Siendo consciente de la crudeza de algunos pasajes de
sus diarios, y en especial los de su vida previa al abrazo al cristianismo,
Tolstoi se acobarda y redacta una solicitud a los futuros editores: "Pido
que los diarios de mi antigua vida de soltero sean destruidos una vez que se
haya seleccionado de ellos lo que vale la pena" (Diarios, 27/3/1895). Es decir, publiquen los pasajes decorosos y
supriman los indecorosos. Inmediatamente después continúa la solicitud de
censura, esta vez para los pasajes que perjudican a su esposa: "Lo mismo
pido que se haga con los diarios de mi vida conyugal: que se destruya todo lo
que, en caso de ser publicados, pudiera resultar desagradable para
alguien". ¡Pero no, mi querido León, así no, así no funcionan las cosas!
Lo escrito escrito está, y por más que algún pasaje se haya escrito en un
estado de emoción violenta, así debe quedar. Suprimir equivale a mentir. En
este caso, equivale a decir: "Yo soy un escritor que siempre se mantiene
calmado cuando toma la pluma, que nunca escribe arrebatado, encolerizado y
rabioso". No, esos furibundos pasajes deben quedar inalterados; el buen
lector sabrá que han sido escritos bajo presión emocional y no les dará tanta
importancia como a esos otros pasajes que han sido escritos calmadamente, con
la cabeza fría.
Pero León comprende rápidamente que tales peticiones
no son propias de un escritor de diarios íntimos y, a párrafo seguido, se
rectifica: "Aunque no, que mis diarios se queden como están". Y un
coro formado por San Agustín, Montaigne, Rousseau, Amiel, Bloy, Renard y quien
esto escribe, exclama: ¡Aleluya!
No hay comentarios:
Publicar un comentario