Voltaire ayudó, y no poco, a entronizar a la razón y a ridiculizar a la
Iglesia dentro de la Francia del siglo XVIII, pero su prédica se dirigió
siempre a las elites aristocráticas y culturales y nunca a la masa del pueblo,
a la que despreciaba con sorna. En una carta a su amigo D'Alembert, que data de
1767, escribió lo siguiente:
Debemos darnos por
satisfechos con el desprecio en que la infame [la Iglesia] ha caído entre todas
las gentes honradas de Europa. Era todo lo que podíamos apetecer y todo lo que
se necesitaba. Jamás pudimos tener la pretensión de hacer abrir los ojos a los
zapateros y a las criadas; eso es incumbencia de los apóstoles (citado por
David Strauss en Voltaire, p. 242).
Strauss, con su
proverbial buen tino, comenta la postura volteriana:
Gentes
honorables y plebe: tales son las dos clases de hombres entre las que se abre,
según Voltaire, [...] un abismo infranqueable, por virtud del cual sólo los
primeros pueden llegar a la luz de la Ilustración, mientras que los otros se
hallan condenados a vivir sumidos en las perpetuas tinieblas de la estupidez.
[...] Esto refleja con bastante fidelidad el pensamiento político de Voltaire.
El que reconociera la podredumbre del régimen feudal y de la jerarquía
eclesiástica no quiere decir, ni mucho menos, que fuera un demócrata. [...] lo
que había para él de intolerable en el mal jerárquico del Estado católico lo
formulaba como la contradicción de depender de un poder extraño dentro de casa.
Pero, de otra parte, consideraba también como algo absurdo e imposible la
igualdad, si se proponía destruir las diferencias sociales y ser algo más que
la igualdad de los ciudadanos ante la ley. [...] Para Voltaire, el arma más
poderosa contra los restos del feudalismo y contra el funesto poder de la
Iglesia, principalmente en Francia, seguía siendo el principio monárquico, y
sólo deploraba que los príncipes no se diesen cuenta de que tampoco ellos
debían apoyarse en los curas, sino en los filósofos. [...] Jamás y bajo ninguna
clase de circunstancias desistió Voltaire de su principio de no esperar ninguna
salvación de abajo, de la masa. Según él, eran los príncipes aliados con los
filósofos y con las gentes cultas en general los que habían de traer al mundo
tiempos mejores. "El pueblo --escribía allá por el año 1768 -- será
siempre estúpido y bárbaro; es un rebaño de bueyes, que necesitan de yugo,
aguijada y heno". Estas palabras indican claramente cómo Voltaire, uno de
los principales fundadores del tiempo nuevo, seguía pisando con un pie en la
era antigua y cuánta ventaja le llevaba en este punto Jean Jacques Rousseau. No
cabe duda de que los hechos darán siempre la razón, hasta cierto punto, al
primero; pero ello no quiere decir que no debamos atenernos siempre, como meta,
con el segundo, al principio de que todos los seres humanos tienen el derecho y
la capacidad de llegar a ser verdaderos hombres (Strauss, ibíd., pp. 242 a 244).
No queda mucho que
acotar después de tan sustanciosos pasajes. Queda, sí, espacio para una
síntesis: a Rousseau lo esperanzaban las masas; a Voltaire, las elites. Y a mí,
¿quiénes me esperanzan? Pues me esperanzan las elites... que se proponen como
meta la ilustración de las masas, las elites que ven (¡no son ciegas ni demagógicas!)
a la plebe como un rebaño de bueyes pero que no se conforman con este estado de
cosas, luchando incansablemente para elevarla, en base a cultura, valores y
humanidad, hacia donde los verdaderos pensadores ilustrados siempre desearon que
llegase.
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