La revancha
de Berkeley
«Mein kopf ist zwar im Raum, aber
der Raum, mit alles was er besatzt ist doch nur in meinen kopf»
( Mi cabeza está en el espacio, pero
el espacio, con todo lo que contiene, está en mi cabeza.)
Arthur Schopenhauer, Lecciones de filosofía
Pocas fueron las veces que tuve la oportunidad de
disfrutar tan a mi gusto de una estrelladísima velada. Aquí en Buenos Aires es
imposible, pues las estrellas, por más despejada de nubes que se presente la
noche, se muestran a lo sumo en cantidades moderadas por culpa de las infinitas
luces artificiales que lo enceguecen a uno toda vez que intenta levantar hacia
el cielo la vista, y si uno se sitúa en un raro punto estratégico carente de
luminosidad tampoco podrá ver demasiado debido al pútrido esmog que se cierne
sobre nuestras cabezas. Fue así que me maravillé sobremanera cuando hace un par
de meses, acampando con cuatro amigos en el Parque Nacional El Palmar, en la provincia
de Entre Ríos, comenzó a caer la noche del primer día que allí pasamos,
tachonándose los cielos azulosos con millones de lucecitas adictivas que me
obligaban a mirar hacia la bóveda con una placentera coacción similar a la que
experimentan los drogadictos al intoxicarse. Era tal la magnificencia del
espectáculo para quienes --como
nosotros-- no estaban acostumbrados a presenciarlo, que hasta tres de mis
amigos, negados como pocos para la contemplación emotiva de las bellezas de la
naturaleza, no pudieron menos que adoptar una mueca de admiración y unas
cuantas frases elogiosas referidas al firmamento que se desnudaba ante ellos, a
la vez que comenzaban a sospechar que aquel viaje que les había yo propuesto no
les sería después de todo tan deficitario en cuanto a sus tabulaciones
hedonísticas. El cuarto de mis amigos no se admiró nada porque no quiso mirar
hacia las estrellas, y no quiso mirarlas porque era perro y a los perros
mayormente no les interesan las visiones cosmológicas.
El marco era casi perfecto: la noche estrellada, una
temperatura no cálida pero tampoco desagradable, un fueguito crepitando, el
bosque, el rumor del río... Sólo faltaba, como casi siempre que de mí se habla,
la buena compañía. Me refiero a una mujer, por supuesto; la mujer amada es
siempre la mejor de las compañías. Pero no apuntemos tan alto; conformémonos
con un acompañamiento más modesto, con el que nos brinda, por ejemplo, un amigo
o un grupo de amigos dispuestos a conversar amenamente sobre temas trascendentales:
Dios, la inmortalidad, el infierno y el paraíso, el libre albedrío, la realidad
o irrealidad del mundo que percibimos... Si alguien encontrase a una mujer
ansiosa de tocar estos puntos junto a un fogón y bajo un cielo estrellado, yo
le aconsejaría que se casase con ella; mas si no la encuentra, arrímese a una
que lo atraiga por causa de otros considerandos y procúrese varias escapadas
anuales junto a unos cuantos observadores de la naturaleza que sepan y quieran,
además de observar, emitir opiniones acerca de sus observaciones y razonar
pacientemente sobre los porqué y los para qué inmanentes a todo suceso.
Pero este no es el caso de mis amigos. El uno por ser
perro, los otros por ser demasiado normales en el sentido aburrido del término,
ninguno se siente relajado ni se apasiona cuando, con gran esfuerzo, logro
desviar el hilo de nuestras tontas pláticas hacia terrenos resbaladizos en los
que nadie que yo conozca sabe caminar sin caer continuamente. ¡Qué divertido es
andar por ese hielo quebradizo! ¡Qué diferencia con el monótono transitar por
el asfalto! ¿Cómo es que no les interesa caminar por aquí? ¿Les tendrán miedo a
los golpes que uno suele sufrir cuando imprevistamente se patina? ¿Tendrán
miedo, más que de los golpes, del ridículo que podrían hacer ante quienes,
caminando por suelo seguro, los ven derrapar una y otra vez sin poder
estabilizarse? No sé, no sé a qué le temen si es que le temen a algo, pero lo
cierto es que no he logrado nunca llevarlos a mi terreno favorito a la hora de
las conversaciones. Ni a ellos ni a nadie. El suave placer que suele
proporcionar el diálogo ameno es para mí una quimera, una utopía
inalcanzable... que sin embargo alcancé la segunda noche transcurrida en El
Palmar, que se presentó tan o más estrellada que la primera y sin luna ninguna
que opacara el brillo de mis amigas. Dios había querido que aquella noche la
única luz que me iluminara fuera la luz del discernimiento.
Hacía rato que habíamos terminado de comer. Javier ya
se había ido a dormir a su carpa y los restantes integrantes humanos del grupo
--Ángel, Guillermo y yo-- jugábamos al truco y entonábamos cánticos religiosos
del tipo de
Esta es la luz de Criisto
Yo la haré brillar
Brillará brillará
Sin cesar
al tiempo que sustraíamos de la fogata leños encendidos y los alzábamos
en singular procesión alrededor de la mesa de juego. "¡Vamos! ¡Griten,
carajo! ¡¿Somos cristianos o no somos cristianos?!", amenazaba furioso
Angelito parodiando a los barrabravas de los estadios de fútbol. Hora y pico
habremos estado distraídos en esos menesteres hasta que a mis dos amigos les
entró el sueño y se retiraron, Ángel hacia su automóvil, pues carecía de carpa,
y Guillermo, careciendo también de dicho incremento, hacia la mía, ya que la
noche anterior había dormido en el asiento delantero del Falcon y no la había
pasado nada bien.[1]
Desprovisto de mi guarida, pues no estábamos
dispuestos ni Guillermo ni yo a pernoctar juntos en tan estrecho recipiente,
tocábame dormitar en el susodicho asiento delantero, pero resultaba ser que aún
no me sentía cansado y además no deseaba matar ese fuego que seguía brillando y
me hipnotizaba. De repente, mi demonio interior, que siempre se había limitado
a sugerirme que no hiciera determinada cosa, se reveló positivamente y me instó
a dar un paseo por las márgenes del río Uruguay, no muy lejanas del sitio de
acampe. No me fue posible negarme a su convite pese al temor que tenía de
toparme con el Coco, el Pombero, la bruja Cachavacha o cualquier otra criatura
semejante. Recordé mi paseo nocturno, de hace ya cuatro años, por sobre las
cataratas del Iguazú, y me dije: "Si el Coco no te agarró ahí, si no te empujó
hacia la espumosidad ésa, entonces aquí tampoco aparecerá. Vamos, pues, y deja
ya de joder con esos tontos temores de niño". Y fui.
No era un paseante solitario, ya que nuestro perro
Chamigo Pérez se aprestó a seguirme desde el momento en que amagué comenzar. Lo
primero que hice fue retirarme por unos diez minutos hacia una oscuridad total
para que mis ojos se habituasen a la penumbra. Una vez practicada esta
operación, me dirigí cautelosamente hacia el comienzo del camino que va del
camping al río, y transité los doscientos o trescientos metros que me separaban
del agua con gran solemnidad y decoro, escuchando aquí y allá voces animalescas
pertenecientes seguramente a las vizcachas, que abundaban por ahí, o a los
zorros que las persiguen, uno de los cuales, la noche anterior, había estado
alimentándose casi de la mano de unos acampantes cercanos a nosotros. Se podía
ver lo bastante bien como para no tropezarse ni encarar hacia los matorrales,
pero igual no respiré tranquilo hasta que pude ver las estrellas reflejadas en
el piso, señal inequívoca de que mi paseo, dinámicamente hablando, había
llegado a la meta.
El marco era casi perfecto. Y gracias al
acostumbramiento y a la compañía de mi fiel mascota, el miedo había
desaparecido. Desprovista de árboles que se interpusiesen entre mis retinas y
el cielo, la visión de aquellos mundos distantes no dejaba de maravillarme y
embriagarme; y cuando la embriaguez flaqueaba, se presentaba la reflexión,
diáfana como la noche, que me insinuaba secretos y relaciones para mí
desconocidos hasta entonces, y vuelta la embriaguez. Y así sucesivamente.
Pero un marco, al fin y al cabo, es sólo eso. Hay que
ponerle un cuadro adentro para que tenga sentido.
"Muy gratificante, muy sugestiva
experiencia" me dije después de media hora de contemplación extática. Mi
demonio interior, estrenando su positividad, no se había equivocado. El asunto
ya tornaba vulgarizarse, y como las cosas siempre hay que abandonarlas en su
mejor sazón o ni bien comienzan a declinar, abandoné mi postura de semiloto (la
que marca la ortodoxia hindú me hace ver mis propias estrellas), me saqué al
perro de encima y me dispuse a partir en dirección al sueño automovilístico.
Grande fue mi sorpresa cuando, al erguirme, escuché un chasquido claramente
humano proveniente de lo más alto de la copa de uno de los árboles que se
situaban detrás del camino. La curiosidad pudo más que el temor, y resistí el primer
impulso que se me presentó, o sea el de salir disparado hacia la civilización,
para favorecer al otro, más lejano pero más científico, que abogaba por una
espera cautelosa que propiciara un nuevo chistido, o, mejor, alguna palabra
bien articulada que pudiera satisfacer la inquietud que el chistido me
provocara. Fue así que me quedé quieto, en la oscuridad y el silencio, durante
un par de minutos, y como nada sucediera, empecé a caminar lentamente hacia el
camping, jurando y perjurando que lo escuchado debía provenir de humana
garganta. Seis o siete pasos pude dar al momento en que un nuevo chistido, más
claro aún que primero, bajó de la misma copa. Y no sólo bajó el chistido:
alguien quería bajar con él, el ruido del ramaje lo delataba. Quise gritar algo
del estilo de ¿quién anda por ahí?, o ¿quién vive?, pero nada me salió y
permanecí en silencio viendo, o mejor, escuchando cómo aquel sujeto descendía
más de veinte metros por el follaje con la supuesta intención de conocerme.
Faltaba poco para que llegase a tierra cuando se oyó un
incremento en la sucesión de sonidos. Evidentemente la oscuridad y el apuro por
descender lo llevaron a dar un paso --o un manotazo-- en falso, precipitándose unos
pocos metros en caída libre, caída que se detuvo --llegué a verlo-- en la
primera rama gruesa que nacía del tronco, a un par de metros del piso. Habiendo
entonces desechado mis últimos temores metafísicos gracias a ese desliz (el
Coco o el Pombero no se habrían bajado así de un árbol), me acerqué al sujeto,
que se había situado a caballo de la gorda rama, y le pregunté si se había
lastimado. Me dijo que no sentía dolor alguno, de lo que colegía que no estaba
herido. "Podés estar herido sin que la herida te duela", le dije, a
lo que respondió que "una herida es herida si y sólo si te duele",
con lo que dio por terminado el asunto. Le pregunté quién era y qué hacía
encaramado en ese árbol a esas horas y en ese paraje. Me dijo que se llamaba
Ramphastus Dicolorus, y que no hacía otra cosa más que mirar las estrellas. Voy
a reproducir tan fielmente como me sea posible lo más sustancial de la
prolongada conversación que se suscitó de inmediato entre aquel trepador y
quien esto escribe:
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