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lunes, 25 de marzo de 2019

Yo cavilo con bastón


Lo mismo que dije de mi pasión por la escritura puede decirse de mi pasión por la lectura. No sé pensar sin escribir, pero también me resulta muy difícil avanzar en mis pensamientos sin algún material de lectura que los respalde, los contradiga o los oriente. Siempre mis reflexiones parten desde alguna reflexión ajena, y esas reflexiones ajenas las asimilo leyendo. Por eso casi no leo cuentos ni novelas, porque no hay mucho que encontrar, en cuanto a pensamiento, en ese tipo de material de lectura. Fijate lector cómo comencé a extraer mis ideas más importantes. La teoría temperamental triangular de 1997 me la sirvieron en bandeja Aldous Huxley y William Sheldon; la teoría ética fundamentada en valores plasmada en el 2008 la entresaqué de los escritos de Max Scheler y Dietrich von Hildebrand. Y lo mismo para la casi totalidad de mis otras teorías o esbozos de teorías. No he aprendido aún a pensar por cuenta propia, sin el auxilio de los pensadores de antaño. Yo cavilo con bastón: necesito apoyarme en el pensamiento de otro para poder avanzar. Mis ideas me van surgiendo, o van cobrando forma, a medida que leo ideas ajenas. Por eso en los momentos en que por uno u otro motivo no me es dado poder leer, mis ideas comienzan a escasear.
Para Borges, la acción de leer tenía como única meta el placer: “Soy un lector hedónico: jamás consentí que mi sentimiento del deber interviniera en afición tan personal como la adquisición de libros” (“Paul Groussac” ensayo incluido en su libro Discusión). Yo también soy un lector hedónico; la diferencia con Borges es que lo que a mí me causa placer no es la lectura en sí misma sino los pensamientos que me acicatea.
Se jactaba Nietzsche de haber alcanzado el pensamiento puro, desprovisto de influencias: “Ya no leo nada”, le escribe a su amigo Peter Gast el 21/3/1888. Un año después, la locura lo absorbe por completo. Tomo nota: no dejar de leer nunca.

viernes, 27 de agosto de 2010

Max Scheler (VII)

Martes 9 de septiembre del 2008/11,19 a.m.
Una duda me asalta respecto del carácter absoluto de la virtud de la veracidad.
Como sabemos, siempre que se actúa motivado por una virtud cardinal se actúa bien en sentido ético, o sea que si la veracidad es una virtud cardinal, nunca podemos actuar mal al decir nuestras verdades. Y si al decir una verdad quebrantamos la confianza que algún ser ha depositado en nosotros, cayendo en el sucio vicio de la delación, lo correcto no sería mentir, sino callar. Ahora bien; ¿qué pasa cuando este mismo silencio constituye un signo de delación? Pongo un ejemplo: un criminal acaba de cometer una fechoría y se ha refugiado en nuestro domicilio. La policía golpea la puerta y nos pregunta si hemos visto a este sujeto. Si decimos que no para quedar a salvo de la delación, estamos mintiendo, pero si callamos la policía sospechará e ingresará a nuestra casa, capturando al malhechor y encerrándolo en un presidio a la espera de su peor degeneramiento. Luego lo correcto en estos casos, me parece, no es callar sino mentir lisa y llanamente, pero para eso debo revocar la definición de la virtud cardinal de la veracidad, que así como está no me permite mentir bajo ninguna circunstancia. Será entonces que de ahora en más llamaré a esta virtud veracidad no delatora, y la definiré como la cualidad que nos impele a decir la verdad en toda circunstancia... con excepción de aquellos casos en que se considere que dicha verdad redundará en un castigo hacia un tercero. En pocas palabras, la evitación de la delación vuelve lícita en sentido ético a la mentira. Esta especificación puede que le quite su prístina pureza al concepto de hombre veraz, pero no hay nada más desagradable y más impuro que un soplón, de modo que me veo en la obligación de modificar el contenido de esta virtud cardinal si deseo conservarla como tal y no degradarla hacia el terreno de las virtudes relativas o temperamentales.
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Jueves 11 de septiembre del 2008/12,45 p.m.
¿Qué es la honestidad? Es una virtud relativa o temperamental. Esto indica que cuando uno actúa de forma honesta generalmente actúa bien, pudiendo suceder que se actúe honestamente e indecentemente a la vez. Si somos contadores y trabajamos para la mafia, por muy honestos que seamos al administrar los fondos de dicha organización, no por eso estaremos actuando conforme a lo que la ética sugiere: seremos honestos e inmorales a la vez, y no sólo eso, sino que seremos inmorales por causa de nuestra honestidad. Y lo mismo sucede con otras virtudes relativas que a simple vista parecen absolutas, como la paciencia (esperar largamente a un individuo para robarle sus dineros), la lealtad (seguir sin vacilación los dictados de un asesino), la mansedumbre (evitar ciertas coacciones hacia los propios hijos que resultan imprescindibles para su correcto desarrollo), la pureza sexual (evitar las relaciones carnales con una persona desesperada y a la que sólo a través del sexo podríamos integrar a nuestro mundo para luego auxiliarla), etc. Estadísticamente hablando, las personas honestas, pacientes, leales, mansas y puras tienden a ser mejores en sentido ético que los deshonestos, los impacientes, los desleales, los violentos y los lujuriosos, pero esta regla no se verifica en todo momento ni en toda circunstancia.
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Viernes 12 de septiembre del 2008/5,24 p.m.
Respecto del disvalor lujuria, lo defino como el deseo persistente y obsesivo de placeres sexuales. La antítesis de este disvalor en la pureza sexual, definida como la imposibilidad de sentir deseos lúbricos ante todo ser que nos tiente con su voluptuosidad. Ahora bien; así definida la pureza sexual, ¿no puede confundirse o superponerse con la frigidez, o, para ser más específico, con cierta indiferencia o ataraxia sexual muy común en ciertos individuos que viven kilométricamente alejados de todo vestigio de santidad? Hildebrand nos advierte una y otra vez que no confundamos la pureza sexual del santo con la patología de la frigidez; luego, tengo que suponer que la virtud de la pureza sexual es una cualidad mental que no impide la aparición del deseo lujurioso, sino que posibilita que la voluntad quede retenida y violentada contra ese deseo. Sería la pureza una mera continencia, una capacidad de represión del acto sexual que se desea fervientemente concretar. A mí me da la sensación de que la pureza de los santos no está relacionada con esta capacidad represiva; me parece que un santo está impedido estructuralmente de desear la mujer del prójimo, no que desea manosearla pero se abstiene de hacerlo como es propio del hombre continente. Pero como Hildebrand sólo se limita a decir que la pureza no es frigidez, sin especificar en qué se diferencian una de otra, pareciera dar a entender que su visión de la pureza sexual pasa más por esta represión activa que por una carencia de impulsividades de orden voluptuoso.
Úrgeme una explicación plausible de la supuesta diferenciación entre pureza y apatía sexual.
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Domingo 14 de septiembre del 2008/1,28 p.m.
También nos insta Hildebrand a no confundir la humildad con el sentimiento de inferioridad, pero aquí las diferencias saltan a la vista por su propio peso: en el sentimiento de inferioridad la persona se siente inferior a quienes la rodean --sobre todo respecto de las cualidades propiciatorias de la sociabilidad--, mientras que el humilde se siente inferior a Dios y sólo a Dios, mostrando por el prójimo un respeto supremo debido a la percepción cabal del valor ontológico de todo ser viviente, pero este respeto por la vida[1] no se funda en inferioridades ni superioridades de ningún tipo --y esto no invalida el hecho de que la persona humilde pueda sentirse en algún punto inferior o superior a quien tiene delante. Si tengo conciencia de mi superioridad ética respecto de tal o cual persona, pero así y todo la respeto y me pongo a sus pies para servirla en lo que fuere menester, mi humildad, lejos de quebrantarse, se revitaliza[2].

6,02 p.m.
La antítesis de la humildad es la soberbia. Esto significa que la soberbia es un vicio mayor, y por ende, todo lo que realizamos merced a ella es pecaminoso y malo en sentido absoluto. Pero entonces alguien podría preguntarme: "Si yo realizo alguna acción altruista motivado por la soberbia, como salvar una vida no por considerarla valiosa sino para confirmar mi propia grandeza, ¿tengo que concluir que habría sido mejor dejar que la persona en peligro muriese?" Pero esto es contradictorio: no se puede actuar altruísticamente motivado uno por la soberbia. La consideración que el soberbio tiene de su propia grandeza no está relacionada en ningún sentido con sus cualidades altruistas; luego no es posible que el rescate se efectúe por causa del impulso soberbio. En la soberbia, como ya se dijo, se produce una inversión de valores, de suerte que para el soberbio la vida es un disvalor y la muerte un valor[3], y entonces el soberbio, mientras permanezca gobernado por esa cualidad, no sólo no podría ir al rescate de una vida, sino que se regodeará observando la desesperación de su prójimo y celebrará el advenimiento de la Parca con bombos y platillos. Sí puede suceder que se realicen acciones altruistas en consideración de lo que los demás podrán pensar y sentir acerca del individuo actuante, pero en estos casos las acciones estarán siendo motivadas por el disvalor vanidad y no por la soberbia. La vanidad es un disvalor ético relativo ( su antítesis podría ser el cinismo en este sentido: la desvergüenza en defender o practicar acciones o doctrinas consideradas vituperables por el inmediato entorno), luego las acciones realizadas con motivo del impulso vanidoso serán generalmente inéticas, pudiendo resultar en ciertos casos beneficiosas para la biomasa espaciotemporal (y lo mismo, pero a la inversa, ocurre con las acciones realizadas por cinismo).
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Martes 16 de septiembre del 2008/6,46 p.m.
Esto de que el cinismo sea una virtud y no un vicio como generalmente se supone merece una explicación.
Si mis acciones y mis pensamientos están del todo conformes al statu quo que me rodea, lo más probable, con mucho, es que dichas acciones y dichos pensamientos estén determinados por el statu quo y no por argumentos extraídos del propio discernimiento. Esto implica vanidad: se hace y se piensa lo mismo que los demás para que los demás aplaudan nuestras acciones y pensamientos, o no se hace ni se dice lo impopular para evitar el dolor de la reprobación masiva. Si la masa de gente que con sus acciones y creencias determina las mías presenta un elevado esclarecimiento ético y gnoseológico, mis impulsos vanidosos redundarán en acciones deseables y sanas doctrinas; habrá determinado la vanidad sucesos éticamente correctos a pesar de ser un vicio (pero pese a que el universo se habrá beneficiado con ello, mi propia individualidad se habrá empobrecido y debilitado, no por el plagio en sí, sino porque todo vicio llevado a la práctica debilita el desarrollo pleno de la personalidad por más que sus consecuencias fuera del propio mundo interior sean positivas y deseables). Mi teoría de los valores contempla esta situación: un vicio menor o relativo puede determinar buenas acciones. Sólo estallaría en el caso de que la mayoría de los efectos que provoca un vicio menor resulten éticamente deseables. Si así fuera, la solución de compromiso sería catalogar como virtud a lo que suponía era un vicio. Pero esto no sucede con la vanidad, pues la masa muchas veces presenta enormes agujeros éticos y gnoseológicos que al copiarlos, nos hacen incurrir en sucesos deletéreos, por más que tal vez ni la masa ni nosotros mismos caigamos en la cuenta de dicha venenosidad. No estoy diciendo aquí que la mayoría de las veces el punto de vista del statu quo sea incorrecto; el mecanismo es un poco más complejo. El quid de la cuestión estriba en suponer una relación inversa entre la vanidad individual y el esclarecimiento general. Cuando el nivel de vanidad de los individuos que componen un determinado conjunto social es elevado, esto será indicativo del enorme grado de putridez de las normativas básicas establecidas por dicha sociedad en forma jurídica o preceptual. Así, la mucha vanidad generalizada se alimentará de un statu quo corrompido y redundará en efectos indeseables. Y cuando nos encontremos con un tejido social en el que los individuos manifiesten poca o ninguna vanidad en la determinación de sus acciones, será esto indicativo de la salud y lozanía del statu quo que integran y de sus recomendaciones. Aquí los individuos vanidosos imitarán lo deseable y honroso, y estaremos en el caso antes apuntado del vicio que produce buenas consecuencias. Pero como siempre habrá más vanidosos en las sociedades corrompidas que en las bien desarrolladas, la vanidad tenderá siempre a producir muchos más efectos indeseables que deseables. Y este aserto vale para todo mundo imaginable: tanto para el nuestro como para un hipotético mundo perfecto o un hipotético mundo caótico, o cualquier opción intermedia[4].
Si el cinismo fuese definido como la complacencia en la defensa o práctica de acciones o doctrinas consideradas vituperables por el inmediato entorno, dejaría instantáneamente de ser virtuoso. No hay mérito moral ni de ninguna otra índole cuando se nada en contra de la corriente por un impulso enfermizo que hace del vituperio recibido un deleite. El cínico virtuoso no siente complacencia sino desvergüenza en ese tránsito a contramano. La desvergüenza no es placentera, sino inhibidora del displacer de la vergüenza. Esto significa que el cínico virtuoso, a diferencia del cínico mal definido, no goza contradiciendo al statu quo, pero tampoco sufre con ello como le sucede al vanidoso. El cínico virtuoso dice sus verdades y actúa de acuerdo a ellas, y el hecho de que sus doctrinas y acciones reciban el apoyo o el rechazo del statu quo lo tiene sin cuidado: ni las amolda para que se ajusten a él como es propio del vanidoso, ni las retuerce deliberadamente para contradecirlo como es propio del cínico estúpido. Este cinismo estupidizante del que lleva la contra por el mero placer de llevarla es elitista en grado sumo; muy poca gente, por fortuna, presenta esta corrosiva inclinación. El verdadero peligro está del otro lado, pues los vanidosos sí que son legión y encima su patología es harto contagiosa. El cínico virtuoso configura una especie de bastión, una roca que resiste firme los embates de aquella marejada comandada por los vientos de la moda dominante. Pero como es una roca pensante, sólo se mantendrá en su sitio cuando la moda dicte frivolidades o canalladas. Si la casualidad o lo que fuere produce una moda interesante y éticamente aceptable, la roca se desprende y se confunde con la marea. Podrá el cínico, en ocasiones, pensar equivocadamente y actuar en consecuencia, y por eso decimos que el cinismo es una virtud relativa, que puede a veces engendrar el mal. Pero al estar libre de vanidad, y siendo este disvalor uno de los mayores distorsionadores de la razón pura y sobre todo de la razón práctica, quien experimenta el cinismo bien definido se posiciona óptimamente como para pensar de un modo objetivo y actuar de un modo correcto. Y si actuando y pensando así alguna vieja se escandaliza, y el cínico sonríe al percibir el escándalo, sepamos perdonarlo. Al fin al cabo no es más que un ser humano[5].
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Miércoles 17 de septiembre del 2008/10,02 a.m.
Y así como el cinismo ha sido infravalorado desde el comienzo mismo de su existencia ideológica, también han ocurrido sobrevaloraciones históricas de algunas cualidades que no merecían tan estruendosa ovación. Estoy pensando en la valentía.
Lo del cinismo es mucho más triste porque siendo un valor ético, se lo considera un disvalor, en cambio nadie duda en calificar como virtud a la valentía. El problema es que desde antiguo, muchas culturas han considerado esta cualidad como el valor supremo[6], siendo en realidad un simple valor relativo o temperamental. Podemos rastrear esta confusión desde Aristóteles:

El que soporta y teme lo que debe y por el motivo debido es valiente, porque el valiente sufre y actúa de acuerdo con los méritos de las cosas [...]. Para el valiente la valentía es algo noble [...]. Por esta nobleza, entonces, es por lo que el valiente soporta y realiza acciones de acuerdo con la valentía (Ética nicomaquea, lll, 7).

Definiendo así a la valentía, es evidente que nunca podría generar acciones inéticas, pero yo no veo por qué deba negársele la cualidad de valiente al individuo que, por ejemplo, se trenza en lucha él sólo contra cuatro por algún motivo pueril o incluso perverso. No niego que las causas nobles envalentonen el ánimo mucho más que las causas pueriles o perversas, pero eso no debe inducirnos a negar la valentía del soldado mercenario, y hasta incluso podría considerarse mayor que la del soldado "patriota" por carecer el mercenario del incentivo extra del deber a cumplir (análogamente, consideramos más valiente al guerrero que se dispone a la lucha con frialdad de temperamento que aquel que combate impulsado por el odio). Así, desligada del factor nobleza que se suponía inherente a ella, la virtud de la valentía cobra su real dimensión[7].
Siguiendo con Aristóteles, su teoría de la virtud como justo medio entre dos vicios coloca esta cualidad entre la exageración irracional de la temeridad y el apocamiento de la cobardía. Yo entiendo que hay un disvalor ético, y sólo uno, enfrentando a su correspondiente antítesis valiosa; la tripolaridad aristotélica se me presenta como muy forzada, como traída de los pelos, no digamos ya --como generalmente se sugiere-- como auspiciante de una "sana mediocridad", lo cual no es correcto achacarle según mi punto de vista. Para mí la valentía tiene una sola contracara y es la de la cobardía. La temeridad es una valentía desmadrada, que no mide riesgos o los mide mal, pero no deja de ser una valentía. Luego la temeridad es una virtud, si bien relativísima y al borde de la neutralidad, pues implica una notable ceguera ante el valor de la propia existencia, lo cual sería de todo punto disvalioso si no estuviese compensada esta ceguera, como generalmente lo está en la temeridad, por el impulso hacia la consecución de otros valores que justifican hasta cierto grado la exposición al peligro. Benito Mussolini, inspirado tal vez por alguna frase nietzscheana, enarbolaba con orgullo su más estentórea consigna: "¡Vive peligrosamente!" Esto es la temeridad por la temeridad misma, lo cual no es, desde luego, una virtud. Pero como son muy pocos los que se someten al peligro sin mayores incentivos que los que la producción de adrenalina puede propiciar, y son muchos los que sólo se comportan temerariamente ante un valor encumbrado que pide realizarse, la temeridad, estadísticamente hablando, queda eximida y puede ingresar, según mi punto de vista, al panteón de las virtudes relativas.
Respecto de la cobardía, sería un gran error emparentarla con el miedo simple y llano que sentimos luego de juzgar un suceso como vitalmente disvalioso[8]. Este sentimiento es inevitable para la práctica totalidad de los mortales --incluidos los más valientes--, y sólo puede considerarse patológico y vicioso cuando el individuo, contrariamente a lo que ocurre cuando aparece la temeridad, presenta una hipertrofia para la captación de los disvalores vitales, de suerte que a los pequeños los juzga enormes e incluso convierte sucesos objetivamente neutrales o valiosos en disvaliosos, y esto a todas horas y en toda circunstancia. Los pecados no se circunscriben tan sólo a las malas acciones: existen también los pecados de palabra y los pecados de omisión[9]. Pues bien: la especialidad del individuo cobarde no pasa por hacer el mal, sino por evitar hacer el bien cuando el bien solicita su participación. Este vicio poderoso puede a veces engendrar consecuencias deseables (como sería el caso, por ejemplo, de un ratero que por temor al presidio se abstiene prolijamente de robar a nadie), pero siempre terminarán opacadas por todas esas buenas obras que nunca verán la luz, por toda esa beneficencia y utilidad anonadadas por este cáncer moral que se ha hecho carne, que se ha enquistado más que nunca en esta sociedad posmoderna que al grito de ¡seguridad, seguridad!, parece hacer alarde de lo que siempre se consideró una vergüenza. Porque si bien es incorrecto entronizar a la valentía como una virtud superior, mucho peor es hacer de la cobardía un modus vivendi, pidiéndole a Dios no que nos haga más buenos, ni más humildes, ni más inteligentes, sino que nos provea de una celosa policía y de unas cuantas pólizas de seguro bien certificadas[10].


[1] Cuando Albert Schweitzer afirmaba que su visión de la ética estaba cimentada en el respeto por la vida, se ponía de frente al problema, en una posición ideal como para encararlo y resolverlo. En general, los eticistas orientales adoptan esta privilegiada postura, aunque muchas veces no se preocupan luego por desarrollar un sistema que permita resolver algunas de las incógnitas que se presentan en este campo, mientras que los eticistas occidentales trabajan con gran empeño pero descaminadamente por no haber partido de aquella verdad fundamental que el catolicismo y el protestantismo se han ocupado de ofuscar durante siglos.

[2] Este punto de vista no es contrario a la parábola del fariseo y el publicano (Lucas 18. 9-14). Allí el fariseo, sintiéndose superior ética y devotamente al publicano, lo desprecia, permanece ciego a su valor ontológico. El humilde puede considerarse superior a su prójimo pero no sabe hacer gala de ello y se pone a los pies de todos para servirlos en lo que manden con santa obediencia y contentamiento –siempre que lo que manden, desde luego, no sea contrario a la ley de Dios.
[3] Nuevo emparejamiento de la soberbia con el ateísmo: como la vida es un disvalor, quien nos la da o no existe, o es un ser inescrupuloso y sádico. Todo credo pesimista, con el budismo la cabeza, parte de la soberbia y desemboca en la nostalgia de aquel Ser Superior que no puede aprehenderse ni en sí mismo ni en sus efectos.
[4] Este pensamiento, que tiene mucho de metafísico y por eso no es fácil de demostrar, lo vengo ya rumiando desde hace años. Los lectores memoriosos lo asociarán de inmediato con las disquisiciones referentes a la cultura que figuran en mis anotaciones del 2/1/98.
[5] Para que Aristóteles esboce una sonrisa, digamos que la virtud del cinismo constituye un punto intermedio entre el vicio del cinismo complaciente y el vicio de la vanidad. Y si se observa con detalle, se puede llegar a la conclusión de que el cinismo complaciente es también vanidad. Ese cínico bien definido que fue Sócrates conocía esta verdad de primera mano; así fue que pudo ver, según la famosa anécdota, el orgullo de su discípulo Antístenes a través de los agujeros de su túnica.

[6] Los germanos, por ejemplo, penalizaban el hurto con mayor severidad que el robo, pues consideraban, con gran criterio y acierto, que para robar se necesita una dosis de valentía mucho mayor que la empleada en el hurto. La valentía era para ellos un atenuante del delito, tal como para nosotros lo es la borrachera.

[7] James Rachels coincide conmigo: "Consideremos a un soldado nazi que pelea valientemente --enfrentando grandes riesgos--, pero lo hace por una causa mala. ¿Es valiente? [...]. Llamar «valiente» al soldado nazi parece ser un elogio a su desempeño, y no queremos elogiarlo. [...] Empero, no parece ser correcto decir que no es valiente [...]. Para sortear este problema, tal vez deberíamos decir simplemente que demuestra dos cualidades de carácter: una que es admirable (firmeza al enfrentar el peligro) y una que no lo es (disposición a defender un régimen despreciable). Está bien, es valiente, y el valor es una cosa admirable; pero dado que pone su valor al servicio de una causa mala, su conducta es en general mala" (Introducción a la filosofía moral, XIII, 2). Esta subordinación de una virtud a una "causa mala" es indicativa de que la virtud subordinada es relativa y no absoluta.

[8] Hay que tener presente también que los vicios, lo mismo que las virtudes, son cualidades o disposiciones espirituales y no emociones. La cobardía (vicio) predispone al individuo a sentir miedo (emoción).
[9] Cierta teología incluye en esta lista los pecados de pensamiento, pero ¿a quién perjudico al pensar en inmundicias o al desearlas? Y lo que es más inconsistente teniendo en cuenta que dicha teología propugna la existencia del libre albedrío: ¿cómo hago para evitar estos malos deseos y pensamientos?, ¿cómo hago para reprimirlos voluntariamente tal como reprimo mis ansias de pecar o de decir blasfemias?

[10] Y si la policía no cumple con su cometido, ¡a comprar armas y a defenderse por propia cuenta!... Pero esto no es abandonar la cobardía: la hipertrofia enroca en los disvalores económicos (subgrupo de los vitales), y el miedo sistemático a perder la salud se transforma en miedo a perder las propiedades.

lunes, 23 de agosto de 2010

Max Scheler (V)

Miércoles 23 de julio del 2008/2,08 p.m.
Mi aserto respecto de que "todo juicio es un juicio de valor" está lejos de ser aprobado por todos los pensadores que aceptan la existencia del universo axiológico. Es más, la mayoría entiende que los "juicios de la razón" difieren esencialmente de los "juicios del sentimiento". El francés Ribot, por ejemplo, decía que

los materiales que emplea la razón intelectual deben estar puros de todo elemento emocional (La lógica de los sentimientos, p. 43).

Yo creo que la razón pura, que se ocupa de la verdad o falsedad de todo tipo de proposiciones, persigue por esa ocupación valores de veracidad, que llamo valores intelectuales y cuyo descubrimiento es tan sentimental como el descubrimiento de cualquier otro tipo de valor. Que los sentimientos involucrados en el juicio de valor intelectual sean a veces menos vívidos que los que aparecen en otros juicios más "personales" no indica que los primeros carezcan de sentimentalidad. Dice también Ribot, para diferenciar el sentimentalismo del puro racionalismo, que

la lógica de los sentimientos sirve al hombre en todos los casos en que tiene interés en establecer o justificar una conclusión, y no puede o no quiere emplear los procedimientos racionales (ídem, p. 42).

Estas conclusiones hijas del sentimiento y no de la razón deben identificarse con los prejuicios y no con los sofismas, pues estos últimos, según Ribot, son "vicios intelectuales" que "pueden observarse materialmente y rectificarse como errores de cálculo" y "resultan de una ineptitud para inducir o deducir correctamente" (p. 205), y en cambio los prejuicios del sentimiento no son hijos de ningún raciocinio, sino que se plantan de repente, como saliendo de la nada, y luego, a partir de estos juicios, se racionaliza para justificarlos.

En la lógica afectiva la conclusión condiciona la serie de razonamientos; en el razonamiento racional, por el contrario, es la serie de argumentos la que condiciona la conclusión (p. 66).

Dice también que

en la lógica de los sentimientos, la conclusión, que está siempre determinada de antemano, depende del carácter [...] del razonador (p. 76).

Estas dos lógicas, la racional y la sentimental,

ocupan cada una un terreno que le es propio. Se desarrollan en él conforme a procedimientos diferentes, que son determinados por su fines (p. 205). El razonamiento racional tiende hacia una conclusión, el razonamiento emocional hacia un fin; no se dirige a una verdad, sino a un resultado práctico [...]. Por consiguiente, tiene una gran analogía de naturaleza [...] con la actividad voluntaria, [...] puesto que cuando se quiere [...], el fin está establecido de antemano y condiciona los medios (p. 63).

Nuevamente se confunden los tantos. Así como Bergson suponía que la misión de la inteligencia era meramente utilitaria, ahora Ribot le asigna esta función a la "lógica de los sentimientos". Pero la lógica nunca puede ser sentimental, porque la lógica es una ciencia formal, su ámbito carece de todo atisbo emocional lo mismo que cualquier otra ciencia. Y así como no hay una "matemática sentimental" o una "física sentimental", sino gente que se apasiona por la matemática o por la física, así también la lógica es impenetrable al sentimiento, pero esto no impide que aquel sujeto que se vale de la lógica, es decir, que razona, experimente, y experimente necesariamente, algún tipo de emoción anexa al proceso raciocinante. No existe, pues, ese "razonamiento racional" emotivamente aséptico que postula Ribot: todo racionamiento es emocional (excepto, claro está, cuando el razonamiento es pueril o cotidiano y el juicio de la costumbre reemplaza al juicio de valor propiamente dicho). Lo que tiende hacia un fin y no hacia una conclusión es la razón práctica, la que se ocupa de investigar lo que nos conviene hacer o no hacer. Estas decisiones volitivas llevan consigo, desde luego, una buena dosis de sentimentalidad, pero no menos emotivos aparecen los razonamientos que apuntan a la emisión de una conclusión o juicio, así sea un juicio puramente intelectual, desligado de valoraciones tendenciosas. "La lógica racional pura --insiste Ribot-- excluye todos los estados afectivos; están fuera de ella y no harían más que adulterarla" (p. 67). Esto debe interpretarse así: cuando se razona no para decidir qué hacer, sino para llegar a una conclusión teórica verdadera, es conveniente dejar de lado los estados afectivos desiderativos, es decir, los deseos de que la conclusión teórica resulte ser de tal o cual manera, porque estos deseos y las emociones que los acompañan estorban al claro discurrir y lo subjetivizan. Pero dejar de lado todo estado afectivo mientras se razona no es conveniente ni inconveniente, sino imposible, pues todo razonamiento es un engarce de proposiciones e ideas en las que aparecen irremediablemente valores o bienes que se han de aprehender junto con las ideas mismas, y la emotividad (percepción sentimental) es inherente a esta aprehensión y no tiene por qué restarle objetividad siempre que se mantenga separada del interés práctico que podamos tener en llegar a la justificación o refutación de un juicio que ya conocemos de antemano y deseamos que sea verdadero o falso. Es aquí, cuando la razón queda subrepticiamente subordinada a nuestros deseos, que sucede aquello de que la conclusión final es la que moldea la serie de razonamientos que se supone debe conducirnos a ella, pero este asalto a la inteligencia no puede atribuírsele, como quiere Ribot, a la "lógica afectiva", sino a la razón pura interferida por el deseo. Si mantenemos nuestros deseos a raya, la cadena de razonamientos, por muy emotiva que se nos aparezca, tomará la dirección correcta y serán los argumentos previos los que condicionarán la conclusión final. Si es, por el contrario, el juicio definitivo el que ya se da por descontado y los argumentos que se supone han de llevarnos hacia él no son otra cosa que justificaciones o racionalizaciones del juicio dogmático, puede que haya sucedido lo antes descrito, que el interés personal sea el que ha tomado las riendas de nuestro aparato cognitivo, pero puede ser también que se trate de un juicio metafísico puro, surgido por intuición y no por razonamiento ni por interés personal. En estos juicios no caben las argumentaciones: se los acepta o se los rechaza sin más. Cualquier intento de justificación será tachado de pueril por un razonador experimentado. Será entonces vital para no caer en vaguedades intelectuales la diferenciación entre los juicios emitidos por la razón pura no interferida, los juicios teóricos interceptados por el deseo y los juicios metafísicos puros provenientes de una intuición intelectual. Los primeros serán mayormente verdaderos, los segundos serán mayormente falsos y los terceros serán verdaderos siempre. En los primeros, el razonamiento (la utilización de la lógica formal)[1] es el encargado de dar el veredicto; en los segundos, el razonamiento es el encargado de las apariencias, pero el veredicto lo da el interés personal; en los terceros, el veredicto lo da la intuición intelectual y el razonamiento no juega ningún papel, pues en estos juicios lo empírico ni puede apoyar ni puede refutar nada. Y todos estos juicios, sean verdaderos o falsos, sean racionales, volitivos o intuitivos, aparecerán en nuestra conciencia junto con el sentimiento correspondiente al valor o disvalor a que hacen referencia.
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Viernes 25 de julio del 2008/5,50 y 3 p.m.
Dice Kant, en su Crítica del juicio (introducción, lll), que todas las facultades o capacidades del alma pueden reducirse a estas tres: la facultad de conocer, el sentimiento de agrado y desagrado, y la facultad de apetecer[2]. Yo digo que la facultad de conocer verdades puede servirse de la lógica o de la intuición. Cuando se sirve de la lógica, el sentimiento de agrado o desagrado se vivencia junto al conocimiento de modo inevitable, mientras que las apetencias pueden o no vivenciarse, siendo conveniente, en función de la objetividad cognoscitiva, que no se mezclen estas dos capacidades. Y cuando se sirve de la intuición, las tres capacidades, el conocimiento, el sentimiento y el deseo, se reúnen inevitable y positivamente, ya que aquí el deseo no es impuro, no procede del interés personal, sino que aparece con la intuición misma y como confirmándola (deseo metafísico). Claramente se nota lo imperiosa que resulta la separación entre los juicios racionales y los metafísicos, los primeros de los cuales deben permanecer aislados de las apetencias para mantenerse puros, mientras que en la esencia misma de los segundos ya el deseo viene incluido.
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Sábado 26 de julio del 2008/3,17 p.m.
Se dice que los "juicios de la razón" o "juicios existenciales" difieren de los juicios de valor en que los primeros se pueden probar, apoyar o refutar con argumentos contundentes y los últimos no. Yo creo que todo juicio que no sea metafísico --y los juicios de valor, según mi criterio, no lo son--[3] es presidido, en la mente del que lo realiza, o bien por argumentos extraídos del propio sujeto de la proposición a que hace referencia el juicio, y entonces estamos ante un juicio analítico, o bien por argumentos extraídos del universo perceptible o imaginable y que añaden alguna nueva determinación al sujeto de la proposición, y entonces estamos ante un juicio sintético, o bien por el deseo preestablecido de que la proposición a que hace referencia el juicio sea verdadera o falsa, y entonces estamos ante un juicio tendencioso o prejuicio. Los juicios analíticos, del tipo "el centro de una circunferencia es equidistante de todo punto de la misma" o "el gato es un mamífero", son necesarios --es decir, que no pueden ser falsos-- y evidentes, y son también a priori, entendiendo esto en el sentido de que su enunciación es independiente de toda experiencia y no puede ser apoyada ni refutada por la experiencia. De acuerdo a esto, concluyo que los juicios analíticos son siempre juicios de valor intelectuales, ya que los juicios de valor no intelectuales (éticos, vitales, etc.) se basan en la experiencia y su enunciación es posterior a la misma, o sea que son a posteriori, y además son sintéticos, pues cuando afirmo que "aquel cuadro pictórico es trascendente", no puedo derivar el concepto "trascendente" del concepto "cuadro", sino que le añado a ese cuadro una nueva determinación. Todo juicio analítico, pues, es un juicio de valor intelectual, pero no todo juicio de valor intelectual es necesariamente analítico. La proposición "Juan es un ser de piel oscura" esconde un juicio, y como todo juicio es un juicio de valor, corresponde averiguar a qué grupo valorativo pertenece. Al decir que Juan tiene piel oscura no estamos afirmando nada sobre la bondad o la maldad de Juan, ni sobre su trascendencia o intrascendencia, ni sobre su belleza o fealdad, ni sobre su provechosidad o peligrosidad (a menos que seamos enceguecidos racistas y supongamos que la mayoría de los negros son malos, intrascendentes, feos y/o peligrosos). Luego, como aquí no está en disputa ningún valor ético, cultural, vital o estético, todo se reduce al valor de verdad o al disvalor de falsedad que tenga la proposición: es un juicio intelectual. Pero el concepto de una piel oscura no es derivable del concepto Juan; tengo que consultar a la experiencia (percibir a Juan con mis ojos) para determinar si creo que hay verdad en ese juicio. Luego es un juicio intelectual sintético, pues el predicado de dicho juicio (un ser de piel oscura) no está contenido en el concepto del sujeto.
Los juicios intelectuales analíticos, siendo necesarios y evidentes, acusan una bajísima o incluso nula emotividad, pues el percibir sentimental de un valor depende en gran medida del hecho de descubrir ese valor, de sacarlo a la luz, y el valor de verdad de un juicio analítico está ya, por definición, bien iluminado por nuestra conciencia (de suerte que si no supiéramos ya de antemano que todos los gatos son mamíferos, este juicio sería, para nosotros, sintético y no analítico)[4]. En estos casos, pues, puede decirse que los que afirman que los "juicios de la razón" carecen de toda emotividad están en lo cierto. Pero no sucede lo mismo cuando se trata de un juicio intelectual sintético. Aquí la percepción del valor verdad o del valor falsedad es dependiente de la experiencia: el valor se nos aparece no deducido inexorablemente del concepto del sujeto del juicio, sino inducido por consideraciones externas a ese concepto. Y esa inducción, al tomar por asalto nuestra conciencia, dará paso a la estimación y con ella al sentimiento de eurekismo si el juicio se estima verdadero, o al sentimiento de desconcierto si el juicio se estima falso (y más o menos eurekismo, o más o menos desconcierto, según el grado de sorpresividad y el grado de relevancia que posea para nosotros el enunciado del juicio). Esto en cuanto a la emotividad de los juicios de valor intelectual. En cuanto a su verificabilidad o falsabilidad, los juicios intelectuales analíticos son autoverificables y no pueden ser refutados por ningún tipo de argumento por estar basados en el principio lógico de no contradicción, de suerte que cualquier argumento que se utilice para impugnar estos juicios estaría también impugnando este principio. Distinto es el caso de los juicios intelectuales sintéticos, que no son necesarios sino contingentes. Se pueden aducir pruebas que los apoyen, pero su completa verificación es imposible. Su refutación, en cambio, es factible a través de la presentación de un hecho experimental u observacional que los contradiga indiscutiblemente. Pongamos por caso el enunciado siguiente: "El dueño de esta casa es tuerto". La evidencia de un hombre viviendo en ese sitio y que carece de un ojo apoya la veracidad del juicio, y más aún si ese hombre nos muestra las escrituras de la propiedad, que están a su nombre. Pero esto no constituye una verificación completa. Podría suceder que la escritura sea falsa, o que por algún embrollo legal aparezca otro propietario legítimo del inmueble. Si estos hechos, o alguno similar, se presentan palmariamente, el juicio queda científicamente (aunque no lógicamente) refutado; si no aparecen, o aparecen con escasa claridad, el juicio intelectual es aceptado provisionalmente como verdadero. Esto significa que lo aceptamos como verdadero y que podría ser verdadero en sentido objetivo, pero que nunca estaremos completamente seguros de su veracidad.
Si ahora pasamos al análisis de los juicios de valor no intelectuales, tenemos que decir ante todo que son siempre juicios sintéticos y a posteriori. Son sintéticos porque los predicados de tales juicios no se deducen del concepto del sujeto, sino que le aportan un dato que no se conocía, y son a posteriori porque lo que afirma o niega el enunciado del juicio está tomado de la experiencia. Cuando digo que Juan es bueno, presupongo en Juan una cualidad que puede, objetivamente, poseer o no poseer, porque tomando el concepto "Juan" a secas, sin intromisiones empíricas, no puedo deducir de él su bondad o su maldad. Tengo que verlo actuar en variadas ocasiones para inducir ese juicio. Si lo veo realizando acciones que presupongo buenas una y otra vez, mi lógica inductiva me indicará ese juicio favorable; pero esta lógica, por auspiciar un juicio meramente a posteriori, será contingente: nunca podré saber a ciencia cierta si mi juicio, objetivamente, es verdadero o falso. Podría suceder que mi concepto de bondad --concepto que tal vez no sea definible lingüísticamente, pero que existe en la mayoría de las mentes autoconcientes--[5] sea completamente falso, o esté lo suficientemente disociado del concepto correcto que yo no sepa discernir cuándo una acción tiende a engendrar buenas consecuencias y cuándo no; o podría suceder también que Juan realizase ante mis ojos toda una serie de acciones loables porque las circunstancias, en esos momentos en que yo lo supervisaba, lo empujaron a ello, y en realidad es un auténtico canalla la mayor parte del tiempo (y entonces se comportó bien porque yo lo miraba y no por bondad, lo que constituye hipocresía, o bien lo hizo de corazón y amablemente, pero su bondad no se perpetuó en el tiempo, y una persona sólo puede ser calificada como buena cuando por lo general se comporta bien, no cuando se comporta bien ocasionalmente). En los juicios sintéticos intelectuales ocurría que la proposición podía ser apoyada o refutada por evidencias empíricas, pero nunca verificada; en los juicios de valor no intelectuales, la simetría es perfecta: no pueden verificarse ni refutarse indiscutiblemente, pero sí pueden apoyarse o socavarse a través de otros juicios extraídos de la experiencia. En un sentido lógico formal, ni siquiera los juicios sintéticos intelectuales pueden ser completamente falsados por otros juicios observacionales, pero cuando estos juicios están al servicio de la ciencia, se adopta por lo general la postura de asimetría reivindicada por el epistemólogo Karl Popper: el enunciado científico se puede refutar y no verificar. Ya es bastante problemático para la ciencia el hecho de no poder aseverar nada con suficiente seguridad; si nada pudiera tampoco refutarse, las tinieblas terminarían envolviéndolo todo y el científico estaría tentado de abandonar su investigación por infructuosa. Esto es, precisamente, lo que suele ocurrir con los que investigan en el campo de la axiología. Pretenden la mayoría descubrir verdades evidentes o mentiras manifiestas, y como estos juicios terminan siempre, a la corta o a la larga, por ser puestos en duda por otros pensadores o por el mismo pensador que los concibe, muchos terminan por concluir que dicha disciplina no puede ser tratada científicamente por carecer de objetividad intrínseca, afirmación ésta que no se deduce en absoluto del hecho de que no puedan aparecer en este ámbito verdades o mentiras confirmadas. Lo único que separa a las ciencias empíricas de la axiología es que los juicios legales (enunciadores de una ley física) pueden ser refutados o falsados por descubrimientos posteriores, mientras que en la teoría de los valores esta falsación es imposible. Sin embargo, y de acuerdo a lo antedicho, los impedimentos inherentes a la concienciación de un dogma estimativo verdadero aparecen porque la ciencia axiológica no puede desgajarse de la lógica formal de la manera en que sí se desgaja la ciencia empírica cuando asegura que los juicios atinentes a ella pueden ser falsados. El defecto de la axiología, pues, es el de ser demasiado consecuente con la lógica que la sustenta. Es claramente un defecto práctico, pero una virtud teórica, justo lo contrario de lo que sucede con la ciencia empírica, que prioriza los resultados prácticos que pudieran derivarse de la aplicación de sus principios por sobre la estructura lógica que los ha hecho nacer. Es una cuestión de peligrosidad. La ética también podría suponer que ciertas proposiciones que le incumben están ya lo suficientemente apoyadas por los hechos como para ser consideradas prácticamente verdaderas, pero si estas proposiciones terminasen por ser lógicamente falsas, las consecuencias de su aplicación en la praxis de modo indiscriminado podrían resultar aterradoras. ¿Qué sucedió cuando la ley de gravitación de Newton, que se consideraba poco menos que indiscutiblemente verdadera, fue rectificada por la teoría de la relatividad? ¿Alguien murió por ello, algún pueblo entró en crisis o se desencadenó alguna guerra? Por cierto que no, y es por eso que las teorías científicas pueden darse el lujo de ser aceptadas por todos siendo a la vez falsas (un lujo que, sin embargo, se ha pagado a veces demasiado caro en algunas disciplinas como por ejemplo la medicina). La ética no puede, no quiere y no debe darse nunca ese lujo, porque sus juicios de valor son los motores mismos de toda sociedad, y una sociedad cuyo juicios éticos basales estén impregnados de falsedades y sean a la vez dogmáticamente aceptados es una sociedad que camina irremediablemente hacia el cataclismo.
Pero más allá de la impostura intelectual cometida por la ciencia toda vez que refuta uno de sus juicios o lo apoya incondicionalmente, hay que admitir que las razones impulsoras de tal proceder tienen mucho más peso aquí que en la axiología, pues la ciencia empírica basa sus juicios confirmatorios y refutadores en la observación de sucesos puntualmente percibidos por los sentidos, mientras que la axiología socava o apoya sus juicios también por observación e inducción, pero son éstas observaciones e inducciones indirectas. La ciencia empírica --hablo de las ciencias "duras" como la física, la química o la astronomía, y en cierta medida también de las ciencias "semiduras" como la biología, pero no de las ciencias "blandas" como la psicología o la sociología--, la ciencia empírica se ocupa de juicios que involucran objetos que pertenecen al universo espaciotemporal, vale decir que la materia prima de sus conclusiones está dada por objetos particulares, por "cosas" (aun en el caso de que sus objetos no puedan percibirse de hecho, como sucede, por ejemplo, con los electrones); la axiología, en cambio, emite juicios que involucran objetos que no pueden percibirse. Son objetos conceptuales, o, más sintéticamente, conceptos. No es que la ciencia empírica no se valga de los conceptos a la hora de realizar sus enunciados, pero a la hora de socavarlos o de apoyarlos, la punta de lanza es inexorablemente un objeto espaciotemporal que, percibido directa o hipotéticamente, juega en contra o a favor del juicio esgrimido. En la axiología, estos objetos palpables o teóricamente palpables no tienen ningún poder de socavación o de apoyatura. Si el argumento con que se pretende ir a favor o en contra de un juicio de valor no es mental o conceptual, no sirve. La "prueba del delito", la prueba concreta, no existe aquí. La observación necesaria no es observación de cosas físicas, sino de actitudes, de cualidades, de predisposiciones, de potencialidades, las cuales tienen que apreciarse, ciertamente, por intermediación de los objetos físicos (las personas, una obra de arte, por ejemplo) que las contienen o suponemos que las contienen, pero no son estos objetos físicos como tales los que dan el veredicto. El engarce lógico-fáctico es lo que da consistencia a la ciencia empírica y sostiene o perturba sus proposiciones, mientras que la ciencia axiológica posee una estructura lógico-conceptual: sus juicios sólo pueden ser cotejados o sopesados conceptualmente. Cualquier objeto físico que pretenda esgrimirse como argumento y que no posea en sí más concepto que el que se deriva de su propia estructura espaciotemporal, tiene que ser calificado indefectiblemente como inincumbente dentro del universo de la estimación, sin interesar el tipo de acción o de acto que concrete o sea capaz de concretar. Luego es correcto, según mi parecer, afirmar que los argumentos con que se apoyan o socavan los juicios de valor intelectuales o "juicios de la razón" (no analíticos) están mejor fundamentados que los argumentos que apoyan o socavan a los juicios de valor no intelectuales, pero esto de ningún modo debe conducirnos a la suposición de que los juicios de valor no intelectuales tienen que ser necesariamente falsos o carecer de sentido. Hay algo detrás de la ciencia empírica que la sustenta, la posibilita y la objetiviza más allá de su armazón lógico; un ente metafísico, noumenal, del cual se deriva todo lo que la ciencia tiene para decirnos de verdadero. Eso se llama número. La ciencia axiológica podrá emitir juicios inconfirmables e irrefutables a cada momento, pero esos juicios serán tan absolutos y objetivos como los de cualquier disciplina científica por más que psicológicamente no estemos capacitados para demostrar su veracidad o falsedad, y esto es así porque aquí también existe un sustento noumenal que trabaja metafísicamente por debajo de la lógica conceptual inherente a todo juicio. El número es a la ciencia de lo extenso lo que el valor es a la ciencia de lo intenso.
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Viernes 1º de agosto del 2008/4, 22 p.m.

Así como las matemáticas son la meta-filosofía natural, que contiene los patrones para las filosofías naturales, la axiología formal es la meta-filosofía moral, que contiene los patrones para las filosofías morales. Así como los patrones matemáticos pueden aplicarse a las diversas disciplinas de la filosofía natural, los patrones axiológicos pueden aplicarse a las diversas disciplinas de la filosofía moral.
Robert Hartman, La estructura del valor, p.95
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Sábado 2 de agosto del 2008/10, 18 a.m.
Todo juicio analítico es a priori (no puede ser refutado por la experiencia) y es un juicio de valor intelectual (el valor es una cualidad del juicio –valioso si es verdadero, disvalioso si es falso-- y no del sujeto del juicio como sucede con los demás valores cualitativos). Los juicios sintéticos, en cambio, pueden ser a priori o a posteriori. Hemos visto que todos los juicios que incluyen algún valor cualitativo y que se articulan sintéticamente deben ser, por fuerza, a posteriori, pero existe un tipo de juicio que, si hemos de agruparlo en alguna de nuestras categorías de valores cualitativos, debiera incluirse dentro de los de valor intelectual, pero cuyo predicado no está condicionado ni por el análisis del concepto del sujeto ni por ningún dato experimental u observacional. Son los que yo denomino juicios metafísicos puros (para diferenciarlos de los juicios metafísicos prácticos, que no nos acercan conocimientos sino posibilidades de acción y que se traducen en el "preferir" y el "postergar"). Sólo en este ámbito, en el de las proposiciones cognoscitivas que surgen en nuestra conciencia vía intuición y no vía deducción o vía inducción, puede proclamarse lícitamente la existencia de los juicios sintéticos a priori, pues tan sólo en estos casos la veracidad del juicio no depende de algo que se manifieste concientemente, sea como prueba empírica palpable o como razonamiento conceptual. Si yo digo "Dios existe", dicha existencia, necesaria para que el juicio resulte verdadero, no se deduce del concepto "Dios" ni de su esencia, como quiere San Anselmo --en cuyo caso sería un juicio analítico a priori--, ni de consideraciones causales o teleológicas como supone Santo Tomás --en cuyo caso sería un juicio sintético a posteriori--. El dato de la existencia de Dios me viene desde una esfera completamente supralógica si es que resulta ser correcto (si resulta ser incorrecto sería entonces consecuencia de un prejuicio, es decir, de la intromisión en el proceso cognitivo de un deseo mundano interesado de que dicho juicio sea verdadero); y como yo entiendo, al igual que Kant, que aquel predicado no está deducido conceptualmente a partir del sujeto, sino que le añade una nueva determinación, llamo sintético a este juicio, y lo llamo sintético a priori porque ni me valgo de la experiencia para sostenerlo, ni podría socavarlo en lo más mínimo valiéndome de argumentos empíricos[6].
Esta hipótesis de la posibilidad de un conocimiento intuitivo puro o metafísico es independiente de la veracidad o falsedad del juicio que afirma que Dios existe. Ciertamente yo creo que al intuir estamos buceando inconcientemente dentro de un territorio aureolado por lo divino, pero quizá esta postura es incorrecta y lo que hacemos al intuir es meramente traspasar la experiencia cognoscitiva ordinaria para remontarnos a una especie de inconciente colectivo, vacío de finalidades, del cual tomamos prestadas esas proposiciones metafísicas indemostrables e irrefutables pero repletas de sentido y absolutamente verdaderas. Así, podría suceder que los ateos nieguen la existencia de Dios motivados por el simple deseo prejuicioso de que no exista --que es lo que yo creo que sucede-- o que en realidad la nieguen debido a una intuición pura, a una revelación del más allá, y entonces la hipótesis del ateísmo sería verdadera. Todo esto, desde ya, está supeditado a que la hipótesis misma de la existencia de las intuiciones puras sea verdadera. Si es verdadera, es intuitiva, sintética y a priori como el juicio de que Dios existe o que no existe; si es falsa, es un prejuicio mío, es un deseo mundano de que existan otras vías de conocimiento además de las ortodoxas. Y así como es posible que Dios no exista y la intuición intelectual sí, también es posible que la intuición intelectual no exista y sí exista Dios. Si esto último es correcto, la creencia en un ser superior transmundano estaría sustentada por consideraciones conceptuales (analíticas y a priori), empíricas (sintéticas y a posteriori) o desiderativas (intromisión de la facultad de apetecer dentro de la esfera cognitiva o prejuicio). No existiendo la intuición, desaparece con ella la posibilidad de los juicios sintéticos a priori.
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Domingo 3 de agosto del 2008/1,50 y 2 p.m.
Estaría Kant muy en desacuerdo con lo manifestado en este cuaderno el día de ayer. Creía él que nuestras intuiciones no pueden apartarse de lo sensible, que no puede haber otras intuiciones que sean independientes de los datos de los sentidos. Creía, desde luego, en el mundo noumenal --el mundo de las cosas tal como son en sí mismas, independientemente de como nosotros las conocemos--, pero este mundo sería impenetrable por donde se lo ataque.

Si entendemos por nóumeno una cosa, en la medida en que no es objeto de nuestra intuición sensible, pues hacemos abstracción de nuestro modo de intuición de ella; entonces esto es un nóumeno en sentido negativo. Pero si entendemos por tal un objeto de una intuición no sensible, entonces suponemos una particular especie de intuición, a saber, la intelectual, que no es, empero, la nuestra, y de la cual no podemos entender ni siquiera la posibilidad; y eso sería el nóumeno en significado positivo (Crítica de la razón pura, B 307).

Dice también que

si quisiéramos aplicar las categorías [que hacen posible nuestro pensamiento] a objetos que no son considerados como fenómenos [sino como nóumenos], deberíamos poner por fundamento otra intuición diferente de la sensible [...]. Pero una intuición tal, a saber, la intuición intelectual, está absolutamente fuera de nuestra facultad cognoscitiva (ídem, B 308).

Yo coincido con Kant en que el nóumeno no puede ser objeto de nuestra intuición sensible, pero afirmo que sí puede ser objeto de una intuición no sensible. Ahora bien; ¿estoy afirmando aquí la posibilidad de conocer conceptualmente al nóumeno a través de la intuición intelectual? En absoluto. El nóumeno es completamente incognoscible, tanto sea para lo que llama Kant entendimiento --la parte de nuestra mente que se vale de los datos de la sensibilidad para desarrollar sus hipótesis-- como para lo que yo llamo intuición pura. Esta intuición no se ocupa de conceptualizar nada que se halle fuera del mundo espaciotemporal. Nos descubre algo que se halla oculto a nuestro entendimiento y que nuestro entendimiento nunca podría, por sí mismo, conocer, pero estos datos misteriosos no nos los suministra la intuición pura bajo la forma de conceptos nouménicos, sino como juicios metafísicos. El sustrato nouménico de Dios y el sustrato nouménico de la existencia no me son dados a conocer cuando aparece ante mí el juicio intuitivo "Dios existe". Mi concepto de lo que significa Dios no se ve alterado por esta intuición pura, pues ella no define ni clarifica conceptos noumenalmente sino que los pone en relación con otros conceptos para crear juicios independientes del entendimiento y de toda experiencia sensible. "El uso de las categorías --dice Kant refiriéndose a las categorías que según él utiliza nuestro entendimiento para poder desarrollar y enlazar conceptos-- no puede llegar, en modo alguno, más allá de los límites de los objetos de la experiencia, y a los entes sensibles les corresponden, sí, por cierto, entes inteligibles [...], pero nuestros conceptos del entendimiento, como meras formas del pensamiento para nuestra intuición sensible, no alcanzan en lo más mínimo hasta éstos" (B 308-9). Los entes inteligibles vienen a ser los nóumenos, y es verdad que, conceptualmente, no podemos alcanzarlos, pero la intuición pura que yo vindico nada tiene que ver con estos entes inteligibles. "El alma es individualmente imperecedera" podría ser otro buen ejemplo de intuición pura o intelectual, y ¿en dónde aparecen los nóumenos aquí? El concepto de "alma", lo mismo que el de "individual" y el de "imperecedero" son los mismos en este juicio que en cualquier otro en que puedan ser aplicados. La relación, tan sólo la relación entre conceptos ya conocidos para formar juicios metaempíricos es lo que diferencia el resultado del trabajo de la intuición intelectual de aquel otro al que arriba el entendimiento gracias a la sensibilidad.
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Lunes 4 de agosto del 2008/11,38 a.m.
Kant rechaza la posibilidad de una intuición que no dependa de la sensibilidad, pero concuerda conmigo en que las proposiciones de índole metafísico existen, tienen sentido y son siempre sintéticas y a priori:

En la metafísica, [...] tienen que estar contenidos conocimientos sintéticos a priori; y la ocupación de ella no consiste meramente en descomponer conceptos que nos hacemos a priori de las cosas, y explicarlos así analíticamente; sino que pretendemos ensanchar a priori nuestros conocimientos, para lo cual debemos servirnos de aquellos principios que añaden al concepto dado algo que no estaba contenido en él, y que por medio de juicios sintéticos a priori llegan tan lejos, que la experiencia misma no puede seguirnos tan lejos; por ejemplo, en la proposición: el mundo debe tener un primer comienzo, y otras así; y así la metafísica consiste, al menos en lo que respecta a su fin, en puras proposiciones sintéticas a priori (op. cit., B 18).

En la metafísica pretendemos ensanchar a priori nuestros conocimientos, esto es correcto, pero ¿valiéndonos de qué pretendemos ensancharlos? Ensancharlos a priori significa ensancharlos evitando cualquier dato que nos pueda suministrar la experiencia, y como nuestro entendimiento trabaja exclusivamente a partir de datos empíricos, resulta incompetente para esta tarea. Debemos servirnos --dice Kant-- de aquellos principios que añaden al concepto dado algo que no estaba contenido en él. Estos principios --digo yo--, como no provienen del entendimiento, tienen que provenir, tienen que ser originados por la facultad apetitiva, esto es, por el deseo mundano de que la proposición sea verdadera, o por la intuición intelectual. Y sólo en este último caso el juicio metafísico es verdadero necesariamente.
Pero Kant no quiere aceptar esto. Dice que las proposiciones metafísicas dependen de la razón pura para concienciarse. Yo creo que si la facultad de conocimiento lógico que los hombres poseemos ha de depender de dos factores, del entendimiento y de la razón pura, es porque el entendimiento trabaja forzosamente con proposiciones sintéticas a posteriori, mientras de la razón pura trabaja, no menos forzosamente, con proposiciones analíticas a priori. Kant dice que no, que la razón pura emite juicios sintéticos y a priori; y como la razón pura, según él, tiene injerencia no sólo en la metafísica sino también en la matemática, en la geometría y en la física, necesita este gran pensador que dichas disciplinas científicas estén basadas en juicios sintéticos a priori para que su argumentación cierre coherentemente. Sigamos de cerca su razonamiento en este punto y observemos lo revolucionario... o lo falso del asunto:

Al comienzo podría pensarse que la proposición 7 + 5 = 12 fuese una proposición meramente analítica que se siguiera del concepto de una suma de siete y cinco según el principio de contradicción. Pero si se lo considera más de cerca, se encuentra que el concepto de la suma de 7 y 5 no contiene nada más que la unificación de ambos números en uno único; con lo cual no se piensa, de ninguna manera, cuál será ese número único que los abarca a ambos. El concepto de doce no está en modo alguno ya pensado, sólo porque yo piense aquella unificación de siete y cinco; y por mucho que se analice mi concepto de una suma posible tal, no encontraré en él el doce. Se debe salir fuera de estos conceptos, procurando el auxilio de la intuición que corresponde a uno de los dos, por ejemplo los cinco dedos, [...] y agregando así, poco a poco, las unidades del cinco dado en la intuición, al concepto del siete (B 15).

Kant descompone la suma de 7 + 5, que representa el sujeto del juicio, en dos conceptos aislados, el concepto 7 y el concepto 5, y procediendo así es evidente que no llegará por análisis al concepto 12. Olvida que el auténtico sujeto del juicio no es ni 7 ni 5, sino 7 más 5, de modo que si no quiere analizar este sujeto como un todo --que creo yo es lo que corresponde aquí--, debería desgranarlo no en los conceptos de 7 y de 5 sino en el concepto de 7, en el concepto de suma, y en el concepto de 5. Así planteado el análisis, resulta lógico deducir del sujeto de la proposición su predicado, y entonces estamos ante un juicio analítico. Y el hecho de que yo necesite, tal vez, recurrir a mis dedos para llegar al resultado sólo significa que el predicado del juicio no estaba explicitado en mi cabeza, no que no estuviera implícito en el sujeto. Pero lo que ocurre dentro de mi cabeza es un problema psicológico y no lógico; la lógica, en tanto que ciencia, no tiene por qué preocuparse por mi pereza mental. Después, como negando que haya pasado por alto el concepto de suma, dice lo siguiente:

Que 5 tenía que ser añadido a 7 ya lo había pensado yo, ciertamente, en el concepto de una suma = 7 + 5; pero no que esta suma fuese igual al número 12 (B 16).

Nuevamente la psicología entrometiéndose donde no debe: a la lógica no le interesa, no le incumbe, lo que Immanuel Kant haya o no pensado, tan sólo le interesa establecer si el concepto 12, fuera de toda cabeza pensante, le añade alguna nueva determinación al concepto 7 + 5, y se contesta que no, pues decir 12 es lo mismo que decir 7 + 5. Pero Kant está empecinado en descubrir juicios sintéticos a priori que no sean metafísicos, y como nota que aquello de necesitar el auxilio de los dedos para sumar 7 + 5 es demasiado infantil, nos pide que tomemos una proposición cuyos números, por ejemplo, requieran de una calculadora para sumarse,

entonces se pone de manifiesto claramente que por más vueltas que demos a nuestros conceptos, nunca podemos encontrar la suma mediante el mero análisis de nuestros conceptos, sin recurrir al auxilio de la intuición (B 16).

Vamos a ser claros para terminar con este tema. Si se adopta un criterio lógico para la clasificación de los juicios de la matemática pura, el resultado correcto de toda ecuación está contenido en la ecuación misma y por ende toda ecuación es un juicio analítico, y esto no se modifica por más que la ecuación sea tan compleja o extensa que no haya nadie que pueda resolverla. Pero si se adopta un criterio psicológico para esta clasificación, la analiticidad o sinteticidad del juicio dependerá de las propias luces de la persona que juzga. Quien deba valerse de su dedos o de algún otro artefacto para resolver la ecuación, estará, psicológicamente, frente un juicio sintético, porque como mentalmente no conoce todavía el resultado, cuando aparezca éste ante sus ojos será como si hubiese descubierto algo ajeno al sujeto del juicio que sí conocía o creía conocer. Si en cambio la operación matemática es resuelta mentalmente, será un juicio analítico, pues el predicado habrá sido deducido explícitamente del sujeto. Pero guarda el hilo, porque así como este último juicio será psicológicamente analítico y a priori, aquel que resultara psicológicamente sintético será también a posteriori, pues la enunciación de dicho juicio, que viene a ser la ecuación ya resuelta, necesita de un procedimiento experimental (la movilidad de los dedos, el tecleo en una calculadora) para ver la luz: el juicio es posterior a un determinado procedimiento empírico sin el cual no se habría producido. Luego es falso en cualquier caso, ya en el criterio lógico, ya en el psicológico, decir que un juicio puede ser sintético y a priori en el ámbito de la matemática[7].
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Martes 5 de agosto del 2008/5,16 p.m.
Pasando luego a la geometría, afirma Kant que la proposición "la línea recta es la más corta entre dos puntos" es un claro ejemplo de que los juicios sintéticos a priori también se dan en este ámbito,

pues mi concepto de recta no contiene nada de magnitud, sino solamente una cualidad. Por tanto, el concepto de la más corta es enteramente añadido, y no puede ser extraído del concepto de línea recta mediante ningún análisis. Aquí debe recurrirse a la intuición, sólo por medio de la cual es posible la síntesis (op. cit., B 16).

A mí me da la sensación de que la proposición con que ahora tratamos debe ser gramaticalmente reestructurada para especificar mejor su sentido. Debe transformarse, para su mejor intelección, en esta otra: "La distancia más corta entre dos puntos en la línea recta". Así planteada, se aprecia instantáneamente que "línea recta" no es el sujeto de la proposición sino el predicado. Aplicando el criterio lógico ayer mencionado, comprendemos que dicha proposición es el enunciado de un teorema perfectamente demostrado. Sin embargo, los axiomas en los que se basa la demostración han sido descubiertos empíricamente, y entonces el juicio todo queda caracterizado como sintético y a posteriori. Pero a Kant le interesa por sobre todo el criterio psicológico. Éste nos dice que si el individuo que juzga no necesita más que de su propia imaginación y entendimiento para comprender la veracidad el aserto, será entonces, para ese individuo, un juicio analítico a priori, pero si necesita corroborarlo con algún procedimiento exterior que venga en auxilio de sus capacidades cognitivas, es decir, si los conceptos que se ha formado (lingüísticamente o no) de los objetos que integran la proposición y su manera de interrelacionarlos no le son suficientes para establecer un veredicto, entonces el juicio será, para ese individuo en particular, sintético y a posteriori. Una regla práctica para establecer el carácter sintético o analítico de un juicio dentro del criterio psicológico diría que si la persona utiliza su cerebro y sólo su cerebro para descifrar el juicio, éste será analítico, pero si necesita, además de su cerebro, algún dato que requiera el uso de su aparato sensorio-motor, ya por el sólo hecho de percibir o de moverse tendrá el juicio un carácter sintético.
Por último, una proposición de la física pura que según Kant es sintética y a priori: “En todas las alteraciones del mundo corpóreo, la cantidad de materia permanece inalterada". Para él "está clara la necesidad" del aserto y por consiguiente su apriorismo, y lo mismo está claro su carácter sintético,

pues en el concepto de la materia no pienso la permanencia, sino solamente la presencia de ella en el espacio [...]. Por consiguiente, salgo efectivamente del concepto de materia, para añadirle a priori a él, con el pensamiento, algo que no pensaba en él. Por tanto, la proposición no es pensada analíticamente, sino sintéticamente, y sin embargo es pensada a priori (B 17-8).

Que la proposición es sintética no hay nadie que lo discuta, pero nunca podría ser a priori por la sencilla razón de que los juicios a priori no pueden ser falsos y éste lo es, por mucho que Kant lo considere claramente necesario. Hoy se sabe que la materia que se somete a determinados procesos pierde parte de su masa, la cual se transforma en energía. Y no se me objete que la energía no es más que materia que se mueve con rapidez y que la materia es energía estática o potencial, porque si bien esto es correcto, cuando Kant afirmó el carácter apriórico de su proposición es evidente que su concepto de materia era completamente diferente de su concepto de fuerza o energía. La materia, en el sentido en que Kant la entendía, pierde y gana cantidades (mínimas) de sí misma en muchas de sus alteraciones; luego la proposición es contingente y ha sido refutada por la experiencia. Es una proposición sintética y a posteriori.
Los juicios sintéticos a priori sólo se dan en la metafísica, y como en la metafísica la que trabaja es la intuición intelectual y no la razón, hemos de decir que la razón pura que Kant postula tiene su campo de acción limitado al análisis de aquellos juicios cuya verdad queda garantizada por consideraciones puramente conceptuales. Sufre un gran cachetazo la Crítica de la razón pura si mis argumentos son correctos, pero la obra en su conjunto no se desmorona por completo. Los libros plantados como hitos en la historia de la filosofía siempre dispondrán de un buen caudal de verdades eternas e inmarcesibles independiente de aquellos nudos centrales o periféricos que se vengan abajo[8].
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[1] ¿Es imprescindible, para razonar correctamente, conocer a fondo la lógica formal y todos sus vericuetos lingüísticos y simbólicos? En absoluto, lo mismo que no es imprescindible conocer ningún tratado de fisiología para digerir correctamente.

[2] Estas tres facultades no están necesariamente implícitas en todo ente animado. Ciertas especies vegetales cuyos órganos sensitivos apenas pueden mencionarse como tales, o que no los utilizan debido al medio en que se desarrollan (por ejemplo, las algas o bacterias que medran en las profundidades marinas), carecen por completo de la facultad del conocimiento lógico. Y los entes inorgánicos, lo que vulgarmente se conoce como materia inanimada, sospecho yo que tiene alma, pero esa alma incipiente no puede ni conocer ni sentir sensorialmente, sino tan sólo desear y emocionarse por la concreción o no de sus deseos.
[3] No se confundan los tantos: los juicios de valor no son metafísicos, pero los valores en sí mismos sí. El bien es un simple termino lógico cuando aparece formando parte de un juicio, pero el bien que nos impele a obrar de determinada manera es de otra naturaleza, completamente supralógica.

[4] Entiéndase bien qué quiero significar cuando hablo de juicio analítico. Los únicos juicios analíticos objetivos, que son analíticos para toda persona y en toda circunstancia, pertenecen al ámbito de la lógica formal y de la matemática o al ámbito de las tautologías puras en las que el predicado de la proposición es exactamente igual al sujeto (por ejemplo, "un vidrio es un vidrio"). Los demás juicios analíticos son relativos a la persona que conceptualiza. Cuando yo digo que el juicio "el gato es un mamífero" es analítico no quiero dar a entender que la proposición que sustenta el juicio haya sido concebida independientemente de la experiencia. Dicha proposición es inductiva, nació como consecuencia de la observación de millones de gatos, todo los cuales resultaron, hasta ahora, ser mamíferos. El tema es que dicha inducción se ha confirmado ya tantas veces que el concepto "mamífero" ha terminado, en la mente de la gente instruida en zoología, por quedar incluido en el concepto "gato", y es así que la definición de gato incluye conceptualmente al hecho de ser un mamífero, o sea que se da por descontado, sin necesidad ya de recurrir a la experiencia, que todo gato es un mamífero, y esto es lo característico del juicio analítico: la inclusión necesaria y evidente del predicado dentro de sujeto (de modo que si apareciese un supuesto gato no-mamífero, no consideraríamos falso al juicio, sino al gato).
[5] Un término de una determinada proposición puede decirse que ha sido conceptualizado cuando dicho término se ha vuelto inteligible para el que conceptualiza, pero esta inteligibilidad no implica necesariamente ni veracidad (el concepto pensado puede no concordar con los hechos objetivos que determinan la idea correcta que es dable alcanzar) ni comprehensión gramatical. La definición de un concepto cualquiera puede ser comprehensiva o extensiva. El concepto mesa, por ejemplo, se define comprehensivamente como "una tabla lisa que generalmente posee cuatro patas y que se utiliza para apoyar objetos", mientras que su definición extensiva está dada por la enumeración de todas las mesas conocidas o imaginadas. Algunos términos muy generales, como el de la bondad, escapan a toda definición comprehensiva y sólo pueden definirse de manera extensiva, mentando o imaginando diferentes personas, animales o lo que fuere que haya producido un acto o acción benéfica para el universo según nuestro punto de vista, y esta mera definición extensiva es más que suficiente para volver inteligible a dicho término, es decir, para conceptualizarlo. "La amabilidad –dice Cyril Barrett-- no es una cosa o una cualidad de cosas que puedan señalarse, mostrarse o describirse. Lo que sea la amabilidad es algo que sólo puede explicarse indirectamente, mediante ejemplos, y también mediante contraejemplos --es decir, mostrando qué es no ser amable o ser completamente desatento. A menudo se precisan varios ejemplos, puesto que la misma acción puede ser amable en un contexto y poco amable en otro" (Ética y creencia religiosa en Wittgenstein, cap. 2). Según Barrett, es probable que Wittgenstein supusiera esto mismo que nosotros aquí suponemos, y sólo esto, cuando decía que no se puede hablar con sensatez de nada relacionado con la ética, aserto que luego fue canonizado por los positivistas lógicos en su sentido literal, con nefastas consecuencias para los estudiantes anglosajones de filosofía.
[6] Cuando George Moore, en representación del neopositivismo, afirma que no encuentra "razones de peso" para suponer que Dios existe o que nuestra conciencia es inmortal (cf. su Defensa del sentido común y otros ensayos, p.68), está coincidiendo conmigo si por razones entiende argumentos lógicos. Sin embargo, se puede creer en Dios o en la inmortalidad en razón de una intuición o de un deseo. La razón de estas creencias es irracional, las motiva un procedimiento alógico, pero esto no implica, como suponía Moore, que dichas creencias tengan que ser falsas.
[7] Según Julián Besteiro, "la consideración de los juicios matemáticos en la filosofía kantiana tiene tanta importancia que [...] si no son sintéticos y a priori, cae por el suelo toda la crítica de la razón pura" (Los juicios sintéticos "a priori" desde el punto de vista lógico, cap. IV). Yo no comparto en absoluto este punto de vista (ver la nota al pie 23 del capítulo 11).
[8] (nota añadida el 29/9/8.) Una gran verdad pregonada por este gran libro y que aún se mantiene intacta es la diferenciación entre juicios analíticos y sintéticos, la cual había sido ya esbozada por Leibniz y también por Hume, pero a Kant debemos la sistematización de la idea. Sin embargo ha surgido, en el pasado siglo, gente que no admite como válida esta dicotomía ni siquiera en el plano de la lógica extrapsicológica; me refiero profesor Willard van Ormand Quine y a su escuela. Según Quine, "resulta absurdo buscar una divisoria entre enunciados sintéticos, que valen contingentemente y por experiencia, y enunciados analíticos que valen en cualquier caso" (Desde un punto de vista lógico, cap.2, secc.6). Cualquier enunciado, incluso aquel que nos parezca evidentemente falso, "puede concebirse como verdadero en cualquier caso". La experiencia podrá contradecirlo una y otra vez, pero podemos seguir confiando en su veracidad "apelando a la posibilidad de estar sufriendo alucinaciones, o reajustando enunciados de las llamadas leyes lógicas. A la inversa, y por la misma razón, no hay enunciado alguno inmune a la revisión", ni siquiera los enunciados de los principios lógicos fundamentales. Esto implica un retorno al paninductivismo de Stuart Mill, que incluía las verdades de la lógica formal y de la matemática en el campo de la experiencia, lo cual no me parece acertado. Los enunciados lógicos y matemáticos constituyen --en esto coincido con los neopositivistas-- la sintaxis del lenguaje científico; en palabras de Alfred Ayer, deben tomarse como simples "reglas", "usos", "modos de operación, de distribución proposicional y de cálculo". Y su carácter analítico y en última instancia tautológico no sé si es evidente, pero sí conveniente para el buen desarrollo de las teorías de la ciencia.

domingo, 22 de agosto de 2010

Max Scheler (IV)

Martes1º de julio del 2008/10,03 a.m.
Existe sin embargo un grupo de sentimientos que ni pertenece a la esfera de la aprehensión de los valores ni constituye una respuesta a los mismos. Scheler los llama sentimientos espirituales o de la personalidad, y corresponden a la mayor felicidad imaginable y a la mayor infelicidad: la beatitud y la desesperación (íbíd, ll, pág. 113).
Los sentimientos básicos por excelencia son los de la sensación o sensibles (un dolor de muelas, un orgasmo). Inmediatamente después vienen los sentimientos que dependen de los estados corporales (el cansancio, la ebriedad) y de las funciones vitales (la respiración, la digestión). Ya bastante desligados de los anteriores aparecen los sentimientos anímicos o sentimientos del yo (alegría, tristeza), y en último término, la evolución ha querido regalarnos a nosotros los humanos con exclusividad aquí en la tierra, los sentimientos espirituales ya mencionados. Ahora bien; la principal diferencia entre los sentimientos espirituales y todos los anteriores radica en que la causa que los motiva nos es desconocida y no pertenece al mundo de los fenómenos perceptibles o discernibles. Puede que desconozcamos las causas de nuestro cansancio, pero nunca dudaremos de que nos cansamos por causas que residen, en último término, dentro de nosotros y no en un mundo hipotético del que no tenemos noticias. En los sentimientos anímicos, en cambio, la causa generatriz tiene que sernos conocida: no podemos estar tristes o alegres sin saber por qué. Esto es exactamente lo contrario de lo que ocurre con los sentimientos espirituales:

No podemos estar desesperados «por algo» y ser «felices por algo», en el mismo sentido en que podemos estar alegres o tristes, ser afortunados o desafortunados por algo. [...] con toda razón puede decirse: cuando el algo en que, o por lo que estamos o somos felices y desesperados, puede indicarse y está dado, en ese caso no somos aún felices ni estamos desesperados. [...] por ende, podemos únicamente ser felices y estar desesperados, mas no sentir felicidad y desesperación (ll, p. 126).

Claramente se ve que estos sentimientos no se originan en respuesta a un determinado valor o disvalor percibido, sino que

parecen brotar, por así decir, del punto germinal de los actos espirituales mismos e inundar con su luz y su sombra todo lo dado en esos actos [...]. Penetran y empapan todos los contenidos peculiares de la vivencia.

La beatitud y la desesperación “brotan espontáneamente de la hondura de nuestra persona misma", y

se ofrecen --si se me permite la expresión-- como pura «gracia», y cuanto más importantes son como fuente de toda conducta y de todo querer, tanto más imposible es hacerles objeto de una intención o bien proponerse como «fin» que existan o no (ll, p. 119)[1].

Yo deduzco de todo esto que tanto la beatitud como la desesperación son los auténticos sentimientos trascendentes que una persona puede ser capaz de vivenciar, y lo son porque consiguen el milagro que ni siquiera el amor realiza, a saber, el poner en relación directa e inalterable a la grandeza ética de la persona y al placer experimentado, o a la ineticidad con el dolor. El amor y la desdicha pueden convivir en un mismo espíritu simultáneamente, excepto cuando el amor es noble. Este tipo de amor es la consecuencia natural del sentimiento de beatitud; es, por tanto, un puro don de Dios, por mucho que se active merced a la percepción de un valor mundano. Y el sentimiento de beatitud, el éxtasis espiritual del que tanto se habla y al que casi nadie accede, depende para su vivenciación de un virtuosismo, de un grado de bondad, casi rayano en lo perfecto, y bien dice Scheler que esta perfección no se consigue a través de la ejecución de buenas obras (ni siquiera en el caso de que las ejecutemos prescindiendo del deseo de acceder al universo beatífico), sino que, por el contrario, es la virtud misma y su correlato sentimental la única fuerza impulsora capaz de predisponernos a la ejecución desinteresada de las acciones éticamente deseables. No sucede que nos comportamos bien y luego, como consecuencia de ese comportamiento, somos felices, sino que somos felices porque Dios así lo dispuso, y de esa felicidad sin esfuerzo brotan luego, necesariamente, las acciones más heroicas, las más tiernas afecciones y las más enjalbegadas intelecciones[2].
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Miércoles 2 de julio del 2008/12,26 p.m.
No debe interpretarse con respecto a la beatitud que el santo sea incapaz de sufrir o de captar disvalores. Sufre y se apesadumbra lo mismo que cualquier no beato, pero sus pesares acaecen siempre con el telón de fondo de su estado endémico espiritual. Así, el santo se retorcerá ante la tortura, pero ni bien finalice recobrará la calma y el éxtasis y todo será para él color de rosa. En palabras de Scheler,

el hombre «dichoso» puede sufrir alegremente la miseria y el infortunio, sin que por esto sufra un embotamiento para el dolor y el placer del estrato periférico. [...] la gran innovación de la doctrina cristiana de la vida fue que no consideró como buena la apatía, es decir el embotamiento para el sentimiento sensible, tal como había hecho la stoa [...], sino que, por el contrario, marcó un camino en el que se podía sufrir el dolor y el infortunio sin dejar por ello de ser dichoso. [...] la liberación del dolor y del mal no constituye para la ética cristiana –como en el budismo-- la beatitud, sino únicamente la consecuencia de la beatitud; y esta liberación no consiste en una ausencia del dolor y la pena, sino en el arte de sufrirlos de la «manera justa», es decir, de un modo dichoso (ll, pp. 130-1).

12,45 p.m.
"Es de la mayor importancia para el problema ético --comenta Scheler-- el hecho de que el tener o no tener sentimientos está tanto más sometido al querer y al no querer (e igualmente a su efectividad práctica) cuanto más se aproximan aquellos al nivel de los estados sensibles de sentimiento" (ll, p. 118). Esto significa que podemos utilizar nuestra voluntad para procurarnos sentimientos placenteros, en gran medida, si nos referimos a los placeres de la sensibilidad, pero no tanto manejaremos a nuestro antojo los sentimientos vitales y corporales, y aún menos los anímicos, quedando los sentimientos espirituales completamente desgajados del poder de nuestros deseos.

Únicamente en virtud de este hecho podremos comprender que todo eudemonismo práctico [...] debe suponer forzosamente la tendencia a dirigir toda la actividad voluntaria [...] hacia el aumento puro y simple del placer sensible, y esto quiere decir que es una conducta hedonista. La razón no es que no haya ningún otro placer que el sensible [...], sino sencillamente que las causas del placer sensible son las únicas susceptibles de un inmediato encauzamiento práctico (ll, p. 119).

De ahí que los esfuerzos de los utilitaristas políticos, de Bentham en adelante, hayan sido siempre infructuosos a la hora de fomentar la dicha, pues

el valor y la importancia moral de los sentimientos de felicidad considerados como fuentes de querer moral, se hallan en relación inversa con la posibilidad de alcanzarlos por el querer y el obrar. [...] únicamente son las alegrías de más bajo valor las que son influenciable prácticamente por cualquier «reforma» posible de los sistemas sociales y jurídicos y por la acción político-social en general [...]. El conocimiento de este hecho [...] ha guiado a todos aquellos moralistas que --desde Sócrates a Tolstoi-- han exigido, frente a aquellas aspiraciones utilitaristas, el recogimiento de la persona en sí misma, es decir, un regreso hacia los estratos más profundos de su ser y vivir, poniendo la «salud» moral, no en cualquier variación de simples sistemas, sino únicamente en el renacimiento y la regeneración interior de la persona (ll, p.120).

Scheler ha resumido aquí magistralmente todos los argumentos que yo pudiera ofrecerles a quienes quisieren saber por qué relego a la política, en mis teorizaciones, siempre un segundo plano: ¡porque las reformas políticas, sea de la índole que fueren, nunca nos harán felices![3] Pero es inevitable que el hombre vulgar ponga sus empeños en las mejoras de tipo social en virtud de una ley psicológica que Scheler visualiza del siguiente modo:

Siempre que el hombre se halla insatisfecho en un estrato más central y profundo de su ser, su tendencia colócase en la postura de sustituir ese estado disgustante por una orientación hacia el placer y en verdad hacia el estrato periférico en cada caso, es decir, el estrato de los sentimientos más fácilmente provocables. La intención conativa al placer es ya en sí misma un signo de interior infortunio[4] [...]. Así, el que en su centro se halla desesperado, «busca» la felicidad en las relaciones humanas [...], y el agotado vitalmente ansía la frecuentación de sentimientos aislados de placer sensible [...]. Incluso para una época entera, el signo más seguro de su decadencia vital es siempre el creciente hedonismo práctico (pero no es nunca el hedonismo práctico la causa de esta decadencia) (ll, p. 129).

Como el hombre vulgar nunca experimenta, no digamos ya la beatitud, sino ni siquiera las alegrías más elevadas que la vida puede ofrecernos, tiene que conformarse con apoyar esas reformas políticas que le propiciarán, a lo sumo, mejor comida, seguridad, salud, educación y más posesiones[5], pero que nunca lo convertirán en una persona satisfecha. Y cuanto más ocupa su vida en esos ideales de bajo calibre, tanto más insatisfecho se siente allí donde la voluntad no tiene injerencia. No digo que sea incorrecto propiciar (sin coacción) reformas políticas que favorezcan el buen vivir de las gentes pobres, pero si nos quedamos sólo en eso, no habremos hecho gran cosa por la felicidad del pueblo.
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Jueves 3 de julio del 2008/11,14 a.m.
Tampoco afirmo que todos los placeres menores deban ser desdeñados y que quien los disfruta es un hedonista de poca monta. Simplemente sucede que todos esos placeres cobran una nueva dimensión cuando se vivencian dentro de un estado de satisfacción superior a la circunstancia que los recubre.

Es un fenómeno muy particular el que sólo cuando nos sentimos «satisfechos» en la esfera «más céntrica» de nuestra vida --donde más «en serio» somos--, entonces, y sólo entonces nos satisfacen plenamente contentos sensibles o ingenuas alegrías superficiales (así, por ejemplo, en una fiesta o en un paseo). La risa plenamente satisfecha por cualquier alegría superficial de la vida estalla, por así decir, únicamente en el trasfondo de ese profundo estar satisfecho (l, p. 141).

Sin embargo hay sobrados casos de gente inescrupulosa y de auténticos asesinos que carcajean hasta llorar. Esta gente se siente satisfecha consigo misma pese a su crapulencia o incluso, en algunos casos, debido a ella. Luego, no es nuestro grado de bondad real sino el juicio que hacemos de nosotros mismos el que dispara nuestra satisfacción o insatisfacción profunda (y en eso radica la principal diferencia entre la satisfacción profunda y la beatitud, en que esta última se manifiesta independientemente de todo juicio de valor)[6]. Se complica entonces el tema de las acciones virtuosas que según Scheler y Hildebrand el santo realiza "de espaldas" a su propio virtuosismo. El santo que supone ser el peor de los pecadores (Teresa de Jesús) es un santo insatisfecho. Ignorar nuestros propios valores éticos, si es que realmente los tenemos, no es un síntoma de humildad, sino de simple ignorancia. La humildad radica en esconder estos valores --siempre que se pueda-- a los ojos de los demás, pero no ante los propios. Esto último, me parece, se acerca más a un complejo de inferioridad que a otra cosa[7].
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Viernes 4 de julio del 2008/12,19 p.m.
¿Puede ser que alguien haga el bien todo el tiempo y sin embargo se sienta desdichado? Sí, y esto sucede cuando se hace el bien con la esperanza de que tal comportamiento nos libre de la desdicha.

El que apetece un contento vinculado a un querer bueno y, por esa razón, quiere «lo bueno», no tiene un buen querer; y precisamente por esto le es recusado necesariamente el contento que va ligado esencialmente al querer bueno mismo (ll, p. 135)[8].

12, 53 p.m.
Decía Nicolai Hartmann que el universo de los valores es tan grande, que la conciencia de cada ser humano no puede abarcarlo por entero a un mismo tiempo. Nuestro percibir sentimental podría compararse con la luz de un faro que ilumina el ancho mar sólo de a sectores y nunca por completo. De ahí que algunas personas, por ejemplo, sean muy sensibles a la estética y nada más que a la estética de las cosas, otras tiendan a ver en todo el componente teórico con exclusión de los demás valores, etc. Incluso dentro de cada grupo de valores el campo de dominio es tan vasto que nadie podría visualizarlo en su totalidad.
Hartmann creía, igual que Scheler, en la objetividad axiológica, pero se separaba de su antecesor cuando afirmaba que no es posible trazar una escala jerárquica de valores, ni entre los valores de cada grupo en particular ni entre los grupos generales mismos[9]. Yo entiendo que tal escala es posible y necesaria para clarificar nuestros juicios de valor, y a nivel general puedo establecerla del siguiente modo:



VALOR ONTOLOGICO SUPREMO
VALORES ONTOLOGICOS DERIVADOS
VALORES ETICOS VALORES CULTURALES
VALORES INTELECTUALES VALORES ESTETICOS
VALORES VITALES[10]

El secreto para contrarrestar el efecto faro y poder captar la mayor cantidad posible de valores a un mismo tiempo estaría dado, según mi opinión, por la decisión de iluminar siempre y en todo momento la parte superior del cuadro y desdeñar el resto. Así, poniendo nuestra intención en la captación del valor del Ser Supremo --o de la Persona Suprema si ese nombre satisface nuestra intelección más adecuada--, automáticamente saldrán de la sombra la totalidad de los demás valores por más que no fijemos nuestra atención en ellos, y es que Dios actúa en este contexto como un espejo parabólico que distribuye la luz recibida y la descarga sobre el resto de los valores, propiciando una aprehensión cabal y exhaustiva de todo lo que de veras interesa conocer y a la vez oscureciendo el mundo de lo subjetivamente satisfactorio (pero no porque sea pecaminoso disfrutar de los placeres corrientes, ya que no es así en absoluto cuando este goce se vivencia con el trasfondo de algún valor elevado que le da ocasión de desfogarse). Tener la mente, el cuerpo y el alma dirigidos, apuntados todo el tiempo a Dios y sólo a Dios es la receta magistral del buen boticario axiológico[11].
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Sábado 5 de julio del 2008/4,30 p.m.,
No me resulta tan sencillo conceptualizar los sentimientos de agrado que acompañan el percibir sentimental de los diferentes grupos de valores como sí me resultó en el caso de los sentimientos desagradables que acompañan a la percepción de lo que se juzga disvalioso. Viene a suceder aquí algo similar al problema dantesco de la descripción del paraíso, que no es, dicen los entendidos, en absoluto satisfactoria en comparación con su descripción del infierno. Intentaré acercarme lo más que pueda a los conceptos pertinentes a cada grupo, aunque me reservo el derecho de modificar los vocablos en el futuro si es que me surgen otros más adecuados.
Cuando percibimos un valor vital (relacionado con lo saludable), sentimos expectación --si es que el valor no es aún poseído-- o seguridad --si ya lo poseemos--. Ante la percepción de un valor estético (relacionado con lo bello), sentimos diversas emociones de acuerdo al tipo de suceso que se valora (una música, un cuadro, un paisaje), pero el sentimiento generalizante que las abarcaría podría denominarse armonía. Los valores intelectuales (relacionados con lo verdadero) vienen acompañados por un sentimiento que, a falta de términos acuñados que me satisfagan, bautizaré con un neologismo que le hace honor al gran Arquímedes: el eurekismo. Los valores culturales (relacionados con lo trascendente) se perciben junto con otro sentimiento sui generis que voy a llamar dilatación espirituosa: la sensación de que nuestro espíritu se agranda. La percepción de los valores éticos (relacionados con lo bueno) aparece de la mano de la admiración, y los valores ontológicos (que carecen de antítesis disvaliosas y que se relacionan con el valor de los seres en tanto que seres, en especial de los seres personales) se perciben con el trasfondo del sentimiento de alegría cuando son derivados y con el sentimiento de sumisión cuando estamos --o creemos que estamos-- ante la presencia de Dios o ante alguno de sus atributos. Y si bien es verdad que no tienen antítesis, cuando un ser que juzgamos de gran valor ontológico deja de percibirse, la alegría troca en profunda congoja.
Todos estos valores, para poder ser aprehendidos (nunca en sí sino a través de sucesos valiosos), necesitan ser juzgados como tales. En realidad es el juicio valorativo y no la captación lo estrictamente indispensable para que aparezca la estimación, y es por eso que sólo de los juicios valorativos verdaderos, que sí dependen de la percepción del valor objetivo para concienciarse, se deducen las estimaciones adecuadas, siendo las estimaciones inadecuadas resultantes de un juicio de valor falso, es decir del juicio de valor que nace debido considerandos exteriores a la percepción del valor objetivo. En el juicio de valor falso el valor no existe, no obstante lo cual se percibe la sentimentalización y se produce la estimación tal como si el valor se hubiese percibido. Aquí el sujeto percibe un valor (o disvalor) ilusorio, se lo inventa a su gusto y desde ahí parte su estimación, pero esto ya no es ciencia, porque se sale de la objetividad inherente al mundo axiológico para ingresar a un universo acomodaticio. Desgraciadamente, no siempre es sencillo distinguir las estimaciones adecuadas de las inadecuadas. A veces, empero, lo es, y lo que se torna complejo es el persuadir a las demás personas. Los juicios intelectuales no-metafísicos pueden apoyarse mediante pruebas lógicas o materiales más o menos palpables, en cambio los juicios de valor no-intelectuales aparecen menos manejables desde ángulos racionales. Hay que echar mano de otras dialécticas erísticas más contundentes. La retórica, en este sentido, juega un papel preponderante. Pero al ser muy cierto aquello de que no hay peor ciego (axiológico) que el que no quiere ver, incluso este sistema de persuasión es, ante el hombre culto, bien limitado.
Mucho se ha escrito acerca de la "indispensable" diferenciación entre juicios del conocimiento y juicios de valor. Por mi parte, no alcanzo a ver en qué radica tal dicotomía (más allá de que los primeros puedan probarse o refutarse con mayor facilidad que los segundos), siendo que el conocimiento sólo se patentiza merced a las estimaciones que se realizaren acerca del suceso conocido[12]. Se dice, por ejemplo, que las verdades que la ciencia descubre no se perciben sentimentalmente sino de una forma fría, carente de sentimientos[13]. Esto es un error, y el caso de Arquímedes bailando de alegría luego de descubrir su famoso principio de flotación nos da la pauta de que aquí lo que estaba en juego era un valor. Ante un suceso cualquiera, una persona puede preguntarse: ¿esto es saludable o dañino? (para tales o cuales individuos), ¿esto es bello o es feo?, ¿esto es trascendente o intrascendente?, ¿esto es bueno o es malo?, y lo mismo cabe que se pregunte: ¿esto es verdadero o es falso? Cuando la que tiene sentido es la primera pregunta (por ejemplo, ante una bolsa de comida para perros), estamos ante un juicio de valor vital; cuando tiene sentido la segunda pregunta (por ejemplo, ante una escultura de arte chatarra), estamos ante un juicio de valor estético; cuando tiene sentido la tercera pregunta (por ejemplo, ante un discurso filmado del general Perón), estamos ante un juicio de valor cultural; cuando tiene sentido la cuarta pregunta (por ejemplo, ante un aborto), estamos ante un juicio de valor ético; por fin, cuando la que tiene sentido es la quinta pregunta (por ejemplo, ante el enunciado de la ley psicofísica de Weber-Fechner), estamos ante un juicio de valor intelectual. Una vez que el suceso ha sido estimado como bello, feo, trascendente, malo, etc. (y a cada suceso pueden caberle varias estimaciones; por ejemplo, un discurso puede ser trascendente y bello), se puede, en principio, realizar un análisis positivo acerca de la verdad o falsedad del juicio de valor emitido por cierta persona, pero este juicio exterior a la persona que estima no cambiará su juicio subjetivo y las emociones que le son inherentes. En el caso de los juicios de valor intelectual, la persona, ante un enunciado cualquiera, afirma su verdad o falsedad, verdad o falsedad que luego podrían ser ratificadas o refutadas por otros procedimientos más objetivos pero que no le quitarían al sujeto que las percibe su sensación de eurekismo o de desconcierto de acuerdo a su propia estimación. Los que niegan que los juicios intelectuales pertenezcan al mundo de los valores aducen que casi nunca se dan, en la práctica, estas enérgicas emociones ante un enunciado verdadero o falso; esto es así porque la mayoría de los enunciados con que nos topamos en nuestra vida cotidiana ya los tenemos memorizados y no nos sorprenden, y entonces la emoción queda subterránea, sin llegar a la conciencia. Son juicios de la costumbre, tan valiosos o disvaliosos (y tan objetivamente verdaderos o falsos) como cualesquiera otros juicios de valor, pero cuya estimación baja en sentimentalidad es reemplazada por la valoración, que es la aprehensión más bien discursiva del suceso valioso. Esto, por otra parte, si bien es característico de los juicios intelectuales, no es exclusivo de ellos. Así, cuando apreciamos por primera vez una monumental obra de arquitectura (una catedral, por ejemplo), el sentimiento de armonía que nos envuelve no se podría comparar en intensidad con el que experimentaremos luego de verla por quincuagésima vez. La belleza de la obra, objetivamente, no se habrá modificado, pero subjetivamente nuestra estimación mermará debido al acostumbramiento. Seguiremos juzgándola bella, pero no tanto estimándola sino valorándola. La valoración, pues, es una estimación con constancia, y el papel de la constancia es el de inclinar el juicio hacia el elemento intelectivo en desmedro del emotivo[14]. Yo no puedo emocionarme al juzgar que dos más dos es igual a cuatro, porque eso ya lo sé desde hace decenios y todos los demás también lo saben, pero sí me he conmovido, y de un modo característicamente placentero, allá por 1997, cuando daba mis primeros pasos intelectuales relevantes. Todo juicio es un juicio de valor[15]; la axiología se mete por todos y cada uno de los poros de nuestra existencia. Si algunos consideran que esta disciplina filosófica ya cumplió su cometido y está bien muerta, recapaciten un poco y abran su espectro mental hacia esta buena nueva que por mucho que se le niegue, no por eso dejará de perseguir el alma de aquellos pensadores que buscan la verdad y nada más que la verdad de los asuntos, y que se emocionan gratamente cuando juzgan que la descubren.
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Martes 8 de julio del 2008/2,31 a.m.
Los únicos juicios de valor relativos, son los vitales. A las proposiciones "esto es saludable" o "esto es peligroso" debe añadírseles necesariamente "para tal o cual ser o seres", pues no es posible determinar suceso ninguno que sea saludable o peligroso para todo tipo de entidades. En cambio cuando afirmamos que "esto es bello" o "esto es intrascendente", lo hacemos absolutamente. No que es bello para mí, o intrascendente según el punto de vista actual, sino bello en sí e intrascendente en sí[16]. Desde ya que uno tiende a universalizar sus preferencias personales, lo que no está del todo mal si es que antes se ha tomado uno el trabajo de sutilizar esas preferencias para que coincidan con los patrones objetivos. Pero decir que esto es bello para mí y sólo para mí es confuso y equívoco. La belleza es una y la misma para todos, lo mismo que la bondad, la verdad y la trascendencia. Si no las percibimos es porque algo nos falla en nuestro engrane axiológico, y si las percibimos en donde no están cual si fuesen un espejismo, el peligro es aún mayor.
Otra característica que diferencia a los valores vitales de los demás es su fortaleza. Cuanto más elevado es un valor, decía Hartmann, es también más débil; cuanto más elemental, más fuerte. No se puede vivir siempre pensando en los valores elevados, porque éstos son muy difíciles de captar y de llevarse a la práctica; tal emprendimiento nos alejaría de los valores vitales con el consiguiente riesgo para la propia vida. Habría que realizar una especie de cálculo que nos indique cuándo debemos dejarnos llevar por los valores fuertes y cuándo por los débiles, porque la experiencia histórica nos indica claramente que salvo rarísimas excepciones, sin una base vital sólida no se puede llegar hasta las nubes. Continúo así con la vindicación del pensamiento marxista que tanto desestimé hace algunos años por ocuparse de "naderías", de asuntos completamente irrelevantes al bien vivir espiritual. Los valores económicos, como subgrupo de los valores vitales y como descendientes directos de los primitivísimos valores territoriales, tienen una fuerza y una injerencia incomparables en lo que hace al buen desarrollo psíquico de la persona. Sin llegar a decir que la riqueza es la madre de la virtud, cosa que sería necio admitir, digo sí que los hombres virtuosos han nacido y florecido, la mayoría de las veces, en familias desahogadas, y entonces ¿qué mejor que las reformas económicas comunistas para propiciar el advenimiento de generaciones menos egoístas, orgullosas y concupiscentes que las que hoy pueblan el globo?[17]
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Sábado 12 de julio del 2008/2, 41 p.m.
Pero no hay que deducir del carácter absoluto de los juicios de valor no vitales el hecho de que no puedan utilizarse los valores como medios en lugar de como fines en sí mismos. Una obra de arte auténtica posee valor absoluto, y quien la contempla desinteresadamente y por su sola belleza la está percibiendo como un fin absoluto; pero hay gente que saborea el arte por vanidad, para que los demás supongan que su gusto es exquisito, y están los que, al mismo tiempo que aprecian una obra, calculan las ganancias que les proporcionaría su comercialización: la belleza, sin perder nunca su absolutez, pasa a ser en estos casos un medio de satisfacer la vanidad o la codicia. De todos modos, si bien es deseable que los valores tengan una utilidad directa, no siempre que se los utiliza indirectamente para satisfacer otros impulsos estamos ante un hecho indeseable desde la ética. Los conocimientos que adquiere un estudiante universitario para poder ejercer una profesión en el futuro, el hecho de conocer para poder tener un empleo anhelado no es inético, si bien es más conveniente que se conozca por lo que se denomina "curiosidad intelectual" y no por otros considerandos[18]. Los esfuerzos desesperados de Van Gogh para vender sus pinturas no eran fruto de un ansia de trascendencia sino de un ansia de supervivencia, y no por eso hay que rotularlos como algo negativo[19]. La utilización de un bien como fin es siempre deseable; utilizarlo como medio puede resultar deseable o indeseable según la predisposición psicológica que rija el procedimiento[20].
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Jueves 17 de julio del 2008/2,0 2 p.m.
¿Los animales estiman? Ahora creo que sí, de lo que se deduce que los animales --al menos algunos-- pueden emitir juicios de valor.
Los animales carecen de lenguaje hablado, pero para emitir un juicio no es estrictamente necesaria la existencia de este tipo de lenguaje. El criterio psicológico de la lógica formal establece dos tipos de objetos: los particulares y los universales. Los objetos particulares serían aquellos que, en principio, son susceptibles de ser percibidos por nuestros sentidos, y por esta razón se los denomina perceptos. Los objetos universales serían los que no pueden percibirse, sino tan sólo pensarse, y se las denomina conceptos. Así las cosas, yo afirmo que los animales carecen de un lenguaje que emplea conceptos y también están impedidos de interpretar lenguajes puramente "perceptuales" (como los de ciertas tribus harto primitivas), pero poseen la capacidad de efectuar juicios particulares a pesar de todos estos impedimentos lingüísticos. Efectuar un juicio es suponer que algo es (o no es) de tal o cual manera, y en este sentido los juicios pueden ser efectuados por criaturas que carecen de lenguaje hablado[21]. En estos juicios animalescos, el sujeto de la proposición es siempre un percepto, y los únicos grupos de valores que pueden ser aprehendidos por estos bichos son los vitales y los ontológicos. Cuando una cebra percibe una manada de hienas al acecho, emite el siguiente juicio: "Estos seres pueden dañarme" (juicio de valor vital). Luego, merced a este juicio, percibe sentimentalmente, a través del miedo, el disvalor vital que representa para ella ese grupo de carnívoros y responde con la fuga. El caso de la percepción de valores ontológicos ya requiere de un nivel de inteligencia más avanzado, como el que presenta un perro que, ante la aparición de su amo, se alegra efusivamente, pues ha emitido el juicio "mi amo ha regresado" y, al verlo después de largo tiempo sin noticias de él, la estimación ontológica se cumple con una gran cuota de sentimentalidad (la cual no se presentaría si su amo hubiese desaparecido de su vista tan sólo durante cinco minutos. En este caso, el juicio de la costumbre, muy bajo en emotividad, tiende a tomar el lugar del juicio estimativo).
Queda claro, pues --al menos para mí--, que no es imprescindible la posesión de un lenguaje a los efectos de juzgar. El bebé de tres meses que sonríe al mirar a su madre parece la prueba más incontestable de este aserto[22].
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Martes 22 de julio del 2008/6,04 p.m.
¿Puede catalogarse como "intuicionista" mi sistema ético?
Según el intuicionismo extremo, la inteligencia es incapaz de proveernos de algún tipo de conocimiento último de la realidad. Entonces yo me niego a que se me considere intuicionista, porque me parece que la sola inteligencia basta para emitir un juicio de valor ético que resulte verdadero, y un juicio de valor correcto puede considerarse bastante cercano al conocimiento último de la realidad.
Decía Henri Bergson que la inteligencia no tiene por función el hacernos conocer la realidad, sino actuar con eficacia en ella. No caracteriza al homo sapiens, sino al homo faber. Yo creo que los engranajes racionales de la mente humana pueden dividirse, según que se los utilice para fines prácticos o para fines teoréticos, en razón práctica y razón pura. La razón pura deriva biológicamente de la razón práctica, pero con el paso del tiempo se ha independizado por completo de su progenitora y su jurisdicción ha terminado fuera de todo interés volitivo para remitirse a la dilucidación de la verdad o falsedad de ciertas proposiciones que se le aparecen. La conclusión de que "X es bueno" proviene de un análisis racional y no de una intuición intelectual, sentimental o de cualquier otro tipo que baja del mundo noumenal y se impone a nuestra conciencia irracionalmente. La reflexión, con la herramienta de la inducción, es quien articula el juicio de valor. Es verdad que el desempañador axiológico, que trabaja metafísicamente, allana el camino, pero el hecho de que la razón pura pueda ser engañada por los intereses personales --intereses éstos que son "limpiados" por el desempañador-- no indica que no tenga injerencia ninguna en la producción de dichos juicios. Si los intereses personales "racionalizan" un sofisma que termina pasando, ante los ojos de la misma persona que lo emite, como un juicio de valor verdadero, es que la razón práctica, que siempre busca la conveniencia personal, se ha entrometido en el ámbito de la razón pura, adulterándola sutilmente. Si logramos evitar esta intromisión, la razón pura, bien ordenada y dirigida, podrá emitir juicios de valor verdaderos y el universo intuitivo nada le reprochará. El intuicionismo extremo sólo es verdadero en el ámbito de los juicios metafísico puros. Si yo afirmo que Dios existe, este juicio no podrá confirmarse o refutarse por ningún razonamiento ni por ninguna evidencia empírica, o sea que aquí es correcto decir que la inteligencia no hace pie, que naufraga y se hunde irremediablemente como si estuviera sobre arenas movediza. Pero en la ética no, porque en la ética no existen este tipo de proposiciones incontrovertibles. Sólo pueden resultar aquí verdaderos los juicios singulares del tipo "Juan es bueno" o "este acto que se ha ejecutado es malo", y nada más. Los juicios éticos apodícticos, en los que la proposición se ocupa de algo que debe necesariamente ser así o hacerse o no hacerse del modo descrito, son siempre falsos en el sentido de que pueden presentar excepciones (como en el caso, por ejemplo, del juicio "no se debe matar")[23], y es por eso que la ética, siendo una rama de la metafísica, no cumple los requisitos para ingresar en la metafísica pura y permitirse así la utilización de juicios intuitivos ciento por ciento verdaderos.
La vida, contrariamente a lo que suponía Bergson, puede ser perfectamente comprendida por la inteligencia. Es lo que está más allá de la vida lo que escapa a su escrutinio, y es ahí, recién ahí, donde las intuiciones intelectuales cobran sentido y "atropellan" --como decía Unamuno-- a la razón bajo la forma de una querencia esotérica proposicional.
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[1] Aquí parece Scheler concordar, al menos en parte, con el concepto nietzscheano de la beatitud según consta en El anticristo (33): "En toda la psicología del «Evangelio» --dice Nietzsche refiriéndose no al Evangelio literal sino a la psicología del propio Jesús, que según él no está representada fielmente por el nuevo testamento canónico-- falta el concepto de culpa y de castigo, así como el de recompensa. El «pecado», cualquier relación de distancia entre Dios y el hombre, está abolido [...]. La beatitud no se promete, no se la sujeta a condiciones: es la única realidad, el resto son signos para hablar de ella".
[2] El inmediato continuador de Scheler en el campo axiológico, Nicolai Hartmann, entendía que "el hombre más feliz no es ciertamente el mejor" (Ética, cap. X.). Esto en la práctica es casi siempre así, porque no se mide el grado de felicidad por la beatitud o el éxtasis alcanzado sino por los meros estado de alegría, y la gente canalla puede ser bastante alegre. Elévense un poco las miras hacia la verdadera felicidad y se verá que la misma depende de la virtud y sólo de la virtud, siendo secundario el hecho de que tal vez no podamos encontrar ningún ejemplo concreto de este maridaje dentro de nuestro campo experimental.
[3] Existe otra explicación de mi apolitismo, y es que, como decía Nietzsche, "el que lleve dentro de sí el furor philosophicus, no tendrá siquiera tiempo para consagrarse al furor politicus y se guardará de leer todos los días periódicos y de ponerse al servicio de un partido" (Consideraciones intempestivas, “Schopenhauer, educador”, 7). Para Nietzsche, al igual que para mí, la política es necesariamente partidista y, por lo tanto, ajena al espíritu de la filosofía.

[4] Sin embargo, para Scheler el reino de los valores se extiende hasta la esfera de lo agradable. Más lógica me parece la postura de Hildebrand, que desconecta lo subjetivamente satisfactorio de toda posible valoración.
[5] "Toda decadencia vital va acompañada de una tendencia creciente hacia la posesión" (II, p. 130). Una prueba más de que me ha tocado vivir en una época decadente.

[6] También difieren en que la satisfacción es susceptible de graduación y la beatitud no. La desesperación y la beatitud son sentimientos que, según Scheler, "o bien no son vividos en absoluto, o bien toman posesión de todo nuestro ser" (II, p. 126). Podemos estar más o menos satisfechos con nuestra vida; no podemos ser un poco beatos.

[7] Y si la supuesta ignorancia de los propios valores éticos es fingida, tantísimo peor. "Vituperarse y empequeñecerse con exceso --decía Santiago Ramón y Cajal--, más que prueba de modestia paréceme alarde de pueril vanidad. Nos achicamos esperando que los demás nos agiganten. ¡Vano empeño! La opinión de quienes nos conocen no variará porque entonemos un mea culpa o exageremos nuestra inopia. Y, además, en nuestro debe figurará, en adelante, una partida más: el afán inmoderado de alabanza" (Charlas de café, p. 148).

[8] Lo que no le es recusado, pese a la intención impura, es el conocimiento metafísico que se vivencia luego de comportarse como es debido.

[9] En rigor de verdad, Hartmann no negaba, por ejemplo, que los valores éticos o estéticos fuesen superiores a los vitales, pero argumentaba que no siempre que se prefiere un valor superior se actúa correctamente, pues los valores superiores dependen en cierto grado de los inferiores (valores de fuerza) para manifestarse, de suerte que si no tenemos comida o abrigo para mantenernos con buen ánimo, se nos hará difícil la percepción de los valores más encumbrados; luego a veces hay que optar por esos valores menores y sacrificar por ellos a los superiores (cf. su Ética, caps. 28 y 63). Esta especie de pragmatismo axiológico es inobjetable; yo me sirvo de él frecuentemente, sobre todo al momento de abandonar mis lecturas.

[10] A igual altura, hay una leve superioridad de los valores de la izquierda.

[11] Esto no equivale a una búsqueda. La naturaleza de Dios no es tal que sea dable encontrarlo merced al mucho buscarlo. Lo que debemos hacer, más bien, es ponernos en disposición de que Él nos encuentre y tomar recaudos constantemente a la espera del gran día. Somos como náufragos en una isla desierta, y el avión siempre tiende a sobrevolarnos justo en esas horas en que se nos apagó el fuego.

[12] El mismo Max Scheler negaba que la verdad tuviese valor. Dice al respecto Llambías de Azevedo: "La verdad [para Scheler] no es un valor, como lo bueno o lo bello. No tiene sentido decir que un árbol es verdadero, como decimos de él que es bello. [...] la verdad no es un valor, porque no es una cualidad sino una relación: una relación de concordancia entre el contenido del juicio y el contenido objetivo a que aquél se refiere" (Max Scheler, p. 71). Pero es incorrecto decir que la verdad no es una cualidad. Ciertamente, decir que un árbol es verdadero es emitir un juicio bastante curioso (aunque no carente de sentido: es como decir "este árbol existe", y esta proposición puede ser verdadera o falsa), pero decir de un juicio que es verdadero es algo cotidiano. Los valores, hemos dicho, se aplican a sucesos, y el suceso puede ser algo concreto (como un árbol o una persona), pero también puede ser algo fáctico (como una puesta de sol o el canibalismo), o algo imaginario (como un cuento de hadas o un árbol espejismado en el desierto --un árbol falso--), o algo teórico (como un juicio). Un juicio es un suceso, y ese suceso puede poseer la cualidad de la veracidad --cualidad que lo convertiría en un juicio valioso-- o la cualidad de la falsedad --que lo convertiría en un juicio disvalioso.

[13] Uno de los primeros pensadores que se comprometió con esta opinión fue David Hume: "Lo que es honroso, lo que es bello, lo que es decoroso, lo que es noble y lo que es generoso, toma posesión del corazón y nos incita a abrazarlo y afirmarlo. Lo que es inteligible [...] y lo que es verdadero sólo obtiene el frío asentimiento del entendimiento" (Investigaciones sobre los principios de la moral, sección primera).
[14] He aquí la explicación de la inexorable desaparición de la emoción vulgar del enamoramiento al cabo de un cierto tiempo de convivencia con el ser querido. La estimación, henchida de sentimientos, tiende a esconderse detrás de la fría valoración. Sin embargo, ya hemos visto que el amor no forma parte de la estimación sino de las respuestas al valor; de aquí deduzco que quienes dejan de sentir por su pareja, conforme pasan los días, la misma pasión que sintieran en los primeros encuentros, son aquellos que no han sabido responder amorosamente a los valores que su pareja les ofrecía, contentándose tan sólo con las emociones estimativas (alegría, orgullo) o con las que derivan de lo subjetivamente satisfactorio (excitación sexual), que son las que tienden a desaparecer, las unas detrás de las valoraciones discursivas y las otras detrás del hartazgo.

[15] Hablo de juicios teóricos. Los juicios prácticos son de otro tipo, como se verá más adelante.

[16] Decía Samuel Alexander que "lo que caracteriza nuestros juicios acerca del valor de un objeto o de la verdad de una proposición o del bien de un acto es que el objeto evaluado es asido en consideración a él mismo" (La belleza y otras formas del valor, párrafos iniciales). La excepción a esta regla, según mi opinión, aparece con los bienes vitales, que se evalúan en función del sujeto que podría o ha podido interactuar con ellos. De más está decir que muchos sociólogos positivistas consideran que todos los valores deben evaluarse tomando en consideración factores externos. Así, dice Mario Bunge: "Si algo es valioso, lo es para una unidad social U, en algún respecto R, en alguna circunstancia C, y con un conocimiento de fondo K. Nada es valioso a secas ni bueno en sí mismo: no hay valores y bienes intrínsecos y absolutos" (Ética y ciencia, apéndice III, 1). Este relativismo a lo Bertrand Russell, que afirma que la bondad o la inteligencia trascendente, o cualquier otra virtud cardinal, puede llegar a ser éticamente indeseable bajo ciertas circunstancias, es irrefutable desde la lógica, pero lo considero, intuitivamente, como la apoteosis de la ética pedestre.


[17] Es menester aclarar que mi adhesión al marxismo queda completamente suspensa en la cuestión de los medios a emplear para la concreción del proyecto, esto es, en la coacción y coerción violentísimas que Marx juzgó, en su Manifiesto, inherentes al proceso de transformación del modelo económico general.
[18] La curiosidad intelectual es la que posibilita el eurekismo. El problema de la intelectualidad radica en que una vez que se ha probado esta emoción, se tiende a buscar el conocimiento ya no por curiosidad sino para experimentar el eurekismo. Los bienes intelectuales pasan entonces a cumplir el rol de medios, y el eurekismo buscado rara vez aparece.

[19] Van Gogh pintaba por amor al arte y a la belleza, eso no se discute, pero el amor a la belleza es muy distinto del amor a la trascendencia (y este último difiere a su vez radicalmente del deseo vanidoso). No niego que deseara trascender, pero tenía su faro axiológico clavado en la estética en primer término, en su hambriento estómago en segundo lugar y recién después pensaba en la cultura.

[20] Esto es clave para comprender el problema ético. Si no se quiere admitir que lo que interesa en la ética son las consecuencias de los actos y las acciones, disfrácese dicha proposición con este ropaje: para deducir la probabilidad de que un acto sea bueno o malo, encuéntrense las diferentes entidades o facultades psicológicas (valentía, sentido del humor, honradez, o bien sus opuestas) o metapsicológicas (virtudes cardinales o sus antítesis) que impulsaron al sujeto actuante y que pueden muy bien motivarlo sin que su conciencia lo sepa. Si el acto fue auspiciado por una virtud cardinal, es necesariamente bueno; si fue auspiciado por una virtud relativa o temperamental, es probablemente bueno; si fue auspiciado por un vicio mayor (la maldad, la soberbia, la mendacidad, la estupidez o el antiesteticismo), es necesariamente malo; si fue auspiciado por un vicio menor (disvalores relativos), es probablemente malo. Esto se complica cuando, en un mismo acto, se superponen diferentes facultades que aportan su granito de arena (y es curioso el hecho de que cuando intervienen dos vicios de distintas características al mismo tiempo, aumentan las probabilidades de que el acto pueda resultar benéfico), pero lo que nunca se debe suponer es que la intención conciente del individuo actuante es la que denota la bondad o maldad del acto, porque dicha intención es totalmente subjetiva, y la ética, si ha de ser ética y no moral de transeúntes, debe aborrecer las subjetividades y guiarse por patrones que no dependan del punto de vista personal. "Los partidarios del predominio de la intención --dice Ferrater Mora desde su imponente Diccionario de filosofía-- arguyen que es impensable una acción moralmente buena que resulte de una intención moralmente mala". Yo digo que lo que no puede concebirse sin contradicción es el acto bueno motivado por la maldad, pero la maldad, facultad metapsicológica, no es equivalente a la mala intención: se puede actuar con mala intención sin actuar con maldad y viceversa. (a) Un científico que pone todo su empeño en inventar la bomba de neutrones, afirma que su intención es buena, pues con su invento el mundo libre vencería los totalitarismos. Su intención es buena pero el acto es malo por estar auspiciado por la necedad. (b) Un futbolista enamorado de su ex novia, ahora felizmente casada con otro sujeto, se esfuerza al máximo para ser la gran figura del próximo torneo, pero sólo para que ella lo admire y abandone a su marido por él. Su equipo gana el campeonato y él da verdaderas muestras de talento que producen el deleite de millones de personas. Su intención ha sido mala pese a lo cual se han producido consecuencias mayormente benéficas (la alegría sana de muchísimas personas), y es porque lo que intrínsecamente motivó el accionar del futbolista no fue la maldad sino la competitividad, facultad psicológica que forma parte del grupo de las virtudes relativas o temperamentales. Por último, el ejemplo (c): un sádico inyecta un líquido X en las venas de un niño con la intención de verlo sufrir y logra producir ese sufrimiento, pero resulta que dicho líquido termina fortaleciendo su organismo y, con los años, lo salvará de padecer una enfermedad muy dolorosa que, por predisposición genética y dieta inadecuada, se le habría declarado sin remedio de no ser por la temprana introducción de aquel extraño antígeno. Es claro que hubo mala intención en el procedimiento, pero las consecuencias de aquel acto, siendo algunas negativas, englobadas en la generalidad de la ramificación causal terminaron siendo mayoritariamente positivas, y esto se dio porque el sádico actuó no sólo con maldad, sino también con soberbia, y ya se dijo que a veces ocurre acá en la ética lo mismo que en la matemática: -×- = +.
Deje de lado quien quiera el último ejemplo si es que le resulta demasiado sofisticado, pero no se deje nunca de lado aquel sabio refrán que ya los antiguos veneraban y que hoy yace bajo los escombros del edificio de la ética, demolido a las apuradas por las pestes existencialistas del siglo XX con el pretexto de construir sobre sus ruinas otro mejor, que nunca se construyó. El sabio refrán, que si se toma en cuenta podría evitar nuevas remodelaciones inapropiadas, dice que el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones.

[21] Cito al pensador argentino Coriolano Alberini: "A nuestra manera de ver, la génesis del valor se confunde con la de la vida psíquica. [...] la psiquis, afirmamos, por el hecho de serlo, es algo que evalúa" (Escritos de ética, p.150). Si esto es verdadero, no sólo algunos sino todos los animales juzgan y estiman. Pero Alberini va incluso más lejos: "Vida y psiquis --afirma-- constituyen idéntica cosa. [...] Se dirá que el hecho de reducir lo vital a lo psíquico implica insinuar la existencia de una psiquis vegetal. Así es. Ninguna razón seria cabe aducir para negarle vida psíquica al vegetal" (íbíd, p.155). Todo lo vivo, incluso el protoplasma (p. 155), tiene psiquis. Y como "el rasgo cardinal de la vida reside en la evaluación, o, como se podría decir [...], en la vis estimativa" (p. 166), si estas especulaciones están en lo cierto tendríamos que suponer que hasta el trigo emite juicios de valor, lo cual no es tan descabellado como parece si atendemos a la siguiente afirmación: "La evaluación es el carácter esencial de lo biológico, sea o no conciente" (p. 180; el subrayado es mío). Los animales y las plantas emitirían juicios de valor, pero lo harían inconcientemente, sin reparar en el proceso lógico que el juicio implica. "La mayoría de los psicólogos --prosigue Alberini-- ven en el juicio una operación inconcebible fuera de la conciencia. [...] Para nosotros, el juicio no es necesariamente conciente, por ser cosa bien probada [...] que en las profundidades oscuras de la conciencia existe una actividad relacionante (como lo demuestran los casos de ideación genial durante el sueño). [...] La subconciencia [...] sabe relacionar, y no discutamos si bien o mal, pues aquí no se trata de criterio de verdad, sino de sorprender el aspecto intelectivo de la inconciencia" (p.183). La misma percepción (exterior o interior) de un suceso implicaría, por sí misma, un juicio de valor: "No hay representación que no sea juicio" (p.183). Habiéndose probado científicamente la excitabilidad de la lechuga, el salto al vacío no parece tan temerario al interpretar que la causa de la excitación produce una cierta representación --y por ende un juicio-- en el alma lechuguina, la cual queda entonces predispuesta para la "evaluación energética" (p. 166), que viene a ser lo que yo llamo una estimación referida a un valor vital.
Todas estas especulaciones funambulescas... ¡me parecen conmovedoramente plausibles!... La valentía intelectual de Alberini, el atreverse a publicar estos disloques al tiempo que atendía su reputada cátedra en la facultad de filosofía de la Universidad de Buenos Aires, es cosa rara como el platino, y como el platino, preciosa.

[22] Pero no es correcto suponer que siempre que los animales (o los bebés) se emocionan es porque han efectuado un juicio de valor. La esfera de lo subjetivamente satisfactorio, que carece de valores, puede también producir emotividades
[23] El epistemólogo Carl Hempel afirma que este tipo de frases no son juicios. "La oración «matar es malo» --dice-- no tiene la función de expresar una aserción que pueda ser calificada de verdadera o falsa, sino que sirve para expresar un patrón para la evaluación moral o como norma de conducta. [...] esta oración difiere totalmente, por ejemplo, de la frase «matar está condenado como un mal por muchas religiones», la cual expresa una aserción fáctica que puede someterse a test empírico" (Confirmación, inducción y creencia racional, cap. lll, secc. 4). Yo entiendo que "matar es malo" es un juicio, pero no porque sea una aserción fáctica que puede someterse a un test empírico sino porque tiene sentido afirmarla o negarla, por más que uno no tenga prueba empírica ninguna de su verdad o falsedad. Ahora bien; este aserto, según mi criterio, no es metafísico, y por lo tanto es una aserción fáctica y puede ser sometida a un test empírico para determinar si es verdadera o falsa. Así como está planteada, bastará con que encontremos un único caso en el que el acto de matar haya resultado no-malo para considerar falso el juicio (distinto sería si se dijese que "matar es generalmente malo"). Será necesario, pues, tener una clara idea (no necesariamente una definición textual) del concepto "malo" y del concepto "matar" para investigar si, en algunas circunstancias, el juicio no se verifica. Teniendo bien sabido el significado de ambos términos, podemos traer a colación el caso de nuestros fagocitos eliminando gérmenes patógenos, o el de la matanza indolora de un animal sufriente al que no podemos liberar de su tormento. ¿Será lícito calificar de malignos estos procederes? Entiendo que probablemente no, de lo que deduzco que el juicio "matar es malo" o "no se debe matar" probablemente no es en todos los casos verdadero, y esto es lo mismo que decir que lo más probable es que sea falso.