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sábado, 22 de febrero de 2020

El ambivalente determinismo de Schopenhauer


Afirma Schopenhauer que

desear que un acontecimiento cualquiera no hubiera sucedido significa desear algo imposible del todo; resulta tan necio como si se desease que el sol saliera por el oeste. Pues todo lo que acontece lo hace de una forma rigurosamente necesaria. Resulta, pues, inútil que reflexionemos sobre qué insignificantes y accidentales fueron las causas que ocasionaron dicho acontecimiento y qué fácilmente pudo haber ocurrido todo de otra forma: esto es ilusorio, ya que todas las causas acaecen con tal rígida necesidad y producen su efecto con tal fuerza, que determinan que, por ejemplo, el sol deba ocultarse por el oeste (El arte de envejecer, § 220).

Esto lo escribió en 1857, pero la idea lo acompañaba desde mucho antes. Uno puede tomar una de las obras fundamentales de Schopenhauer, Los dos problemas fundamentales de la ética, cuyo tomo primero data de 1840, y encontrar frases como estas:

Es verdad que puedes hacer lo que quieras: pero en cada momento dado de tu vida, no puedes querer más que una cosa precisa, y una sola, con exclusión de todo lo demás (tomo I, p. 106).

Puedo hacer lo que quiero: puedo, si quiero, dar a los pobres todo lo que tengo y convertirme así en uno de ellos, ¡si quiero! Pero soy incapaz de quererlo, porque los motivos opuestos tienen demasiado poder sobre mí. Por el contrario, si tuviera otro carácter y, a decir verdad, hasta el extremo de que fuese un santo, entonces podría quererlo. Pero entonces tampoco podría dejar de quererlo y lo tendría que hacer necesariamente (ibíd., pp. 132-3).

No es metáfora ni hipérbole, sino una verdad seca y literal, que, lo mismo que una bola de billar no puede entrar en movimiento antes de recibir un impulso, tampoco un hombre puede levantarse de la silla antes de que lo determine a ello un motivo: pero, entonces, se levanta de una manera tan necesaria e inevitable como la bola se mueve después de haber recibido el impulso. Y esperar que alguien haga algo sin que lo mueva a ello ningún interés, es como esperar que un trozo de madera se acerque a mí sin que tire de él ninguna cuerda (pp. 133-4).

Todo lo que sucede, desde lo más grande hasta lo más pequeño, sucede necesariamente (p. 155).

¿Cómo puede uno figurarse que un ser, cuya total existencia y esencia son obra de otro, pueda, sin embargo, determinarse a sí mismo desde el origen y principio y, por tanto, ser responsable de sus actos? (p. 171).

Y entonces uno tiende a deducir que Schopenhauer era determinista. Craso error, porque después de haber escrito tan contundentes fragmentos, se despacha con un galimatías poco convincente que vuelve a situar al libre albedrío en el lugar central de la reflexión ética y lo considera existente y necesario (cf. pp. 200 ss. del tomo I o pp. 101 ss. del tomo II de ibíd). Ahorro al lector la cita de estos pasajes, que pueden encontrarse fácilmente en internet, y voy directo a la conclusión, que aparece en El mundo como voluntad y representación, tomo II, cap. 47:

Mi filosofía es la única que otorga a la moral su pleno derecho: pues únicamente si la esencia del hombre es su propia voluntad, y, por tanto, en el más estricto sentido, él es su propia obra, son sus hechos realmente suyos e imputables a él. En cambio, si tiene otro origen o es la obra de un ser diferente a él, toda su culpa se remonta a su origen o su creador.

La imputabilidad queda así salvada (no la moral ni la ética, que no necesitan de este subterfugio para tener validez[1]), y el castigo legitimado. No digo que Schopenhauer no tenga derecho a adoptar esta postura en favor del libre albedrío, pero entonces ¿para qué escribió todo lo anterior? ¿Por qué encara para un lado y, como un wing habilidoso, zigzaguea y se va para el otro? No me gusta que me gambeteen, a no ser que la gambeta sea ensayada con arte y categoría, pero no es este el caso[2].


[1] Véase la entrada del 6/5/11.
[2] El Nietzsche "positivista" (1879) coincide conmigo en desestimar el subterfugio Schopenhauer por donde se cuela la libertad: “Será preciso que se reconozcan aún como inútiles muchas puertas de salida que se habían preparado a sí mismos “cerebros filosóficos”, como Schopenhauer: ninguna de esas puertas conduce al aire libre, a la atmósfera del libre arbitrio; cada una de las que se han abierto hasta hoy da a un espacio cerrado: el muro impenetrable de la fatalidad; estamos en una cárcel, solo podemos soñarnos libres, pero no volvernos libres (Humano, demasiado humano, tomo II, "Miscelánea de opiniones y sentencias, § 33).

jueves, 20 de febrero de 2020

Escribir mucho o escribir poco


Schopenhauer se consideraba un oligógrafo: en 72 años de vida escribió el equivalente a cinco volúmenes. Compárese con Charles Peirce por ejemplo, que escribió el equivalente a 24 volúmenes 500 páginas en 74 años de vida, o peor, con mi admirado Fernando Pessoa, que si se juntase todo lo que escribió, necesitaríamos 60 volúmenes de 500 páginas para soportarlo, habiendo vivido tan solo 47 años. El alemán explica su escasa producción del siguiente modo: “Yo quería estar seguro de la continua atención de mis lectores sin excepción y me he puesto a escribir, por tanto, solo cuando tenía algo que decir” (El arte de envejecer, § 316). Yo no escribí tanto como Pessoa ni tan poco como Schopenhauer, me sitúo en el justo medio entre ambos. Y yo también escribo solo cuando tengo algo que decir, lo mismo que seguramente le ocurría a Pessoa, con la diferencia de que Pessoa tenía más cosas para decir que yo, y yo tengo más cosas para decir que Schopenhauer.


miércoles, 19 de febrero de 2020

La frescura de una obra genial


Continúo con el geronte Schopenhauer:

Puesto que las obras de los genios son reconocidas frecuentemente de una forma tardía, rara vez son gozadas por sus contemporáneos con la frescura del colorido que le presta la actualidad y el presente, sino que, al igual que los higos y los dátiles, lo son más bien en condiciones secas que frescas (El arte de envejecer, § 127).

Una obra genial está por salir a la calle: mi Pessoa y yo. Tendrán los argentinos la oportunidad de gozarla fresca, no sé si la aprovecharán.

martes, 18 de febrero de 2020

La paja en el ojo ajeno y la viga en el propio


Jesús, en el Evangelio de Lucas (6:41), recomienda no criticar a los demás, porque uno suele ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio. Arthur Schopenhauer entiende que aquella crítica puede ser productiva, quizá no tanto para el criticado como para el propio criticón:

Aquellos que tienen la inclinación y la costumbre de someter con calma, con recogimiento, a una crítica mordaz y atenta el comportamiento exterior, el modo de vida en general de los otros, trabajan con ello en su propia mejora y perfeccionamiento [...]. El Evangelio moraliza de forma ejemplar sobre la astilla en el ojo ajeno y la viga en el propio: pero la naturaleza del ojo lleva consigo el hecho de que el ojo mira hacia fuera y no hacia adentro; de ahí que observar y censurar los errores en los otros resulte un método muy apropiado para interiorizar nuestros propios errores. Para contribuir a nuestra enmienda precisamos un espejo (El arte de envejecer, § 15).

Muy acertada reflexión, a la que agrego el consejo de que la crítica sea directa y no a modo de chisme que se esparce con el viento. No siempre, por desajustes de tiempo o espacio, podemos criticar a una persona frente a frente, pero cuando la posibilidad existe no hay que desaprovecharla.

domingo, 1 de diciembre de 2019

Sobre cómo una opinión se generaliza y se transforma en dogma


Lo digo yo, lo dices tú, y, al fin, lo dice también el otro: después de tanto repetirlo, nadie ve más que lo que se ha dicho.
Pierre Bayle, Pensamientos diversos sobre el cometa

Pero ¿cómo es posible que tantas personas en el mundo (los vacunófilos y los amantes de los medicamentos farmacológicos) estén equivocadas y unas pocas (los naturistas) estén en lo cierto? Y puesto que estas mayorías no solo incluyen a la masa del pueblo sino también a los doctores, a los investigadores y a los pensadores de renombre, ¿no sería necio ir en contra de tales opiniones?, ¿no sería una muestra de terquedad intelectual? No me lo parece. Las opiniones universalmente aceptadas tienen, al igual que ciertas enfermedades, una capacidad de contagio infinita, y esta capacidad es muchas veces independiente de los razonamientos y de las evidencias empíricas que pudiesen apoyarlas.
Dice Schopenhauer:

No existe ninguna opinión, por absurda que sea, que los hombres no se lancen a hacerla propia apenas se ha llegado a convencerlos de que tal opinión es universalmente aceptada. El ejemplo vale tanto para sus opiniones como para su conducta. Son ovejas que van detrás del carnero guía adondequiera que las lleve. Les resulta más fácil morir que pensar (Dialéctica erística, o el arte de tener razón, estratagema 30).

Más adelante describe Schopenhauer el mecanismo a través del cual las opiniones de pocos mutan en dogma. El razonamiento es largo pero merece leerse con atención:

Lo que se llama opinión general se reduce, si lo examinamos bien, a la opinión de dos o tres personas; y quedaremos convencidos de ello si pudiéramos ver la manera como nace tal opinión universalmente válida. Entonces descubriríamos que, en un primer momento, fueron dos o tres personas quienes por vez primera asumieron y presentaron o afirmaron, y que se fue tan benévolo con ellos que se creyó que las habían examinado a fondo; prejuzgando la competencia de estos, otros aceptaron igualmente esta opinión y a estos creyeron a su vez muchos otros de golpe antes que tomarse la molestia de examinar las cosas con rigor. Así creció de día en día el número de tales seguidores perezosos y crédulos.
Así pues, una vez que la opinión tenía un buen número de voces que la aceptaban, los que vinieron después supusieron que tan solo podía tener tantos seguidores por el peso concluyente de sus argumentos. Los demás, para no pasar por espíritus inquietos que se rebelan contra opiniones universalmente aceptadas o por sabidillos que quieren ser más listos que el mundo entero, fueron obligados a admitir lo que ya todo el mundo aceptaba. En este punto, la aprobación se convierte en un deber. En adelante, los pocos que son capaces de sentido crítico estarán obligados a callar y solo pueden hablar aquellos que, del todo incapaces de tener una opinión y juicio propios, no son más que el eco de las opiniones ajenas. Y además son los defensores más apasionados e intransigentes de esas opiniones.
De hecho, en aquel que piensa de modo diferente, ellos odian no tanto una opinión diversa que él sostiene cuanto la audacia de querer juzgar por sí mismo, cosa que ellos no pueden hacer y en su interior lo saben pero sin confesarlo.
En suma, son muy pocos los que piensan, pero todos quieren tener opiniones. ¿Y qué otra cosa les queda más que tomarlas de otros en lugar de formárselas por su propia cuenta? Y dado que esto es lo que sucede, ¿qué puede valer la voz de cientos de millones de personas? Tanto, por ejemplo, como un hecho histórico que se encuentra en cien historiadores, cuando se constata que todos se han copiado unos a otros, con lo que, finalmente, todo se reduce a un solo testimonio.

¡Ah, pensar, pensar…! Verbo tan cacareado pero tan poco practicado por nuestros profesionales de la salud, investigadores incluidos, que prefieren hacer como que razonan para luego comerse la papilla predigerida que otros han rumiado y degustado. Pero así como las verdades científicas “duras” han sabido escapar de esa crisálida primitiva con cierta rapidez (la revolución copernicana y la teoría de la relatividad son dos ejemplos contundentes), así también las verdades médicas y sanitarias surgirán en algún momento de estas tinieblas que hoy día nos envuelven por causa de estas opiniones universalmente aceptadas por el aparato médico y por los propios enfermos. Y todo por pereza. Por la pereza de no querer pensar. Por ser, la mayoría de los hombres y las mujeres, cultos y no cultos, nada más que rumiantes de pasto ajeno. Pienso ajeno: con esto se alimentan las grandes mayorías, y en consecuencia terminan pensando con un cerebro ajeno, con un cerebro de carnero. Pero llegará el día —yo no lo veré— en que los médicos se alimentarán con pienso propio, con pienso casero. Ese día las agujas entrarán en huelga, y las nalgas y los brazos y los sistemas inmunitarios respirarán aliviados.

domingo, 4 de junio de 2017

La ética de la sociabilidad

Para Guyau, el signo principal del humanismo irreligioso que imperará en el futuro es la sociabilidad:

 Una moral positiva y científica, solo puede dar al individuo esta orden: Desarrolla tu vida en todas direcciones, sé un individuo todo lo rico posible en energía intensiva y extensiva; para esto, sé el ser más social y más sociable (Esbozos de una moral sin obligación ni sanción, cap 1).

En cuanto a mí, no tengo a la cualidad de la sociabilidad como una virtud, ni siquiera como una virtud relativa importante (elegí cuarenta y no está entre ellas[1]). Ser sociables no nos hace ni mejores ni peores; y si me apuran un poco me bandeo incluso hacia el punto de vista opuesto, el de Schopenhauer:

Con el paso a la edad adulta me volví sistemáticamente insociable y me propuse pasar el resto de mi efímera existencia dedicado por entero a mí mismo, así como perderla lo menos posible con esas criaturas a las que solo la circunstancia de que caminan con dos piernas les da el derecho de creerse mis iguales" (Eis Heautón, citado por Luis moreno Claros en Schopenhauer, p. 237).

Pero esta insociabilidad no le impedía relacionarse lo suficiente con el mundo como para publicar sus escritos. Y los escritos de este misántropo han ayudado a muchos más seres humanos que el auxilio palpable y concreto de muchos otros seres rebosantes de sociabilidad.



[1] Véase la entrada del 19/9/8.

domingo, 10 de julio de 2016

Un exabrupto kantiano

Palabras de Kant en el prólogo a la primera edición de la Crítica de la razón pura:

En este trabajo, ha sido mi designio el hacer una exposición detalladísima y me atrevo a afirmar que no ha de haber un solo problema metafísico que no esté resuelto aquí o al menos de cuya solución no se dé aquí la clave.


¿Por qué, cuando Schopenhauer dice cosas como esta --y las dice bastante a menudo--, me cae simpático y sonrío, pero cuando las dice Kant hago fuerza para no indignarme? Pues porque Schopenhauer las dice con estilo, mientras que a Kant se le caen en seco. Y porque los problemas metafísicos continúan tan o más irresolutos que como estaban cuando Kant vivía.

jueves, 5 de junio de 2014

El club de los escritores matinales


Se escribe mejor en ayunas.
León Tolstoi, Diarios, 29/6/1853

Nos cuenta Rüdiger Safranski que Schopenhauer

sólo escribía las tres primeras horas del día, y justificaba esa distribución del tiempo diciendo que si se estrujase más el cerebro, los pensamientos se volverían desvaídos, perderían originalidad y el estilo degeneraría (Schopenhauer y los años salvajes de la filosofía, p. 389).


Yo me manejaba parecidamente, porque el cerebro admite un cierto nivel de estrujamiento y no más, y se le saca más jugo cuando se lo estruja fresco y lozano. Pero ahora ya no dispongo de mis mañanas, y esas tres horas de óptimo rendimiento neuronal las dedico a emparchar lonas o a soldar cortinas roller. ¡Auxíliame San Arturo!

lunes, 5 de mayo de 2014

El culto a la actualidad


Qué terrible veneno para la mente es la literatura moderna.
León Tolstoi, Diario íntimo, 29/9/1910

La necedad del culto a la actualidad, denunciada por Tolstoi:

Una de las principales causas de la mediocridad de la gente de nuestro medio intelectual es que siempre están a la caza de lo actual, siempre quieren conocer o por lo menos tener una noción de lo que se ha escrito recientemente [...]. Y se escriben montañas de libros sobre cada tema. [...] Y hay que darse prisa y leerlos. Y son cerros. Y esta prisa y esta forma de llenarse la cabeza con una actualidad vulgar, confusa, excluye cualquier posibilidad de un conocimiento serio, verdadero, necesario. Y, se podría pensar, qué obvio es el error. Tenemos los resultados del pensamiento de los más grandes pensadores, que durante milenios se han distinguido de millones y millones de personas, y estos resultados del pensamiento de estos grandes hombres han pasado por la criba y el tamiz del tiempo. Se ha desechado todo lo mediocre, únicamente ha quedado lo que es original, profundo, necesario. Han quedado los Vedas, Zoroastro, Buda, Lao-Tsé, Confucio, Meng-tse, Cristo, Mahoma, Sócrates, Marco Aurelio, Epicteto, y los nuevos: Rousseau, Pascal, Kant, Schopenhauer y muchos otros. Y la gente que persigue la actualidad no conoce nada de eso, y se atiborra la cabeza con salvado y con residuos que pasarán por la criba y de los que no quedará nada (ibíd., 23/10/1909).


Los libros --decía Schopenhauer-- no son como los huevos, no es necesario consumirlos frescos. Antes al contrario, es preferible consumirlos, como recomienda Tolstoi, ya tamizados por la criba del tiempo. ¡Pero qué difícil es meter esto en la cabeza de nuestros adoradores del dios Actualidad! No solo no leen libros añejos, tampoco leen los actuales. Apenas leen los periódicos, los artículos periodísticos. ¡Mamma mía!

jueves, 10 de abril de 2014

La tragedia de Tolstoi: no haber nacido para la santidad

Me pesa mucho esta vida mala, vacía, urbana, lujosa.
León Tolstoi, Diarios, 6/4/1895

Lo que más le une a cada uno consigo mismo, lo que hace la unidad íntima de nuestra vida, son nuestras discordias íntimas, las contradicciones interiores de nuestras discordias. Sólo se pone uno en paz consigo mismo, como Don Quijote, para morir.
Miguel de Unamuno, La agonía del cristianismo [p. 18]


Tolstoi admiraba a Schopenhauer. A tal punto lo admiraba que en su antedespacho, a la derecha del retrato de Dickens, aparecía el del gran pesimista alemán. ¿Y por qué lo admiraría tanto? No lo sé a ciencia cierta. Tal vez por su estilo, imposible de no admirar; tal vez por situar a la compasión en el más alto de los rangos dentro de su sistema ético. O tal vez --y aquí se engancha mi asunto-- por tratar temas relacionados con la vida práctica y exponerlos en una tan elevada idealidad que a posteriori, cuando uno tiene que mostrar consecuencia con esos postulados para evitar la hipocresía, la cuesta arriba se hace tan empinada que resulta imposible llegar a esa cima intelectual, en donde llegó la cabeza, con los propios pies y con la propia carne. En el caso de Tolstoi, esa cima intelectual estaba dada por sus pensamientos acerca de la irresistencia al mal; en el caso de Schopenhauer, por su ideal del anonadamiento de la voluntad. Ambas ideas son harto difíciles de practicar, y ambos pensadores fracasaron rotundamente al querer trasladarlas al terreno de la propia casuística. Pero se diferenciaron en una cosa: mientras que Tolstoi vivió profundamente amargado por esta inconsecuencia entre sus áureos ideales éticos y su vulgar comportamiento, Schopenhauer, sabiendo perfectamente que su vida no se correspondía con estos ideales, no se hizo mayor problema por eso. Ahora bien; ¿quién fue más astuto en este sentido? ¿Lo fue más quién luchó toda su vida por ser un santo sin tener "pasta" para serlo, arruinando su salud y su bonhomía en este desigual combate que de todos modos perdería, ganándose así la animadversión de casi todos sus seres queridos, o fue más astuto aquel que, comprendiendo sus limitaciones prácticas, pero perfectamente consciente de su potencial teorético, no pretendió ir más allá de sus fueros y se conformó con señalar el camino en lugar de, además de señalarlo, recorrerlo?
Leo a Tolstoi desde su diario, entrada del 28/5/1896:

Hace ya varios días que lucho con mi trabajo y no avanzo. Duermo. Quería terminarlo aunque fuera en borrador, pero sencillamente no puedo [se refiere al tratado La doctrina cristiana]. Mala disposición de ánimo, agravada por la ociosidad, la miseria, la arrogancia y la fría vaciedad de la vida que me rodea.

A Tolstoi se le complica escribir. ¿Y por qué se le complica? Porque la conciencia de su hipocresía no lo deja en paz, no lo deja realizar su trabajo, no lo deja progresar en el ámbito que mejor maneja y por el cual es y será conocido y reconocido durante siglos y siglos. Mucho escribió sobre la doctrina cristiana, pero seguramente habría escrito mucho más, y con mayor profundidad, gracia y sensatez, de haber estado un poco más en paz consigo mismo al momento de escribir sobre estos magnos temas. Y digo "un poco más" y no en paz completa consigo mismo porque concuerdo con lo que nos dice Unamuno desde el epígrafe previo a este ensayo; pero una cosa es una lucha pareja, cuerpo a cuerpo, contra un adversario de similares características a las nuestras, y otra muy distinta es la lucha contra un Goliat insuperable --y sabiendo de antemano que no somos David ni tenemos su coraje. ¿Luchar por ser una persona mejor? Totalmente de acuerdo, pero esa lucha tiene que ser natural, alegre y decidida, no forzada artificiosamente. No inducida desde afuera por nuestros pensamientos acerca de lo que se debe hacer, sino excitada desde nuestros mismos deseos de hacer el bien, deseos que no se presentan como arrastrando por la fuerza a la voluntad, sino arrebatándola e integrándola, no dando lugar a indecisiones, con un impulso que, lo repito, es de alegría y no de trabada contienda[1].
Rüdiger Safranski, sobre el final de su monumental ensayo sobre Schopenhauer, nos cuenta lo que todos ya sabemos, que el mayor sueño de este pensador, su más alto ideal, fue la negación de la voluntad de vivir:

Lo soñó a base de asociar la tradición occidental de la mística con las doctrinas de la sabiduría de Oriente. Y lo hizo de un modo como nadie lo había hecho antes de él. En su vida, hubo instantes de desvanecimiento del yo, lo que él llamaba su "conscien­cia mejor", instantes que le permitieron vivir aquello de lo que, por lo demás, sólo podía hablar y escribir (Schopenhauer y los años salvajes de la filosofía, p. 471).

Ese fue su sueño mayor, su ideal teorético. Pero era un hombre y no un ente incorpóreo, y un hombre --como la mayoría de los escritores-- mucho más vanidoso que el promedio del común de las gentes. De ahí que cuando, ya sobre el final de su vida, pudo ser reconocido como el genial pensador y estilista que en realidad era, en lugar de entristecerse por esta potenciación de su voluntad, la disfrutó al máximo, sin interesarse por esta inconsecuencia.

Pretendía romper el "velo de Maya" con su obra y al mismo tiempo --ironía máxima-- quedó atrapado por medio de esa obra en el principio de individuación. Él, que había penetrado en ámbitos en los que todo debe quedar sin decir y sin oír, pretendía a toda costa ser escuchado.

He ahí la gran diferencia: mientras que Tolstoi quiso imitar a su héroe, a Jesús, a como dé lugar (sin lograrlo, por supuesto), Schopenhauer nunca quiso imitar a Buda, a pesar de su admiración por él. "Soporta con dificultad --comenta Safranski-- el muro de silencio que le rodea. Exige respuesta y acecha los sig­nos de aplauso: cuando éstos se convierten en estruendo, puede morir ya". Y muere a pesar suyo; si por él fuera, habría vivido muchos años más en esas condiciones, arropado por la gloria, acariciado por la fama. Se murió en el momento en que más deseoso estaba de vivir. Muy pocas veces le pasó por la cabeza, en esos últimos tiempos menos pero en el resto de su vida no fue tan distinto, pocas veces le pasó por la cabeza seriamente la idea de anonadar su voluntad de vivir. Como dijo Ramón de Campoamor en una de sus humoradas:

Vive con la manía
de maldecir de su feliz estrella,
y cual buen pesimista en teoría,
le va en la vida bien y habla mal de ella.

Y le fue muy bien, cada vez mejor, lo cual contradecía su doctrina. Es decir, no refutaba su comportamiento su doctrina, la cual afirmaba que al ser la compasión dolorosa, y al ser los individuos compasivos los seres más elevados moralmente que puedan existir en este mundo, la calidad moral de una persona y el dolor espiritual experimentado correrían necesariamente parejos. Pero Schopenhauer no experimentaba grandes dolores espirituales; muy por el contrario. Esto indicaba no que su doctrina era falsa, sino que él no estaba a su altura, a la altura de su doctrina, que era una persona de mediocres miras morales en el sentido práctico del término. Esto era precisamente lo que le costaba admitir a Tolstoi y lo que lo llevó a la gran tragedia que fue su vida, sobre todo en sus últimos años; pero a Schopenhauer esta constatación nunca le produjo gran zozobra. Tenía bien claro cuál era su papel en el mundo, y gracias a eso pudo explotar al máximo su potencial como escritor y pensador. Pudo plasmar con continuidad y máxima dedicación lo que ahora nosotros, sus admiradores, disfrutamos y agradecemos.
Schopenhauer, se despacha Safranski,

no fue un Buda, y por suerte para él, no se forzó a querer serlo. Rehuyó juiciosamente la tragedia que consiste en tratar de vivir de acuerdo con las propias inspiraciones e intuicio­nes. Schopenhauer no se confundió consigo mismo. Intuiciones o inspiraciones de evidencia y fuerza determinadas son algo vivo que pasa a través de nosotros. Se trata de un acontecimiento anónimo que no puede ser apresado en el yo. Y cuando se pretende hacer esto, sólo sale de allí una escenificación, algo forzado; lo vivo se enmohece y uno, aunque no se dé cuenta, se hunde en el abismo. No, las cosas no salen bien cuando uno intenta a toda costa seguir la propia palabra inspirada, "realizarla", "establecerla", "apropiársela". Al propio yo hay que dejarlo ser. El secreto de la creatividad está en dejarlo suelto y no en apropiárselo.
[...]Él no se torturó tratando de hacer coincidir las dos vidas. Con ello, hizo probablemente un favor a ambas, a su "productividad" y a la "vida ordinaria".

Tolstoi quiso aplicar sus pensamientos a su propia vida, pero al ser estos pensamientos tan ajenos a su yo individual, el fracaso era inevitable. Ya lo dijo el propio Tolstoi: "A través de mí ha hablado la fuerza divina [...]. Tuve momentos en los que sentí que me convertía en el transmisor de la voluntad divina" (27/3/1895). La voluntad divina hablaba por él, y hablaba, como corresponde, divinamente. El problema era que la voluntad divina solo hablaba a través de él, pero se negaba a operar a través de él, tal como opera, y no puede dejar de operar, a través de los santos. Y así como sería necio exigirles a los santos que, además de hacer el bien, se dediquen a desarrollar un tratado acerca de lo que el bien significa, también parece necio exigirles a los pensadores que hayan llegado a las alturas a las que llegaron Tolstoi y Schopenhauer, exigirles que se comporten santamente; eso es a todas luces un exceso. Podrá exigírseles, en todo caso, una cierta correspondencia entre sus pensamientos y sus acciones, pero nunca una correspondencia total, porque entonces sucederá lo que casi siempre sucede con los eticistas de baja estopa: si el pensador no puede subir con sus acciones hasta su ideal teorético, y se le exige consecuencia absoluta, necesariamente bajará su ideal teorético hasta una altura conveniente, hasta donde sus manos puedan asirlo, y el ideal se desvanece como tal. Tolstoi fue demasiado grande como para cometer este delito de lesa conceptualidad, pero no fue a la vez lo suficientemente realista como para comprender que no estaba destinado a la santidad ni mucho menos. Porque es así: cada cual está destinado a ser algo en la vida, predestinado mejor dicho, y es inútil luchar contra esta predestinación. Seguramente Tolstoi suponía que con un poco de esfuerzo, o mejor aún, con un tremendo esfuerzo, cualquier hijo de vecino podría convertirse en santo. Craso error. Pintar el cuadro de la santidad, describirla pormenorizadamente, diferenciarla de otras falsas santidades, confirmar su existencia desde luego (puesto que hay gente que niega que la santidad exista o pueda perseguirse), son todos éstos méritos indiscutidos y de un valor inconmensurable que nos ha obsequiado este formidable león ruso a través de su pluma. Agregarle a eso, como si fuera poco, el obsequio de la santidad hecha y derecha, habría sido demasiado, y me parece ya ver un si es no es de soberbia en esa pretensión de serlo todo, de ser el hombre ideal, el escritor ideal, el padre ideal, el esposo ideal. Ni siquiera llegó a ser el pensador ideal. Estuvo, si a mí me lo preguntan, muy cerca de serlo, y de cierto os digo que no encuentro a nadie que haya interpretado a la ética perenne de un modo más acabado que como él la entendió; pero algo le faltó para ser el eticista ideal. Le faltó, tal vez, estar un poco más en paz consigo mismo. Es lo que a mí también me falta, y lo que trataré de solucionar de aquí en adelante para no caer en las garras de la desesperación tal como caía tan frecuentemente mi admirado y querido conde Tolstoi.





[1] En todo caso, la lucha interior entre lo que sentimos y lo que pensamos que debemos hacer difícilmente desaparece de la escena, pero los roles se invierten: la opción correcta sería la que nuestra voluntad nos muestra, lo que deseamos hacer, y no la que nuestra razón nos indica como "el deber" a cumplimentar, sintiendo nuestro espíritu desgano y repulsión ante tal idea que parece pura en la teoría (ver a este respecto la entrada del 8/6/7).

jueves, 16 de agosto de 2012

La fama del viejo Schopenhauer, y la mía también



La obra cumbre de Schopenhauer, nos cuenta Rüdiger Safranski, "se gesta entre 1814 y 1818. Termina esta fase de su vida con la consciencia de haber culminado la auténtica tarea de su existencia. Después se presenta al público y tiene que comprobar, con desolación, que no hay audiencia para él" (Schopenhauer y los años salvajes de la filosofía, p. 13). Mi obra cumbre también se ha gestado ya, porque no puedo calificar de otro modo a las investigaciones éticas que absorbieron mi tiempo intelectual entre los años 2007 y 2008. Y, al igual que Schopenhauer, compruebo que no hay audiencia para este conglomerado de magnas ideas.
El gran pensador pesimista se armó de paciencia, esperando que algún día lo "descubrieran", y ese día llegó, en abril de 1853, cuando Schopenhauer ya tenía sesenta y cuatro años. Sesenta y cuatro años siendo un don nadie y tan sólo siete para disfrutar los beneficios de la fama. Pero ¿de qué le sirve la fama a un pobre viejo? No de mucho si la comparamos con la fama en la juventud o en la madurez, que le brinda al individuo que la tiene una ilusoria pero no por ello menos vívida sensación de omnipotencia. Pero igual la disfrutó. Téngase por seguro que Schopenhauer disfrutó de sus últimos siete años mucho más, muchísimo más, de lo que la lógica le permitía visto y considerando su postura filosófica.
¿Y yo? ¿Podré disfrutar de algunos años de notoriedad, aunque más no sea en la senectud de mi existencia? Mi vanidad, lo que tengo de vanidoso, lo desea fervientemente; pero lo que tengo de filósofo, por poco que sea, me pide a gritos que rehúya el beso de la viuda negra.

miércoles, 15 de agosto de 2012

Hacer carrera en filosofía


Más de un año ha pasado ya de mi deserción de la facultad de filosofía, y debo decir que no la extraño en absoluto.
Dijo Bertrand Russell:

La vida de Universidad es tan diferente de la vida en el mundo, que las personas que viven en el ambiente académico tienden a desconocer las preocupaciones y los problemas de los hombres y mujeres ordinarios; por añadidura, sus medios de expresión son generalmente tales, que privan a sus opiniones de la influencia que debieran tener sobre el público en general. Otra desventaja es que en las universidades están organizados los estudios, y el hombre al que se le ocurre algún medio de investigación original se sentirá, probablemente, desanimado (Bertrand Russell, "Elogio de la ociosidad", ensayo incluido en el libro Humanismo socialista (compilación de Fromm), p. 281).

Sí, por poco y no caigo en la trampa en que se debaten los universitarios --los alumnos y también los profesores--, y que consiste en estudiar --o enseñar-- lo que está de moda y no lo que conviene, lo que conviene en general y lo que nos conviene a cada uno en particular de acuerdo a nuestra idiosincrasia. Esas conveniencias no se respetan en las aulas, y los alumnos pagan muy caro ese descuido.
¿Qué habría sido, por ejemplo, del gran Arturo, del gran Schopenhauer, si en vez de dedicarse toda su vida a escribir y a filosofar lo hubiesen aceptado como profesor de filosofía? Habría sido un profesor más, y habría perdido la filosofía del siglo XIX a uno de sus mejores representantes.
Leo ahora a Rüdiger Safranski:

En el ambiente profesional de la filosofía, [Schopenhauer] careció de oportunidades y finalmente dejó de buscarlas. Ello le resultó beneficioso: el aguijón existencial que le empujaba a filosofar no llegó a disiparse en la actividad social del gremio. Su mirada conservó la agudeza y pudo contemplar la desnudez de los que reinaban en las cátedras alemanas. Se percató igualmente de las ansias de hacer carrera, del afán de originalidad a toda costa y de los intereses económicos que se vislumbraban a través de las redes de sistemas tan artificiales (Rüdiger Safranski, Schopenhauer y los años salvajes de la filosofía, p. 10).

Tal vez algún día me decida y retome mis estudios universitarios, pero de lo que estoy seguro es de que nunca intentaré hacer carrera como profesor de filosofía.