Yo suponía, siguiendo en esta idea al conde Tolstoi, que los buenos
escritores eran por fuerza malos oradores, que había una especie de antinomia
entre la facilidad para escribir y la facilidad para mover la lengua; pero hete
aquí que David Strauss, hablando de Voltaire, nos comenta que
era un verdadero virtuoso
en todos los aspectos de la conversación. Sabía dar una vida extraordinaria a
sus relatos, y sus respuestas eran siempre ingeniosas y certeras. Si se debatía
en sociedad algún problema importante, se estaba largo rato escuchando a los
demás y dejando que agotasen sus argumentos; luego, levantaba la cabeza como si
despertase de un sueño, resumía maravillosamente todas las respuestas apuntadas
y acababa exponiendo la suya propia. Iba animándose y exaltándose poco a poco,
al final parecía otro hombre y la fuerza de su fogosa elocuencia arrebataba a
cuantos le oían (David Strauss, Voltaire,
p. 236).
Y como necio sería
negar las virtudes estilísticas de Voltaire, tengo que rectificar o restringir
la hipótesis antedicha: algunos, o
quizá la mayoría, de los buenos
escritores son pésimos oradores.
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