Lo
mismo que dije de mi pasión por la escritura puede decirse de mi pasión por la
lectura. No sé pensar sin escribir, pero también me resulta muy difícil avanzar
en mis pensamientos sin algún material de lectura que los respalde, los
contradiga o los oriente. Siempre mis reflexiones parten desde alguna reflexión
ajena, y esas reflexiones ajenas las asimilo leyendo. Por eso casi no leo
cuentos ni novelas, porque no hay mucho que encontrar, en cuanto a pensamiento,
en ese tipo de material de lectura. Fijate lector cómo comencé a extraer mis
ideas más importantes. La teoría temperamental triangular de 1997 me la
sirvieron en bandeja Aldous Huxley y William Sheldon; la teoría ética
fundamentada en valores plasmada en el 2008 la entresaqué de los escritos de
Max Scheler y Dietrich von Hildebrand. Y lo mismo para la casi totalidad de mis
otras teorías o esbozos de teorías. No he aprendido aún a pensar por cuenta
propia, sin el auxilio de los pensadores de antaño. Yo cavilo con bastón:
necesito apoyarme en el pensamiento de otro para poder avanzar. Mis ideas me
van surgiendo, o van cobrando forma, a medida que leo ideas ajenas. Por eso en
los momentos en que por uno u otro motivo no me es dado poder leer, mis ideas
comienzan a escasear.
Para
Borges, la acción de leer tenía como única meta el placer: “Soy un lector
hedónico: jamás consentí que mi sentimiento del deber interviniera en afición
tan personal como la adquisición de libros” (“Paul Groussac” ensayo incluido en
su libro Discusión). Yo también soy
un lector hedónico; la diferencia con Borges es que lo que a mí me causa placer
no es la lectura en sí misma sino los pensamientos que me acicatea.
Se
jactaba Nietzsche de haber alcanzado el pensamiento puro, desprovisto de
influencias: “Ya no leo nada”, le escribe a su amigo Peter Gast el 21/3/1888.
Un año después, la locura lo absorbe por completo. Tomo nota: no dejar de leer nunca.
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