Nuestro objetivo de investigación crítica consiste en demostrar
que lo que parecía mentira es verdad: el holocausto tiene su propia filosofía
de la existencia y se encuentra en la obra maestra del, dicen, mayor pensador
del siglo XX.
Julio Quesada, “Adiós a
Heidegger”
La tarea de emparentar a Nietzsche con la filosofía de Calicles y
de Trasímaco y de coronarlo como el preanunciador del nazismo por antonomasia,
no fue tan compleja: ahí están los textos que hablan por sí mismos. Nietzsche
es demasiado claro, demasiado honesto cuando habla, muy poco escondedor de sus
pensamientos como para que la confusión se presente. Pero con Heidegger sucede
muy distinta cosa. Me gustaría, en esta mi tarea de cotejarlo con el nazismo y
de investigar si su filosofía ya no lo preanuncia, como la de Nietzsche, sino
que es el nazismo en su más pura
expresión, me gustaría valerme de los textos de Heidegger tal como me valí de
los de Nietzsche. Pero Heidegger mismo me lo impide cuando avisa que su prosa
es intraducible y que no se puede pensar en otro idioma que no sea el alemán.
No me queda otra, pues, que penetrar en el pensamiento de Heidegger a través de
los exégetas, mal que me pese, porque no conozco el idioma alemán, e incluso ni
conociéndolo creo que podría adentrarme en sus libros, que se asemejan a
verdaderas trampas para tontos en las que posiblemente habría yo caído. A pesar
de bandearse hacia el ateísmo, conservó Heidegger de su educación como
seminarista católico la manera de escribir, y tal vez de discurrir, de los
intelectuales medievales. Leer a Heidegger es como leer a un Tomás de Aquino
enloquecido, porque matiza la jerga escolástica dándose aires de poeta,
oscureciéndola más de lo que ya oscura era, tornándola impenetrable a la razón
y agregándole neologismos que fungen como clave esotérica para los iniciados.
Pero los iniciados, ¿lo comprenden? Si lo comprendieran, no lo defenderían,
porque un nazi no tiene defensa, como no sea la de un abogado profesional que a
ello se ponga. No, no lo comprenden. O empezaron por no comprenderlo y después,
gracias a los ojos vigilantes de Apel, de Habermas y de tantos otros,
terminaron entrando en razón, pero ya era muy tarde, ya sus cabezas estaban
formateadas por Heidegger y renegar de su pensamiento habría sido como admitir
que se estuvo viviendo dentro de una casa de fantasía. Esa actitud de humilde
reconocimiento del error intelectual no es común, es casi imposible, dentro de
la filosofía occidental y en particular de la filosofía académica. Las
excepciones son honrosas (Franco Volpi), pero se cuentan con los dedos de una
mano.
Habermas nos advirtió que la ideología personal de
Heidegger se venía tornando fascista, o que se había vuelto fascista en
paralelo al fascismo político que se venía gestando en Alemania, pero dijo
también que en la época de su obra cumbre, Ser
y tiempo, que es anterior a la aparición de Hitler en la escena política de
alto impacto, estaba más o menos libre de tal sospecha. A eso se atuvieron
muchos de los existencialistas franceses, que basaron su admiración por
Heidegger en este libro, al parecer emancipado de algunas contaminaciones ideológicas
posteriores. Yo no comparto este punto de vista: no me parece que exista un
“salto” entre la década de los veinte y la de los treinta sino una elocuente
continuidad de sus ideas sociopolíticas. Y como los alemanes, hasta muy entrada
la década de los ochenta, no supieron otorgarle a su revisionismo un adecuado
ropaje que sirviera para escindirlo del mero debate académico e instalarlo en
un ámbito más abarcativo, tendrá que llegar un tercermundista, un chileno, para gritarle
al mundo que todos los Heideggers conocidos, incluido el
anterior a 1933, estaban contaminados por el virus del totalitarismo. Se trata
de Víctor Farías, que publicó su investigación en 1987, causando otra vez, como
lo causara Habermas en 1953, un gran revuelo (la publicó en Francia, la cuna
del furor heideggeriano), pero no el suficiente como para que los
existencialistas entraran en razón. (De todos modos, la expresión “entrar en
razón”, para estos apologistas de la irracionalidad, podría considerarse un
anatema.)
“La intención de mi
trabajo —declara Farías desde el prólogo a la edición española— es una y
compleja: poner de manifiesto el germen de inhumanidad discriminadora sin el
cual la filosofía de Martin Heidegger no es pensable como tal”. Según
Farías, no se puede comprender cabalmente a Heidegger si no se asume que su adhesión
al fascismo ha sido integral y contundente:
La totalidad de los trabajos que pretenden
morigerar el grado de compromiso de Martin Heidegger con el nacionalsocialismo,
o que quieren ver en él un sentido más profundo y «metafísico», se
caracterizan, entre otras cosas, por la ignorancia sistemática de los textos en
los que Heidegger nos informa de su fe nazi ligada a la persona de Adolf
Hitler. El hechizo al que sucumbieron millones de alemanes se apoderó también
de Heidegger (Heidegger y el nazismo,
p. 134).
Comprometido estaba Heidegger con el pensamiento
totalitario y segregacionista desde antes de la aparición de Hitler en escena
(su admiración, que se remonta a su época de estudiante de teología, por el
monje austríaco Abraham a Sancta Clara, un jovial y pintoresco antisemita del
siglo XVII, certifica esta tendencia), pero
el nacionalsocialismo le vino como anillo al dedo. Uno de sus alumnos más
destacados, Karl Jaspers, en pareja con una judía, detecta la admiración que
profesa Heidegger por Hitler y se lo reprocha:
En una conversación de julio de 1933, Jaspers le
pregunta a Heidegger: “¿Cómo pudo usted pensar que un hombre tan inculto como
Hitler podría gobernar Alemania?”. Heidegger respondió: “La cultura no tiene
importancia. ¡Observe qué maravillosas son sus manos!” (autobiografía de
Jaspers, citada por Farías, op. cit., p. 134).
La cultura no tiene importancia: he ahí el
leitmotiv del nazismo, que es también el de Heidegger. La cultura no importa,
importa la fuerza, la valentía, la voluntad de poder… y las manos. “El propio Führer y
solo él es la realidad alemana de hoy pero también del porvenir y su ley”,
escribe Heidegger en un artículo de revista que data de noviembre de 1933
(citado por Farías en ibíd.., p. 134). Importa destacar el hecho de la
admiración que sentía Heidegger por Hitler, porque se habla de que a Heidegger,
si quería mantenerse en la Universidad de Friburgo, no le quedaba otra que
“tolerar” al jefe de los nazis y seguirle el juego; pero no: estaba tan
compenetrado con el movimiento que incluso instituyó como obligatorio, durante
su rectorado, el saludo nazi, que de ningún modo era recomendado por las
autoridades políticas dentro de las universidades. Y cuando dejó de ser rector,
y el rector posterior lo quitó, quiso restituirlo:
En
una carta del 24 de julio de 1952, Jaspers le recordó a Heidegger los
acontecimientos de aquellos años: «Cuando la señorita Drescher (candidata junto
con Jaspers al doctorado), en 1937-38 asistía a sus clases, informó de su vano
intento de mantener el saludo hitleriano, que el entonces rector ya no
consideraba necesario». Esta información de Jaspers ha sido ratificada por
otros alumnos de Heidegger que entonces asistían a sus clases (ibíd., p. 268).
Los
cañones de Heidegger apuntan hacia las dos grandes corrientes filosóficas que
se habían hecho fuertes en el pensamiento occidental: el positivismo y el
marxismo, el primero encarnado en los Estados Unidos, el segundo en la Unión
Soviética. Por eso, cuando los norteamericanos ingresaron en la guerra sintió
que su profecía podía llegar a cumplirse: todos los invitados ya estaban en la
mesa. En uno de sus cursos universitarios de 1942, dijo lo siguiente:
Hoy
sabemos que el mundo anglosajón del americanismo está decidido a destruir
Europa, esto es, la patria, el inicio de occidente. Pero lo inicial es
indestructible. La incorporación de América a esta guerra planetaria no
constituye un ingreso a la historia, sino que es el último acto americano de la
americana carencia de historia y autoaniquilación (citado en ibíd, p. 290).
Los
americanos, enfrentándose a “lo inicial”, estaban firmando su propia sentencia
de muerte. Solo los alemanes podrán encargarse, al mismo tiempo, de desarmar
los dos colosos, siempre y cuando no se alejen de sus raíces:
El
planeta está en llamas. La esencia del hombre se está deshaciendo. Sólo de los
alemanes puede esperarse que tengan sentido histórico universal, siempre que
encuentren y sepan preservar «lo alemán» (citado en ibíd, p. 290).
Estos
cursos dictados en plena guerra demuestran que el compromiso ideológico de
Heidegger con el nacionalsocialismo se extendió mucho más allá de lo que duró
su rectorado. “Durante mi estancia en Friburgo (1938-1943) todo el mundo
consideraba a Martín Heidegger un nazi; para mí era Hitler en la cátedra”, le comentó a Farías el profesor Heinz Bollinger (p. 223). Era
Hitler en la cátedra; y en la cátedra, supuestamente “ontológica”, solo se
hablaba, directa o indirectamente, de Hitler.
Los
alemanes, pese a las profecías de Heidegger, perdieron la guerra. Sin embargo,
esta derrota militar no se tradujo, para el profesor de Friburgo, en una
derrota ideológica:
Aquí
todo el mundo no piensa en otra cosa que en el hundimiento (Untergang). Pero la verdad es que
nosotros, los alemanes, no podemos hundirnos porque aún no hemos surgido.
Debemos seguir marchando a través de la noche (citado en ibíd, p. 294).
Jamás
se arrepintió de su militancia nazi, porque de haberse arrepentido habría
clausurado su propia ontología; así de emparentadas estaban su vida y su
filosofía.
A
varios de sus exalumnos y amigos, muchos de los cuales eran de ascendencia
judía, les aclaró, finalizada la contienda, que solo fue partidario del nazismo
durante su rectorado, pero que luego se distanció ideológicamente del
movimiento.
Herbert Marcuse, una de las principales figuras del pensamiento surgidas bajo
su ala, no le cree:
Usted me decía que desde 1934 se había
distanciado completamente del régimen nazi, que en sus clases había hecho
observaciones extraordinariamente críticas y que había sido vigilado por la
Gestapo. No quiero poner en duda sus palabras. Pero sigue siendo un hecho que
usted en 1933-34 se identificó de tal manera con el régimen que aún hoy es
considerado por muchos como uno de los pilares espirituales más incondicionales
del mismo. Prueba de ello son sus discursos, escritos y acciones de aquella
época. Usted nunca se ha
retractado de ellos públicamente, ni siquiera después de 1945. Nunca ha
manifestado públicamente que hubiera llegado a unas conclusiones diferentes de
las declaradas y llevadas a la práctica en 1933-34. Después de 1934 usted
permaneció en Alemania, a pesar de que en cualquier lugar del extranjero habría
encontrado un lugar de trabajo. Usted jamás ha denunciado públicamente ni uno
solo de los hechos ni la ideología del régimen nazi. Por todas esas
circunstancias, todavía hoy se lo identifica con el régimen nazi. Muchos de
nosotros hemos estado esperando, y durante mucho tiempo, una palabra suya, una
palabra que lo liberase clara y
definitivamente de esa
identificación, una palabra que expresara su postura auténtica y actual frente
a todo lo sucedido. Usted no ha pronunciado esa palabra [...]. Usted solo puede
luchar contra la identificación de su persona y de su obra con el nazismo (y
con ello contra la extinción de su filosofía) si hace una confesión pública de
su cambio y conversión (y solo en este caso podremos luchar nosotros contra esa
identificación (carta de Marcuse del 28 de agosto de 1947, citada en ibíd, pp.
296-7).
La confesión pública nunca se
hizo. Pero esto no es lo extraño, lo extraño es que a pesar de la no
retractación, no sucedió con su filosofía lo que temía Marcuse, no se
extinguió. ¿Será entonces que los pensadores actuales que lo siguen
aplaudiendo, los existencialistas y los posmodernos, son adictos a la ideología
nazi o al fascismo en general? A primera vista no, y esa es la locura. Y
entonces empieza la sospecha de si estos existencialistas y posmodernos, que en
el fuero externo de su propia conciencia parecen adoptar posiciones más bien izquierdistas,
no son en realidad fascistas encubiertos, encubiertos incluso para ellos mismos. La duda es razonable: aplaudir a un fascista y no ser
fascista es algo complicado.
Heidegger
le contestó a Marcuse afirmando que lo que esperaba del nacionalsocialismo era
una “una renovación espiritual de la vida entera, una reconciliación de los
contrastes sociales y la salvación de occidente de los peligros del comunismo”,
y que cuando esa renovación espiritual no se concretó, o se apuntó para otro
lado, dejó de creer en esa opción de gobierno.
Pero el que no le cree es Marcuse, quien no se explica
que
usted, que ha sido capaz como ningún otro de comprender el pensamiento
occidental, pudiese ver en el nazismo una "renovación espiritual de la vida
entera" y una "salvación del ser occidental frente a los peligros del
comunismo" (que, en mi opinión, constituye un componente esencial de esa
realidad). Esto no es un problema político, sino casi un problema de cognición,
diría yo, un problema intelectual, de conocimiento de la verdad. Usted, el
filósofo, ¿ha confundido la liquidación del ser occidental con su renovación?
¿No era evidente esa liquidación en cada una de las palabras del Führer, en cada uno de los gestos de las
SA, ya mucho antes de 1933?
Lo
que más indignó a Marcuse fue la comparación que hizo Heidegger, en su carta de
respuesta, entre los campos de exterminio nazi y la emigración forzada que
impusieron los Aliados en la Alemania del Este:
Solo
quiero comentar un párrafo de su carta, no sea que mi silencio pueda ser
interpretado como aquiescencia; usted escribe que todo lo que digo sobre el
exterminio de los judíos vale exactamente igual para los aliados si en vez de
judíos ponemos a los alemanes del Este. ¿No se coloca usted con esta frase
fuera de la dimensión lógica; es posible explicar, saldar y
"aprehender" un crimen, alegando que también otros han perpetrado
acciones parecidas? Más aún, ¿cómo es posible poner la tortura, la mutilación,
la aniquilación de millones de seres humanos en el mismo plano que el traslado
forzoso de grupos étnicos, en cuyo transcurso no se cometieron ninguna de esas
atrocidades (dejando aparte quizás algunos casos excepcionales)?
Esta
nueva carta de Marcuse quedó sin respuesta. Puesto contra las cuerdas, ya no
supo Heidegger cómo contragolpear.
Este
libro de Farías, fundamentalmente por su pormenorizado trabajo investigativo,
marcó un antes y un después respecto del problema Heidegger. Ya son muchos los
que afirman que Heidegger fue un fascista convencido siempre, antes de su rectorado de Friburgo, durante su rectorado y
después de finalizada la guerra. Queda por saber ahora, que ya sabemos (o
creemos saber) que Heidegger fue un nazi de pies a cabeza, si la filosofía de Heidegger es nazi de
pies a cabeza, si no hay aspectos importantes de su obra que puedan ser
rescatados, que estén descontaminados o que sean susceptibles de
descontaminarse. Pero para eso necesitaremos (¡quién lo diría!) a un francés.
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A propósito de la inauguración de un
monumento dedicado a este monje en Kreenheinstetten, el 15 de agosto de 1910,
Martin Heidegger escribe uno de sus primeros artículos, del cual extraigo las
siguientes oraciones: "Personajes como Abraham a Sancta Clara deben seguir
vivos entre nosotros, actuando silenciosamente en el alma del pueblo. Quiera
Dios que sus espíritus circulen siempre entre nosotros, que su espíritu [...]
se convierta en un fermento poderoso para la conservación de la salud y, cuando
la necesidad lo imponga, para el restablecimiento de la salud del pueblo"
(citado por Farías, op. cit, p. 49). El término “salud del
pueblo” es recurrente en Heidegger. En 1933, ya como rector de la Universidad
de Friburgo, pronunció un discurso en el Instituto de Anatomía Patológica de
aquella universidad, que dio en llamar, justamente, “La salud del pueblo”, en
donde afirmó que “para lo que es sano y enfermo, cada pueblo de cada época se
da su propia ley en función de la grandeza y amplitud interior de su propio
estar (Dasein)”. En la propia cara de
los médicos que lo escuchan avala la idea de que en el nazismo, la cuestión de
quién está sano y quién está enfermo ya no está determinada por los
profesionales de la salud sino por la pertenencia a un pueblo u otro. El hecho
de que este curioso argumento sanitario aparezca ya esbozado en 1910 nos da la
pauta de que el pensamiento nacionalista y totalitario de Heidegger se venía
gestando desde mucho antes de la aparición de Hitler en escena.
Cabe mencionar
que en aquel artículo de 1910 aprovechó también para elogiar "al
inolvidable Karl Lüger", exalcalde de Viena, otro reconocido antisemita
que luego sería calificado por Adolf Hitler como "el más grande de los burgomaestres alemanes de todos los
tiempos" (Mi Lucha, p. 108).
Según Karl Jaspers, "en los años veinte
Heidegger no era antisemita" (cf. Martin
Heidegger/Karl Jaspers: Correspondencia (1920-1963), p. 229). Si hubiera
leído la carta que Martin le envió a Elfride el 18 de octubre de 1916,
posiblemente habría modificado su opinión. Luis Moreno Claros no
niega el antisemitismo del Heidegger seminarista, pero lo matiza considerando
que se vio arrastrado a él por el ambiente escolástico de su educación (cf. su Martin Heidegger, p. 23). Rüdiger
Safranski directamente niega la posibilidad: “¿Fue Heidegger antisemita? No lo fue en
el sentido del delirante sistema ideológico de los nacionalsocialistas.
Pues llama la atención que ni en las lecciones y los escritos filosóficos,
ni en los discursos y panfletos políticos aparezcan observaciones antisemitas o racistas” (Un maestro de Alemania, p. 299). Cabe aclarar que si una persona
experimenta un vivo resentimiento hacia los judíos, es antisemita por más que
no exprese ese sentimiento públicamente. Podría decirse, si se quiere y hasta
cierto punto, que Heidegger no fue una antisemita militante, pero de eso no se deduce que no haya sido antisemita.
Hay quien afirma que los pensadores
posmodernos, debido a su particular lenguaje —imitación de Heidegger—, no apto
para la discusión sino para la imposición de conceptos, se alinean de manera
irrestricta con el capitalismo de última generación que los cobija y que campea
desde el final de la Segunda Guerra. “La misma resonancia vacía que Adorno
advierte en las habladurías de los auténticos puede rastrearse en la jerga
neoliberal”. De este modo, el ser ahí
heideggeriano muta como por arte de magia en un “ser en el mercado” (cf. Jorge
Miceli, "Subjetividad política y lenguaje: De la crítica adorniana a la
idea de jerga a la crítica del neoliberalismo", en línea).