El amor
es superior al respeto, y en este sentido, la moral cristiana es superior a la
kantiana. El punto flaco del cristianismo, según Guyau, es la idea de que Dios
nos castigará si no cumplimos con sus mandatos. El amor a Dios, en el
cristianismo,
está siempre
mezclado de un sentimiento que lo falsea, el temor [...] “El temor de Dios”
desempeña un papel importante en la idea de sanción o de justicia celeste que
es esencial en el cristianismo, y que se llega a oponer bruscamente al
sentimiento del amor, y a veces lo paraliza (Jean-Marie Guyau, La irreligión del porvenir, p. 159).
La moral
cristiana, que por un lado es amor, por el otro es temor de que Dios nos
castigue, nos sancione por las faltas cometidas, y cuando el amor muta en miedo
o se esconde tras él, todo se echa a perder. La sanción, afirma Guyau,
es una forma
particular de la idea de providencia [...]. La idea de providencia, conforme se
desarrolla, se convierte por esto en la de una justicia distributiva, y esta no puede ser activa sin la idea de sanción. Esta última idea ha parecido
hasta aquí una de las más esenciales de la moral. Parece, en primer término,
que en ella coinciden la religión y la moral (ibíd., p. 159-60).
Parece que coinciden, y en efecto coinciden en ello todas las doctrinas
morales religiosas y seculares que no han sabido captar la total independencia
que la ética presenta respecto de la idea de justicia, idea que la complementa
en la mayoría de los sistemas morales que se han implementado hasta el
presente, pero que no es un complemento necesario e inherente a la ética misma,
que puede muy bien persistir y desarrollarse sin él.
Nosotros hemos demostrado en un trabajo
precedente que las ideas de sanción propiamente dicha y de penalidad, no tienen
nada de verdaderamente moral; que, lejos de esto, tienen más bien un carácter
inmoral e irracional (p. 160).
Yo he leído hace
ya muchos años este “trabajo precedente”, el Esbozo de una moral sin obligación ni sanción, y he quedado
maravillado con su idea central, que es esta de la no injerencia de la sanción
dentro de la ética. Con esta idea caen por tierra tanto las morales religiosas
que incitan a ser buenos a sus fieles para que Dios los recompense y no los
castigue, como las morales seculares que provocan idénticas sensaciones en
quienes las adoptan, solo que la recompensa, en lugar del cielo, es el buen
pasar aquí en la tierra, la cobardía del que no molesta para que no lo molesten
(Nietzsche), y el castigo, en lugar del infierno, es la condena social o el
presidio. Si los móviles de la ética son estos y no los valores, con la bondad
(el amor) a la cabeza, si no dejamos de actuar por miedo a la sanción o por
ansias de tranquilidad y de placeres futuros, el mundo seguirá chorreando
sangre y amargura como hasta el presente. La obligación y la sanción deben
desaparecer de la ética, y la idea de Justicia, divina o humana, debe ser
sepultada —o mejor cremada, para evitar lo más posible su resurrección— si el
anhelo es evolucionar espiritualmente como seres individuales y como sociedad.
La única sanción para el que cree
haber violado la ley moral
[...] debe ser la de volverla a ver siempre delante de él, como Hércules veía
sin cesar levantarse de entre sus brazos al gigante que creía haber aniquilado
para siempre. Ser eterno es, para aquellos que lo violan, la única venganza
posible del Bien (ibíd., p. 160).