Hay muchas razones, demasiadas y fuertes razones son que nos impelen, a los que amamos la vida, a convertirnos al vegetarianismo. He aquí algunas:
Aunque se deje de lado toda consideración ética sobre el trato que se da a seres que sienten, como si fuesen máquinas de producir cantidades de carne innecesarias, este tema constituye una clave de bóveda para abordar los problemas medioambientales que nos afectan. De acuerdo con los datos que maneja la F.A.O., las emisiones de gases de efecto invernadero derivados de la cría de ganado (dieciocho por ciento del total) superan a los que emite toda la industria del transporte (catorce por ciento del total). El número de animales producidos para consumo humano también representa un peligro para la biodiversidad de la Tierra. El ganado constituye un veinte por ciento del total de la biomasa animal terrestre, y la superficie que ocupa hoy en día fue antes hábitat de especies silvestres, aunque no podemos olvidar que un monocultivo no es una selva. Así como una selva se convierte en carne, así se destruye lo esencial para producir lo superfluo. Y estas son sólo muestras de la magnitud de la crisis (MIREYA IVANOVIC BARBEITO, "Un decálogo animalista", en Revista de bioética y derecho, Universidad de Barcelona, número 22, mayo del 2011, p. 60).
Nos quejamos de la contaminación producida por los vehículos automotores y no nos quejamos de los pedos de las vacas, siendo éstos mucho más nocivos que aquella. Que proliferen los caños de escape vehiculares no sería tan dañino para el medioambiente como la proliferación de los caños de escape vacunos. Lo mejor sería carecer de auto y no comer carne de vaca, pero si todo no se puede, la opción más ecológica recaerá del lado del automovilista vegetariano y no del peatón carnicero.
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