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sábado, 21 de julio de 2012

Retomando el tema del antisemitismo (parte I)

Era San Pablo de la opinión de que cuando el juicio final se acercase, los judíos todos se convertirían a la fe del cristianismo:

Ha acontecido a Israel endurecimiento en parte, hasta que haya entrado la plenitud de los gentiles; y luego todo Israel será salvo (Romanos 11. 25-26).

Y San Agustín, adhiriéndose a esta idea, la expresa con mayor claridad:

En aquel juicio, o por aquellos tiempos, sabemos que ha de haber todo esto: [la venida de] Elías Thesbite, la fe de los judíos, el Anticristo que ha de perseguir, Cristo que ha de juzgar, la resurrección de los muertos, la separación de los buenos y de los malos, la quema general del mundo y la renovación del mismo (La ciudad de Dios, libro XX, capítulo XXX).

No se sabe muy bien si los judíos se convertirán al ver a Cristo resucitado, o si es la total conversión del pueblo hebreo la que posibilitará este advenimiento, de modo que habría que poner todo nuestro empeño en convertirlos porque de ellos dependería que Jesús se presentase o no. Esto último era lo que opinaba León Bloy, y hasta llegó a escribir un libro en base a esta hipótesis: La salvación por los judíos. El título prometía; ¡por fin --supuse-- un cristiano apologizando al pueblo de Israel en medio del antisemitismo reinante en la Europa del siglo XIX! Pero me equivoqué de cabo a rabo. No es un libro apologético sino todo lo contrario, plagado de pasajes tan crudos como este:

No habiendo retenido de su patrimonio soberano otra cosa que el simulacro del poder, que es el oro, este metal infortunado, convertido entre sus garras de aves de presa en una inmundicia, fue obligado a trabajar a su servicio en el embrutecimiento del mundo. Y en el temor de que este servidor exclusivo se les escapara, lo condenaron ferozmente y se encadenaron a él con cadenas monstruosas que dan siete vueltas a sus corazones, empleando así su despotismo para convertir a su esclavo en instrumento de su propia esclavitud.
Y el alma de los pueblos se contaminó, a la larga, de su pestilencia.
[...] Los pueblos cristianos renegados se entregaron a él, contaminados de la lepra blanca de su sucio dinero, y los poderosos mercenarios, descendiendo humildemente de sus viejos tronos, se arrastraron a sus pies, entre deyecciones.
Así quedó cumplida literalmente, en lo absoluto de la irrisión y del sacrilegio, la profecía del Deuteronomio: "Prestarás entonces a muchas naciones, mas tú no tomarás prestado; tendrás dominio sobre muchas naciones, pero sobre ti no tendrán dominio" (15. 6).
Ese imperio del dinero, que hace parpadear de indignación al blanco vicario de Cristo [...], es aceptado a tal punto por los sublimes desinteresados de la Edad Media, que aquellos que sueñan con la humillación de los judíos están obligados a pedirla en nombre del propio fango, vencidos por la cloaca superior de esos verminosos forasteros.
Sólo los amantes de la Pobreza, los buenos menesterosos de la penitencia voluntaria, si alguno queda, tendrán acaso el derecho de execrarlos por haber oxidado con plata el viejo oro purísimo de los tabernáculos vivientes del Espíritu Santo [...].
Porque es innegable que en este siglo en que su poder de envilecimiento resplandece más que nunca, han hecho bajar diabólicamente el nivel del hombre.
A ellos se debe el triunfo de la moderna concepción del objeto de la vida y la exaltación del crapuloso entusiasmo por los Negocios.
A ellos se debe que esa álgebra de ignominias que se llama crédito haya reemplazado definitivamente al antiguo honor, que bastaba a las almas caballerescas para cumplirlo todo.
[...] Abierto el precipicio, las fuentes puras de la grandeza y del ideal se volcaron en él sollozando. La razón se exfolió como una vértebra enferma de necrosis, y cuando la peste judía llegó al fin al tenebroso valle de los escrofulosos, en el punto confluente donde el tifus masónico se lanzaba a su encuentro, un pujante cretinismo desbordó sobre los habitantes de la luz, condenados así a la más abyecta de las muertes.
Felizmente, los animales ponzoñosos no suelen soltar todo su veneno del que a veces ellos mismos son víctimas, y bien puede ocurrir que Israel se inocule el cretinismo con el cual gratificó al universo (La salvación por los judíos, cap. XXXII).

Hay odio en estos párrafos, odio a granel y exageraciones[1]. Pero también hay algunas verdades. La cuestión judía me deslumbra como pocas, ya lo he dicho, y es que su dilucidación podría coincidir también con la explicación sintética de lo que le anda ocurriendo al mundo en estos días, en estos aciagos días de valores trasmutados.
Confío en volver, a la brevedad y munido de una mayor información, a tocar este tema.


[1] Si aún se abrigan dudas respecto del antisemitismo de Bloy, adjunto este otro párrafo, extractado de su novela autobiográfica El desesperado, pp. 148-9: "El tal señor [...] era una de las tantas carroñas judaicas que se verán, al parecer, hasta la anulación del planeta. La Edad Media tuvo, por lo menos, el buen sentido de acantonar a sus congéneres en zahúrdas reservadas exclusivamente para ellos e imponerles una indumentaria especial que permitía evitarlos. Cuando alguien tenía imprescindiblemente que entenderse con ellos, lo ocultaba como una infamia y luego se purificaba como podía. Y puesto que Dios creía conveniente perpetuar semejante miseria, la vergüenza y el peligro de su contacto eran el antídoto cristiano contra su pestilencia".

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