Según cuenta Hannah Arendt, Adolf Eichmann se jactaba de haber actuado "por principios", siguiendo el imperativo moral kantiano, al ordenar el exterminio a través del cual pasó a la historia. Dice que tuvo que reprimir los sentimientos de compasión que sentía por las víctimas para poder cumplimentar su tarea[1]. Sus sentimientos, su percepción sentimental del valor ontológico de las personas que mataba, le aconsejaban desistir, pero sus discernimientos racionales lo incitaban a cumplir con su "deber". Un claro ejemplo --y no menor-- de los desastres que podrían cernerse sobre la tierra si todos guiásemos nuestra conducta por principios y normas y no por sentimientos[2].
[2] Por supuesto que el sentimiento, "ceguera axiológica" mediante, también puede equivocarse y aconsejarnos la crueldad, pero nunca a una escala similar a la equivocación nazi, que necesita de una logística planificada fríamente para plasmarse.
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