Se han hecho algunos experimentos relacionados con dietas hipocalóricas en ratones, dando como resultado que los especímenes sometidos a una restricción calórica prolongada han vivido, en promedio, más tiempo y con mejor salud que aquellos otros ratones que comían indiscriminadamente[1]. Asimismo, el Instituto Nacional del Envejecimiento de los Estados Unidos (NIA) ha experimentado con primates, sometiendo a un grupo a una restricción calórica prolongada, y los resultados que arroja esta investigación van en la misma dirección que los obtenidos en los experimentos con roedores. Comer menos alarga la vida de monos y ratones, pero ¿cómo viven esos especímenes longevos? Parece que su actividad es harto precaria en comparación con los ejemplares alimentados normalmente. Se vuelven letárgicos y --detalle no menor-- el índice de reproducción desciende. Extrapolando estos resultados al terreno humano (paso que los científicos, en general, no se atreven a realizar, pero para eso estoy yo), tendríamos que concluir que las dietas hipocalóricas nos alargan la vida al tiempo que nos hacen perder los deseos de vivir. Serían ideales, pues, para aquellos individuos que pretendan alejarse de los mundanales tráfagos y dedicarse al éxtasis de la contemplación, pero contraproducentes para quienes, por voluntad propia o porque no les queda otra, viven permanentemente de cara a este mundo y necesitan moverse a su ritmo. Un asceta gordo es una contradictio in adjecto; un ayunador maratonista no es un imposible, pero es, indudablemente, un estúpido.
[1] Cf. la revista Scientific American, enero de 1996, artículo de Richard Weindruch titulado “Restricción calórica y envejecimiento”.
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