Refiere Benjamín
Franklin en su Autobiografía (pp.
102-3) que alrededor del año 1726 se propuso
el audaz y arduo proyecto de llegar a la perfección
moral. Deseaba vivir sin cometer en ningún momento ninguna falta; dominaría
todo aquello a que pudieran conducirme las inclinaciones naturales, las
costumbres o las amistades. Puesto que sabía, o creía saber, lo que era bueno y
lo que era malo, no veía por qué no habría de poder siempre hacer lo uno y
evitar lo otro. Pero pronto comprendí que había emprendido una tarea más
difícil de lo que me imaginaba.
La empresa era en realidad
titánica, pero con ayuda del hábito --supuso Franklin-- podría llegar a buen
puerto. A tal efecto ideó una tabla con las virtudes que consideró las más
sublimes, las propias de un santo con todas las letras, y se propuso llevarlas
a la práctica, pero no todas a la vez, puesto que conocía sus debilidades, sino
de una en una, para irlas dominando poco a poco, como quien tiene que pelear contra
muchos sujetos y, al saberse derrotado si la emprenden todos juntos contra él,
les sugiere que vayan pasando de a uno, que de a uno en fila no tendrá problema
en despacharlos. Consideró entonces que si a cada virtud le dedicaba una semana
completa, olvidándose hasta cierto punto de las otras y centrándose en esta
única para llevarla a la práctica sin fisuras, repitiendo este procedimiento en
la siguiente semana con la siguiente virtud, y así con todas, cuando finalizase
la prueba sería, a fuerza del hábito, una mejor persona. Con una sola de estas
series, claro está, no llegaría ni por asomo a la perfección en cada rubro, por
lo que se propuso realizar esta prueba varias veces al año al principio, y
luego, ya más cansado del ejercicio, consideró que una vez por año sería
suficiente. Dice Franklin:
Empecé la ejecución de ese plan de autoexamen y lo
continué, con ocasionales interrupciones, durante algún tiempo. Me sorprendió
encontrarme mucho más lleno de faltas de lo que había imaginado, pero tuve la
satisfacción de verlas disminuir. [...] en total, aunque no llegué nunca a la
perfección que había ambicionado, ni mucho menos, gracias a aquel empeño me
convertí en un hombre mejor y más feliz de lo que hubiera sido si no lo hubiera
intentado (ibíd., pp. 110 a 112).
Las virtudes que
supuso Franklin eran las más apropiadas para, luego de dominarlas, llegar a ser
una excelente persona de bien, eran trece, y se propuso practicarlas en el
siguiente orden:
1. Templanza (no
comer hasta el hartazgo; no beber hasta la exaltación)
2. Silencio (no decir
más que lo que puede beneficiar a los otros o a ti mismo; evitar las
conversaciones frívolas)
3. Orden (que cada
una de tus cosas tenga su lugar; que cada parte de tu trabajo tenga su hora)
4. Resolución
(resuelve realizar lo que debas; realiza sin falta lo que resuelvas)
5. Frugalidad (no
gastes más que para hacer bien a los otros o a ti mismo; por ejemplo, no
desperdicies nada)
6. Laboriosidad (no
perder tiempo; estar siempre ocupado en algo útil; suprimir todas las acciones
innecesarias)
7. Sinceridad (no
valerse de engaños perjudiciales; pensar con inocencia y justicia; si hablas,
habla de acuerdo con eso)
8. Justicia (no hagas
mal a nadie ni dejes de hacer el bien a que estés obligado)
9. Moderación (evitar
los extremos; evitar resentirse de las injurias recibidas tanto como se crea
que lo merecen)
10. Limpieza (no
toleres la suciedad en el cuerpo, las ropas y la habitación)
11. Tranquilidad (no
te perturbes por nimiedades ni por accidentes comunes o inevitables)
12. Castidad (usa
raramente del sexo, excepto para la salud o la procreación, nunca hasta el
embotamiento y la debilidad, o en perjuicio de tu paz o reputación, o de las de
otra persona)
13. Humildad (imitar
a Jesús y a Sócrates)
No ha sido Benjamín
Franklin, según mi modesto entender, un modelo de perfección humana ni mucho
menos. Su abultado abdomen, que es prueba fiel de que no ha sabido dominar la
primera de sus magnas virtudes; su abultado capital bancario en un país que por
entonces tenía gran parte de su población sumida en la pobreza o la indigencia;
sus persecuciones a los indios norteamericanos, las matanzas que en parte
gracias a él se perpetraron, todo esto me hace suponer que no les llegó, ni a
Jesús ni a Sócrates, ni siquiera hasta la uña del dedo meñique del pie
izquierdo. Sin embargo, su sistema de progreso moral es digno de mención, y no
solo de mención sino de imitación también, porque al fin y al cabo me parece
que no le ha errado tanto Franklin en la selección de virtudes --si bien se le
han quedado en el tintero unas cuantas, y no de las menos importantes. Y como
yo soy, al igual que lo era Gandhi, una persona a la que le fascina realizar
experimentos con la verdad, me propongo experimentar con este método
frankliniano de progreso moral tal como él lo aconsejó, de a trocitos, semana
por semana, para ir creando el hábito, dándole entonces la derecha por un
momento al compañero Aristóteles, que afirmó en su Ética nicomaquea (ll,
6) que la virtud podía incrementarse a través de la práctica cotidiana. Comenzaré
la prueba mañana mismo (respetando el mismo orden que Franklin dimensionó) con
una semana entera dedicada a la templanza (definida como la definía Franklin,
moderación en el comer y en el beber). Teniendo en cuenta mi proverbial
habitualidad a las pruebas dietéticas restrictivas, supongo que será una de las
semanas más sencillas del raid moral que estoy a punto de comenzar. ¡Recen por
mí!
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