secas, sin apoyo del puño, suele indignar a los necios y despertar a los sabios; pero indignar a los necios no es lo mismo que ser intolerante con ellos, y no dejaré de intentar sacudir a los buenos dormilones por más que usted piense que hay algo de intolerancia en esta actitud. Diógenes insultaba descaradamente y Sócrates mayéuticamente, pero nunca se iban a las manos contra un oponente, y no se peleaban porque con el insulto no querían provocar, sino educar. ¡Si hasta cuando Diógenes, habiendo sido intimado a no escupir en el piso, escupió la cara de su anfitrión, lo hizo tan sólo con fines didácticos! "Creo más a quien me insulta que a quien me adula" dijo no recuerdo quién. Es frecuente que el insulto y el acto discriminatorio vengan juntos, pero es posible tanto insultar sin discriminar como discriminar sin insultar. Yo insulto y me atengo a las consecuencias sin reaccionar; si me patean, que me pateen (y ahí es donde se medirá mi nivel de tolerancia); y si me agradecen, que me agradezcan nomás (aunque no mucho para no tentar a mi soberbia...). Hace unos años se me había dado por no bañarme muy seguido. Pensaba que era perder el tiempo, o mostrarse por demás afeminado, eso de lavarse dos o tres veces por semana. No me sentía mal en la suciedad, y mis anticuerpos, fuertes como siempre, se encargaban de mantenerme sano. Quién sabe si hoy no seguiría inmerso en esa política emersiva de no ser por el diplomático insulto que Guillermo Crespo, otro de mis incondicionales, me profirió con gran clase cierta vez que visitábamos la casa de nuestro común amigo Javier Zapata. "¿Así que en estos momentos no estás trabajando con tu viejo?", me preguntó, a lo que respondí con un "no. Tengo bastante tiempo libre para leer y escribir y hacer lo que se me cante". "¿Y entonces por qué no utilizás ese tiempo libre para bañarte?" No recuerdo cuántos días hacía que no me higienizaba, pero él no tenía por qué saberlo... a menos que alguien me hubiera delatado. Y ese alguien... era mi olor. Mi olor a linyera podrido que por supuesto yo no percibía y que debieron soportar quién sabe por cuánto tiempo mis padres y mis hermanos sin atreverse a echármelo en cara, sin atreverse a insultarme, por temor a ofenderme o avergonzarme. Tampoco Guillermo quería ofenderme o avergonzarme, pero corrió el riesgo con tal de informarme respecto de la situación que se había planteado, a saber, el estar molestando con mis vahos a un grupo de personas que no tenían por qué tolerarlos pudiéndose fácilmente destruir con una ducha. Ahora le pregunto a usted: ¿fue un acto de intolerancia ese insulto? Y le contesto que no, que más intolerancia hubiese habido si Guillermo, en vez de insultarme, hubiese comenzado de ahí en más a evitarme, a esquivar mi presencia, sin informarme acerca del porqué de su proceder. Lejos de eso, mi amigo me planteó el problema con la esperanza de solucionarlo; y así como hace instantes le hablé de la bondad de carácter de mi amigo Ángel, ahora le comento que conozco tan bien el espíritu ecléctico y tolerante de Guillermo, que, aunque me hubiese negado a ducharme de inmediato en ese baño ajeno como efectivamente lo hice después de que me lo suplicaran, estoy persuadido de que igual habría permanecido junto a mí tolerando mis olores (al menos por ese día). Y tampoco habría sido la fuga un acto intolerante toda vez que yo supiera por qué se retiraba y tuviera las herramientas necesarias (la ducha) para evitar la evasión. En este caso, la intolerancia hubiera existido si Guillermo, indignado por mi oloroso estado, me hubiese propinado una golpiza, sea que me hubiese o no anoticiado del suceso que lo indignaba. Nunca le agradecí explícitamente a mi amigo por aquel insulto solapado, pero a cada rato se lo agradezco desde mis interiores, porque su insulto me despertó. Y lo que posibilitó que Guillermo se animara a insultarme fue la informalidad que tengo con él en el trato, informalidad que al parecer no tengo en el trato con mis familiares, pues ellos seguramente habían percibido mis olores mucho antes que mi amigo. Con esto quiero significar que el insulto, que el indignante o despertador insulto, no podrá venir nunca de una persona que no se haya tomado nuestro decoro en solfa. Aquellas personas ante las cuales no nos animamos a rajarnos uno de nuestros estruendosos pedos, esas personas no suelen insultar, pero suelen discriminar con mayor intensidad que los "poco serios", porque los insultos que se guardan se les maceran por dentro y se les transforman en rencor, base de toda intolerancia. Insultemos, pues, cuando sintamos esa necesidad. El insulto es catarsis para el insultador, llamado de atención para el insultado y poderoso buque rompehielos para los dos bandos. Romper el hielo, tirar abajo el muro que el trato formal construye y que impide la proliferación de las grandes amistades, he ahí una tarea muy sencilla para quien cuenta con el zapapico del insulto. Dos personas que nunca se insultan podrán estar unidas por cualquier tipo de vínculo, excepto por la amistad.
CAMPOAMOR. -- Estoy anonadado. Me has dejado anonadado.
CORNEJÍN. --Por nada, gordito.

(Pasaje extractado de mi "Cita a ciegas")

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